«Desde el primer momento de mi estancia entre vosotros os enseñé que mi único fin era revelar a mi Padre de los cielos a sus hijos en la Tierra. He vivido esta encarnación para que podáis acceder al conocimiento de ese Gran Dios. Os he revelado que Dios es vuestro Padre y vosotros sus hijos...»

sábado, 31 de diciembre de 2011

Rebeca, la hija de Esdras.

Aunque Jesús era pobre, su nivel social en Nazaret no había sufrido menoscabo. Era uno de los jóvenes más destacados de la ciudad y casi todas las doncellas lo consideraban con gran respeto. Puesto que Jesús era un espléndido ejemplar de robustez física y desarrollo intelectual, y teniendo en cuenta su reputación de líder espiritual, no es de extrañar que Rebeca, la hija mayor de Esdras, un rico mercader de Nazaret, descubriera que se estaba enamorando de este hijo de José. Primero le confió sus sentimientos a Miriam, la hermana de Jesús, quien a su vez se lo comentó a su madre. María se alarmó mucho. ¿Es que iba ella a perder a su hijo ahora, cuando se había convertido en el indispensable jefe de familia? ¿Es que sus tribulaciones nunca tendrían fin? ¿Qué más podría ocurrir? También meditó sobre qué efecto podría tener el matrimonio para la futura carrera de Jesús. No muy a menudo, pero por lo menos de cuando en cuando aún recordaba el hecho de que Jesús era un «hijo de promesa». Después de discutir el asunto entre ellas, María y Miriam decidieron tratar de frenarlo antes de que Jesús se enterara, hablando directamente con Rebeca, contándole toda la historia y explicándole francamente que creían que Jesús era un hijo del destino, que había de convertirse en un gran líder religioso, tal vez en el mismo Mesías.
      

Rebeca escuchó atentamente, estremecida y más decidida que nunca a echar su suerte con este hombre de su elección y compartir su carrera de liderazgo. Argüía (consigo misma) que un hombre de tan especial naturaleza necesitaba aun más que otros de una esposa fiel y hacendosa. Interpretó el ansia de María por disuadirla como una reacción natural al temor de perder al jefe y el único sostén de su familia; pero sabiendo que su padre aprobaba de su atracción por el hijo del carpintero, pensó que no tendría inconveniente en proveer a la familia con suficientes ingresos como para compensar ampliamente la pérdida de las ganancias de Jesús; y tenía razón. Cuando su padre manifestó que así lo haría, Rebeca habló nuevamente varias veces con María y Miriam, pero al no conseguir su apoyo, decidió armarse de valor y acudir directamente a Jesús. Así lo hizo pues con la cooperación de su padre, quien invitó a Jesús a su casa para la celebración de los diecisiete años de Rebeca.
     
Jesús escuchó atenta y compasivamente la exposición de estos sentimientos, primero del padre de Rebeca, y luego de ella misma. Replicó con gentileza que no había suma de dinero que pudiera rescatarlo de su obligación personal para con la familia de su padre, «de cumplir con el deber humano más sagrado —la lealtad a la propia carne y sangre de uno». El padre de Rebeca se sintió profundamente conmovido por las palabras con que Jesús expresaba su devoción familiar y se retiró de la entrevista. Su único comentario a María, su esposa, fue: «No podemos tenerle como hijo; es demasiado noble para nosotros».
      
Allí comenzó esa extraordinaria conversación con Rebeca. Hasta ese momento de su vida, poca distinción había hecho Jesús entre muchachos y muchachas, jóvenes y doncellas. Su mente estaba tan ocupada con los problemas de los asuntos terrenales prácticos y la fascinante contemplación de su carrera futura «en los asuntos de su Padre», que jamás había considerado seriamente la consumación del amor personal en el matrimonio humano. Se encontraba ahora frente a frente con otro de esos problemas que todo ser humano común debe enfrentar y solucionar. En verdad fue él «tentado en todo según vuestra semejanza».
      
Después de escucharla con gran atención, expresó Jesús su gratitud por la admiración explícita que Rebeca le profesaba, añadiendo: «Aliviará mis penas y me consolará todos los días de mi vida»; pero le explicó que no era libre de entrar en relaciones con mujer alguna, más allá de las de fraterno afecto y pura amistad. Repitió que su primero y supremo deber era para con la familia de su padre, y que no podía albergar ideas matrimoniales hasta tanto no completara la tarea de la crianza de sus hermanos. Añadió luego: «Si en verdad soy un hijo del destino, no debo asumir obligaciones de por vida hasta que llegue el momento en que mi destino se haga manifiesto».
      
Grande fue la desesperación de Rebeca. No hubo forma de consolarla, y con el corazón adolorido, insistió con su padre para que se fueran de Nazaret, hasta que finalmente él convino en mudarse a Séforis. En los años que siguieron, Rebeca no tuvo más que una respuesta para los muchos hombres que pretendían su mano en matrimonio. Vivía para un único propósito —esperar la hora en que éste a quien ella consideraba el más grande hombre de todos los tiempos comenzara su carrera como maestro de la verdad viviente. Devotamente le siguió ella durante los años memorables de labor pública, estando presente (sin que Jesús advirtiera su presencia) el día de su ingreso triunfal a Jerusalén; y estuvo «entre las otras mujeres» junto a María, esa tarde fatídica y trágica en que estaba el Hijo del Hombre en la cruz, porque para ella, como para incontables mundos en lo alto, él era «el del amor total, el más grande entre diez mil».

viernes, 30 de diciembre de 2011

El año decimonoveno (año 13 d. de J.C.)

Ya para esta época, Jesús y María se llevaban mucho mejor. Ella le consideraba menos como un hijo, más como un padre para los hijos de ella. La vida cotidiana abundaba en dificultades inmediatas y prácticas. Hablaban con menos frecuencia de la misión de Jesús en la vida, porque, según pasaba el tiempo, todos sus pensamientos estaban dedicados mutuamente al sostén y crianza de su familia de cuatro varones y tres mujeres.
      
A comienzos de este año, Jesús había acabado por convencer a su madre de las ventajas de su propio método de educación de los niños —la estimulación positiva para que hicieran el bien en vez del método judío más antiguo de la prohibición del mal. Tanto en su hogar como más tarde en su carrera pública, Jesús usó invariablemente la formula de exhortación positiva. Siempre y en todas partes solía decir: «Haréis esto, debéis hacer aquello». Nunca empleó el método negativo de enseñar derivado de los antiguos tabúes. Evitaba acentuar el mal mediante su prohibición; exaltaba la importancia del bien mandando su ejecución. La hora de la oración en esta casa era la ocasión para hablar de cada uno y todos los asuntos que se relacionaran con el bienestar de la familia.
      
Jesús tan sabiamente disciplinó a sus hermanos y hermanas desde su más temprana edad que poco o ningún castigo fue menester jamás para asegurar su pronta y total obediencia. La única excepción era Judá, a quien en diversas ocasiones Jesús hubo de castigar por sus infracciones a las reglas del hogar. En las tres ocasiones en las que se juzgó prudente castigar a Judá por confesas y deliberadas violaciones de las reglas de conducta de la familia, su castigo fue establecido por el decreto unánime de los hermanos mayores y sancionado por Judá mismo antes de que le fuera infligido.
      
Aunque Jesús era altamente metódico y sistemático en todo lo que hacía, había a la vez en sus decisiones administrativas una novedosa elasticidad de interpretación y una individualidad de adaptación que imponían en todos los niños una gran admiración por el espíritu de justicia con que actuaba su padrehermano. No disciplinó nunca arbitrariamente a sus hermanos y hermanas, y esa su constante justicia y consideración personal hizo que Jesús fuese muy querido por toda su familia.
     
Santiago y Simón crecieron tratando de seguir las enseñanzas de Jesús, y muchas veces trataban de aplacar a sus belicosos y a veces airados compañeros de juego mediante la persuasión y la falta de resistencia, y muchas veces lo consiguieron; José y Judá en cambio, si bien asentían a tales enseñanzas en el hogar, se apresuraban a defenderse cuando eran agredidos por sus compañeros; Judá en particular era culpable de violar el espíritu de estas doctrinas. Pero la resistencia pasiva no constituía una regla de la familia. No se imponía ningún castigo por la violación de estas enseñanzas personales.
      
En general, todos los pequeños, especialmente las niñas, consultaban a Jesús acerca de sus problemas infantiles y le confiaban secretos, como lo harían con un padre cariñoso.
     
Santiago se estaba convirtiendo en un joven bien equilibrado y de buen carácter, pero no tenía la misma inclinación espiritual de Jesús. Era mucho mejor estudiante que José, quien, si bien muy trabajador, tenía aún menos una mentalidad espiritual. A José, si bien trabajaba mucho, le faltaba aptitudes y el nivel intelectual de los otros niños. Simón era un muchacho bien intencionado pero excesivamente soñador, y demoraba en establecerse en su vida práctica. Él era la causa de considerable ansiedad para Jesús y María, pero siempre fue un chico bueno y bien intencionado. Judá era un revolucionario de ideales más elevados, pero de temperamento inestable. Poseía mucho de la determinación y la agresividad de su madre, pero carecía de su gran sentido de la medida y de la discreción.
      
Miriam era una hija equilibrada y sensata con una aguda apreciación de lo noble y lo espiritual. Marta era lenta de pensamiento y de acción, pero una chica altamente responsable y eficiente. La pequeña Ruth era el sol de la casa; aunque hablaba sin pensar, era de corazón sincero y adoraba a su hermano mayor y padre; pero ellos no la consentían. Era una bella niña, pero no tan hermosa como Miriam, quien era la belleza de la familia, si no de la ciudad.
     
A medida que pasaba el tiempo, Jesús se liberalizó considerablemente y modificó las doctrinas y prácticas de la familia relativas a la observancia del sábado y a otros aspectos religiosos. María aprobaba de todo corazón estos cambios. Por ese entonces Jesús era el jefe indisputado de la casa.
      
Este año Judá comenzó la escuela, y Jesús tuvo que vender su arpa para afrontar el gasto. Así desapareció el último de sus placeres recreativos. Amaba tocar el arpa cuando tenía la mente cansada y el cuerpo fatigado; pero se consoló pensando que por lo menos el arpa no había caído en manos del cobrador de impuestos.

El año decimoctavo (año 12 d. de J.C.)

En el curso de este año se liquidó toda la propiedad de la familia, excepto la casa y el huerto. Se vendió la última propiedad en Capernaum (excepto la plusvalía en otra), que ya estaba hipotecada. Las ganancias se usaron para pagar impuestos, comprar herramientas nuevas para Santiago, y hacer un pago sobre la antigua tienda de reparación y abastos de la familia cerca de la parada de las caravanas, la cual Jesús había decidido comprar de vuelta puesto que Santiago ya tenía suficiente edad como para trabajar en el taller que estaba en la casa y ayudar a María en el hogar. Al aliviarsede este modo, por el momento, la presión financiera, Jesús decidió llevar a Santiago a la celebración de la Pascua. Salieron de viaje con tiempo, queriendo llegar a Jerusalén un día antes para estar solos; tomaron el camino de Samaria. Iban a pie; Jesús le iba mostrando a Santiago los lugares históricos que había a lo largo de la ruta, tal como lo había hecho su padre con él en un viaje muy semejante, cinco años atrás
      
Muchas cosas extrañas veían al pasar por Samaria. Mucho conversaron en el trayecto sobre múltiples problemas de carácter personal, familiar y nacional. Santiago poseía fuertes sentimientos religiosos y aunque no se encontraba plenamente de acuerdo con las ideas de su madre sobre la misión vital de Jesús; aunque muy poco era lo que él sabía al respecto, anhelaba llegar a la edad necesaria para poder hacerse cargo de la familia, permitiendo así que Jesús comenzara a cumplir su misión. Estaba muy agradecido por haberle Jesús llevado a Jerusalén para las ceremonias pascuales; conversaron largo y tendido sobre el futuro, como nunca lo habían hecho antes.
      
Mucho meditó Jesús al cruzar Samaria, especialmente en Betel y cuando se detuvieron a beber del pozo de Jacob. Hablaron él y su hermano sobre las tradiciones de Abraham, Isaac y Jacob. Con sus palabras Jesús preparó a Santiago para lo que presenciaría en Jerusalén, tratando de aminorar la impresión convulsiva de esta experiencia, pues bien recordaba la conmoción que había causado en él mismo su primera visita al templo. Pero Santiago no era tan sensible a ciertos espectáculos como lo había sido él. Hizo algunos comentarios sobre la forma indiferente y fría en que llevaban a cabo sus deberes algunos de los sacerdotes, pero en general disfrutó enormemente su estadía en Jerusalén.
      
Jesús llevó a su hermano a Betania para la cena pascual. Simón había fallecido y yacía junto a sus antepasados; Jesús ocupó pues el lugar de jefe de la familia pascual, habiendo traído el cordero pascual del templo.
      
Después de la cena pascual, María se sentó a conversar con Santiago mientras que Marta, Lázaro y Jesús estuvieron hablando hasta muy entrada la noche. Al día siguiente asistieron a los oficios del templo, y Santiago fue recibido en la comunidad de Israel. Esa mañana, al detenerse ellos en la cresta del Monte de los Olivos para ver desde allí el templo y mientras Santiago se deshacía en exclamaciones de maravilla, Jesús contempló la ciudad en silencio. Santiago no podía comprender el comportamiento de su hermano. Esa noche de nuevo regresaron a Betania y habrían partido para su casa al día siguiente, pero Santiago insistió en volver a visitar el templo, explicando que quería escuchar a los maestros. Y si bien esto era verdad, en el corazón anhelaba secretamente presenciar la participación de Jesús en los debates, tal como su madre le había contado. Así pues, fueron al templo y escucharon los debates, pero Jesús no hizo ninguna pregunta. Todo le parecía tan pueril e insignificante a esta mente en vías de despertar de hombre y de Dios, que tan sólo podía tenerles lástima. Santiago sufrió una gran desilusión por el silencio de Jesús. A sus preguntas, Jesús tan sólo respondió: «Aún no ha llegado mi hora».
     
Al día siguiente emprendieron el regreso pasando por Jericó y el valle de Jordán, y Jesús le contó a Santiago muchas historias por el camino, entre ellas, su primer viaje por esta misma senda cuando tenía trece años.
      
Al regresar a Nazaret, Jesús comenzó a trabajar en el antiguo taller de reparaciones de la familia; estaba muy contento de poder encontrarse a diario con tanta gente de todas partes del país y de los distritos circunvecinos. Jesús amaba a la gente de todo corazón —gente simple de pueblo. Iba pagando las cuotas de la compra del taller todos los meses y, con la ayuda de Santiago, mantenía a su familia.
      
Varias veces por año, siempre que no hubiera visitantes para desempeñar esta función, Jesús leía las escrituras para la celebración del sábado en la sinagoga, ofreciendo en muchas ocasiones comentarios sobre la lección, pero generalmente seleccionaba los pasajes de modo tal que los comentarios no eran necesarios. 

Era tan hábil y sagaz que sabía ordenar la lectura consecutiva de los distintos pasajes de manera que uno iluminara el significado del otro. Durante las tardes del sábado, siempre que hubiera buen tiempo, llevaba a sus hermanos y hermanas a paseos por el campo, en comunión con la naturaleza.
      
Aproximadamente por esa época el chazán inauguró un club juvenil para la discusión de temas filosóficos. Las reuniones se celebraban en la casa de los diferentes miembros y a menudo en la del chazán, y Jesús llegó a ser un socio prominente de este grupo. De este modo pudo recobrar parte del prestigio local que había perdido al tiempo de las recientes controversias nacionalistas.
      
Su vida social, si bien restringida, no era inexistente. Contaba con muy buenos amigos y devotos admiradores entre los jóvenes y las muchachas de Nazaret.
      
En septiembre vinieron de visita a Nazaret Elizabeth y Juan. Juan, habiendo perdido a su padre, se proponía regresar a las colinas de Judea para dedicarse a la agricultura y a la cría de ovejas, a menos que Jesús le aconsejara radicarse en Nazaret para dedicarse a la carpintería o a otro oficio. No se habían enterado ellos de que la familia nazarena estaba prácticamente sin dinero. Cuanto más hablaban María y Elizabeth de sus hijos, más se convencían de que sería bueno que estos dos jóvenes trabajasen juntos y se vieran más frecuentemente.
      
Jesús y Juan tuvieron varias conversaciones a solas; hablando de muchos asuntos íntimos y personales. Al concluir esta discusión, los jóvenes acordaron que no volverían a verse hasta tanto no pudieran encontrarse en su ministerio público, cuando «recibieran el llamado del Padre celestial» para el cumplimiento de su obra. Juan quedó muy impresionado por todo lo que vio en Nazaret, tanto que se convenció de que debía regresar a su casa y trabajar para mantener a su madre. Estaba convencido de que habría de participar en la misión de la vida de Jesús, pero vio que Jesús tenía muchos años por delante para completar la crianza de su familia. Por eso se conformó con regresar a su hogar y ocuparse de su pequeña granja y atender a las necesidades de su madre. Juan y Jesús no volvieron a verse hasta aquel día en que el Hijo del Hombre se presentó junto al Jordán para ser bautizado.
      
Durante la tarde del sábado 3 de diciembre de este año, la muerte visitó por segunda vez a esta familia de Nazaret. El pequeño Amós, el hermanito menor, falleció por una fiebre alta que duró una entera semana. En este período tan doloroso y desamparado, su hijo primogénito fue para María su único sostén y consuelo; finalmente, y en el sentido más pleno, ella reconoció en Jesús al verdadero jefe de la familia; y él fue siempre digno de ese título.
     
Durante los últimos cuatro años, el nivel de vida de esta familia había declinado constantemente; año tras año, sentían los embates de una pobreza cada vez mayor. Hacia fines de este año se enfrentaron con una de las experiencias más difíciles de todas sus duras luchas. Santiago todavía ganaba muy poco, y los gastos de un funeral sumados a todo lo demás los dejaron casi en la bancarrota. Pero Jesús sólo le diría a su madre ansiosa y apesadumbrada: «Madre María, la congoja no nos lleva a ninguna parte; hacemos lo que podemos, y acaso una sonrisa materna podría inspirarnos a progresar. Día tras día nos fortalece la esperanza de tiempos mejores y emprendemos nuestra tarea con mayor vigor». Su optimismo práctico y tenaz era en verdad contagioso; los niños vivían en una atmósfera de espera de tiempos mejores y de cosas mejores. Esta actitud valiente y esperanzada contribuyó poderosamente al desarrollo de caracteres fuertes y nobles, a pesar del sentimiento de depresión que su pobreza pudiera causar.
      
Jesús poseía la habilidad de movilizar efectivamente todos sus poderes de mente, alma y cuerpo en la tarea que le ocupaba a la sazón. Podía concentrar su mente profunda en el problema específico que quería resolver, y esto, unido a su incansable paciencia le permitió soportar serenamente todas las pruebas de una difícil existencia mortal —vivir como si estuviera «viendo a Aquel que es invisible».

miércoles, 28 de diciembre de 2011

El año decimoséptimo (año 11 d. de J.C.)

 Por esta época había bastante agitación, especialmente en Jerusalén y en Judea, a favor de una rebelión contra el pago de los impuestos a Roma. Estaba surgiendo un fuerte partido nacionalista, que al poco tiempo se llamaría el partido de los zelotes. Los zelotes, a diferencia de los fariseos, no estaban dispuestos a esperar la llegada del Mesías, sino que proponían resolver la situación mediante una revuelta política.
      
Desde Jerusalén llegó un grupo de organizadores a Galilea, y encontraron un terreno fértil para sus ideas hasta que llegaron a Nazaret. Cuando visitaron a Jesús, él los escuchó atentamente y les hizo muchas preguntas, pero rehusó incorporarse al partido. Se negó a explicar en detalle todos los motivos de esta decisión, y su actitud influyó sobre muchos de sus jóvenes amigos nazarenos que tampoco quisieron afiliarse
      
María hizo lo que pudo para inducirle a afiliarse, pero no hubo caso de convencerle. Hasta llegó a insinuar María que su actitud al negarse a abrazar la causa nacionalista como ella se lo pedía equivalía a una insubordinación, una violación de la promesa que él había hecho a su regreso de Jerusalén de que obedecería a sus padres; pero en respuesta a esta insinuación, él se limitó a apoyar una mano con ternura sobre su hombro y mirándola a los ojos le dijo: «Madre mía, ¿no te da vergüenza?», y María se desdijo inmediatamente.
      
Uno de los tíos de Jesús (Simón, el hermano de María) ya se había unido al grupo, llegando a convertirse con el tiempo en oficial de la división galilea, lo cual dio lugar a que se produjera cierto distanciamiento entre Jesús y su tío durante varios años.
      
Pero en Nazaret se estaba levantando una verdadera tormenta. La actitud de Jesús en estos asuntos había traído como resultado una división entre los jóvenes judíos de la ciudad. Aproximadamente la mitad se había incorporado a la organización nacionalista, y la otra mitad formó un grupo de oposición de patriotas más moderados, con la idea de que Jesús asumiera el liderazgo. Mucho se asombraron cuando rehusó el honor que le ofrecían, presentando como excusa sus pesadas obligaciones familiares, lo cual todos ellos admitieron. Pero la situación se complicó aún más cuando poco después, Isaac, un judío rico, prestamista de los gentiles, propuso comprometerse a mantener a la familia de Jesús si abandonaba sus herramientas de trabajo y asumía el liderazgo de estos patriotas de Nazaret.
      
Jesús, que por ese entonces contaba apenas diecisiete años, tuvo que enfrentarse con una de las situaciones más difíciles y delicadas de su joven vida. Siempre es difícil para un líder espiritual tomar partido en los asuntos y sentimientos patrióticos, especialmente cuando éstos están complicados con un sistema opresor extranjero que recauda impuestos; en este caso la situación era doblemente difícil debido a la implicación de la religión judía misma en toda esta agitación contra Roma.
      
La posición de Jesús se vio aun más dificultada porque su madre, su tío e incluso su hermano menor Santiago, lo instaban a abrazar la causa nacionalista. El mejor elemento judío de Nazaret ya se había afiliado, y los jóvenes que aún no se habían incorporado al movimiento lo harían con toda seguridad al instante que Jesús cambiara de opinión. Contaba Jesús con un solo consejero sensato en todo Nazaret, su antiguo maestro, el chazán, que lo asesoró sobre cómo responder al consejo de ciudadanos de Nazaret cuando viniera a pedirle una respuesta a la demanda pública que se había hecho. En toda la juventud de Jesús, fue ésta la primera vez cuando tuvo que recurrir conscientemente a la estrategia pública. Hasta ese entonces, siempre había confiado en la técnica de la verdad lisa y llana para esclarecer cualquier situación, pero en este caso no podía declarar la plena verdad. No podía sugerir que era algo más que tan sólo un hombre; no podía revelar su idea de la misión que le aguardaba para cuando alcanzara una edad más madura. Pese a estas limitaciones, su fidelidad religiosa y su lealtad nacional se vieron directamente confrontadas. Su familia se encontraba perturbada, sus jóvenes amigos divididos, el pueblo judío de todo Nazaret estaba presa de gran agitación. ¡Y pensar que él era el culpable de todo! ¡Cuán lejos de sus intenciones crear problemas de cualquier clase; aún menos este disturbio!
      
Había que hacer algo. Tenía que aclarar su posición; así lo hizo, con coraje y diplomáticamente, para satisfacción de muchos, aunque no de todos. Se adhirió él a los términos de su argumento original, declarando que su primer deber era para con su familia, que una madre viuda y ocho hermanos y hermanas necesitaban algo más que lo que pudiera comprar el dinero —las necesidades físicas de la vida— que tenían derecho a los cuidados y al apoyo de un padre, y que con la conciencia limpia no podía eximirse de la obligación que un cruel accidente había arrojado sobre sus hombros. Elogió a su madre y a su segundo hermano que estaban dispuestos a exonerarlo de esa responsabilidad, pero reiteró que la lealtad a su padre muerto le impedía abandonar a la familia a pesar de que se donase dinero para su sostén material, e hizo la inolvidable afirmación de que «el dinero no puede amar». En el curso de esta declaración Jesús hizo varias referencias veladas a la «misión de su vida», pero explicó que, fuera o no dicha misión compatible con la acción militar, había sido puesta de lado juntamente con otros intereses de su vida, para poder cumplir fielmente con las obligaciones para con su familia. En Nazaret todos sabían que Jesús era un buen padre para su familia; siendo además éste un asunto tan allegado a los sentimientos de todo judío de noble espíritu, encontró la súplica de Jesús una respuesta apreciativa en el corazón de muchos de entre ellos que le escucharon. Otros corazones menos sensibles fueron cautivados por un discurso de Santiago, que no estaba en el programa, pero que fue pronunciado en ese momento. El chazán se lo había hecho ensayar a Santiago ese mismo día —pero lo habían mantenido en secreto.
      
Santiago declaró que estaba seguro de que Jesús estaría dispuesto a colaborar para la liberación de su pueblo si él (Santiago) tuviera la edad suficiente para hacerse cargo de la familia; que, si consentían en permitir que Jesús permaneciera «con nosotros, como nuestro padre y maestro, la familia de José os dará, no ya tan sólo un dirigente, sino también cinco nacionalistas leales, porque ¿acaso no hay cinco varones entre nosotros, prontos para crecer, guiados por nuestro hermanopadre, y ponernos al servicio de nuestra nación?» De este modo pudo el muchacho llevar a feliz término esa situación tan tensa y amenazadora.
      
Se había superado la crisis por el momento; pero el incidente no se olvidó jamás en Nazaret. La agitación persistía; Jesús ya no contaba con el favor universal; la diferencia de sentimientos no llegó nunca a superarse del todo. Este hecho, combinado más tarde con otros acontecimientos, fue uno de los motivos principales por los cuales años después Jesús se mudó a Capernaum. De ahí en adelante los sentimientos sobre el Hijo del Hombre en Nazaret permanecerían divididos.
      
Ese año Santiago terminó sus estudios en la escuela y comenzó a trabajar jornada completa en la carpintería. Se había vuelto muy diestro en el uso de las herramientas y se hizo cargo de la fabricación de los yugos y arados mientras que Jesús se dedicaba a los trabajos de ebanistería y de marquetería para la construcción.
      
Durante este año pudo Jesús hacer grandes progresos en la organización de su mente. Gradualmente había logrado unir su naturaleza humana con su naturaleza divina llevando a cabo esta ardua organización intelectual por la fuerza de sus propias decisiones y con la ayuda única de su Monitor residente, Monitor semejante al que todos los mortales normales de todos los mundos de postdispensación del Hijo llevan dentro de su mente. Hasta ahora nada sobrenatural había ocurrido en la carrera de este joven, excepto la visita de un mensajero enviado por su hermano mayor Emanuel, que una vez se le apareció en Jerusalén durante la noche.

martes, 27 de diciembre de 2011

El año decimosexto (año 10 d. de J.C.)

El Hijo encarnado tuvo una infancia y niñez sin experiencias extraordinarias. Emergió luego de la penosa y difícil etapa de transición entre la infancia y la juventud —llegó a ser el Jesús adolescente.
     
Este año alcanzó él su plena estatura física. Era un hermoso joven viril, cada vez más serio y reservado, al mismo tiempo que compasivo y amable. Tenía una mirada dulce, pero inquisitiva; su sonrisa era siempre simpática y reconfortante; su voz, musical y al mismo tiempo fuerte y enérgica; su saludo, cordial, pero sin afectación. Siempre, incluso en los contactos más comunes, parecía traslucirse la esencia de una doble naturaleza: la humana y la divina. Siempre se trasmitía esa combinación de amigo cordial y de maestro autoritario. Y estos rasgos de personalidad comenzaron a manifestarse desde temprano, ya desde su adolescencia.
      
Este joven físicamente robusto y fuerte también había adquirido el pleno desarrollo de su intelecto humano, aunque no la completa experiencia del pensamiento humano pero sí la plena capacidad para tal desarrollo del intelecto. Poseía un cuerpo sano y bien proporcionado, una mente aguda y analítica, una disposición de ánimo generosa y compasiva, un temperamento un tanto fluctuante pero acometedor, cualidades éstas que se estaban integrando en una personalidad fuerte, admirable y atractiva.
      
Según pasaba el tiempo, se hacía más difícil para su madre y sus hermanos y hermanas comprenderle; sus palabras los confundían e interpretaban mal sus acciones. No estaban preparados para comprender la vida de su hermano mayor, porque su madre les había dado a entender que él estaba destinado a ser el libertador del pueblo judío. Después de oír de labios de María tales insinuaciones como secretos de familia, imaginaos su confusión cuando escuchaban a Jesús negar categóricamente toda idea e intención en este sentido.
      
Este año Simón comenzó la escuela, y la familia se vio obligada a vender otra casa. Santiago se encargaba de la enseñanza de sus tres hermanas, dos de las cuales ya tenían edad para emprender estudios serios. Tan pronto como Ruth creció, confiaron su educación a Miriam y Marta. Ordinariamente las muchachas de las familias judías recibían poca educación, pero Jesús opinaba (y su madre convenía en esto) que las chicas debían ir a la escuela lo mismo que los varones, y puesto que la escuela de la sinagoga no las admitiría, hubo que establecer clases privadas especialmente para ellas en el hogar.
      
Durante este año entero Jesús no pudo alejarse casi nunca de su banco de carpintero. Afortunadamente tenía trabajo de sobra; la calidad de su producción era tal que no estuvo nunca ocioso aunque escasease el trabajo en esa región. A veces tenía tanto que hacer que Santiago lo ayudaba.
      
Para fines de este año ya casi había tomado la decisión de dedicarse públicamente, después de criar a sus hermanos y verlos casados, a su labor de maestro de la verdad y revelador del Padre celestial en el mundo. Sabía que no se convertiría en el Mesías que esperaban los judíos, pero decidió que no valía la pena hablar de estos asuntos con su madre; puesto que sus palabras en el pasado poco o nada habían hecho para convencerla, y recordaba además que su padre no había conseguido nunca hacerle cambiar de opinión, le pareció más práctico permitirle que siguiera abrigando las ilusiones que quisiese. A partir de este año conversó cada vez menos con su madre y con otros acerca de estos problemas. Su misión era tan singular que ningún ser habitante de la tierra podía aconsejarlo respecto a su consecución.
      
Pese a su juventud fue un verdadero padre para la familia; pasaba todo el tiempo posible con los pequeños, que lo amaban de todo corazón. Su madre sufría de verlo trabajar tan duro; se apenaba de que estuviera atado día tras día al banco de carpintero para mantener a la familia, en lugar de estar en Jerusalén y estudiar junto a los rabinos, como con tanto cariño lo habían planeado. Si bien en muchos aspectos María no lo comprendía, amaba a su hijo y estaba llena de admiración y gratitud por la buena voluntad de Jesús al asumir la responsabilidad del hogar.

Los años de la adolescencia.

 
AL ENTRAR a los años de su adolescencia, Jesús se encontró como jefe y único sostén de una numerosa familia. Pocos años después de la muerte de su padre habían perdido todas sus propiedades. Según pasaba el tiempo, Jesús iba cobrando conciencia de su preexistencia; al mismo tiempo se daba cuenta cada vez más plenamente de que su presencia en la tierra y en la carne respondía al propósito explícito de revelar su Padre Paradisiaco a los hijos de los hombres.
      
Ningún adolescente que haya vivido o haya de vivir en este mundo o en otro, ha tenido o tendrá jamás problemas tan difíciles y profundos que resolver ni tan intrincadas dificultades que desentrañar. Ningún joven de Urantia tendrá que pasar jamás por los conflictos angustiosos y las duras pruebas por los que Jesús mismo tuvo que atravesar durante esos arduos años que median entre los quince y los veinte de su edad.
     
Habiendo tenido pues la experiencia real de vivir estos años de adolescencia en un mundo asediado por el mal y perturbado por el pecado, el Hijo del Hombre llegó a poseer pleno conocimiento de la experiencia vital de los jóvenes de todos los dominios de Nebadon, y así para siempre se convirtió en el comprensivo refugio de los adolescentes acongojados y perplejos de todas las edades y de todos los mundos del universo local.
      
Lentamente y con certidumbre y a través de la experiencia real, este Hijo divino gana el derecho de convertirse en el soberano de su universo, el gobernante supremo e indisputado de todas las inteligencias creadas en todos los mundos del universo local, el comprensivo refugio de los seres de todas las edades y de todos los grados de dotes y experiencias personales.

lunes, 26 de diciembre de 2011

La lucha financiera.

Paulatinamente, Jesús y su familia retornaron a la vida simple de sus primeros años. Sus ropas e incluso sus alimentos se simplificaron. Tenían leche, mantequilla y queso en abundancia, y durante la estación apropiada disfrutaban de los frutos de su huerto; pero cada mes que pasaba los obligaba a una mayor frugalidad. Su desayuno era muy simple, pues guardaban los mejores alimentos para la cena. Sin embargo, entre estos judíos la falta de riqueza no implicaba inferioridad social.
      
Ya este joven había llegado a tener una comprensión casi completa de cómo vivían los hombres de su tiempo. Y cuán bien entendía él la vida del hogar, del campo y del taller de trabajo quedó claramente demostrado en sus enseñanzas posteriores, que tan pletóricamente revelan su íntimo contacto con todas las fases de la experiencia humana.
      
El chazán de Nazaret seguía aferrado a la creencia de que Jesús había de convertirse en un gran maestro, probablemente en sucesor del famoso Gamaliel en Jerusalén.
      
Aparentemente todos los planes de Jesús para una carrera se habían desbaratado. Tal como estaban las cosas, el futuro no parecía sonreírle. Pero no vaciló ni se desalentó, sino que vivía, día tras día, desempeñando bien su deber presente y cumpliendo fielmente con las obligaciones inmediatas de su situación en el mundo. La vida de Jesús es el consuelo sempiterno de todos los idealistas desilusionados.
      
El pago de los carpinteros jornaleros iba disminuyendo lentamente. A fines de este año Jesús podía ganar, trabajando de sol a sol, sólo el equivalente de unos veinticinco centavos de dólar diarios. El año siguiente les resultó difícil pagar los impuestos civiles, sin hablar de la contribución a la sinagoga y el impuesto de medio siclo del templo. El recaudador de impuestos intentó sacarle aun más dinero a Jesús durante este año, llegando hasta amenazar con llevarse su arpa.
      
Temiendo que el ejemplar de las escrituras en griego pudiera ser descubierto y confiscado por los recaudadores de impuestos, Jesús lo obsequió a la biblioteca de la sinagoga de Nazaret en ocasión de su decimoquinto cumpleaños; fue ésta su ofrenda de madurez al Señor.
      
El peor momento de su decimoquinto año de vida lo pasó Jesús en Séforis cuando se encontraba allí para escuchar el veredicto de Herodes, ante quien había apelado para resolver una disputa sobre el pago adeudado a José en el momento de su muerte accidental. Jesús y María esperaban recibir una suma considerable de dinero, pero el tesorero de Séforis les había ofrecido una cantidad ínfima. Los hermanos de José resolvieron pues apelar ante el mismo Herodes; por eso se encontraba ahora Jesús en el palacio, de pie ante Herodes, y le escuchó decretar que nada se le debía a su padre en el momento de su muerte. Esta decisión tan injusta bastó para que Jesús no volviera a confiar nunca más en Herodes Antipas; no es sorprendente que en una ocasión se refiriera a Herodes como «ese zorro».
      
El duro trabajo de Jesús en el banco de carpintero durante este año y los subsiguientes, le impidió departir con los viajeros de las caravanas. Ya un tío suyo se había hecho cargo de la tienda de provisiones de la familia, y Jesús trabajaba en el taller de la casa para poder estar cerca de su familia y así ayudar a María en cuanto a los niños. Por aquel entonces, empezó a enviar a Santiago a la parada de las caravanas donde alimentaban a los camellos para obtener noticias sobre los acontecimientos mundiales; de este modo intentaba Jesús mantenerse al día.
      
Según se adentraba en la madurez, hubo de pasar por los conflictos y confusiones típicos de todo joven promedio de todas las eras humanas anteriores y subsecuentes. Y la dura disciplina inherente a la obligación de mantener a su familia fue una salvaguarda segura contra el que haya tenido tiempo para la meditación ociosa o la complacencia en tendencias místicas.
      
Éste fue el año en que Jesús arrendó una parcela considerable de terreno justo al norte de la casa, para que la familia tuviera su huerto. Se subdividió el terreno para que cada uno de los hermanos mayores tuviera su propia parcela, y compitieron entre sí al dedicarse con entusiasmo a las faenas agrícolas. Durante la temporada de cultivo de las legumbres, Jesús, su hermano mayor, pasaba algún tiempo con ellos todos los días en el huerto. Al trabajar con sus hermanos menores en el huerto, Jesús muchas veces abrigó el deseo de vivir con su familia en el campo, en una granja, para disfrutar de la libertad de una vida sin trabas. Pero no estaban en el campo, y Jesús, siendo tan un joven profundamente práctico como un idealista, atacó vigorosa e inteligentemente su problema tal como lo encontró, haciendo todo lo que estaba a su alcance para que él y su familia se adaptaran a la realidad de su situación y tratando de satisfacer en el mayor grado posible sus aspiraciones individuales y colectivas.
     
En cierto momento abrigó Jesús la vaga esperanza de poder comprar una pequeña granja con el dinero que le debían a su padre por su trabajo en la construcción del palacio de Herodes, siempre y cuando pudieran recaudar esa suma considerable de dinero. Había pensado seriamente en establecer a su familia en el campo. Pero al negarse Herodes a pagarles el dinero que se le debía a José, tuvieron que renunciar a la ambición de tener una casa en el campo. Tal como estaban las cosas, se las ingeniaban para disfrutar de muchas de las experiencias de la vida campestre, puesto que ahora tenían tres vacas, cuatro ovejas, una cría de pollos, un asno y un perro, además de las palomas. Aun los más pequeños tenían sus obligaciones regulares dentro del plan de administración bien organizado que caracterizaba la vida doméstica de esta familia nazarena.
      
Al concluir su decimoquinto año concluyó Jesús la peligrosa y difícil travesía de ese período intermedio de la vida humana, ese período de transición entre la despreocupación y complacencia de la niñez y la noción del advenimiento de la edad adulta con su carga de responsabilidades y oportunidades para la adquisición de la experiencia avanzada en el desarrollo de un carácter noble. Ya había concluído el período de crecimiento mental y físico; ahora comenzaría la verdadera carrera de este joven nazareno.

domingo, 25 de diciembre de 2011

El primer sermón en la sinagoga.

Al cumplir los quince años, Jesús ya podía ocupar oficialmente el púlpito de la sinagoga los sábados. Muchas veces antes, cuando faltaban oradores, le habían pedido a Jesús que leyese las escrituras, pero ahora había llegado el día en que, según la ley, podía oficiar el servicio. Por consiguiente, el primer sábado después de su decimoquinto cumpleaños el chazán dispuso que Jesús dirigiera los oficios matutinos en la sinagoga. Cuando todos los fieles en Nazaret se hubieron congregado, el joven, haciendo su selección de las escrituras, se levantó y comenzó a leer:
      
«El espíritu del Señor Dios está sobre mí, porque me ungió el Señor; me ha enviado a predicar buenas nuevas a los abatidos, a vendar a los quebrantados de corazón, a publicar la libertad a los cautivos, y a los presos espirituales apertura de la cárcel, a proclamar el año de la buena voluntad de Dios y el día de venganza del Dios nuestro; a consolar a todos los enlutados, a darles belleza en lugar de ceniza, óleo de gozo en lugar de luto, canto de alabanza en vez de espíritu angustiado; y serán llamados árboles de justicia, plantío del Señor, para gloria suya. 

«Buscad lo bueno, y no lo malo, para que viváis, porque así el Señor, el Dios de los ejércitos, estará con vosotros. Aborreced el mal y amad el bien; estableced el juicio en la puerta. Quizá el Señor Dios tendrá piedad del remanente de José.
      
«Lavaos y limpiaos; quitad la iniquidad de vuestras obras de delante de mis ojos; dejad de hacer lo malo y aprended a hacer el bien; buscad el juicio, restituid al agraviado. Haced justicia al huérfano, amparad a la viuda.
     
«¿Con qué me presentaré el Señor, a inclinarme ante el Señor de toda la tierra? ¿Me presentaré ante él con holocaustos, con becerros de un año? ¿Se agradará el Señor de millares de carneros, decenas de millares de ovejas, o con ríos de aceite? ¿Daré mi primogénito por mi rebelión, el fruto de mis entrañas por el pecado de mi alma? ¡No!, porque el Señor nos ha mostrado, oh hombres, lo que es bueno. Y qué pide el Señor de ti: solamente hacer justicia, amar misericordia, y caminar humildemente con tu Dios».
     
«¿A quién, pues, haréis semejante a Dios que está sentado sobre el círculo de la tierra? Levantad en alto vuestros ojos y mirad quien creó todos estos mundos, quien saca y cuenta su ejército, a todos llama por sus nombres. Él hace todas estas cosas por la grandeza de su poder, y porque es poderoso ninguna faltará. Él da esfuerzo al cansado, y multiplica las fuerzas al que no tiene ningunas. No temas, porque yo estoy contigo; no desmayes, porque yo soy tu Dios. Te esfuerzo y te ayudaré; sí, te sustentaré con la diestra de mi justicia, porque yo soy el Señor tu Dios. Y te sostiene de tu mano derecha, y te dice: no temas, yo te ayudo.
      
«Y vosotros sois mis testigos, dice el Señor, y mi siervo que yo escogí, para que me conozcáis y creáis en mí, y entendáis que yo soy el Eterno. Yo, sólo yo, soy el Señor, y fuera de mí no hay quien salve».
      
Después de leer así se sentó, y la gente se fue a sus casas discurriendo las palabras que con tanto donaire les había leído. Nunca le habían visto los de su pueblo tan magníficamente solemne; nunca le habían oído leer con una voz tan apremiante y tan sincera; nunca lo habían observado tan decidido y maduro, con tanta autoridad.
      
Ese mismo sábado por la tarde escaló Jesús la colina de Nazaret en compañía de Santiago. Al regresar al hogar Jesús escribió con un carbón sobre dos tablillas los Diez Mandamientos en griego. Luego Marta coloreó y adornó estas tablillas y durante mucho tiempo estuvieron colgadas en la pared sobre el pequeño banco de trabajo de Santiago.

El año decimoquinto (año 9 d. de J.C.)

A mediados de este quinceavo año —estamos computando el tiempo según el calendario del siglo veinte, no de acuerdo con el calendario judío— Jesús había tomado firmemente en sus manos la administración de los asuntos de su familia. Antes de finalizar el año ya casi habían desaparecido los ahorros de la familia, y tuvo que enfrentarse pues con la necesidad de vender una de las casas de Nazaret que José y su vecino Jacobo poseían en sociedad.
      
El miércoles 17 de abril del año 9 d. de J.C., por la noche, nació Ruth, la más pequeña de la familia; Jesús hizo todo lo que pudo por tomar el lugar de su padre, siendo el sostén y consuelo de su madre en estos momentos particularmente difíciles y colmados de tristeza. Durante casi veinte años (hasta que comenzó su ministerio público) ningún padre pudo haber amado y educado a su hija más afectuosa y fielmente de lo que Jesús cuidó a la pequeña Ruth. Fue un padre igualmente bueno para con los demás miembros de la familia.
      
Durante este año compuso Jesús la oración que posteriormente enseñaría a sus apóstoles, y que muchos conocen como «El Padre Nuestro». En cierto modo fue ésta algo que evolucionó antes del altar familiar, pues tenían ellos muchas fórmulas de alabar y varias oraciones formales. Después de la muerte de su padre, Jesús intentó enseñar a los niños mayores que podían expresarse individualmente en sus oraciones —así como le gustaba a él hacerlo— pero no alcanzaban a entender su pensamiento e invariablemente volvían a caer en la repetición de las oraciones aprendidas de memoria. Para estimular a los mayores entre sus hermanos y hermanas a que se expresaran espontáneamente en sus rezos, Jesús trataba de mostrarles el camino con palabras y frases sugestivas; de manera tal que, sin intención alguna por su parte, resultó que todos ellos utilizaban oraciones basadas casi enteramente en lo que Jesús les había sugerido.
      
Finalmente, Jesús renunció a la idea de que cada uno de los miembros de su familia formule sus oraciones espontáneas, y una noche de octubre, sentando junto a la mesa baja de piedra, escribió a la luz de la pequeña lámpara en una tablilla de cedro de unos cincuenta centímetros de cada lado, con un pedazo de carbón, la oración que desde ese momento sería la que habría de pronunciar normalmente toda su familia.
      
Durante este año Jesús estuvo atormentado por pensamientos confusos. La responsabilidad familiar le había quitado por el momento toda intención de dedicarse de inmediato a «los asuntos de su Padre» según se le había mandado durante la visitación que ocurriera en Jerusalén. Con justicia razonaba Jesús que el cuidado de la familia de su padre terrenal tenía prioridad sobre todos los demás deberes, que mantener a su familia debía ser su primera obligación.
      
En el curso de este año halló Jesús en el así llamado Libro de Enoc un pasaje que le sugirió la adopción futura del término «Hijo del Hombre» para designar su misión autootorgadora en Urantia. Mucho había reflexionado sobre la idea del Mesías judío y estaba firmemente convencido de que él no había de ser ese Mesías. Anhelaba ayudar al pueblo de su padre, pero no pensó nunca en conducir a los ejércitos judíos para derrocar la dominación extranjera en Palestina. Sabía que jamás ocuparía el trono de David en Jerusalén. Tampoco creía Jesús que su misión de liberador espiritual o de maestro de los valores morales se limitara únicamente al pueblo judío. Por eso su misión de vida no podía ser de ninguna manera el cumplimiento de los intensos anhelos y de las presuntas profecías mesiánicas de las escrituras hebreas; por lo menos no de la manera en que comprendían los judíos estas predicciones de los profetas. Asímismo estaba seguro de que nunca habría de aparecer como el Hijo del Hombre descrito por el profeta Daniel.
      
Pero cuando le llegara la hora de salir al mundo para desarrollar su misión de maestro universal, ¿cómo se llamaría a sí mismo? ¿De qué manera definiría su misión? ¿Por qué nombre lo llamarían las multitudes que acabarían por creer en sus enseñanzas?
      
Mientras le daba vueltas y más vueltas a estos problemas en su mente encontró, en la biblioteca de la sinagoga de Nazaret, entre los libros apocalípticos que había estado estudiando, este manuscrito llamado «El Libro de Enoc»; y aunque estaba seguro que no había sido escrito por el Enoc de antaño, le resultó muy interesante y lo leyó y releyó muchas veces. Un pasaje en particular le hizo mucha impresión, un pasaje en el cual aparecía este término de «Hijo del Hombre». El autor del llamado Libro de Enoc hablaba del Hijo del Hombre, describiendo la obra que habría de hacer en la tierra y explicando que este Hijo del Hombre, antes de descender a esta tierra para salvar a la humanidad, había caminado por los atrios de la gloria celestial junto a su Padre, el Padre de todos; y que le había dado la espalda a la majestad y la gloria para descender a la tierra con el fin de proclamar la salvación a los mortales necesitados. Según Jesús leía estos pasajes (sabiendo muy bien que gran parte del misticismo oriental entremezclado con esas enseñanzas era falaz), sintió en su corazón y reconoció en su mente que, de todas las predicciones mesiánicas de las escrituras hebreas y de todas las teorías acerca del liberador judío, ninguna estaba tan cerca de la verdad como este relato escondido en las páginas del Libro de Enoc, sólo parcialmente acreditado; allí mismo y en ese mismo momento decidió pues que adoptaría el nombre de «Hijo del Hombre» como título inaugural de su misión; cosa que efectivamente hizo más adelante al comenzar su ministerio público. Jesús tenía una habilidad infalible para reconocer la verdad, y nunca vacilaba en abrazar la verdad, no importa de cuál fuente pareciera emanar.
      
Por esta época ya había decidido mucho acerca de su obra futura para el mundo, pero nada dijo de estos asuntos a su madre, que seguía aferrándose a la idea de que él sería el Mesías judío.
      
La gran confusión de la época juvenil de Jesús volvió a surgir en estos momentos. Habiendo definido en cierto modo la naturaleza de su misión en la tierra, «ocuparse de los asuntos de su Padre» —revelar para toda la humanidad la naturaleza amorosa de su Padre— nuevamente se puso a discurrir las muchas declaraciones de las escrituras que se referían a la venida de un libertador nacional, un maestro o un rey judío. ¿A qué acontecimiento se referían estas profecías? ¿Acaso no era él judío? ¿Lo era o no era? ¿Era o no era él de la casa de David? Su madre afirmaba que lo era; su padre había dictaminado que no lo era. Él decidió que no. Pero, ¿habían confundido los profetas la naturaleza y misión del Mesías?
      
Después de todo, ¿era acaso posible que su madre tuviera razón? En la mayoría de los casos, cuando habían surgido diferencias de opinión en el pasado, ella había tenido razón. Si es cierto que él sería un nuevo maestro y no el Mesías, ¿cómo haría para reconocer al Mesías judío si apareciese éste en Jerusalén durante el tiempo de su misión terrestre? Más aun ¿cuál habría de ser su relación con este Mesías judío? Después de emprender su misión en la vida, ¿cuál habría de ser su relación con su familia, con la comunidad y la religión judías, con el Imperio Romano, con los gentiles y sus religiones? Cada uno de estos problemas importantísimos pasaban por la mente de este joven galileo quien los consideraba seriamente mientras seguía trabajando en el banco de carpintero, ganándose laboriosamente la vida, y ganándola para su madre y otras ocho bocas hambrientas.
      
Antes del fin de este año María vio que los fondos de la familia disminuían; delegó la venta de palomas a Santiago. Compraron una segunda vaca, y con la ayuda de Miriam comenzaron a vender leche a sus vecinos de Nazaret.
      
Sus períodos de meditación profundos, sus frecuentes viajes a lo alto de la colina para orar, y las muchas ideas extrañas que Jesús proponía de vez en cuando, alarmaban considerablemente a su madre. A veces ella pensaba que el joven estaba fuera de sí, pero se tranquilizaba al recordar que él era, después de todo, un hijo de promesa y, de alguna manera, diferente de los otros jóvenes.
      
Pero Jesús estaba aprendiendo a no expresar todos sus pensamientos, a no presentar todas sus ideas al mundo; ni siquiera a su propia madre. A partir de este año, las revelaciones de Jesús acerca de lo que pasaba por su mente fueron reduciéndose cada vez más; es decir, que cada vez hablaba menos de asuntos incomprensibles para una persona corriente, cuya mención pudiera llevar a otros a considerarlo raro, diferente del común de la gente. En apariencia se volvió un ser común y convencional, aunque anhelaba encontrarse con alguien que pudiera entender sus problemas. Deseaba tener un amigo fiel y de confianza, pero sus problemas eran demasiado complejos para la comprensión de los seres humanos que lo rodeaban. 

La singularidad de su situación especial le obligó a soportar a solas el peso de sus cargas.

jueves, 22 de diciembre de 2011

La muerte de José.

Todo marchaba bien hasta aquel aciago martes 25 de septiembre; ese día un mensajero proveniente de Séforis trajo a esta casa nazarena la trágica noticia de que José, mientras trabajaba en la residencia del gobernador, había sufrido graves lesiones al desmoronarse una cabría. El mensajero de Séforis, camino a la casa de José, se detuvo en el taller, donde informó a Jesús del accidente de su padre; ambos fueron juntos a la casa para llevar la triste nueva a María. Jesús quería ir inmediatamente a ver a su padre, pero María no quiso atender razones excepto que sólo sabía que debía correr a estar junto a su marido. Decidió que iría a Séforis en compañía de Santiago, por entonces de diez años de edad, mientras que Jesús se quedaría en la casa cuidando de los niños más pequeños hasta su regreso, pues no sabía cuán grave era el estado de José. Pero José murió como consecuencia de sus lesiones antes de la llegada de María. Lo trajeron a Nazaret y al día siguiente se le enterró junto a sus padres.
      
En el preciso momento en que el futuro parecía sonreírles lleno de buenas perspectivas, una mano al parecer cruel había derribado al jefe de esta familia de Nazaret, desgarrando el corazón de este hogar; los planes para Jesús y para su educación futura quedaron destruidos. Este joven carpintero, que acababa de cumplir catorce años, despertó a una cruel realidad: no sólo tendría que cumplir con el mandato de su Padre celestial, o sea revelar la naturaleza divina en la tierra y en la carne, sino que en su joven naturaleza humana debería asumir también la responsabilidad de su madre viuda y de siete hermanos y hermanas y de la que aún no había nacido. Este joven nazareno se convirtió de golpe en el único sostén y consuelo de su familia tan súbitamente afligida por la desgracia. Así pues se permitió que ocurriesen en Urantia estos acontecimientos de orden natural que obligarían a este joven de destino a asumir tan pronto la responsabilidad, onerosa pero a la vez altamente educacional y disciplinaria, de convertirse en el jefe de una familia humana, padre de sus propios hermanos y hermanas, sostén y apoyo de su madre, guardián de la casa de su padre, el único hogar que había de conocer mientras estuvo en este mundo.
      
Jesús supo aceptar con buena disposición las responsabilidades caídas tan súbitamente sobre sus hombros y cumplió fielmente con estas obligaciones hasta el fin. Por lo menos se había resuelto, aunque en forma trágica, un gran problema, una dificultad prevista en su vida —ya no tendría que ir a Jerusalén para estudiar con los rabinos. Siempre fue verdad que Jesús «no se doblegó ante los pies de nadie». Estaba siempre dispuesto a aprender de quien fuese, aun del más humilde entre los niños, pero jamás derivó de fuentes humanas la autoridad para enseñar la verdad.
      
Aún nada sabía de la visitación de Gabriel a su madre antes de su nacimiento; lo supo por Juan el día de su bautismo, al comienzo de su ministerio público.
      
Según pasaban los años, este joven carpintero de Nazaret valoraba cada vez más las instituciones de la sociedad y las costumbres religiosas con un criterio invariable: ¿Qué es lo que hace por el alma humana? ¿Acerca Dios al hombre? ¿Acerca el hombre a Dios? Aunque el joven no había abandonado por completo el aspecto recreativo y social de la vida, cada vez más dedicaba su tiempo y energías a sólo dos fines: el cuidado de su familia y la preparación para hacer en la tierra la voluntad celestial de su Padre.
      
En las noches de invierno de este año, los vecinos se hicieron el hábito de aparecerse por la casa para escuchar a Jesús tocar el arpa, relatar historias (porque el mancebo era un narrador magistral) y leer las escrituras en griego.
     
Los asuntos económicos de la familia seguían andando bastante bien pues había quedado una suma considerable de dinero en el momento de la muerte de José. Jesús no tardó en demostrar que poseía un agudo sentido de los negocios y sagacidad en los asuntos financieros. Era liberal, pero frugal; ahorrativo, pero generoso, y demostró ser un administrador prudente y eficaz de la herencia de su padre.
     
Pero a pesar de todos los esfuerzos de Jesús y de los vecinos nazarenos por traer un poco de alegría a la casa, María y aun los pequeños estaban sumidos en la tristeza. José ya no estaba. José había sido un marido y un padre excepcional, y todos lo extrañaban. Su muerte parecía aun más trágica por no haber podido ellos hablarle ni recibir su última bendición.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

El año decimocuarto (año 8 d. de J.C.)

Prólogo de Los dos años cruciales.

DE TODAS las experiencias de la vida terrenal de Jesús, los años catorce y quince de su vida fueron los más cruciales. Estos dos años, después de que comenzara Jesús a cobrar conciencia de su divinidad y destino, y antes de que lograra un alto grado de comunicación con su Ajustador residente fueron los más atribulados de su extraordinaria vida en Urantia. Es este período de dos años el que debería llamarse la gran prueba, la verdadera tentación. Ningún joven humano, al experimentar las confusiones y los problemas de adaptación inherentes a la adolescencia, hubo de someterse jamás a una prueba más crucial que aquella por la que pasó Jesús durante su transición de la niñez a la juventud.
      
Este importante período en el desarrollo juvenil de Jesús comenzó al término de su visita a Jerusalén y a su regreso a Nazaret. Al principio María estaba feliz con la idea de haber nuevamente recobrado a su hijo, de que Jesús había vuelto al hogar como hijo obediente, como siempre lo había sido, y que de ahí en adelante sería más receptivo a los planes de ella para su vida futura. Pero no habría de solazarse por mucho tiempo en este sol de ilusión materna y de orgullo familiar no confesado; muy pronto habría de desilusionarse aun más. Cada vez más gozaba el muchacho en la compañía de su padre; cada vez acudía menos a ella con sus problemas; al mismo tiempo ambos padres cada vez más tenían dificultades en entender las frecuentes fluctuaciones de Jesús entre los asuntos de este mundo y la contemplación de su relación con los asuntos de su Padre. Francamente, no lo comprendían, aunque lo amaban tiernamente.
      
A medida que Jesús crecía, se profundizaban en su corazón la compasión y el amor por el pueblo judío; pero con el paso de los años se fue acentuando en su mente un recto resentimiento por la presencia de los sacerdotes nombrados por razones políticas en el templo del Padre. Jesús tenía un gran respeto a los fariseos sinceros y a los escribas honestos, pero mucho despreciaba a los fariseos hipócritas y a los teólogos deshonestos, y miraba con desdén a todos los líderes religiosos que no eran sinceros. Cuando escudriñaba el liderazgo de Israel, le tentaba a veces contemplar la posibilidad de convertirse en el Mesías que esperaban los judíos, pero no cayó nunca en esa tentación.
      
La crónica de sus hazañas entre los sabios del templo en Jerusalén causó placer en Nazaret, especialmente entre los antiguos maestros de Jesús en la escuela de la sinagoga. Durante un tiempo las alabanzas andaban en labios de todos. La aldea entera relataba su sabiduría y su conducta ejemplar cuando niño y predecía que estaba destinado a convertirse en un gran líder de Israel; finalmente saldría de Nazaret de Galilea un maestro verdaderamente superior. Todos ellos anhelaban el momento en que Jesús cumpliera los quince años, porque entonces se le permitiría leer regularmente las escrituras en la sinagoga durante los servicios del sábado.

El año decimocuarto (año 8 d. de J.C.)


Es éste el año calendario de su catorze cumpleaños. Había aprendido muy bien a hacer yugos y también sabía trabajar la lona y el cuero. Tambíen se estaba convirtiendo rápidamente en carpintero y ebanista experto. Ese verano frecuentemente trepaba a la cima de la colina situada al noroeste de Nazaret, para orar y meditar. Gradualmente iba cobrando más y más conciencia de la naturaleza de su autootorgamiento en la tierra.
     
Esta colina había sido, poco más de cien años antes, el «lugar alto de Baal»; allí se encontraba la tumba de Simeón, renombrado santo varón de Israel. Desde la cima de la colina de Simeón, Jesús dominaba Nazaret y el campo circundante. Divisaba Meguido y recordaba la historia del ejército egipcio que allí ganó su primera gran victoria en Asia; y cómo, posteriormente, otro ejército como ése derrotó al rey judeo Josías. No muy lejos de allí podía divisar Taanac, allí donde Débora y Barac derrotaron a Sísara. A lo lejos se asomaban las colinas de Dotán, donde, según le habían enseñado, los hermanos de José lo vendieron como esclavo a los egipcios. Al volver la vista hacia Ebal y Gerizim, rememoraba las tradiciones de Abraham, Jacob y Abimelec. Así que recordaba y reflexionaba sobre los acontecimientos históricos y tradicionales del pueblo de su padre José.
    
Proseguía con sus cursos avanzados de lectura bajo la dirección de los maestros de la sinagoga; al mismo tiempo también se ocupaba de la educación en el hogar de sus hermanos y hermanas a medida que crecían.
      
A principios de este año, José dispuso ahorrar los ingresos que proveían de sus propiedades en Nazaret y Capernaum para pagar el prolongado curso de estudios de Jesús en Jerusalén puesto que se había planeado que Jesús vaya a Jerusalén en agosto del año siguiente, después de cumplir los quince años.
     
Ya para comienzos de este año abrigaban José y María frecuentes dudas acerca del destino de su hijo primogénito. Por cierto, Jesús era un muchacho brillante y amable, pero él era tan difícil de comprender, tan evasivo de entender; además, nada acontecía que tuviera visos de extraordinario o de milagroso. Decenas de veces, esta madre orgullosa había esperado ansiosamente, casi sin respirar, un gesto sobrehumano, una acción milagrosa de su hijo; pero siempre esta esperanza anhelante se había visto destruída, dando paso a la desilusión más cruel. Esta situación era desalentadora, aun descorazonadora. El pueblo devoto de aquellos tiempos creía sinceramente que los profetas y los hombres de promesa manifestaban siempre su misión y establecían su autoridad divina por realizar milagros y por hacer maravillas. Pero Jesús no hacía nada de eso; por lo cual la confusión de sus padres se acrecentaba con el paso del tiempo al contemplar el futuro de este hijo.
      
De muchas maneras se reflejaba en el hogar la situación económica más desahogada de esta familia de Nazaret, siendo una de ellas la aparición de mayor cantidad de tablillas blancas lisas que se usaban como pizarras en las que se escribía con carbón. También pudo Jesús reanudar sus clases de música, pues le encantaba tocar el arpa.
      
A lo largo de este año puede decirse en verdad que Jesús «creció en el favor de los hombres y de Dios». Las perspectivas de la familia parecían buenas; el futuro, resplandeciente

martes, 20 de diciembre de 2011

El cuarto día en el templo.

Jesús estaba extrañamente despreocupado de sus padres terrenales. Aun cuando, durante el desayuno, la madre de Lázaro le comentó que sus padres debían ya estar por llegar al hogar, no se le ocurrió a Jesús que tal vez estarían un poco preocupados por su ausencia.
     
Se dirigió nuevamente al templo, esta vez sin detenerse en la cresta del Monte de los Olivos para meditar. Mucho se habló esa mañana de la ley y de los profetas, y los maestros se asombraron de los extraordinarios conocimientos de Jesús sobre las escrituras, tanto en hebreo como en griego. Pero más les asombraba su juventud que su conocimiento de la verdad.
     
En la conferencia de la tarde no habían hecho más que empezar a responder a su pregunta sobre cuál era el propósito de la oración, cuando el jefe invitó al mancebo a que se acercara, y sentando a su lado le solicitó que expusiera su punto de vista respecto a la oración y la adoración.
     
La noche antes, los padres de Jesús habían oído hablar de este extraño mancebo que tan hábilmente se ponía a la altura de los intérpretes de la ley, pero no se les había ocurrido que ese joven fuera su hijo. Estaban a punto de dirigirse a la casa de Zacarías, pensando que Jesús podría haber ido hasta allá para visitar a Elizabeth y a Juan. Pero, reflexionando que tal vez Zacarías estaría en el templo, se detuvieron allí, camino a la Ciudad de Judá. Mientras deambulaban por los patios, imaginaos su sorpresa y asombro cuando reconocieron la voz de su hijo extraviado, y le vieron sentado entre los maestros del templo.
     
José se quedó mudo; pero María dio rienda suelta al temor y la ansiedad largamente reprimidos, corrió hacia el mancebo, quien se había levantado para saludar a sus atónitos padres, diciendo: «Hijo mío, ¿por qué nos tratas así? Hace más de tres días que tu padre y yo te buscamos acongojados. ¿Qué te llevó a abandonarnos?» Fue un momento de tensión. Todas las miradas se volvieron hacia Jesús para ver cómo respondería. Su padre lo miraba con reproche pero no decía nada.
     
Debe recordarse que Jesús era supuestamente un joven adulto. Había completado el curso escolar normal para un niño, había sido reconocido como hijo de la ley y consagrado como ciudadano de Israel. Y sin embargo su madre acababa de regañarlo más que suavemente ante el público reunido, en medio del esfuerzo más serio y sublime de su joven existencia, poniendo fin ignominiosamente a una de las mejores oportunidades que se le habían presentado hasta ese momento de enseñar la verdad, predicar la justicia y revelar el carácter amoroso de su Padre celestial.
     
Pero el joven supo hacerle frente a la situación. Si tomáis en cuenta con imparcialidad todos los factores que se combinaron para dar lugar a esta situación, estaréis mejor preparados para medir la sabiduría de la respuesta del niño a la inintencionada reprimenda de su madre. Después de pensar un momento, Jesús le respondió diciendo: «¿Por qué me habéis buscado durante tanto tiempo? ¿No os imaginabais que me encontraríais en la casa de mi Padre, puesto que ha llegado el momento para mí de ocuparme de los asuntos de mi Padre?»
     
Todo el mundo se asombró de la manera de hablar del mancebo. Todos se retiraron en silencio, dejándolo a solas con sus padres. De inmediato el joven alivió la embarazosa situación de los tres, al decir de manera más suave: «Vamos, padres míos, nadie hizo sino nada que no considerara su deber. Nuestro Padre que está en los cielos ha ordenado estas cosas; vamos a casa.»
     
En silencio emprendieron el viaje; por la noche llegaron a Jericó. Sólo una vez se detuvieron, y eso en la cima del Oliveto donde levantó el joven su cayado hacia el cielo, y temblando con intensa emoción de pies a cabeza, dijo: «Oh Jerusalén, Jerusalén, oh habitantes de Jerusalén ¡cuán esclavizados estáis — sometidos al yugo romano, víctimas de vuestras propias tradiciones— pero yo volveré para purificar el templo y liberar a mi pueblo de esta esclavitud!»
     
Poco habló Jesús durante los tres días de viaje a Nazaret; sus padres tampoco dijeron mucho en su presencia. En verdad no comprendían la conducta de su hijo primogénito, pero las palabras de Jesús se habían grabado en su corazón, aunque ellos no entendieran plenamente su significado.
     
Al llegar al hogar, Jesús hizo una breve declaración a sus padres, reiterándoles su afecto de un modo que sugería tácitamente que ya no debían temer que nuevamente les ocasionara ansiedades con su conducta. Concluyó esta importante declaración diciéndoles: «Si bien debo hacer la voluntad de mi Padre celestial, no dejaré de obedecer a mi padre terrenal. He de aguardar a que llegue mi hora».
     
Aunque Jesús muchas veces después rehusaría mentalmente consentir con los esfuerzos, ciertamente bien intencionados pero descaminados, de sus padres de dictar el curso de su pensamiento y de promulgar el plan de su obra en la tierra, siempre trató por todos los medios posibles, dentro de su dedicación al cumplimiento de la voluntad de su Padre del Paraíso, de conformarse con mucho donaire a los deseos de su padre terrenal y a las costumbres de su familia en la carne. Aun cuando no pudiera consentir, haría todo lo posible por conformarse.

En el delicado equilibrio entre deber y lealtad, Jesús fue un verdadero artista, pues siempre supo balancear su dedicación al deber con sus obligaciones para con su familia y la sociedad.
     
José estaba perplejo, pero María, después de reflexionar sobre estos acontecimientos, encontró consuelo, pues acabó por ver en las palabras de Jesús en el Oliveto una profecía de la misión mesiánica de su hijo como liberador de Israel. Con renovada energía se dedicó ella pues a moldear la mente de Jesús con pensamientos nacionalistas y patrióticos, aliándose con su hermano, el tío favorito de Jesús; y en todo sentido la madre de Jesús se entregó a la tarea de preparar a su hijo primogénito para que se convirtiera en el líder de los que restaurarían el trono de David, rompiendo para siempre las cadenas de la dominación política de los gentiles.