Como era miércoles, esa noche hubo en el
campamento una hora social. El Maestro intentó levantar el ánimo de sus
apóstoles deprimidos, pero eso era casi imposible. Todos empezaban a
percatarse de que se avecinaban acontecimientos desconcertantes y
aplastantes. No podían alegrar su corazón, aun cuando el Maestro recordó
con ellos sus años pletóricos y amantes de asociación. Jesús indagó
cuidosamente sobre la familia de cada uno de los apóstoles y, volviendo
la mirada hacia David Zebedeo, le preguntó si alguien sabía algo de su
propia madre, su hermana menor u otros integrantes de su familia. David
bajó la vista; y no se atrevió a responder.
Fue ésta la ocasión en la que Jesús
advirtió a sus seguidores de que se cuidaran del apoyo de la multitud.
Recordó sus experiencias en Galilea cuando una y otra vez, lo siguieron
con entusiasmo grandes multitudes de gente que más adelante les
volvieron la espalda, con el mismo entusiasmo volviendo a sus previas
creencias y formas de vida. Luego dijo:«Así pues, no os dejéis engañar
por las grandes multitudes que nos escucharon en el templo y que
parecían creer nuestras enseñanzas. Estas multitudes escuchan la verdad y
la creen superficialmente con la mente, pero pocos entre ellos permiten
que la palabra de la verdad penetre su corazón y se arraigue en él.
Cuando se presentan verdaderos problemas, no se puede contar con el
apoyo de los que conocen el evangelio sólo en la mente, y no lo han
experimentado en el corazón. Cuando los dirigentes de los judíos lleguen
a un acuerdo para destruir al Hijo del Hombre, y cuando ataquen al
unísono, veréis que la multitud huirá confusa o permanecerá allí,
silenciosamente sorprendida, mientras estos líderes enloquecidos y
cegados asesinan a los maestros de la verdad evangélica. Luego cuando os
sobrecojan la adversidad y las persecuciones, aun otros, que os parezca
a vosotros que aman la verdad, huirán, y algunos renunciarán al
evangelio y os desertarán. Algunos de los que estuvieron muy cerca
nuestro, ya han decidido la deserción en su mente. Hoy
habéis descansado, en preparación para los tiempos inminentes. Vigilad
pues y orad para que mañana podáis ser fortalecidos para los días que
quedan por delante». El ambiente del campamento estaba cargado
de una tensión inexplicable. Mensajeros silenciosos iban y venían,
comunicándose únicamente con David Zebedeo. Antes de que pasara la
noche, supieron algunos que Lázaro había huido de prisa de Betania. Juan
Marcos estaba siniestramente taciturno después de volver al campamento,
a pesar de que había pasado el día entero en compañía del Maestro. Todo esfuerzo por persuadirlo a que hablara sólo indicó claramente que Jesús le había dicho que no hablara.
Aun el buen humor y la sociabilidad poco
usual del Maestro, los llenaba de temor. Todos sentían la amenazante
proximidad del terrible aislamiento que pronto descendería sobre ellos
en forma repentina y aplastante y con terror ineludible. Sentían
vagamente lo que estaba por ocurrir, y ninguno se sentía preparado para
enfrentarse a la prueba. El Maestro había estado ausente todo el día; lo
habían extrañado entrañablemente. Ese miércoles por la noche señaló el punto
de marea más baja del estado espiritual de ellos hasta la hora misma de
la muerte del Maestro. Aunque el día siguiente estuvo más cerca del
viernes trágico, aún él estaba con ellos, y pudieron pasar estas horas
de ansiedad con más gracia. Fue poco antes de la medianoche cuando
Jesús, sabiendo que sería ésta la última noche que compartiría con su
familia elegida en la tierra, dijo, al darles las buenas noches: «Id a
dormir hermanos míos, y que la paz sea con vosotros hasta que os
levantéis mañana, un día más para hacer la voluntad del Padre y
experimentar el regocijo de saber que nosotros somos sus hijos».
Poco después que partieran Jesús y Juan Marcos
del campamento, Judas Iscariote desapareció de entre sus hermanos y no
volvió hasta tarde ese anochecer. Este apóstol confundido y descontento,
a pesar de la admonición específica de su Maestro, de que no entraran a
Jerusalén, concurrió de prisa a su cita con los enemigos de Jesús en la
casa de Caifás, el sumo sacerdote. Era ésta una reunión informal del
sanedrín y se la había planeado para poco después de las diez de esa
mañana. Esta reunión se convocó para discutir la naturaleza de las
acusaciones que deberían prepararse contra Jesús y decidir el
procedimiento que se debía emplear para traerlo ante las autoridades
romanas con el fin de asegurar la confirmación civil, necesaria para la
sentencia de muerte que ellos ya habían decretado.
El día anterior, Judas reveló a algunos de
sus parientes y a algunos amigos saduceos de la familia de su padre que
había llegado a la conclusión de que, aunque fuera Jesús un soñador e
idealista bien intencionado, no era, sin embargo, el libertador esperado
de Israel. Judas declaró que mucho le gustaría encontrar una manera de
retirarse discretamente del movimiento. Sus amigos le aseguraron
halagadoramente que su retiro sería saludado por los líderes judíos como
un gran acontecimiento, y que nada sería demasiado bueno para él. Lo
llevaron a creer que recibiría inmediatamente altos honores del
sanedrín, y que finalmente estaría en una posición que le permitiría
borrar el estigma de su bien intencionada pero «desafortunada asociación
con estos galileos ignorantes». Judas no podía creer del todo que las obras
poderosas del Maestro fueron forjadas por el poder del príncipe de los
diablos, pero ya estaba plenamente convencido de que Jesús no ejercería su poder
para engrandecerse; por fin se había convencido de que Jesús permitiría
ser destruido por los potentados judíos, y él no podía soportar la idea
humillante de que se le identificara con un movimiento de derrota. Se
negaba a cobijar la idea de un fracaso aparente. Entendía completamente
el carácter firme de su Maestro y la agudeza de esa mente majestuosa y
misericordiosa, sin embargo derivaba cierto placer de una parcial
aceptación de la sugerencia de uno de sus parientes, quien opinó que
Jesús, aunque fuera un fanático con buenas intenciones, probablemente no
estaba en sus cabales; que había sido siempre una persona extraña y mal
entendida. Ahora pues, Judas empezó a llenarse como
nunca antes de un extraño resentimiento porque Jesús no le había
asignado nunca una posición de mayor honor. Durante todo ese tiempo,
había apreciado el honor de ser el tesorero apostólico, pero ahora
comenzaba a sentir que no era apreciado; que sus habilidades no se le
reconocían. Repentinamente lo sobrecogió la indignación porque Pedro,
Santiago y Juan habían sido distinguidos en una asociación estrecha con
Jesús, de modo que, camino de la casa del alto sacerdote, empezó a
maquinar la forma de vengarse de Pedro, Santiago y Juan, más que
preocuparse por pensar en traicionar a Jesús. Pero por sobre todas las
cosas, en ese momento, una idea nueva y dominante comenzó a ocupar la
atención máxima de su mente consciente: había salido para conseguir
honores para sí mismo, y si podía conseguirlo vengándose al mismo tiempo
de los que contribuyeron a la mayor desilusión de su vida, mejor así.
Cayó presa de una terrible conspiración de confusión, orgullo,
desesperación y determinación. Así pues, debe resultar claro que no fue
por dinero que Judas se encaminó en ese momento a la casa de Caifás con
el objeto de planear la traición de Jesús. Al acercarse Judas a la casa de Caifás,
llegó a la decisión final de abandonar a Jesús y a sus compañeros
apóstoles; habiendo así decidido desertar la causa del reino del cielo,
estaba decidido a asegurarse para sí mismo todo lo posible de esos
honores y glorias que creía serían suyos algún día cuando por primera
vez se identificó con Jesús y con el nuevo evangelio del reino. Todos
los apóstoles compartieron, en cierto momento, esta ambición con Judas,
pero a medida que pasaba el tiempo, aprendieron a admirar la verdad y a
amar a Jesús, por lo menos, más que Judas. El traidor fue presentado a Caifás y a los
líderes judíos por su primo, quien les dijo que Judas, habiendo
descubierto su error al dejarse llevar por mal camino por la sutil
enseñanza de Jesús, había llegado a la conclusión de que deseaba hacer
una renuncia pública y formal de su asociación con el galileo; al mismo
tiempo, pedía que se restableciera la confianza y la camaradería de sus
hermanos judeos. Este portavoz de Judas siguió explicando que Judas
reconocía que sería mejor para la paz de Israel que Jesús fuera
arrestado, y que, como prueba de su arrepentimiento por haber
participado en este movimiento erróneo y de su sinceridad al regresar a
las enseñanzas de Moisés, venía para ofrecer sus servicios al sanedrín
para arreglar con el capitán encargado de arrestar a Jesús que se
efectuara el arresto en forma secreta, evitando así el peligro de
excitar a las multitudes o la necesidad de posponer la acción hasta
después de la Pascua. Cuando el primo terminó de hablar, presentó
a Judas quien, adelantándose frente al sumo sacerdote dijo: «Todo lo
que mi primo acaba de prometer lo haré yo, pero ¿qué estáis dispuestos a
darme a mí por este servicio?» Judas no pareció discernir la expresión
de desdén y aun de disgusto que inundó el rostro del vanaglorioso Caifás de corazón endurecido;
demasiado ansiaba él su autoglorificación y anhelaba la satisfacción de
la autoexaltación.
Entonces Caifás bajó la mirada sobre el
traidor y dijo: «Judas, ve adonde el capitán de la guardia y arregla con
ese oficial para traernos a tu Maestro esta noche o mañana por la noche
y cuando nos lo entregues, recibirás tu recompensa por este servicio».
Cuando Judas oyó esto, se despidió de los altos sacerdotes y líderes y
fue a consultar con el capitán de los guardianes del templo en cuanto a
la forma en que habían de apresar a Jesús. Judas sabía que Jesús estaba
en ese momento ausente del campamento y no tenía idea ninguna a qué hora
volvería esa noche, por consiguiente, acordaron entre ellos arrestar a
Jesús la noche siguiente (jueves) después de que tanto el pueblo de
Jerusalén como todos los peregrinos visitantes se hubieran retirado para
descansar. Judas volvió adonde sus asociados en el
campamento, embriagado con ideas de grandeza y gloria tales como no
había tenido por mucho tiempo. Se había asociado con Jesús esperando
algún día volverse un gran hombre en el nuevo reino. Finalmente se había
percatado de que no habría un nuevo reino tal como él lo había
anticipado. Pero se regocijaba de su sagacidad al decidir que
compensaría su desilusión por no poder alcanzar la gloria en un nuevo
reino por venir con la obtención inmediata de honores y recompensas en
el viejo orden; estaba él ahora seguro de que ese viejo orden
sobreviviría y destruiría a Jesús y a todo lo que él representaba. En
esta última motivación de intención consciente, la traición de Judas
demostró ser el acto cobarde de un desertor egoísta, cuya única
preocupación era su propia seguridad y glorificación, pese a las
posibles consecuencias de su conducta sobre su Maestro y sobre sus ex
asociados. Pero así fue por siempre. Hacía mucho
tiempo que Judas alimentaba consciente y progresivamente en su mente, en
forma deliberada, persistente, egoísta y vengativa y que albergaba en
su corazón, estos deseos odiosos y malvados de venganza y deslealtad.
Jesús amaba a Judas y confiaba en él aun como amaba y confiaba en los
otros apóstoles, pero Judas no llegó a desarrollar su confianza leal ni
de experimentar amor sincero recíproco. ¡Cuán peligrosa puede llegar a
ser la ambición cuando está totalmente ligada con la búsqueda de la
satisfacción del yo y supremamente motivada por sentimientos de venganza
largamente suprimidos y sombríos! ¡Cuán aplastante es el desencanto en
la vida de aquellas personas necias que, porque fijan sus anhelos en las
atracciones tenebrosas y desvanecientes del tiempo, se ciegan a las
aspiraciones más altas y más reales de los alcances duraderos de los
mundos eternos de valores divinos y realidades verdaderamente
espirituales. Judas ansiaba en su mente los honores mundanos y llegó a
amar este deseo con todo su corazón; los demás apóstoles del mismo modo
anhelaban estos mismos honores mundanos en su mente, pero con el corazón
amaban a Jesús y hacían lo que podían por aprender a amar las verdades
que éste les enseñaba. Judas no se lo percató en este momento,
pero había criticado subconscientemente a Jesús, desde el momento en que
Juan el Bautista fue decapitado por orden de Herodes. En las
profundidades de su corazón, Judas siempre resintió el hecho de que
Jesús no hubiera salvado a Juan. No debéis olvidar que Judas había sido
discípulo de Juan mucho antes de seguir a Jesús. Esta acumulación de
resentimiento humano y amargo desencanto que Judas guardaba en su alma
en atuendos de odio, se organizó ahora en su mente subconsciente, lista
para aflorar a la superficie e inundarlo en cuanto se atrevió a
separarse de la influencia apoyadora de sus hermanos, exponiéndose al
mismo tiempo a las astutas insinuaciones y al ridículo encubierto de los
enemigos de Jesús. Cada vez que Judas permitía que se remontaran sus
esperanzas y Jesús decía o hacía algo que las derrumbaba, dejaba en el corazón de Judas otra cicatriz de amargo
resentimiento; y al multiplicarse estas cicatrices, finalmente su
corazón tantas veces herido, perdió todo afecto real por el que
infligiera estas experiencias desagradables a su personalidad bien
intencionada, pero cobarde y egocéntrica. Judas no se daba cuenta, pero
era un cobarde. Por eso, siempre intentaba atribuir a Jesús tendencias
cobardes, como explicación de negarse a buscar el poder y la gloria que
parecían estar a su alcance. Todo hombre mortal sabe muy bien que el
amor, aunque al principio sea genuino, puede transformarse por el
desencanto, los celos y el resentimiento constante, en odio verdadero. Por fin podían respirar en paz por unas
horas los altos sacerdotes y los ancianos. No tendrían que arrestar a
Jesús en público, y el haberse granjeado a Judas como aliado traidor les
aseguraba que Jesús no escaparía de su jurisdicción como lo había hecho
tantas veces en el pasado.
Los apóstoles pasaron la mayor parte de este día caminando por el
Monte de los Olivos y conversando con los discípulos que allí acampaban
con ellos, pero por la tarde temprano ansiaban ver el retorno de Jesús. A
medida que fue pasando el día, se pusieron cada vez más agitados
pensando en su seguridad; se sentían inexpresablemente solos sin él.
Hubo durante todo ese día mucho debate sobre si se le debería haber
permitido al Maestro irse solo a las colinas, acompañado solamente por
un muchacho mandadero. Aunque ningún hombre expresó sus pensamientos
abiertamente, no había uno entre ellos, salvo Judas Iscariote, que no
deseara estar en el lugar de Juan Marcos. Fue a mediados de la tarde cuando Natanael
dirigió su discurso sobre «el deseo supremo» a una media docena de
apóstoles e igual número de discípulos; la conclusión de dicho discurso
fue: «Lo que pasa con la mayoría de nosotros es que no nos dedicamos de
todo corazón. No llegamos a amar al Maestro como él nos ama a nosotros.
Si todos nosotros hubiéramos querido ir con él tanto como lo deseaba
Juan Marcos, Jesús con toda seguridad nos habría llevado a todos. Nos
quedamos mirando mientras el muchacho se acercaba al Maestro y le
ofrecía la cesta, pero cuando el Maestro la tomó, el muchacho no la
soltó. Así pues, el Maestro nos dejó aquí, yéndose a las colinas con
cesta, mancebo y todo». A eso de las cuatro de la tarde, llegaron
corredores adonde David Zebedeo trayéndole un mensaje de su madre en
Betsaida y de la madre de Jesús. Varios días antes, David había
concluido que evidentemente los altos sacerdotes y dirigentes matarían a
Jesús. David sabía que estaban decididos a destruir al Maestro, y
estaba casi convencido de que Jesús no ejercería su poder divino para
salvarse, ni permitiría a sus seguidores que emplearan la fuerza en su
defensa. Habiendo llegado a estas conclusiones, no perdió tiempo en
despachar a un mensajero a su madre, urgiéndola a que viniera enseguida a
Jerusalén y que trajera a María, la madre de Jesús, y a todos los
integrantes de su familia. La madre de David hizo lo que le pidió su
hijo, y los corredores volvían ahora a David, trayéndole el mensaje de
que su madre y la familia entera de Jesús estaban camino de Jerusalén y
llegarían en algún momento de la tarde del día siguiente o muy temprano a
la mañana subsiguiente. Puesto que David había actuado de esta manera
por su propia iniciativa, decidió que sería sabio mantener confidencial
el asunto. Por lo tanto, no le dijo a nadie que la familia de Jesús
estaba camino de Jerusalén.
Poco después de mediodía, llegaron al
campamento más de veinte de los griegos que se habían encontrado con
Jesús y los doce en la casa de José de Arimatea, y Pedro y Juan pasaron
varias horas en conferencia con ellos. Estos griegos, por lo menos
algunos de ellos, eran bien avanzados en el conocimiento del reino, pues
habían sido instruidos por Rodán en Alejandría. Esa noche, después de volver al campamento,
Jesús se encontró y conversó con los griegos, y de no haber sido porque
tal curso de acción hubiera turbado grandemente a sus apóstoles y a
muchos de sus discípulos principales, él habría ordenado a estos veinte
griegos, así como había ordenado a los setenta. Mientras estaba ocurriendo todo esto en el
campamento, en Jerusalén los altos sacerdotes y ancianos estaban
sorprendidos de que Jesús no volviese para dirigirse a las multitudes.
Aunque es cierto que el día anterior, al abandonar el templo, él había
dicho, «os dejo vuestra casa desolada», ellos no podían entender que
dejara de aprovechar la gran ventaja conseguida en el favor de las
multitudes. Aunque temían que él pudiese producir un tumulto en el
pueblo, las últimas palabras que dirigiera el Maestro a la multitud
habían sido en forma de exhortación a que conformaran en maneras
razonables a la autoridad de los «que se sientan en el trono de Moisés».
Pero estaban muy ocupados ese día en la ciudad, puesto que se
preparaban simultáneamente para celebrar la Pascua y para finiquitar los
planes para la destrucción de Jesús. No vino mucha gente al campamento, porque
su ubicación era un secreto bien guardado por los que sabían que Jesús
deseaba permanecer allí en vez de volver a Betania por las noches.
En el curso de este día de compañerismo con Juan Marcos, Jesús pasó
bastante tiempo comparando sus experiencias de la niñez y de la
adolescencia. Aunque los padres de Juan poseían más bienes mundanos que
los que habían poseído los padres de Jesús, había mucho de similar en
sus experiencias juveniles. Jesús dijo muchas cosas que ayudaron a Juan a
comprender mejor a sus padres y a los otros integrantes de su familia.
Cuando el muchacho preguntó al Maestro cómo podía él saber que Juan se
volvería un «poderoso mensajero del reino», Jesús dijo: «Sé que demostrarás tú lealtad al evangelio
del reino, porque puedo confiar en tu fe y amor presentes ya que estas
cualidades están cimentadas en una capacitación tan temprana como ha
sido la tuya en el hogar. Eres el producto de un hogar en el que los
padres se tienen afecto sincero, y por lo tanto no has sido amado en
exceso, como para que hubieras exaltado perjudicialmente el concepto de
tu autoimportancia. Tampoco ha sufrido distorsiones tu personalidad como
consecuencia de posibles maniobras sin amor de tus padres, el uno
contra el otro por ganar tu confianza y lealtad. Has disfrutado de ese
amor paterno que asegura una laudable autoconfianza y fomenta
sentimientos normales de seguridad. Pero también has sido afortunado, porque tus padres
poseían sabiduría a la vez que amor; fue su sabiduría la que los condujo
a negarte la mayoría de las formas de indulgencia y los muchos lujos
que puede comprar el dinero; te enviaron a la escuela de la sinagoga con
tus compañeros de juegos del barrio en el que vivías, y también te
alentaron a vivir en este mundo de modo tal que pudieras hacer una
experiencia original. Viniste al Jordán, donde nosotros predicábamos y
los discípulos de Juan bautizaban, con tu joven amigo Amós. Ambos
deseabais ir con nosotros; cuando regresasteis a Jerusalén, tus padres
consintieron; los padres de Amós se negaron; tanto amaban a su hijo que
le negaron la experiencia bendita que tú has tenido, aun la que estás
disfrutando hoy mismo. Amós podría haberse escapado de su casa para
unirse a nosotros, pero si lo hubiera hecho, habría herido el amor y
sacrificado la lealtad. Aun en el caso de que tal curso de acción fuera
sabio, habría pagado un precio terrible para ganar experiencia,
independencia y libertad. Padres sabios como los tuyos se aseguran de
que sus hijos no se vean obligados a herir el amor ni a sofocar la
lealtad para desarrollar su independencia y disfrutar de una libertad
vigorizante al llegar a tu edad.
«El amor, Juan, es la realidad suprema del
universo cuando proviene de seres totalmente sabios, pero puede ser un
rasgo peligroso y aun casi egoísta tal como se manifiesta en la
experiencia de los padres mortales. Cuando te cases y tengas tus hijos,
asegúrate de que tu amor sea controlado por la sabiduría y guiado por la
inteligencia. «Tu joven amigo Amós cree en este evangelio
del reino tanto como tú, pero no puedo confiar plenamente en él; no
estoy seguro de lo que él hará en los años venideros. Su vida hogareña
temprana no fue del tipo que pueda producir una persona completamente
confiable. Amós se parece demasiado a uno de los apóstoles que no pudo
disfrutar de un adiestramiento hogareño normal, amante y sabio. Toda tu
vida futura será más feliz y confiable, porque pasaste tus primeros ocho
años en un hogar normal y bien regulado. Posees un carácter fuerte y
bien integrado, porque creciste en un hogar en el cual prevalecía el
amor y reinaba la sabiduría. Este tipo de adiestramiento durante la
infancia produce un tipo de lealtad que me da la certeza de que seguirás
el curso de acción que has comenzado». Por más de una hora Jesús y Juan
continuaron esta conversación sobre la vida hogareña. El Maestro siguió
explicándole a Juan cómo un niño depende totalmente de sus padres y de
la asociada vida hogareña para formar sus primeros conceptos de todo lo
que sea intelectual, social, moral y aun espiritual, puesto que la
familia representa para el niño pequeño todo lo que él puede conocer de
primera intención en cuanto a las relaciones humanas o divinas. El niño
deriva sus primeras impresiones del universo, de los cuidados de su
madre; depende completamente del padre terrenal para sus primeras ideas
sobre el Padre celestial. La vida subsiguiente del niño será feliz o
infeliz, fácil o difícil, según haya sido su vida mental y emocional
temprana, condicionada por estas relaciones sociales y espirituales del
hogar. La vida entera de un ser humano está enormemente influida por lo
que sucede durante los primeros pocos años de su existencia.
Es nuestra creencia sincera que el
evangelio contenido en las enseñanzas de Jesús, fundado como lo está en
la relación padre-hijo, podrá difícilmente disfrutar de una aceptación
mundial hasta el momento en que la vida hogareña de los pueblos modernos
civilizados contenga más amor y más sabiduría. A pesar de que los
padres del siglo veinte posean gran conocimiento y mayor verdad para
mejorar el hogar y ennoblecer la vida hogareña, sigue siendo un hecho
que muy
pocos hogares modernos llegan a ser medios para la crianza de niños y
niñas, tan buenos como lo fuera el hogar de Jesús en Galilea y el de
Juan Marcos en Judea; sin embargo, la aceptación del evangelio de Jesús
dará como resultado una mejora inmediata de la vida hogareña. La vida
amorosa de un hogar sabio y la devoción leal de la verdadera religión
ejercen una profunda influencia recíproca. Tal vida hogareña eleva la
religión, y la religión genuina siempre glorifica el hogar.
Es verdad que muchas de las influencias
objetables y paralizantes y otras características obstaculizantes de
estos antiguos hogares judíos han sido virtualmente eliminadas de muchos
de los hogares modernos mejor regulados. Existe en efecto mayor
libertad espontánea y mucha más libertad personal, pero esa libertad no
está equilibrada por el amor, motivada por la lealtad, ni dirigida por
la disciplina inteligente de la sabiduría. Hasta tanto enseñemos al niño
a rezar, «Padre nuestro que estás en los cielos», recae sobre todos los
padres terrenales una tremenda responsabilidad, la de vivir y ordenar
sus hogares de manera tal que la palabra padre quede glorificada en la mente y en el corazón de todos los niños que están creciendo.
Jesús estaba a punto de tomar de las manos de
Juan la cesta del almuerzo, pero el joven se aventuró a decir: «Pero,
Maestro, es posible que dejes la cesta en el piso para ir a orar y te
alejes sin llevártela. Además, si yo te acompaño para llevar el
almuerzo, tú estarás más libre para adorar, y yo con toda seguridad me
quedaré callado. No haré ninguna pregunta y me quedaré con la cesta
cuando tu te apartes para orar».
Al hacer este discurso, cuya temeridad
sorprendió a algunos de los oyentes que se encontraban allí, Juan se
atrevió a seguir sosteniendo la cesta. Ahí estaban Juan y Jesús, ambos aferrados de la cesta.
Dentro de poco el Maestro la soltó y, bajando la mirada sobre el
muchacho, dijo: «Puesto que anhelas de todo corazón acompañarme, no se
te negará. Nos iremos por nuestra cuenta y tendremos una buena charla.
Podrás hacerme toda pregunta que surja de tu corazón, y nos consolaremos
mutuamente. Puedes empezar llevando el almuerzo, y cuando te canses, te
ayudaré. Sígueme pues».
Jesús no retornó al campamento esa noche
hasta después de la puesta del sol. El Maestro pasó este su último día
de quietud sobre la tierra, en compañía de este joven hambriento de
verdad, y hablando con su Padre en el Paraíso. Este acontecimiento se
conoció en lo alto como «el día que cierto joven lo pasó con Dios en las
colinas». Por siempre esta ocasión ejemplifica el deseo del Creador de
fraternizar con la criatura. Hasta un mancebo, si el deseo de su corazón
es realmente supremo, puede obtener la atención y disfrutar de la
compañía amante del Dios de un universo, experimentar realmente el
éxtasis inolvidable de estar a solas con Dios en las colinas, y todo
eso, por todo un día. Ésta fue la experiencia singular de Juan Marcos
este miércoles en las colinas de Judea. Jesús habló mucho con Juan, conversando
libremente de los asuntos de este mundo y del próximo. Juan le dijo a
Jesús cuánto lamentaba no haber tenido edad suficiente para ser uno de
los apóstoles y expresó su gran apreciación por haberle sido permitido
seguirlos, desde la primera predicación de ellos junto al vado del
Jordán cerca de Jericó, exceptuando el viaje a Fenicia. Jesús le
advirtió al joven que no se desalentara por los acontecimientos
inminentes y le aseguró que viviría para transformarse en un poderoso
mensajero del reino. Juan Marcos estaba emocionado por el
recuerdo de este día con Jesús en las colinas, pero nunca olvidó la
admonición final del Maestro, pronunciada cuando estaban por retornar al
campamento de Getsemaní, cuando dijo: «Bien, Juan, hemos tenido una
buena conversación, un verdadero día de descanso, pero cuídate de no
contar a nadie las cosas que te dije». Juan Marcos nunca reveló nada de
lo que sucedió durante ese día que pasó con Jesús en las colinas. A lo largo de las pocas horas restantes de
la vida terrenal de Jesús, Juan Marcos no permitió que el Maestro se
alejara por mucho tiempo de su vista. El muchacho estaba siempre oculto,
pero cerca; sólo durmió cuando Jesús dormía.
CUANDO no les apremiaba el trabajo de enseñar al pueblo, era
costumbre de Jesús y sus apóstoles descansar de sus labores los
miércoles. Este miércoles en particular desayunaron un tanto más tarde
que de costumbre, y el campamento estaba impregnado de un silencio
ominoso; poco se dijo durante la primera mitad de esta comida matutina.
Por fin Jesús habló: «Deseo que descanséis hoy. Dedicad tiempo a pensar
en todo lo que ha ocurrido desde que vinimos a Jerusalén y meditar en lo
que se avecina, de lo cual os he hablado claramente. Aseguraos de que
permanezca la verdad en vuestra vida, y de que crezcáis diariamente en
la gracia». Después del desayuno el Maestro informó a
Andrés que tenía la intención de ausentarse por el día y sugirió que se
les permitiera a los apóstoles pasar el tiempo según sus propios deseos,
excepto que no entraran bajo ninguna circunstancia a Jerusalén. Cuando Jesús se preparó para ir a las
colinas a solas, David Zebedeo se le acercó diciendo: «Bien sabes,
Maestro, que los fariseos y potentados desean destruirte, y sin embargo
te preparas para ir solo a las colinas. Es una locura exponerse así; por
lo tanto, enviaré a tres hombres contigo, bien preparados para que
vigilen que no te ocurra nada malo». Jesús miró a los tres bien armados y
robustos galileos y dijo a David: «Tienes buenas intenciones, pero te
equivocas porque no llegas a comprender que el Hijo del Hombre no
necesita a nadie para que lo defienda. Ningún hombre me atacará hasta la
hora en que esté listo para dar mi vida en conformidad con la voluntad
de mi Padre. Estos hombres no deben acompañarme. Deseo ir solo, para
poder comulgar con el Padre». Al escuchar estas palabras, David y sus
guardianes armados se retiraron; pero al encaminarse Jesús solo, Juan
Marcos se adelantó con una pequeña cesta, que contenía alimentos y agua,
y sugirió que, si tenía el Maestro la intención de alejarse por todo el
día, puede que tuviera hambre. El Maestro sonrió a Juan y tendió la
mano para tomar la cesta.