No salieron de Jericó hasta cerca de mediodía puesto que la noche
anterior estuvieron sentados hasta tarde mientras Jesús enseñaba a
Zaqueo y a su familia el evangelio del reino. Aproximadamente a mitad
camino de la carretera que subía hacia Betania, el grupo se detuvo para
almorzar, mientras pasaban multitudes camino de Jerusalén, sin saber que
Jesús y los apóstoles morarían esa noche en el Monte de los Olivos. La parábola de las minas, a diferencia de
la parábola de los talentos, que era para todos los discípulos, fue
relatada más exclusivamente para los apóstoles y se basaba mayormente en
la experiencia de Arquelao y su intento fútil de tomar las riendas del
reino de Judea. Ésta es una de las pocas parábolas del Maestro cimentada
en un personaje histórico auténtico. No es extraño que surgiera
Arquelao a la mente puesto que la casa de Zaqueo en Jericó estaba muy
cerca del adornado palacio de Arquelao, y su acueducto pasaba a lo largo
del camino por el cual habían partido ellos de Jericó. Dijo Jesús: «Creéis que el Hijo del Hombre
va a Jerusalén para recibir un reino, pero yo
declaro que estáis
destinados a sufrir una desilusión. ¿Acaso no recordáis la historia de
cierto príncipe que fue a un país lejano para recibir un reino, pero aun
antes de poder retornar, los ciudadanos de su provincia, que en su
corazón ya lo habían rechazado, enviaron una delegación tras él, que
decía: `no toleramos que este hombre reine sobre nosotros'? Así como
este rey fue rechazado en el gobierno temporal, del mismo modo el Hijo
del Hombre será rechazado en el gobierno espiritual. Nuevamente declaro
que mi reino no es de este mundo; pero si el Hijo del
Hombre hubiera recibido el gobierno espiritual de su pueblo, habría
aceptado tal reino de las almas de los hombres y habría reinado sobre
tal dominio de corazones humanos. A pesar de que ellos rechazan mi
gobierno espiritual sobre ellos, yo retornaré nuevamente para recibir de
otros el mismo reino del espíritu que ahora me niegan. Veréis que el
Hijo del Hombre será rechazado ahora, pero en otra época, lo que ahora
rechazan los hijos de Abraham, será recibido y exaltado.
«Ahora bien, como el noble rechazado de
esta parábola, yo quiero llamar ante mí a mis doce siervos, los
mayordomos especiales, y dando a cada uno de vosotros la suma de una
mina, quiero advertiros que cumpláis bien con mis instrucciones de
diligente comercio con vuestro fondo fiduciario durante mi ausencia para
que tenáis algo con que justificar vuestra mayordomía cuando yo
retorne, y se os pidan cuentas. «Si este Hijo rechazado no volviese, otro
Hijo será enviado para recibir este reino, y este Hijo enviará luego por
todos vosotros para recibir vuestro informe de mayordomía y para
regocijarse de vuestras ganancias. «Y cuando estos mayordomos fueron llamados
posteriormente para rendir cuentas, se adelantó el primero, diciendo:
`Señor, con tu mina yo he hecho diez minas más'. Y su amo le dijo: `bien
hecho; eres un buen siervo; como te has demostrado fiel en este asunto,
te daré autoridad sobre diez ciudades'. Vino el segundo, diciendo: `la
mina que me dejaste Señor, ha producido cinco minas'. Y el amo dijo:
`por lo tanto te haré yo gobernante de cinco ciudades'. Así
sucesivamente con todos los otros hasta que el último de los siervos, al
ser llamado para rendir cuentas, dijo: `Señor, he aquí tu mina, que he
guardado celosamente en esta servilleta. Esto hice porque tuve miedo de
ti; creí que fueras irrazonable viendo que tomas lo que no pusiste y
siegas lo que no sembraste'. Entonces dijo el amo: `¡Oh siervo
negligente e infiel, por tu propia boca te juzgaré! Sabías que yo siego
lo que aparentemente no he sembrado; por lo tanto sabías que te pediría
cuentas. Sabiéndolo, por lo menos deberías haber dado mi dinero al
banquero para que a mi vuelta lo tuviera con el interés apropiado'. «Luego dijo este gobernante a los que
estaban cerca: `Quitadle la mina a este siervo infiel y dadla al que
tiene las diez minas'. Cuando le recordaron al señor que aquel ya tenía
diez minas, él dijo: `A todo aquel que tenga, más se le dará, pero aquel
que no tiene, aun lo poco que tenga se le quitará'». Luego los apóstoles intentaron entender la
diferencia entre el significado de esta parábola y el de la anterior
parábola de los talentos, pero Jesús sólo dijo, en respuesta a sus
muchas preguntas: «Reflexionad bien sobre estas palabras en vuestro
corazón hasta que cada uno de vosotros halle el verdadero significado». Fue Natanael quien también enseñó el
significado de estas dos parábolas en años posteriores, resumiendo sus
enseñanzas en estas conclusiones: 1.
La habilidad es la medida práctica de las oportunidades de la vida. No
serás nunca responsable por cumplir con lo que está más allá de tus
habilidades. 2.
La fidelidad es la medida inequívoca de la confiabilidad humana. Aquel
que es fiel en las pequeñas cosas, también probablemente exhibirá
fidelidad en todo que sea de acuerdo con sus dotes. 3.
El Maestro otorga menos recompensa a una menor fidelidad cuando la oportunidad es igual.
4.
El otorga la misma recompensa por igual fidelidad cuando hay menos oportunidad. Cuando terminaron su almuerzo, y una vez
que la multitud de seguidores salió hacia Jerusalén, Jesús, de pie ante
los apóstoles a la sombra de una roca a la orilla del camino, señaló con
el dedo hacia el oeste, diciendo con alegre dignidad y graciosa
majestad: «Venid, hermanos míos, vayamos a Jerusalén para recibir allí
lo que nos aguarda; así cumpliremos con la voluntad del Padre celestial
en todas las cosas». Así pues Jesús y sus apóstoles reanudaron este, el último viaje del Maestro a Jerusalén en la semejanza de la carne mortal.
Jesús difundía buen ánimo dondequiera que fuese.
Estaba lleno de donaire y de verdad. Sus asociados nunca dejaron de
sorprenderse de las palabras compasivas que salían de sus labios. Sí,
podéis cultivar la gracia, pero el donaire es el aroma de la amistad que
emana de un alma saturada por el amor.
La bondad siempre obliga al respeto, pero
cuando está vacía de gracia muchas veces rechaza el afecto. La bondad es
universalmente atrayente sólo cuando está acompañada de la gracia. La
bondad es eficaz sólo cuando es atrayente.
Jesús realmente comprendía a los hombres;
por lo tanto podía él manifestar compasión genuina y mostrar comprensión
sincera. Pero pocas veces cedía a la piedad. Mientras su compasión era
ilimitada, su comprensión era práctica, personal y constructiva. Su
familiaridad con el sufrimiento no dio nunca origen a la indiferencia, y
él podía ministrar a las almas atormentadas sin acrecentar en ellas la
compasión de sí mismas. Jesús podía ayudar tanto a los hombres
porque los amaba tan sinceramente. Verdaderamente amaba a todo hombre, a
toda mujer y a todo niño. Podía ser un amigo tan leal debido a su
notable discernimiento —sabía plenamente lo que había en el corazón y en
la mente del hombre. Era un observador interesado y agudo. Era experto
en la comprensión de la necesidad humana, sagaz en detectar los anhelos
humanos.
Jesús no estaba nunca de prisa. Tenía
tiempo para consolar a sus semejantes «al pasar», y siempre hacía que
sus amigos se sintieran cómodos. Era un oyente encantador. Nunca era impertinente escudriñando
las almas de sus asociados. Al consolar a la mente hambrienta y
ministrar a las almas sedientas, los recipientes de su misericordia no
sentían que se le estaban confesando sino más bien que estaban conferenciando con él. Tenían una confianza sin límites en él porque veían que él tenía tanta fe en ellos.
No parecía tener nunca curiosidad por la
gente, nunca manifestaba el deseo de dirigir, manejar o seguir a los
hombres. Inspiraba una autoconfianza profunda y un robusto coraje en
todos los que disfrutaban de una asociación con él. Cuando le sonreía a
un hombre, ese mortal experimentaba mayor capacidad para solucionar sus
muchos problemas. Jesús amaba tanto y tan sabiamente a los
hombres que nunca titubeó en ser severo con ellos cuando la ocasión
requería disciplina. Frecuentemente se disponía a ayudar a una persona,
pidiéndole su ayuda. De esta manera estimulaba el interés, apelando a la
mejor parte de la naturaleza humana. El Maestro podía discernir la fe salvadora
en la superstición ignorante de la mujer que buscó la curación tocando
el ruedo de su manto. Siempre estaba pronto y listo para interrumpir un
sermón o detener a una multitud con el objeto de ministrar las
necesidades de una sola persona, aun de un niñito. Grandes cosas
sucedían no sólo porque la gente tenía fe en Jesús, sino también porque
Jesús tenía tanta fe en ellos. La mayoría de las cosas realmente
importantes que Jesús dijo o hizo parecían suceder por casualidad «al
pasar él». Tan poco había de lo profesional, lo planeado, lo premeditado
en el ministerio terrenal del Maestro. Dispensaba salud y esparcía
felicidad en una forma natural y llena de gracia mientras viajaba por la
vida. Era literalmente verdad, «caminaba haciendo el bien». Y corresponde a los seguidores del Maestro
de todos los tiempos aprender a ministrar «al pasar» —hacer el bien
altruista al cumplir con sus deberes diarios.
Cuando la procesión del Maestro entró a
Jericó, era cerca de la puesta del sol, y dispusieron pernoctar allí. Al
pasar Jesús frente a la aduana, Zaqueo el jefe publicano, o recolector
de impuestos, estaba de casualidad allí, y mucho deseaba ver a Jesús.
Este jefe publicano era muy rico y mucho había oído sobre este profeta
de Galilea. Había resuelto que la próxima vez que Jesús visitara Jericó
quería ver qué clase de hombre era éste, por lo tanto, Zaqueo trató de
abrirse paso entre el gentío, pero éste era demasiado grande, y siendo
él bajo de estatura, no podía ver por encima de la cabeza de la gente.
Así pues, el jefe publicano siguió a la multitud hasta que llegaron
cerca del centro de la ciudad y no lejos de donde él vivía. Al ver que
no podría abrirse paso en el gentío, y pensando que Jesús tal vez
cruzaría la ciudad sin parar, se adelantó corriendo y trepó a un
sicómoro cuyas abundantes ramas pendían sobre el camino. Sabía que de esta manera podría ver bien al Maestro cuando
éste pasara. Y no sufrió una desilusión porque, al pasar Jesús, se
detuvo, y levantando la mirada a Zaqueo, dijo: «Apresúrate, Zaqueo, y
baja, porque esta noche he de morar en tu casa». Cuando Zaqueo oyó esas
palabras asombrosas, estuvo a punto de caerse del árbol en su prisa por
bajar, y acercándose a Jesús, expresó su gran gozo de que el Maestro
quisiera parar en su casa.
Fueron enseguida a la casa de Zaqueo, y los
que vivían en Jericó se sorprendieron mucho de que Jesús consintiera en
morar con el jefe publicano. Aun mientras el Maestro y sus apóstoles se
detenían momentáneamente con Zaqueo en la puerta de su casa, uno de los
fariseos de Jericó, de pie cerca, dijo: «Podéis ver cómo este hombre ha
ido a morar con un pecador, un hijo apóstata de Abraham que es
extorsionador y ladrón de su propio pueblo». Cuando Jesús escuchó esto,
bajó la mirada sobre Zaqueo y sonrió. Entonces Zaqueo se subió sobre un
taburete y dijo: «Hombres de Jericó, ¡oídme! Tal vez sea yo publicano y
pecador, pero el gran Maestro ha venido a morar en mi casa; y antes de
que entre, yo os digo que donaré la mitad de mis bienes a los pobres, y a
partir de mañana, si algo he recolectado injustamente de algún hombre,
le devolveré cuatro veces tanto. Voy a buscar la salvación con todo mi
corazón y a aprender a hacer rectitud ante los ojos de Dios». Cuando Zaqueo terminó de hablar, Jesús
dijo: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa, y tú te has vuelto en
verdad un hijo de Abraham». Volviéndose a la multitud congregada
alrededor de ellos, Jesús dijo: «No os sorprendáis por mis palabras ni
os ofendáis por lo que hacemos, porque yo he declarado desde el
principio que el Hijo del Hombre ha venido para buscar y salvar a aquel
que está perdido». Se alojaron con Zaqueo esa noche. A la
mañana siguiente se levantaron y tomaron el camino de «la carretera de
los ladrones» a Betania camino de la Pascua en Jerusalén.
El jueves 30 de marzo al finalizar la tarde,
Jesús y sus apóstoles, a la cabeza de un grupo de alrededor de
doscientos seguidores, se acercaron a los muros de Jericó. Al
aproximarse a la puerta de la ciudad, se toparon con una multitud de
mendigos, entre ellos cierto Bartimeo, hombre anciano que había sido
ciego desde su juventud. Este mendigo ciego había oído hablar mucho
sobre Jesús y sabía todo sobre su curación del ciego Josías en
Jerusalén. No supo de la última visita de Jesús a Jericó hasta que éste
ya había partido a Betania. Bartimeo había decidido que no permitiría
nunca más que Jesús visitara a Jericó sin apelar a él para que le
restaurara la vista. La noticia de la llegada de Jesús se había
difundido por todo Jericó, y cientos de habitantes se congregaron para
salir a su encuentro. Cuando este gran gentío volvió escontando al
Maestro por las calles de la ciudad, Bartimeo, al oír el ritmo de los
pasos de la multitud, supo que ocurría algo insólito, y por lo tanto
preguntó a los que estaban de pie junto a él qué pasaba. Uno de los
mendigos contestó: «Está pasando Jesús de Nazaret». Cuando Bartimeo oyó
que Jesús estaba cerca, levantó la voz y comenzó a clamar a gritos:
«Jesús, Jesús ¡ten compasión de mí!» Así continuó clamando cada vez más
fuerte, y algunos de los que estaban cerca de Jesús se le acercaron para
reprocharlo, pidiéndole que se quedara quieto; pero fue en vano; él
gritó aún más y más fuerte.
Cuando Jesús oyó los lamentos del ciego, se
detuvo. Y cuando lo vio, dijo a sus amigos: «Traedme a ese hombre».
Entonces fueron ellos adonde Bartimeo, diciendo: «Está de buen ánimo;
ven con nosotros, porque el Maestro te llama». Cuando Bartimeo oyó estas
palabras, echó su manto a un lado, saltando al medio del camino,
mientras que los que estaban cerca lo guiaban hacia Jesús. Dirigiéndose a
Bartimeo, Jesús dijo: «¿Qué quieres que haga por ti?» Entonces contestó
el ciego: «Quiero que me devuelvas la vista». Cuando Jesús escuchó su
pedido y vio su fe, dijo: «Recibirás tu vista; vete por tu camino, tu fe
te ha curado». Inmediatamente recibió la vista, y permaneció junto a
Jesús, glorificando a Dios, hasta que el Maestro partió al día siguiente
hacia Jerusalén, y luego fue ante la multitud declarando a todos cómo
le había sido devuelta la vista en Jericó.
El miércoles 29 de marzo al atardecer, Jesús y
sus seguidores acamparon en Livias, camino de Jerusalén, después de
haber completado su gira de las ciudades del sur de Perea. Fue durante
esta noche en Livias cuando Simón el Zelote y Simón Pedro, habiendo
conspirado para recibir en este sitio más de cien espadas, las cuales
fueron distribuidas a todos los que quisieron aceptarlas y ceñírselas
ocultas bajo sus mantos. Simón Pedro aún llevaba la espada la noche de
la traición al Maestro en el jardín.
El jueves por la mañana temprano, antes de
que se despertaran los demás, Jesús llamó a Andrés y dijo: «¡Despierta a
tus hermanos! Tengo algo que decirles». Jesús sabía de las espadas y
cuáles de sus apóstoles las habían recibido y las llevaban, pero nunca
les reveló que sabía de estas cosas. Cuando Andrés hubo despertado a sus
asociados, y se hubieron reunido entre ellos, Jesús dijo: «Hijos míos,
habéis estado conmigo mucho tiempo, y yo os he enseñado mucho de lo que
se necesita para este período, pero ahora deseo advertiros que no
pongáis vuestra confianza en las incertidumbres de la carne ni en la
fragilidad de la defensa humana contra las pruebas que nos esperan. Os
he llamado aparte aquí para poder deciros nuevamente y claramente que
vamos a Jerusalén, donde vosotros sabéis que el Hijo del Hombre ya ha
sido condenado a muerte. Nuevamente os digo que el Hijo del Hombre será
entregado a las manos de los altos sacerdotes y de los líderes
religiosos; que ellos lo condenarán y luego lo entregarán a las manos de
los gentiles. Así pues, se mofarán del Hijo del Hombre, aun lo
escupirán y lo flagelarán, y lo entregarán a la muerte. Y cuando maten
al Hijo del Hombre, no desmayéis, porque os declaro que el tercer día
resucitará. Cuidaos y recordad que os he avisado». Nuevamente estuvieron los apóstoles
pasmados y anonadados; pero no podían convencerse de considerar sus
palabras literalmente; no podían comprender que el Maestro significaba
exactamente lo que decía. Estaban tan cegados por su persistente
creencia en el reino temporal sobre la tierra, con su centro en
Jerusalén, que simplemente no podían —no querían— permitirse aceptar
literalmente las palabras de Jesús. Durante todo ese día reflexionaron
sobre cuál podía ser el significado de tan extrañas declaraciones del
Maestro. Pero ninguno de ellos se atrevió a hacerle preguntas sobre
estas declaraciones. Estos confundidos apóstoles no despertaron hasta
después de la muerte de Jesús a la comprensión de que el Maestro les
había hablado clara y directamente en anticipación de su crucifixión.
Fue aquí en Livias, justo antes del
desayuno, donde ciertos fariseos simpatizantes vinieron adonde Jesús y
dijeron: «Huye de prisa de estas regiones porque Herodes, así como
persiguió a Juan, ahora tratará de matarte a ti. Teme una revuelta del
pueblo y ha decidido matarte. Te traemos esta advertencia para que
puedas huir». Esto era parcialmente verdad. La
resurrección de Lázaro atemorizó y alarmó a Herodes, y sabiendo que el
sanedrín se había atrevido a condenar a Jesús, aun antes del juicio,
Herodes decidió o matar a Jesús o echarlo afuera de sus tierras. En
realidad, deseaba hacer lo segundo, puesto que tanto le temía que
esperaba no verse obligado a ejecutarlo. Cuando Jesús escuchó lo que tenían que
decir los fariseos, replicó: «Bien sé de Herodes y de su temor de este
evangelio del reino, pero no os equivoquéis, él mucho preferiría que el
Hijo del Hombre fuera a Jerusalén para sufrir y morir a manos de los
altos sacerdotes; no anhela, habiéndose manchado las manos con la sangre
de Juan, responsabilizarse de la muerte del Hijo del Hombre. Id
vosotros y decid a ese zorro que el Hijo del Hombre predica hoy en
Perea, mañana va a Judea, y después de unos pocos días, habrá completado
su misión en la tierra y se preparará para ascender al Padre». Luego, volviéndose a sus apóstoles, Jesús
dijo:«Desde tiempos antiguos han perecido los profetas en Jerusalén, y
corresponde que el Hijo del Hombre vaya a la ciudad de la casa del
Padre, para ser ofrecido como precio del fanatismo humano y como
resultado del prejuicio religioso y de la ceguera espiritual. ¡Oh
Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los maestros
de la verdad! ¡Cuántas veces hubiera querido juntar a tus hijos así
como una gallina junta a sus polluelos bajo sus alas, pero no me dejaste
hacerlo! ¡He aquí que tu casa pronto quedará desolada! Muchas veces
querrás verme, pero no podrás. Me buscarás entonces, pero no me
hallarás». Y cuando hubo hablado, se volvió a los que lo rodeaban y
dijo: «Sin embargo, vayamos a Jerusalén para asistir a la Pascua y hacer
lo que nos corresponde para satisfacer la voluntad del Padre en el
cielo». Era un grupo confuso y turbado de creyentes
el que este día siguió a Jesús hasta Jericó. Los apóstoles tan sólo
podían discernir una nota certera de triunfo final en las declaraciones
de Jesús sobre el reino; no podían dejarse llevar a ese punto en que
estuvieran dispuestos a captar las advertencias de una inminente
catástrofe. Cuando Jesús habló de «resucitar el tercer día», se
aferraron de esta declaración interpretando que significaba un triunfo
seguro del reino inmediatamente después de una escaramuza preliminar y
desagradable con los líderes religiosos judíos. El «tercer día» era una
expresión judía frecuente que significaba «pronto» o «poco después».
Cuando Jesús habló de «resucitar», pensaron que se refería a que
«resucitaría el reino». Jesús había sido aceptado por estos
creyentes como el Mesías, y los judíos poco o nada sabían de un Mesías
sufriente. No comprendían que Jesús conseguiría con su muerte muchas
cosas que no podría haber conseguido nunca con su vida. Mientras fue la
resurrección de Lázaro la que estimuló a los apóstoles a tener el valor
de entrar a Jerusalén, fue la memoria de la transfiguración la que
sostuvo al Maestro en este duro período de su autootorgamiento.
Durante más de dos semanas Jesús y los doce, seguidos por una
multitud de varios centenares de discípulos, viajaron por el sur de
Perea, visitando todas las ciudades en las que laboraban los setenta.
Muchos gentiles vivían en esta región, y puesto que pocos iban a pasar
la fiesta de la Pascua en Jerusalén, los mensajeros del reino
continuaron con su trabajo de enseñanza y predicación sin
interrupciones. Jesús se encontró con Abner en Hesbón, y
Andrés instruyó que no se interrumpieran las labores de los setenta
durante la fiesta de Pascua; Jesús aconsejó que los mensajeros
continuaran con su obra sin prestar atención alguna a lo que estaba por
suceder en Jerusalén. También aconsejó a Abner que permitiese que el
cuerpo de mujeres, por lo menos los miembros que así lo deseaban, fueran
a Jerusalén para la Pascua. Fue ésta la última vez que Abner vio a
Jesús en la carne. Su despedida de Abner fue: «Hijo mío, yo sé que tú
serás fiel al reino, y oro para que el Padre te otorgue sabiduría de
modo que puedas amar y comprender a tus hermanos». Mientras viajaban de ciudad en ciudad,
grandes números de sus seguidores desertaron para ir a Jerusalén de
manera que, cuando Jesús empezó el viaje para la Pascua, el número de
los que lo seguían todos los días había disminuido a menos de
doscientos.
Los apóstoles comprendían que Jesús iba a
Jerusalén para la Pascua. Sabían que el sanedrín había difundido un
mensaje a todo Israel informado que había sido condenado a muerte e
instruyendo a todos los que supieran dónde estaba que informaran al
sanedrín; sin embargo, a pesar de todo esto, no estaban tan alarmados
como lo habían estado cuando él les había anunciado en Filadelfia que
iba a Betania para ver a Lázaro. Este cambio de actitud de un temor tan
intenso a un estado de discreta expectativa, se debía sobre todo a la
resurrección de Lázaro. Habían llegado a la conclusión de que Jesús
podría, en caso de urgencia, afirmar su poder divino y avergonzar a sus
enemigos. Esta esperanza, combinada con su fe más profunda y madura en
la supremacía espiritual de su Maestro, era la fuente del valor exterior
manifestado por sus seguidores inmediatos, quienes ahora se prepararon
para seguirle a Jerusalén y hacer frente directamente a la declaración
abierta del sanedrín de que debía morir. La mayoría de los apóstoles y muchos de sus
discípulos más íntimos no creían posible que Jesús muriese; ellos,
creyendo que él era «la resurrección y la vida», lo consideraban
inmortal y ya triunfante sobre la muerte.
Cuando Jesús y la compañía de casi mil
seguidores llegó al vado de Betania sobre el Jordán a veces llamado
Betábara, sus discípulos comenzaron a darse cuenta de que no se dirigía
directamente a Jerusalén. Mientras titubeaban y discutían entre ellos,
Jesús se trepó a una enorme piedra y pronunció ese discurso que es
conocido como «el calcular el gasto». El Maestro dijo:
«Vosotros los que queréis seguirme de ahora
en adelante debéis estar dispuestos a pagar el precio de la dedicación
total a hacer la voluntad de mi Padre. Si queréis ser mis discípulos,
debéis estar dispuestos a abandonar padre, madre, esposa, hijos,
hermanos y hermanas. Si cualquiera entre vosotros quiere ahora ser mi
discípulo, debéis estar dispuestos a abandonar aun vuestra vida así como
el Hijo del Hombre está a punto de ofrecer su vida para completar la
misión de hacer la voluntad del Padre en la tierra y en la carne.
«Si no estás dispuesto a pagar el precio
entero, no puedes ser mi discípulo. Antes de que sigamos, cada uno de
vosotros debería sentarse y calcular el gasto de ser mi discípulo.
¿Quién entre vosotros construiría una torre de vigilia sobre sus predios
sin sentarse primero a sumar el costo y ver si tiene suficiente dinero
para completar la obra? Si no calculas así el gasto, después de haber
echado los cimientos, es posible que descubras que eres incapaz de
terminar lo que has comenzado, y por lo tanto todos tus vecinos se
mofarán de ti diciendo: `he aquí que este hombre empezó a construir pero
no puede terminar su obra'. También, ¿qué rey, cuando se preparara a
guerrear contra otro rey, no se sienta primero a asesorarse sobre si
podrá, con diez mil hombres, luchar contra el que se le enfrenta con
veinte mil? Si el rey no puede enfrentarse con su enemigo porque no está
preparado, envía un embajador a este otro rey, aunque se encuentre muy
lejos, pidiéndole términos de paz.
«Ahora bien, cada uno de vosotros debe
sentarse y calcular el gasto de ser mi discípulo. De ahora en adelante
no podrás seguirnos, escuchando las enseñanzas y contemplando las obras;
tendrás que enfrentar amargas persecuciones y dar prueba de este
evangelio frente a un desencanto aplastante. Si no estás dispuesto a
renunciar a todo lo que eres y a dedicar todo lo que tienes, no mereces
ser mi discípulo. Si ya te has conquistado a ti mismo dentro de tu
corazón, no debes temer esa victoria exterior que pronto deberás ganar
cuando el Hijo del Hombre sea rechazado por los altos sacerdotes y los
saduceos y entregado a las manos de los descreídos que se mofan. «Ahora debes examinarte para hallar tu
motivación de ser discípulo mío. Si buscas honor y gloria, si tu mente
es mundana, eres como la sal que ha perdido su sabor. Y cuando lo que
vale por su salinidad ha perdido su sabor, ¿con qué lo sazonaremos? Es
inútil tal condimento; sólo sirve para echarlo a la basura. Ahora os he
advertido que os volváis a vuestro hogar en paz, si no estáis dispuestos
a beber conmigo la copa que está siendo preparada. Una y otra vez os he
dicho que mi reino no es de este mundo, pero no me creéis. El que tenga
oído para oír, que oiga lo que yo digo». Inmediatamente después de decir estas
palabras, Jesús a la cabeza de los doce, partió en dirección a Hesbón,
seguido por unos quinientos. Después de una breve demora, la otra mitad
de la multitud se dirigió a Jerusalén. Sus apóstoles, juntamente con los
discípulos principales, mucho reflexionaron sobre estas palabras, pero
aún seguían aferrándose a la creencia de que, después de este breve
período de adversidad y prueba, el reino sería establecido con certeza,
relativamente de acuerdo con sus esperanzas largamente acariciadas.