Mientras los capciosos fariseos estaban allí de pie en silencio ante
Jesús, él bajó la mirada sobre ellos y dijo: «Puesto que dudáis de la
misión de Juan y os disponéis en enemistad contra las enseñanzas y las
obras del Hijo del Hombre, prestad oído mientras os relato una parábola:
Cierto terrateniente respetado y en buena posición tenía dos hijos, y
deseando la ayuda de sus hijos en el manejo de sus grandes posesiones
fue a ver a uno de ellos, diciendo: `Hijo, vete a trabajar hoy en mi
viñedo'. Este hijo despreocupado respondió al padre diciendo: `No iré';
pero después, se arrepintió y fue. Cuando encontró a su hijo mayor, del
mismo modo le dijo: `Hijo, vete a trabajar en mi viñedo'. Y este hijo
hipócrita e infiel contestó: `Sí, padre mío, iré'. Pero cuando su padre
partió, no fue. Os pregunto ahora, cuál de los dos hijos realmente hizo
la voluntad de su padre?» Y la gente habló al unísono, diciendo: «El
primero». Entonces dijo Jesús: «Aun así, ahora os digo que los
publicanos y las rameras, aunque parezcan rechazar el llamado al
arrepentimiento, verán el error en su estilo de vida e irán antes que
vosotros al reino de Dios, que tanto pretendéis servir al Padre en el
cielo y al mismo tiempo os negáis a hacer las obras del Padre. No
fuisteis vosotros, fariseos y escribas, los creyentes de Juan sino más
bien los publicanos y los pecadores; tampoco creéis vosotros en mis
enseñanzas, pero la gente común escucha con deleite mis palabras». Jesús no despreciaba personalmente a los
fariseos y saduceos. Era su sistema de enseñanzas y sus prácticas los
que él trataba de desacreditar. No mostraba hostilidad contra ningún
hombre, pero se estaba desencadenando aquí el choque inevitable entre
una religión del espíritu, nueva y viva, y la religión más antigua de la
ceremonia, la tradición y la autoridad. Durante todo este tiempo, los doce
apóstoles permanecieron cerca del Maestro, pero no participaron de
ninguna manera en estas transacciones. Cada uno de los doce reaccionó en
su forma peculiar a los acontecimientos de estos últimos días del
ministerio de Jesús en la carne, y cada uno del mismo modo permaneció
obediente a la admonición del Maestro de no enseñar ni predicar
públicamente durante esta semana de Pascua.
El domingo la entrada triunfal del Maestro a Jerusalén tanto
sobrecogió a los líderes judíos que no se atrevieron a arrestar a Jesús.
Hoy, esta espectacular limpieza del templo del mismo modo pospuso
efectivamente el prendimiento del Maestro. Día tras día los potentados
de los judíos se tornaban más y más convencidos de su decisión de
destruirlo, pero estaban sobrecogidos por dos temores que se conjugaron
para postergar la hora del ataque. Los altos sacerdotes y los escribas
no estaban dispuestos a arrestar a Jesús en público, porque temían que
la multitud se volviera contra ellos en furioso resentimiento; también
temían la posibilidad de que hubiera que llamar a los guardias romanos
para ahogar una revuelta popular. En la sesión del mediodía del sanedrín, ya
que no había ningún amigo del Maestro asistiendo a esta reunión, se
acordó unánimemente que Jesús debía ser destruido rápidamente. Pero no
podían ponerse de acuerdo en cuanto a cuándo y cómo debía ser arrestado.
Finalmente, acordaron nombrar cinco grupos para que salieran entre la
gente e intentaran enredarlo en una trampa en sus enseñanzas o de otra
manera desacreditarlo a los ojos de los que escuchaban sus enseñanzas.
Por lo tanto, a eso de las dos de la tarde, cuando Jesús acababa de
comenzar su discurso sobre «la libertad de la filiación», un grupo de
estos ancianos de Israel se abrió paso hasta llegar cerca de Jesús e,
interrumpiéndolo de su manera acostumbraba, hicieron esta pregunta:
¿«Por cuál autoridad haces estas cosas? ¿Quién te dio esta autoridad?» Era completamente apropiado que los
rectores del templo y los funcionarios del sanedrín judío hicieran esta
pregunta al que presumiera enseñar y actuar de la manera extraordinaria
que había sido característica de Jesús, especialmente en cuanto se
refería a su reciente conducta al limpiar el templo de todo comercio.
Estos mercaderes y cambistas operaban por licencia directa de los
líderes más altos, y un porcentaje de sus ganancias supuestamente iba
directamente al tesoro del templo. No os olvidéis que autoridad
era el lema clave de todo el pueblo judaico. Los profetas siempre
provocaban problemas porque presumían tan audazmente enseñar sin
autoridad, sin haber sido debidamente instruidos en las academias
rabínicas y posteriormente con regularidad ordenados por el sanedrín. La
falta de esta autoridad en la enseñanza pretenciosa pública se
consideraba como indicación de presunción ignorante o de rebeldía
abierta. En esta época, sólo el sanedrín podía ordenar a un anciano o a
un instructor, y la ceremonia debía celebrarse en presencia de por lo
menos tres personas que hubieran sido previamente ordenadas de la misma
manera. Tal ordenación confería el título de «rabino» al maestro y
también lo calificaba para actuar como juez, «atando o soltando los
asuntos que pudieran traerse ante él para su adjudicación». Los rectores del templo se presentaron ante
Jesús en esta hora de la tarde desafiando no sólo sus enseñanzas sino
sus acciones. Jesús bien sabía que estos mismos hombres habían enseñado
durante mucho tiempo públicamente que la autoridad de él para enseñar
era satánica, y que todas sus obras poderosas habían sido forjadas por
poder del príncipe de los diablos. Por consiguiente, el Maestro comenzó
su respuesta a esta pregunta haciéndoles a su vez una pregunta. Dijo
Jesús: «También me gustaría haceros a vosotros una pregunta que, si
queréis contestarla, yo del mismo modo os diré por cuál autoridad hago
estas obras. El bautismo de Juan, ¿de dónde vino? ¿Recibió Juan su
autoridad del cielo o de los hombres?» Cuando los que lo interrogaban oyeron esto,
se apartaron para asesorarse entre ellos en cuanto a qué respuesta
debían dar. Habían planeado colocar a Jesús en una situación incómoda
ante la multitud, pero ahora se encontraban ellos altamente confusos
frente a todos los que estaban congregados en ese momento en el patio
del templo. Su derrota fue aun más aparente cuando volvieron ante Jesús,
diciendo: «En cuanto al bautismo de Juan, no podemos responder; no
sabemos». Contestaron así al Maestro porque habían razonado entre ellos:
si decimos `del cielo', entonces él dirá, `por qué no creísteis en él',
y tal vez agregará que él recibió su autoridad de Juan; y si decimos
que de los hombres, entonces la multitud tal vez se vuelva contra
nosotros, porque la mayoría de ellos piensa que Juan fue un profeta; de
manera que se vieron obligados a presentarse ante Jesús y la multitud, y
confesar que ellos, los enseñantes y líderes religiosos de Israel, no
podían (o no querían) expresar una opinión sobre la misión de Juan. Y
cuando así hablaron, Jesús, bajando la mirada sobre ellos dijo: «Tampoco
os diré yo por qué autoridad hago estas cosas». Jesús nunca tuvo la intención de apelar a
Juan para su autoridad. El sanedrín nunca ordenó a Juan. La autoridad de
Jesús estaba en él mismo y en la supremacía eterna de su Padre. Al emplear este método de trato con sus
adversarios, Jesús no tenía la intención de evitar la pregunta. A
primera vista, podría parecer que él fue culpable de una evasión
maestra, pero no fue así. Jesús no estaba nunca dispuesto a sacar
injusta ventaja ni siquiera de sus enemigos. En esta evasión aparente,
él en realidad proveyó a sus oyentes la respuesta a la pregunta farisea
en cuanto a qué autoridad había detrás de su misión. Ellos habían
afirmado que él actuaba por autoridad del príncipe de los diablos. Jesús
había afirmado repetidamente que todas sus enseñanzas y obras eran por
poder y autoridad de su Padre en el cielo. Esto los líderes judíos se
negaban a aceptar y estaban tratando de ponerlo contra la pared, para
que admitiera que él era un maestro irregular puesto que no había sido
sancionado nunca por el sanedrín. Al responderles como lo hizo, aunque
no reclamó que su autoridad viniera de Juan, satisfizo de esta manera a
la gente con una alusión de que el esfuerzo de sus enemigos por
atraparlo estaba en realidad dirigido contra ellos mismos y los
desacreditaba a ellos ante los ojos de todos los presentes.
Era este magistral trato del Maestro con
sus adversarios, que tanto los asustaba. No intentaron hacer ninguna
otra pregunta ese día; se retiraron para asesorarse ulteriormente entre
ellos. Pero la gente no tardó en discernir la deshonestidad y falta de
sinceridad en estas preguntas hechas por los dirigentes judíos. Aun la
gente común no podía dejar de distinguir entre la majestad moral del
Maestro y la hipocresía intrigante de sus enemigos. Pero la limpieza del
templo atrajo a los saduceos a que se aliaran con los fariseos en el
perfeccionamiento de un plan para destruir a Jesús. Los saduceos
representaban ahora una mayoría en el sanedrín.
Se llevaban a cabo grandes negocios en
asociación con los servicios y ceremonias del templo. Existía el
comercio de proveer animales indicados para los distintos sacrificios.
Aunque era permitido que un adorador proveyera su propio sacrificio,
estaba el hecho de que este animal debía estar libre de todo «defecto»
en el sentido de la ley levítica y según la interpretación de la ley por
parte de los inspectores oficiales del templo. Muchos de los adoradores
habían sufrido la humillación de que un animal supuestamente perfecto
que traían, fuera rechazado por los examinadores del templo. Por
consiguiente, se hizo práctica general adquirir los animales para el
sacrificio en el templo mismo, y aunque había varios sitios en el
cercano del Oliveto donde se podían comprar animales, se había vuelto
costumbre comprarlos directamente de los corrales del templo.
Gradualmente se había establecido esta costumbre de vender todo tipo de
animales de sacrificio en los patios del templo. Se había desarrollado
de esta manera un floreciente comercio, en el cual se obtenían enormes
utilidades. Parte de estas ganancias se reservaba para el tesoro del
templo, pero la porción más grande terminaba indirectamente en las manos
de las familias de los altos sacerdotes. Esta venta de animales en el templo
prosperó porque, cuando el adorador compraba así un animal, aunque el
precio fuera un tanto más alto, no tenía que pagar ningún otro honorario, y podía estar
seguro de que la ofrenda no sería rechazada porque el animal tuviera
defectos verdaderos o imaginados. En distintas épocas hubo prácticas de
exorbitantes sobrecargos al pueblo, especialmente durante las grandes
fiestas nacionales. En cierta época, algunos sacerdotes codiciosos
llegaron hasta exigir el equivalente del valor de una semana de trabajo a
cambio de un par de palomas que deberían haber sido vendidas a los
pobres por unos pocos centavos. Los «hijos de Anás» ya habían empezado a
establecer su bazar en los precintos del templo, mercados de
abastecimiento que perduraron hasta el momento en que fueron finalmente
arrojados por una turba de gente, tres años antes de la destrucción del
templo mismo.
Pero el tráfico de animales sacrificatorios
y de otras mercancías no era la única manera en la cual se profanaban
los patios del templo. En esta época había un extenso sistema de
intercambio bancario y comercial que se realizaba directamente dentro de
los precintos del templo. Y todo esto se había establecido así: Durante
la dinastía de los Asmoneos, los judíos acuñaban su propia moneda de
plata, y se había vuelto práctica exigir que las tarifas del templo de
medio siclo y todos los demás gravámenes del templo se pagaran en esta
moneda judía. Esta reglamentación necesitaba la autorización de un
número requisito de cambistas para intercambiar los muchos tipos de
divisas en circulación por toda Palestina y las demás provincias del
imperio romano con este siclo ortodoxo de acuñación judía. El impuesto
del templo por persona, pagadero por todos excepto las mujeres, los
esclavos y los menores, era de medio siclo, una moneda de tamaño de diez
centavos de dólar, pero del doble de espesor. En la época de Jesús, los
sacerdotes también habían sido eximidos del pago de las tarifas del
templo. Por lo tanto, entre el 15 y el 25 del mes anterior a la
Pascua, los cambistas acreditados erigían sus puestos en las principales
ciudades de Palestina, con el fin de proveer a los judíos con el dinero
apropiado para pagar las tarifas del templo al llegar a Jerusalén.
Después de este período de diez días, estos cambistas se trasladaban a
Jerusalén y montaban sus mesas de cambio de divisa en los patios del
templo. Se les permitía cobrar una comisión del treinta, o aun, cuarenta
por ciento, y en caso de monedas de mayor valor ofrecidas para cambio,
les estaba permitido cobrar el doble. Del mismo modo, estos banqueros
del templo ganaban sobre el cambio de toda moneda para la compra de
animales sacrificatorios y para el pago de votos y de ofrendas. Estos cambiadores de moneda del templo no
sólo conducían un comercio regular de banquero para fines lucrativos en
el intercambio de más de veinte tipos de dinero que traían
periódicamente a Jerusalén los peregrinos visitantes, sino que también
hacían todos los demás tipos de transacciones correspondientes al
negocio banquero. Tanto el tesoro del templo como los rectores del mismo
ganaban enormes utilidades en estas actividades comerciales. No era
infrecuente que el tesoro del templo contuviera el equivalente de más de
diez millones de dólares, mientras que la gente común languidecía en la
pobreza y seguía pagando estas contribuciones injustas. En el medio de esta multitud ruidosa de
cambistas, mercaderes, y vendedores de ganado, este lunes por la mañana,
Jesús, intentó enseñar el evangelio del reino del cielo. No era el
único en resentir esta profanación del templo; la gente común,
especialmente los visitantes judíos provenientes de las provincias
extranjeras, también resentían de todo corazón esta profanación
interesada de su templo nacional de culto. En esta época el sanedrín
mismo celebraba reuniones regulares en un aposento sumergido en el ruido
y la confusión de este comercio e intercambio. Cuando Jesús se disponía a comenzar su
discurso, sucedieron dos cosas que llamaron su atención. Junto a la mesa
de uno de los cambistas situada allí cerca, surgió un violento y
excitado altercado porque supuestamente se le había cobrado demasiado a
un judío de Alejandría; al mismo tiempo se llenó la atmósfera de los
mugidos de una manada de alrededor de cien bueyes que eran conducidos de
una sección de los corrales a otra. Al pausar Jesús, contemplando
silenciosa pero pensativamente esta escena de comercio y confusión, vio
ahí cerca a un galileo de mente sencilla, un hombre con el cual había
hablado él cierta vez en Irón, que estaba siendo ridiculizado y burlado
por ciertos judeanos supuestamente superiores y elitistas; todo esto se
combinó para que surgiera en el alma de Jesús una de esas extrañas
descargas periódicas de indignada emoción. Ante el asombro de sus apóstoles, que
estaban cerca, y que se refrenaron de participar en lo que tan pronto
ocurriría, Jesús bajó de la plataforma de enseñanza y, acercándose al
muchacho que conducía el ganado a través del patio, le quitó el látigo
de cuerdas y rápidamente sacó del templo a los animales. Pero eso no fue
todo; ante la mirada sorprendida de los miles reunidos en el patio del
templo, se dirigió majestuosamente al corral de ganado más alejado, y
procedió a abrir las puertas de cada uno de los establos y sacar de allí
a los animales aprisionados. A esta altura, los peregrinos allí
reunidos estaban electrificados, y con gritos retumbantes se abalanzaron
a los bazares, volcando las mesas de los cambistas. En menos de cinco
minutos todo el comercio había sido barrido del templo. En el momento en
que aparecieron los guardias romanos, que estaban cerca del templo, ya
reinaba la calma y las multitudes habían vuelto al orden; Jesús,
volviendo a la plataforma de los oradores, habló a la multitud: «Habéis
presenciado este día lo que está escrito en las Escrituras: `Mi casa
será llamada casa de oración para todas las naciones, mas vosotros la
habéis hecho cueva de ladrones'».
Pero antes de que pudiera pronunciar otras
palabras, la gran congregación estalló en hosannas de alabanza, y surgió
un grupo de jóvenes de la multitud cantando himnos de gratitud por
haber sido echados del templo sagrado los mercaderes profanos e
interesados. A esta altura habían llegado algunos sacerdotes a la
escena, y uno de ellos dijo a Jesús: «¿Acaso no oyes lo que dicen los
hijos de los levitas?» Y el Maestro replicó: «Has leído alguna vez, `de
la boca de los niños y de los que maman se ha perfeccionado la
alabanza?'» Durante el resto del día, mientras Jesús enseñaba, los
guardianes, puestos por la misma gente a que vigilaran, estuvieron de
centinela en cada galería, y no permitieron que nadie llevara ni
siquiera una vasija vacía por los patios del templo. Cuando los altos sacerdotes y los escribas
se enteraron de estos acontecimientos, estuvieron confundidos. Temían
aun más al Maestro, y aun más estaban decididos a destruirlo. Pero
estaban anonadados. No sabían cómo disponer su muerte, porque mucho
temían a las multitudes, que ya habían expresado abiertamente su
aprobación de la acción de Jesús de echar del templo a los comerciantes
profanos. Durante todo ese día, un día de calma y paz en los patios del
templo, el pueblo escuchó las enseñanzas de Jesús y literalmente pendía
de sus labios. Esta sorprendente acción de Jesús estaba
más allá de la comprensión de sus apóstoles. Estaban ellos tan
sorprendidos por este acto repentino e inesperado de su Maestro que
permanecieron todos juntos, cerca de la plataforma del orador, durante
todo el episodio; ni siquiera levantaron un dedo para colaborar en esta
limpieza del templo. Si este acontecimiento espectacular hubiera
ocurrido el día anterior, en el momento de la llegada triunfal de Jesús
al templo, como culminación de la tumultuosa procesión a través de las
puertas de la ciudad, aclamado durante todo ese tiempo por las multitudes, habrían
estado preparados, pero así como se dieron los eventos no estaban de
ninguna manera listos para participar.
Esta limpieza del templo revela la actitud
del Maestro hacia la comercialización de las prácticas de la religión,
así como también el hecho de que detestaba toda forma de injusticia y
aprovechamiento a expensas de los pobres y de los ignorantes. Este
episodio también demuestra que Jesús no consideraba con aprobación la
actitud de no emplear la fuerza cuando se trataba de proteger a una
mayoría de determinado grupo humano contra las prácticas injustas y
esclavizantes de una minoría injusta, posiblemente afianzada en el poder
político, financiero o eclesiástico. No se debe permitir a los hombres
astutos, malvados e intrigantes que se organicen para la explotación y
opresión de los que, debido a su idealismo, no están dispuestos a
recurrir a la fuerza para protegerse ni para fomentar sus proyectos
laudables de vida.
ESTE lunes por la mañana temprano, como se había planeado, Jesús y
los apóstoles se reunieron en la casa de Simón en Betania, y después de
una breve conferencia emprendieron camino hacia Jerusalén. Los doce
estaban extrañamente taciturnos durante este viaje hacia el templo; no
se habían recuperado de la experiencia del día precedente. Estaban a la
expectativa, temerosos y profundamente afectados por cierto sentimiento
de desapego que surgía del repentino cambio de táctica del Maestro,
combinado con su instrucción de que no hicieran ninguna enseñanza
pública durante la semana de Pascua. Al viajar este grupo por la ladera del
Monte de los Olivos, Jesús iba adelante, y los apóstoles le seguían de
cerca en silencio meditativo. Sólo un pensamiento dominaba la mente de
todos ellos, excepto la de Judas Iscariote, y ese pensamiento era: ¿Qué
hará el Maestro hoy? El pensamiento dominante de Judas era: ¿Qué haré
yo? ¿He de seguir con Jesús y mis asociados, o debo separarme? Y si me
separo, ¿de qué manera debo romper esta relación?
Eran aproximadamente las nueve de esta
hermosa mañana cuando estos hombres llegaron al templo. Fueron
inmediatamente al gran patio en el que Jesús tan frecuentemente había
enseñado, y después de saludar a los creyentes que le estaban esperando a
él, Jesús trepó a una de las plataformas de enseñanza y comenzó a
hablar a la multitud que se estaba reuniendo allí. Los apóstoles se
retiraron a corta distancia y esperaron los acontecimientos.
Este domingo por la tarde al volver a Betania,
Jesús caminaba a la cabeza de los apóstoles. No se habló una sola
palabra hasta que se separaron al llegar a la casa de Simón. Nunca hubo
doce seres humanos que experimentaran emociones tan diversas e
inexplicables como las que surgían ahora en la mente y en el alma de
estos embajadores del reino. Estos robustos galileos estaban confusos y
desconcertados; no sabían qué esperar del futuro;
estaban demasiado asombrados para alimentar temores. Nada sabían de los
planes del Maestro para el día siguiente, y no hicieron ninguna
pregunta. Fueron a su alojamiento, aunque poco durmieron, excepto los
gemelos. Pero no hicieron una vigilia armada de Jesús en la casa de
Simón.
Andrés estaba totalmente confundido,
atormentado. El fue el único apóstol que no se dedicó a evaluar
seriamente la explosión popular de aclamación. Estaba demasiado
preocupado con sus responsabilidades como jefe del cuerpo apostólico
como para pensar seriamente en el sentido o el significado de los
entusiastas hosannas de la multitud. Andrés se ocupó en cambio de
vigilar a algunos de sus asociados, que temía sucumbieran a sus
emociones durante la conmoción, especialmente Pedro, Santiago, Juan y
Simón el Zelote. A lo largo de este día y de los que siguieron
inmediatamente, Andrés se vio atormentado por serias dudas, pero nunca
expresó ninguno de estos sentimientos a sus asociados apostólicos. Le
preocupaba la actitud de algunos de los doce que sabía que se habían
armado de espada; pero no sabía que su propio hermano, Pedro, también
llevaba un arma. Así pues, la procesión a Jerusalén causó en Andrés una
impresión comparativamente superficial; estaba demasiado metido en las
responsabilidades de su posición para ser afectado de otra manera. Simón Pedro estuvo al principio casi afuera
de sí mismo por el entusiasmo de esta manifestación popular; pero al
tiempo de su regreso a Betania esa noche, ya se había calmado bastante.
Pedro simplemente no alcanzaba a percatarse de qué lo era que el Maestro
intentaba. Estaba terriblemente desilusionado de que Jesús no hubiese
aprovechado esta oleada de favor popular haciendo algún tipo de
declaración. Pedro no podía entender por qué Jesús no habló a las
multitudes cuando llegaron al templo, ni tampoco permitió que hablara
uno de los apóstoles. Pedro era un gran predicador, y le desagradaba ver
que se desperdiciara un público tan grande, receptivo y entusiasta. Le
hubiera gustado tanto predicar el evangelio del reino a ese gentío allí
en el templo; pero el Maestro les había advertido específicamente que no
debían enseñar ni predicar en Jerusalén durante esta semana de Pascua.
La reacción después de esta procesión espectacular a la ciudad fue
desastrosa para Simón Pedro; cuando llegó la noche, estaba meditabundo y
entrañablemente triste. Para Santiago Zebedeo, este domingo fue un
día de perplejidad y de confusión profunda; no conseguía captar la
esencia de lo que estaba ocurriendo; no podía comprender el propósito
del Maestro al permitir esta aclamación entusiasta y luego negarse a
decir una palabra a la gente cuando llegaron al templo. A medida que la
procesión bajaba por el Oliveto hacia Jerusalén, más particularmente
cuando se encontraron con los miles de peregrinos que habían salido al
encuentro del Maestro, Santiago estaba cruelmente dividido por sus
emociones contradictorias de entusiasmo y gratificación ante ese
espectáculo, acompañadas por un profundo sentimiento de temor por lo que
podría ocurrir cuando llegaran al templo. Se deprimió luego y lo
sobrecogió la desilusión cuando Jesús desmontó del asno y anduvo
caminando tranquilamente por los patios del templo. Santiago no podía
entender la razón por la cual estaban desperdiciando una oportunidad tan
magnífica para proclamar el reino. Por la noche, su mente estaba
dominada por una incertidumbre desconcertante y terrible. Juan Zebedeo estuvo cerca de comprender el
por qué Jesús había hecho esto; por lo menos captó en parte el
significado espiritual de esta así llamada entrada triunfal a Jerusalén.
A medida que la multitud proseguía hacia el templo, y que Juan
contemplaba a su Maestro sentado sobre el asnillo, recordó haber oído
cierta vez a Jesús citar el pasaje de la Escritura, las palabras de
Zacarías, que describían la llegada del Mesías a Jerusalén como hombre
de paz, cabalgando en un asno. A medida que Juan reflexionaba sobre esta
Escritura, comenzó a comprender el significado simbólico de esta
procesión de la tarde de domingo. Por lo menos, captó lo suficiente del
significado de esta Escritura para que le permitiera disfrutar en cierto
modo del episodio y para evitar deprimirse excesivamente por la
conclusión aparentemente sin propósito de la procesión triunfal. Juan
tenía un tipo de mente que tendía naturalmente a pensar y sentir en
símbolos.
Felipe estaba completamente desconcertado
por lo repentino de la manifestación y su espontaneidad. Mientras
descendían del Oliveto, no pudo ordenar sus pensamientos lo suficiente
como para determinar el significado de esta demostración. En cierto
modo, disfrutó de este acontecimiento porque su Maestro estaba siendo
honrado. Para cuando llegaron al templo, estaba perturbado por el
pensamiento de que Jesús tal vez le pidiera que se ocupara de alimentar a
la multitud, de modo que la conducta de Jesús al darle la espalda a la
multitud, que tan duramente desilusionó a la mayoría de los apóstoles,
fue un gran alivio para Felipe. Las multitudes habían constituido a
veces una dura prueba para el mayordomo de los doce. Después de
experimentar alivio por estos temores personales relativos a las
necesidades materiales de las multitudes, Felipe se unió a Pedro en
expresar su desilusión por no haberse hecho nada por enseñar a las
multitudes. Esa noche Felipe se puso a reflexionar sobre estas
experiencias y estuvo tentado a dudar de toda la idea del reino; se
preguntaba honestamente qué significaban todas estas cosas, pero no le
expresó sus dudas a nadie; amaba demasiado a Jesús. Tenía una gran fe
personal en el Maestro. Natanael, además de apreciar los aspectos
simbólicos y proféticos, fue el que más acercó a comprender la razón del
Maestro por reclutar el apoyo popular de los peregrinos pascuales. Se
dio cuenta, antes de que llegaran al templo, que si no hubiera Jesús
entrado a Jerusalén en forma tan espectacular habría sido arrestado por
los oficiales del sanedrín y arrojado en una celda en cuanto diera los
primeros pasos dentro de la ciudad. Por lo tanto no estuvo sorprendido
en lo más mínimo cuando el Maestro, después de impresionar así a los
líderes judíos para que no lo arrestaran inmediatamente, no hizo uso
alguno de las multitudes aclamantes una vez que llegaron dentro de los
muros de la ciudad. Comprendiendo la verdadera razón de esta manera de
entrada del Maestro a la ciudad, Natanael naturalmente siguió con más
donaire y estuvo menos perturbado y desilusionado por la conducta
subsiguiente de Jesús que los otros apóstoles. Natanael tenía gran
confianza en la habilidad de Jesús para comprender a los hombres, así
como también en su sagacidad y agudeza al manejar situaciones difíciles. Mateo al principio estuvo confundido por
esta manifestación espectacular. No captaba el significado de lo que
veían sus ojos, hasta que también recordó la Escritura de Zacarías donde
el profeta aludía al regocijo de Jerusalén porque llegó su rey trayendo
salvación y cabalgando un pollino de jumento. A medida que la procesión
se iba acercando a la ciudad y luego en dirección al templo, Mateo
entró en éxtasis; estaba seguro de que ocurriría algo extraordinario
cuando el Maestro llegara al templo, a la cabeza de esta multitud
vociferante. Cuando uno de los fariseos se mofó de Jesús diciendo:
«¿Mirad, mirad todos, ved quién es el que aqui viene: el rey de los
judíos cabalgando en un asno!» Mateo tuvo que hacer un gran esfuerzo
para no atacarlo físicamente. Ninguno de los doce estuvo más deprimido
que él en el camino de vuelta a Betania esa noche. Después de Simón
Pedro y Simón el Zelote, él sufrió la tensión nerviosa más profunda y
estuvo en un estado de cansancio extremo esa noche. Pero por la mañana,
Mateo estaba mucho más animado; después de todo, era un buen perdedor. Tomás era el hombre más confundido y
pasmado de los doce. La mayor parte del tiempo simplemente siguió,
contemplando el espectáculo y preguntándose honestamente cuál sería el
motivo del Maestro al participar en una demostración tan peculiar. En
las profundidades de su corazón consideraba la manifestación entera un
tanto infantil, si no directamente tonta. No había visto nunca que Jesús
hiciera una cosa semejante y no podía explicarse esta extraña conducta
este domingo por la tarde. Cuando llegaron al templo, Tomás había
deducido que el propósito de esta demostración popular era asustar al
sanedrín para que no se atreviesen a arrestar inmediatamente al Maestro.
Camino de vuelta a Betania, Tomás pensó mucho, pero nada dijo. Para la
hora de ir a dormir, la sagacidad del Maestro al preparar esta entrada
tumultuosa a Jerusalén había empezado a tener cierto encanto
humorístico, y él se alegró reaccionando de esta manera. Este domingo comenzó como un gran día para
Simón el Zelote. Vio visiones de cosas extraordinarias en Jerusalén para
los próximos días, y en eso tenía razón, pero Simón soñaba el
establecimiento de un nuevo gobierno nacional de los judíos, con Jesús
sentado en el trono de David. Simón veía a los nacionalistas volcarse a
la acción en cuanto se anunciara el reino, y se veía a sí mismo en el
mando supremo de las fuerzas militares que se reunirían en el nuevo
reino. Durante el descenso del Oliveto aun llegó a imaginarse que el
sanedrín y todos sus simpatizantes estarían muertos antes de la puesta
del sol ese día. Realmente creía que iba a ocurrir algo extraordinario.
Era él el varón más ruidoso de toda la multitud. Para las cinco de esa
tarde, era un apóstol silenciosísimo, taciturno y desilusionado. No se
recobró nunca enteramente de la depresión que lo dominó como resultado
de las impresiones de este día; por lo menos, no hasta mucho después de
la resurrección de su Maestro. Para los gemelos Alfeo, éste fue un día
perfecto. Realmente disfrutaron de todo, desde el principio hasta el
fin, y como no estaban presentes durante la quietud del paseo por el
templo, no tuvieron que pasar por la desilusión que siguió al entusiasmo
popular. No podían comprender la conducta deprimida de los apóstoles al
volver a Betania esa noche. En la memoria de los gemelos, éste fue
siempre el día en que se sintieron más cerca del cielo en la tierra.
Este día fue la culminación satisfactoria de su entera carrera como
apóstoles. La memoria del entusiasmo de este domingo por la tarde los
acompañó a lo largo de toda la tragedia de esta semana pletórica hasta
el momento mismo de la crucifixión. Era el ingreso triunfal más
apropiado del rey que podían concebir los gemelos; disfrutaron cada
momento de toda la procesión. Aprobaban plenamente todo lo que veían y
acariciaron largamente el recuerdo. De todos los apóstoles, Judas Iscariote fue
el que estuvo más adversamente afectado por esta entrada en procesión a
Jerusalén. Su mente estaba en un fermento desagradable debido al
reproche del Maestro el día anterior en relación con la unción de María
en la casa de Simón. Judas estaba disgustado con todo el espectáculo. Le
parecía infantil, aun directamente ridículo. Mientras este vengativo
apóstol contemplaba los acontecimientos de este domingo por la tarde,
Jesús le resultaba más parecido a un payaso que a un rey. Resentía de
todo corazón el entero espectáculo. Compartía los puntos de vista de los
griegos y de los romanos, que despreciaban a todo aquel que consintiera
en cabalgar un asno o el pollino de un jumento. Para cuando la
procesión triunfal hubo entrado a la ciudad, Judas prácticamente se
había decidido a abandonar la idea de tal reino; estaba casi decidido a
abandonar todo intento de establecer el reino del cielo si los intentos
fueran de índole tan absurda. Pero cuando recordó la resurrección de
Lázaro y muchas otras cosas, decidió quedarse con los doce, por lo menos
por otro día. Además, llevaba la bolsa, y no quería desertar llevándose
los fondos apostólicos. Camino de vuelta a Betania esa noche, su
conducta no parecía extraña puesto que todos los apóstoles estaban igualmente deprimidos y taciturnos.
Judas estaba profundamente influido por la
irrisión por parte de sus amigos saduceos. Ningún otro factor ejerció
una influencia tan poderosa sobre él en su determinación final de
abandonar a Jesús y a sus apóstoles, como el que le produjo cierto
episodio que ocurrió justo cuando Jesús llegó a la puerta de la ciudad:
Un saduceo prominente (amigo de la familia de Judas) corrió hacia él
haciéndole burla y, dándole una palmada en la espalda, dijo: «¿Por qué
se te ve tan preocupado, mi buen amigo? Regocíjate y reúnete con
nosotros para aclamar a Jesús de Nazaret el rey de los judíos, que llega
a la puerta de Jerusalén montado en un asno». Judas no había tenido
nunca miedo de la persecución, pero no podía soportar este tipo de
ridículo. Juntamente con la emoción de venganza largamente acariciada,
se mezcló ahora este temor fatal del ridículo, ese sentimiento terrible y
tremendo de avergonzarse de su Maestro y de sus compañeros apóstoles.
En su corazón, este embajador del reino ya era un desertor; tan sólo le
quedaba encontrar una excusa plausible para romper abiertamente con el
Maestro.
Mientras los gemelos Alfeo devolvían el asno a su dueño, Jesús y los
diez apóstoles se separaron de sus asociados inmediatos y anduvieron
caminando por el templo, observando las preparaciones para la Pascua. No
hubo intento alguno de molestar a Jesús, puesto que el sanedrín mucho
temía al pueblo, y ésa era, después de todo, una de las razones por las
cuales Jesús había permitido que la multitud lo aclamara de esa manera.
Los apóstoles no comprendían que era éste el único procedimiento humano
que podía resultar eficaz en prevenir el inmediato arresto de Jesús a su
entrada a la ciudad. El Maestro deseaba dar a los habitantes de
Jerusalén, poderosos y humildes, así como también a las decenas de miles
de visitantes de la Pascua, una oportunidad más, la última, de escuchar
el evangelio y recibir, si lo quisieran, al Hijo de la Paz. Ahora pues, mientras progresaba la tarde y
las multitudes se iban en busca de alimentos, Jesús y sus seguidores
inmediatos quedaron solos. ¡Qué día tan extraño había sido! Los
apóstoles estaban pensativos, pero enmudecidos. Nunca, en todos los años
de asociación con Jesús, habían ellos visto un día como éste. Por un
momento se sentaron junto al tesoro, observando a la gente que entregaba
sus contribuciones: los ricos echaban mucha cantidad en el arca de las
ofrendas y todos daban algo de acuerdo con sus posibilidades. Finalmente
llegó una pobre viuda, vestida pobremente, y observaron que ella echó
dos blancas (monedas pequeñas de cobre) en el arca. Dijo Jesús, llamando
la atención de los apóstoles sobre la viuda: «Prestad atención a lo que
acabáis de ver. Esta pobre viuda echó más que todos los demás, porque
todos los demás de lo que les sobraba, echaron una pequeña parte como
don, pero esta pobre mujer, aunque esté necesitada, dio todo lo que
tenía, aun su sustento». A medida que progresaba la tarde,
anduvieron por los patios del templo en silencio, y una vez que Jesús
observó otra vez estas escenas familiares, recordando sus emociones
relacionadas con sus visitas previas, sin exceptuar la primera, dijo:
«Vayamos a Betania para descansar». Jesús, con Pedro y Juan, fueron a la
casa de Simón, mientras que los demás apóstoles se alojaron con sus
amigos de Betania y Betfagé.
Betania estaba a unos tres kilómetros del templo, y era la una y
media de la tarde de ese domingo cuando Jesús se preparó para salir a
Jerusalén. Tenía un sentimiento de afecto profundo por Betania y su
pueblo sencillo. Nazaret, Capernaum y Jerusalén lo habían rechazado,
pero Betania lo había aceptado, había creído en él. Fue en esta pequeña
aldea, en la cual prácticamente todo hombre, mujer y niño era creyente,
donde eligió realizar la obra más grande de su autootorgamiento
terrenal: la resurrección de Lázaro. No hizo resucitar a Lázaro para que
creyeran los aldeanos, sino más bien porque ellos ya creían. Durante toda la mañana, Jesús pensó en su
llegada a Jerusalén. Hasta ese momento había procurado siempre suprimir
toda aclamación pública del que él fuera el Mesías, pero ahora la
situación era distinta. Se estaba acercando al fin de su carrera en la
carne, el sanedrín había decretado su muerte, y no había peligro en
permitir que sus discípulos dieran libre expresión a sus sentimientos,
cosa que ocurriría si él elegía hacer una entrada formal y pública a la
ciudad.
Jesús no decidió realizar esta entrada
pública a Jerusalén como su último intento por conseguir el favor
popular, ni tampoco en un intento final de obtener el poder. Tampoco lo
hizo para satisfacer los deseos humanos de sus discípulos y apóstoles.
Jesús no se hacía las ilusiones de soñador quimérico; él bien sabía cual
sería la conclusión de su visita. Habiendo decidido hacer una entrada pública
a Jerusalén, el Maestro se enfrentó con la necesidad de elegir un
método apropiado para ejecutar esta decisión. Jesús reflexionó sobre
todas las así llamadas profecías mesiánicas más o menos contradictorias,
pero parecía que había una sola que fuera apropiada para sus fines. La
mayoría de estas declaraciones proféticas hablaban de un rey, el hijo y
sucesor de David, un libertador temporal audaz y agresivo que liberaría a
Israel del yugo de la dominación extranjera. Pero había una Escritura,
asociada a veces con el Mesías por los que tenían un concepto más
espiritual de su misión, que Jesús consideró la más apropiada como guía
para su proyectada entrada a Jerusalén. Esta Escritura se encontraba en
Zacarías y decía: «Alégrate mucho, oh hija de Sion; da voces de júbilo,
oh hija de Jerusalén. He aquí tu rey vendrá a ti. Es justo y trae
salvación. Viene como viene el humilde, cabalgando sobre un asno, sobre
un pollino hijo de asna». Un rey guerrero siempre entraba a una
ciudad montado a caballo, un rey en misión de paz y amistad siempre
entraba cabalgando un asno. Jesús no quería entrar a Jerusalén a
caballo, pero estaba dispuesto a entrar en paz y con buena voluntad como
el Hijo del Hombre, cabalgando un jumento. Durante mucho tiempo y mediante una
enseñanza directa, Jesús trató de convencer a sus apóstoles y a sus
discípulos que su reino no era de este mundo, que era un asunto
puramente espiritual; pero no había tenido éxito en este esfuerzo.
Ahora, lo que no había conseguido hacer mediante una enseñanza clara y
personal, lo intentaría realizar con un gesto simbólico. Por lo tanto,
inmediatamente después del almuerzo, Jesús llamó a Pedro y Juan, y
después de decirles que fueran a Betfagé, una aldea vecina un tanto
retirada de la carretera principal y a corta distancia al noroeste de
Betania, agregó: «Id a Betfagé y cuando lleguéis al empalme de los
caminos encontraréis el potro de un jumento allí atado. Desatadlo y
traedlo con vosotros. Si alguien os pregunta por qué hacéis esto, decid
simplemente `el Maestro lo necesita'». Cuando los dos apóstoles fueron a
Betfagé tal como les había pedido el Maestro, encontraron el potro
atado cerca de su madre en la calle, junto a una casa de esquina. Cuando
Pedro comenzó a desatar al potro, vino el dueño y preguntó por qué
hacían ellos eso, y cuando Pedro le respondió tal como Jesús les había
indicado, el hombre dijo: «Si vuestro Maestro es Jesús de Galilea, que
se lleve al potro». Así pues ellos volvieron trayendo al potro. Ya varios cientos de peregrinos se habían
reunido alrededor de Jesús y de sus apóstoles. Desde media mañana se
habían detenido muchos visitantes que pasaban camino a la Pascua.
Mientras tanto David Zebedeo y algunos de sus ex asociados mensajeros
decidieron dirigirse de prisa a Jerusalén, donde eficazmente difundieron
la nueva entre los gentíos de peregrinos visitantes alrededor del
templo de que Jesús de Nazaret entraría triunfalmente a la ciudad. Por
consiguiente, varios miles de estos visitantes se congregaron para
recibir a este profeta y hacedor de portentos del cual tanto se hablaba,
quien algunos creían ser el Mesías. Esta multitud, al salir de
Jerusalén, encontró a Jesús y a la multitud que iba a la ciudad poco
después de que franquearan la cima del Oliveto, y habían comenzando su
descenso hacia la ciudad. Al comenzar la procesión en Betania había
gran entusiasmo en las multitudes festivas de discípulos, creyentes y
peregrinos visitantes, muchos provenientes de Galilea y Perea. Justo
antes de partir, las doce mujeres del cuerpo original de mujeres,
acompañadas por algunas de sus asociadas, llegaron al lugar y se unieron
a esta singular procesión que procedía jubilosamente hacia la ciudad. Antes de empezar, los gemelos Alfeo
pusieron sus mantos sobre el asno y lo sostuvieron mientras se subía el
Maestro. A medida que la procesión procedía hacia la cima del Oliveto,
el gentío festivo arrojaba sus indumentos al suelo y traía ramas de los
árboles cercanos para hacer una alfombra de honor para el jumento que
traía al Hijo real, el Mesías prometido. Al proceder la multitud
jubilosa hacia Jerusalén, comenzaron a cantar, es decir a gritar al
unísono el salmo, «Hosanna al hijo de David; bendito sea aquel que viene
en el nombre del Señor. Hosanna en las alturas. Bendito sea el reino
que baja del cielo».
Jesús se mostró alegre y despreocupado
hasta que llegaron a la cumbre del Oliveto, donde se abría la vista
panorámica de la ciudad con las torres del templo; allí el Maestro
detuvo la procesión y un gran silencio cayó sobre todos mientras lo
contemplaban llorar. Bajando los ojos a la vasta multitud que venía de
la ciudad para recibirlo, el Maestro, con mucha emoción y con la voz
entrecortada dijo: «¿Oh Jerusalén, si tan sólo hubieras conocido, aun
tú, por lo menos en este, tu día, las cosas que pertenecen a tu paz, que
podrías haber tenido tan libremente! Pero ya están para ocultarse de
tus ojos estas glorias. Estás por rechazar al Hijo de la Paz y volver la
espalda al evangelio de la salvación. Pronto llegarán los días en que
tus enemigos abrirán trincheras alrededor de ti, y serás sitiada por
doquier; te destruirán completamente, pues no quedará piedra sobre
piedra. Y todo esto caerá sobre ti porque no supiste reconocer el
momento de tu visitación divina. Estás por rechazar el don de Dios, y
todos los hombres te rechazarán a ti».
Cuando terminó de hablar, comenzaron el
descenso del Oliveto y finalmente se reunieron con la multitud de
visitantes que venía de Jerusalén con ramas de palma, gritando hosannas,
y de otras maneras expresando regocijo y sentimientos de comunidad. El
Maestro no había planeado que estas multitudes salieran de Jerusalén a
su encuentro, ésa fue obra de otros. El nunca premeditaba nada que fuera
de efecto dramático.Juntamente con la multitud que salió para recibir
al Maestro, también había muchos fariseos y otros enemigos de él. Tan
perturbados estaban por esta explosión repentina e inesperada de
aclamación popular que temieron arrestarlo, por no precipitar actos
abiertos de revuelta de la plebe. Mucho temían la actitud de los grandes
números de visitantes que tanto habían oído hablar de Jesús, y que,
muchos de ellos, creían en él. A medida que se acercaban a Jerusalén, la
multitud se volvió más expresiva, tanto que algunos de los fariseos se
abrieron paso hasta donde estaba Jesús y dijeron: «Instructor, debes
censurar a tus discípulos y exhortarlos a que su conducta sea más
digna». Jesús respondió: «Es justo que estos niños le den la bienvenida
al Hijo de la Paz, a quien han rechazado los altos sacerdotes. Sería
inútil pararlos no sea que estas piedras junto al camino griten
quejándose». Los fariseos se adelantaron de prisa a la
cabeza de la procesión para volver al sanedrín, que estaba en sesión en
ese momento en el templo, e informaron a sus asociados: «He aquí que
todo lo que hacemos es en vano; estamos confundidos por este galileo. La
gente se vuelve loca por él, si no paramos a estos ignorantes, todo el
mundo le seguirá». No se puede en realidad asignar un
significado profundo a esta explosión superficial y espontánea de
entusiasmo popular. Esta recepción, aunque jubilante y sincera, no
indicaba una convicción real ni profunda en el corazón de esta multitud
festiva. Estas mismas multitudes estuvieron igualmente dispuestas a
rechazar de inmediato a Jesús más tarde en esa semana, cuando el
sanedrín tomó una posición firme y decidida contra él, y cuando se
desilusionaron — cuando se dieron cuenta de que Jesús no iba a
establecer el reino de acuerdo con sus expectativas largamente
acariciadas. Pero toda la ciudad estaba altamente
agitada, puesto que todos preguntaban: «¿Quién es este hombre?» Y la
multitud contestaba: «Éste es el profeta de Galilea, Jesús de Nazaret».
Este domingo por la mañana, en el hermoso
jardín de Simón, el Maestro llamó a su alrededor a sus doce apóstoles y
les impartió sus instrucciones finales de preparación antes de entrar a
Jerusalén. Les dijo que él probablemente pronunciaría varios discursos y
enseñaría muchas lecciones antes de volver al Padre, pero exhortó a los
apóstoles que no realizaran obra pública durante la estadía de Pascua
en Jerusalén. Les instruyó que permanecieran cerca de él y que
«vigilaran y oraran». Jesús sabía que muchos de sus apóstoles y
seguidores inmediatos ceñían espadas bajo el manto aun en ese momento,
pero no se refirió en nada a este hecho. Estas instrucciones matutinas comprendieron
un breve repaso del ministerio de ellos desde el día de su ordenación
cerca de Capernaum hasta este día en que se preparaban para entrar a
Jerusalén. Los apóstoles escucharon en silencio, sin hacer preguntas. Esa mañana temprano David Zebedeo entregó a
Judas los fondos obtenidos de la venta del equipo del campamento de
Pella, y Judas a su vez colocó la mayor parte de este dinero en las
manos de Simón, su anfitrión, para que lo custodiara en anticipación de
las exigencias de dinero cuando fueran a Jerusalén. Después de la conferencia con los
apóstoles, Jesús conversó con Lázaro y lo amonesto a que no sacrificara
su vida al espíritu vengativo del sanedrín. Por obedecer esta admonición
Lázaro, pocos días después, huyó a Filadelfia, cuando los oficiales del
sanedrín enviaron varios hombres para que lo arrestaran. En cierto modo, todos los seguidores de
Jesús tenían la sensación de una crisis inminente, pero no se percataron
plenamente la seriedad de la situación, debido al tono inusitadamente
alegre y al excepcional buen humor del Maestro.
Los peregrinos que provenían de fuera de
Judea, así como también las autoridades judías, se preguntaban: «¿Qué
pensáis? ¿Vendrá Jesús a las festividades?» Por lo tanto, cuando el
pueblo oyó que Jesús estaba en Betania, se alegraron, pero los altos
sacerdotes y los fariseos estaban un tanto perplejos. Se alegraban de
tenerlo bajo su jurisdicción, pero estaban un tanto desconcertados por
su audacia; recordaban que en su previa visita a Betania, resucitó a
Lázaro del mundo de los muertos, y Lázaro se estaba volviendo un
problema serio para los enemigos de Jesús.
Seis días antes de la Pascua, al atardecer
después del sábado, todo el pueblo de Betania y Betfagé se reunió para
celebrar la llegada de Jesús con un banquete público en la casa de
Simón. Esta cena era en honor tanto de Jesús como de Lázaro; se la
celebró en desafío del sanedrín. Marta dirigía a los que servían la
comida; su hermana María estaba entre las mujeres espectadoras puesto
que no era costumbre de los judíos que las mujeres se sentaran en los
banquetes públicos. También estaban presentes los agentes del sanedrín,
pero temían apresar a Jesús en medio de sus amigos.
Jesús conversó con Simón sobre el antiguo
Josué, cuyo nombre él mismo llevaba, y recitó la historia de cómo habían
venido Josué y los israelitas a Jerusalén a través de Jericó. Al
comentar sobre la leyenda de los muros de Jericó que se derrumbaron,
Jesús dijo: «No me preocupan los muros de ladrillos y piedras; pero
quisiera derrocar los muros del prejuicio, la mojigatería, y el odio que
se alzan frente a esta predicación del amor del Padre por todos los
hombres». El banquete prosiguió en forma alegre y
normal excepto que todos los apóstoles estaban insólitamente taciturnos.
Jesús estaba excepcionalmente alegre y jugó con los niños hasta el
momento de sentarse a la mesa.
No pasó nada fuera de lo ordinario hasta
cerca del cierre del festín, cuando María, la hermana de Lázaro, se
separó del grupo de mujeres espectadoras, adelantándose adonde Jesús
estaba reclinado en el sitio de honor, abrió una gran vasija de
alabastro que contenía un ungüento muy raro y costoso. Después de ungir
la cabeza del Maestro, empezó a aplicar el ungüento sobre los pies de
Jesús soltándose luego el cabello y secándole los pies con su cabello.
El olor del ungüento impregnó todo el edificio, y todos los presentes se
sorprendieron de lo que María había hecho. Lázaro no dijo nada, pero al
comenzar a murmurar algunos de los presentes manifestando indignación
de que un ungüento tan caro se usara de esa manera, Judas Iscariote se
dirigió adonde Andrés estaba reclinado y dijo: «¿Por qué no se vendió
este ungüento y el dinero no se donó para alimentar a los pobres?» Debes
hablar con el Maestro, para que él censure este derroche».
Jesús, sabiendo lo que ellos pensaban y
oyendo lo que decían, apoyó la mano sobre la cabeza de María que estaba
arrodillada a su lado, y con una expresión compasiva en su rostro, dijo:
«Dejadla, cada uno de vosotros. ¿Por qué queréis molestarla, cuando
veis que ella ha hecho una buena cosa en su corazón? A vosotros, los que
murmuráis y decís que este ungüento se ha debido vender y el dinero
donar a los pobres, yo os digo que los pobres estarán siempre con
vosotros, y podréis ministrarles en cualquier momento que os parezca
apropiado, pero yo no siempre estaré con vosotros; pronto iré a mi
Padre. Esta mujer viene guardando este ungüento desde hace mucho tiempo,
para ungir mi cuerpo en su entierro; si ahora le parece bien ungirme,
en anticipación de mi muerte, esa satisfacción no le será negada. Con
esta acción María os censura a todos vosotros porque ella manifiesta así
su fe en lo que yo he dicho sobre mi muerte y ascensión a mi Padre en
el cielo. Esta mujer no será censurada por lo que ha hecho esta noche,
más bien yo os digo que en todas las eras por venir, dondequiera que se
predique este evangelio en el mundo entero, se relatará lo que ella ha
hecho en su memoria». Fue a causa de este reproche, el que Judas
Iscariote lo interpretó como censura personal, y finalmente decidió
vengar sus sentimientos heridos. Muchas veces había tenido
subconscientemente estas ideas, pero ahora se atrevía a pensar estos
pensamientos malvados en su mente consciente y abierta. Muchos otros lo
alentaron en esta actitud, puesto que el costo de este ungüento era una
suma equivalente a lo que ganaba un hombre durante un año —suficiente
para proveer pan a cinco mil personas. Pero María amaba a Jesús; ella
había proveído este precioso ungüento para embalsamar su cuerpo a la
hora de su muerte, porque creía en sus palabras cuando él les anticipó
que debía morir, y si ella cambiaba de idea y elegía otorgar esta
ofrenda al Maestro mientras él aún estaba vivo, nadie debía impedírselo. Tanto Lázaro como Marta sabían que María
había ahorrado por mucho tiempo el dinero con el cual compró la vasija
de espicanardo, y aprobaban de todo corazón su anhelo en este asunto
porque eran ricos y podían permitirse fácilmente esta ofrenda. Cuando los altos sacerdotes se enteraron de
esta cena en Betania en honor de Jesús y Lázaro, consultaron entre
ellos para ver que debían hacer con Lázaro. Y finalmente decidieron que
Lázaro también debía morir. Concluyeron atinadamente que sería inútil
matar a Jesús si permitían que Lázaro, a quien Jesús había resucitado de
entre los muertos, siguiera viviendo.
JESÚSy los apóstoles llegaron a Betania poco después de las cuatro
de la tarde del viernes 31 de marzo del año 30 d. de J.C. Lázaro, sus
hermanas y sus amigos los aguardaban; como venían tantas personas todos
los días para hablar con Lázaro de su resurrección, le dijeron a Jesús
que habían arreglado que pernoctara con un creyente vecino, un tal
Simón, que desde la muerte del padre de Lázaro, era el caudillo de la
pequeña aldea.
Esa tarde Jesús recibió a muchos
visitantes, y la gente común de Betania y Betfagé hizo todo lo que pudo
para que se sintiera que era bienvenido. Aunque muchos pensaban que
Jesús iba ahora a Jerusalén desafiando abiertamente el decreto de muerte
del sanedrín para proclamarse rey de los judíos, la familia betaniana
—Lázaro, Marta y María— se daba cuenta más plenamente de que el Maestro
no era esa clase de rey; sentían vagamente que ésta podía ser su última
visita a Jerusalén y Betania. Los altos sacerdotes fueron informados de
que Jesús estaba en Betania, pero decidieron que era mejor no intentar
tratar de arrestarlo cuando se encontraba entre sus amigos; decidieron
aguardar su venida a Jerusalén. Jesús sabía todo esto, pero estaba
majestuosamente calmo; sus amigos no lo habían visto nunca tan compuesto
y congenial; aun los apóstoles estaban sorprendidos de que se le viera
tan poco preocupado, en el momento mismo en que el sanedrín había pedido
a todos los judíos que se lo entregaran. Mientras el Maestro dormía esa
noche, los apóstoles lo vigilaban de dos en dos, y muchos de ellos
estaban armados con espada. A la mañana siguiente temprano, los
despertaron cientos de peregrinos que venían de Jerusalén, aun siendo
sábado, para ver a Jesús y a Lázaro, a quien aquel había resucitado
después de muerto.