«Desde el primer momento de mi estancia entre vosotros os enseñé que mi único fin era revelar a mi Padre de los cielos a sus hijos en la Tierra. He vivido esta encarnación para que podáis acceder al conocimiento de ese Gran Dios. Os he revelado que Dios es vuestro Padre y vosotros sus hijos...»

miércoles, 30 de noviembre de 2011

La presentación en el templo.

Moisés había enseñado a los judíos que todos los hijos primogénitos pertenecían al Señor, y que, en lugar de su sacrificio tal cual se acostumbraba entre las naciones paganas, ese hijo primogénito podría vivir, siempre y cuando sus padres lo redimieran mediante el pago de cinco siclos a un sacerdote autorizado. También existía una reglamentación mosaica que mandaba que la madre, después de cierto período de tiempo, se presentara (o que alguien hiciera el sacrificio correspondiente en su nombre) en el templo para purificarse. Era costumbre efectuar ambas ceremonias al mismo tiempo. Por consiguiente, José y María fueron al templo de Jerusalén en persona para presentar a Jesús a los sacerdotes para su redención y hacer a la vez el sacrificio apropiado para asegurar la purificación ceremonial de María de la supuesta suciedad del alumbramiento. 

En las cortes del templo se encontraban con frecuencia dos personajes notables: Simeón el cantor, y Ana, una poetisa. Simeón era de Judea, pero Ana, de Galilea. Casi siempre estaban juntos, y ambos eran íntimos amigos del sacerdote Zacarías, quien les había confiado el secreto de Juan y de Jesús. Tanto Simeón como Ana anhelaban presenciar la llegada del Mesías, y su confianza en Zacarías los llevó a creer que Jesús fuese el esperado liberador de los judíos.
 
Zacarías sabía qué día vendrían José y María al templo con Jesús, y había prometido indicar a Simeón y Ana, mediante un gesto especial de saludo con la mano, en la procesión de niños primogénitos, cuál era Jesús. Para esta ocasión Ana había escrito un poema que Simeón cantó, para sorpresa de José, de María y de todos los que se encontraban reunidos en los patios del templo. Éste fue su himno de redención del hijo primogénito:

Bendito sea el Señor, Dios de Israel
   
Porque nos ha visitado y ha traído redención a su pueblo;
      
Arrojando un ancla de salvación para todos
     
En la casa de su siervo David.
      
Así como habló por boca de sus santos profetas—
      
Salvación de nuestros enemigos, y de la mano de todos los que nos odian;
      
Para mostrar su misericordia a nuestros progenitores y recordar el santo pacto—
      
Juramiento que hizo a Abraham nuestro padre
      
Otorgándonos la dádiva de la liberación de nuestros enemigos para que podamos
      
Servirle sin temores,
    
En santidad y rectitud delante de él, todos nuestros días.
      
Y tú, niño prometido, te llamarás el Profeta del Altísimo.
     
Porque irás delante de la presencia del Señor para establecer su reino
      
Para dar conocimiento de salvación a su pueblo
      
En la remisión de sus pecados.
      
Regocijáos en la tierna misericordia de nuestro Dios porque nos visitó desde lo alto la aurora
     
Para dar luz a los que habitan en tinieblas y en sombra de muerte
      
Para encaminar nuestros pies por camino de paz.
      
Dejad, oh Señor, que éste tu siervo se aleje en paz, de acuerdo con tus palabras,
      
Porque mis ojos han contemplado la salvación
      
Que tú has preparado delante del rostro de todos los pueblos.
     
Luz resplandeciente para esclarecimiento aun de gentiles
      
Y para la gloria de tu pueblo de Israel.
     
Camino de vuelta a Belén, José y María permanecieron silenciosos —confundidos y sin alientos. María estaba turbada por las palabras de despedida de Ana, la anciana poetisa, José no aprobaba este esfuerzo prematuro por hacer de Jesús el Mesías ansiado del pueblo judío.