«Desde el primer momento de mi estancia entre vosotros os enseñé que mi único fin era revelar a mi Padre de los cielos a sus hijos en la Tierra. He vivido esta encarnación para que podáis acceder al conocimiento de ese Gran Dios. Os he revelado que Dios es vuestro Padre y vosotros sus hijos...»

miércoles, 30 de abril de 2014

El interrogatorio privado de Pilato.

Pilato llevó a Jesús y a Juan Zebedeo a su aposento privado, dejando afuera a los guardianes, e indicándole al prisionero que se sentara, se sentó a su lado y le hizo varias preguntas. Pilato comenzó su conversación con Jesús, asegurándole que no creía que la primera acusación contra él fuera verdad: que era él un pervertidor de la nación e incitador a la rebelión. Luego le preguntó: «¿Enseñaste alguna vez que se le ha de negar el tributo al César?» Jesús, indicando a Juan, dijo: «Pregúntale a él o a cualquier otro que haya oído mis enseñanzas». Entonces Pilato interrogó a Juan sobre el asunto del tributo y Juan atestiguó sobre las enseñanzas del Maestro y explicó que Jesús y sus apóstoles pagaban impuestos tanto al César como al templo. Cuando Pilato hubo interrogado a Juan, dijo: «Asegúrate de no decirle a nadie que yo hablé contigo». Y Juan jamás reveló este asunto.
      
Entonces Pilato se dio vuelta para preguntar a Jesús: «En cuanto a la tercera acusación contra ti, ¿eres tú el rey de los judíos?» Puesto que había un tono de interrogación posiblemente sincera en la voz de Pilato, Jesús sonrió al procurador y dijo: «Pilato, ¿dices tú esto por ti mismo, o tomas esta pregunta de los lábios de otros, los de mis acusadores?» Por lo cual, en tono parcialmente indignado, el gobernador respondió: «¿Soy yo acaso judío? Tu pueblo y los principales sacerdotes te han entregado a mí, y me han pedido que te sentencie a muerte. Yo pongo en duda la validez de sus acusaciones y tan sólo estoy tratando de averiguar por mí mismo qué has hecho. Dime, ¿has dicho tú que eres el rey de los judíos, y has tratado de fundar un nuevo reino?»
     

Entonces le dijo Jesús a Pilato: «¿Acaso no percibes que mi reino no es de este mundo? Si mi reino fuera de este mundo, con toda seguridad mis discípulos lucharían para que yo no fuera entregado a los judíos. Mi presencia aquí ante ti en estas ataduras es suficiente para mostrar a todos los hombres que mi reino es de un dominio espiritual, aun la hermandad de los hombres que, a través de la fe y por el amor, se han vuelto hijos de Dios. Y esta salvación es tanto para los gentiles como para los judíos».
      
«Luego, ¿eres tú rey después de todo?» dijo Pilato. Jesús respondió: «Sí, soy tal rey, y mi reino es la familia de los hijos por fe de mi Padre que está en el cielo. Para este fin nací yo en el mundo, aun para mostrar a mi Padre a todos los hombres y atestiguar la verdad de Dios. Y aun ahora te declaro que todo el que ama la verdad, oye mi voz».
      
Entonces dijo Pilato, medio en broma y medio sinceramente: «La verdad, ¿qué es la verdad —quién lo sabe?»
      
Pilato no podía comprender las palabras de Jesús, ni tampoco podía entender la naturaleza de su reino espiritual, pero estaba ahora seguro de que el prisionero nada había hecho que lo hiciera reo de muerte. Mirar a Jesús cara a cara, fue suficiente para convencer aun a Pilato de que este hombre tierno y agotado, pero majestuoso y recto, no era un revolucionario salvaje y peligroso que quería establecerse en el trono temporal de Israel. Pilato creyó entender algo de lo que Jesús significaba cuando se llamó a sí mismo rey porque conocía las enseñanzas de los estoicos, quienes declaran que «el sabio es rey». Pilato estaba plenamente convencido de que, en vez de ser un sedicioso peligroso, Jesús no era más ni menos que un visionario inocuo, un fanático inocente.
      
Después de interrogar al Maestro, Pilato regresó adonde los altos sacerdotes y los acusadores de Jesús y dijo: «He interrogado a este hombre, y no hallo en él ningún delito. No creo que sea culpable de las acusaciones que habéis dirigido contra él; creo que debe ser puesto en libertad». Cuando los judíos escucharon esto, se airaron grandemente, tanto que gritaron violentamente que Jesús debía morir; y uno de los sanedristas se adelantó atrevidamente al lado de Pilato, diciendo: «Este hombre revoluciona al pueblo, comenzando en Galilea y siguiendo por toda Judea. Es un malhechor y comete fechorías. Mucho te arrepentirás si dejas en libertad a este hombre protervo».
      
Pilato no sabía qué hacer con Jesús; por lo tanto, cuando les oyó decir que había empezado su trabajo en Galilea, pensó en sacarse de encima la responsabilidad de decidir el caso, por lo menos para ganar tiempo y pensar en el asunto, enviando a Jesús a que compareciera ante Herodes, quien estaba por ese entonces en la ciudad para asistir a la Pascua. Pilato también pensó que este gesto contribuiría tal vez a suavizar ciertos sentimientos amargos que existían desde hacía un tiempo entre él y Herodes, por numerosos malentendidos sobre asuntos de jurisdicción.
      
Pilato, después de llamar a los guardianes, dijo: «Este hombre es galileo. Llevadlo inmediatamente ante Herodes, y cuando él lo haya interrogado, informadme de lo que él halle». Entonces llevaron a Jesús ante Herodes.

lunes, 28 de abril de 2014

Jesús comparece ante Pilato.

Cuando Jesús y sus acusadores se reunieron frente a la sala de juicio de Pilato, el gobernador romano salió y, dirigiéndose a la compañía reunida, preguntó: «¿Qué acusación traéis contra este tipo?» Los saduceos y los consejeros que habían decidido ocuparse de eliminar a Jesús tenían decidido presentarse ante Pilato y pedirle la confirmación de la sentencia de muerte pronunciada contra él, sin voluntariamente mencionar ningún cargo definido. Por lo tanto, el portavoz del tribunal de los sanedristas contestó a Pilato: «Si éste hombre no fuera malhechor, no te lo habríamos traído».
      
Cuando Pilato observó que titubeaban en declarar sus acusaciones contra Jesús, aunque sabía que habían pasado toda la noche deliberando sobre sus culpas, les contestó: «Puesto que no estáis de acuerdo en ninguna acusación definida, ¿por qué no hacéis cargo de él y lo juzgáis según vuestras leyes?»
      
Entonces habló el escribano del tribunal del sanedrín a Pilato: «A nosotros no nos está permitido dar muerte a nadie, y este revoltoso de nuestra nación se merece morir por las cosas que ha dicho y hecho. Por lo tanto hemos venido ante ti para que confirmes este decreto».
      
Presentarse ante el gobernador romano con esta actitud tan evasiva revela tanto la mala voluntad y el odio de los sanedristas hacia Jesús como su falta de respeto por la justicia, honor y dignidad de Pilato. ¡Qué atrevimiento el de estos ciudadanos súbditos, al comparecer ante su gobernador provincial pidiendo un decreto de ejecución contra un hombre antes de permitirle un juicio justo y sin siquiera pronunciar acusaciones criminales definidas contra él!
      
Pilato algo sabía del trabajo de Jesús entre los judíos, y supuso que las acusaciones contra él tenían que ver con infracciones a las leyes eclesiásticas judías; por lo tanto, trató de referir el caso al propio tribunal de ellos. Otra vez más, Pilato se deleitaba en hacerles confesar públicamente que no tenían ellos el poder para pronunciar y llevar a cabo sentencias de muerte, aun contra uno de su propia raza que habían llegado a aborrecer con un odio tan amargo y envidioso.
      
A esto hacía pocas horas, cuando cerca de medianoche y después de haber dado permiso de usar soldados romanos para el arresto secreto de Jesús, había oído Pilato más hechos sobre Jesús y sus enseñanzas de labios de su mujer, Claudia, que era una conversa parcial al judaísmo, y que más tarde creyó plenamente en el evangelio de Jesús.
      
Pilato hubiera querido posponer esta audiencia, pero vio que los líderes judíos estaban decididos a proceder con el caso. Sabía que este día no era tan sólo la mañana de preparación para la Pascua, sino que también, siendo viernes, era el día de preparación para el sábado judío de reposo y adoración.
      
Pilato, siendo muy sensible a la falta de respeto de estos judíos para con él, no estaba deseoso de cumplir con sus demandas de que Jesús fuera sentenciado a muerte sin juicio. Por lo tanto, después de esperar unos momentos para que ellos pudieran presentar sus acusaciones contra el prisionero, se volvió hacia ellos y dijo: «No condenaré a este hombre a muerte sin juicio; tampoco lo interrogaré antes de que hayáis presentado por escrito vuestras acusaciones contra él».
     
Cuando el sumo sacerdote y los demás escucharon estas palabras de Pilato, hicieron una señal al escribano del tribunal, quien entonces entregó a Pilato las acusaciones escritas contra Jesús. Y estas acusaciones eran:
     
«Es decisión del tribunal sanedrista que este hombre es un malhechor y embaucador de nuestra nación porque es culpable de:
      
1. Pervertir a nuestra nación e incitar a nuestro pueblo a la rebelión.
     
2. Prohibir al pueblo que le pague tributo a César.
     
3. Llamarse a sí mismo rey de los judíos y enseñar la fundación de un nuevo reino».
      
Jesús no había sido enjuiciado en forma regular ni sentenciado legalmente de ninguna de estas acusaciones. Ni siquiera había escuchado las acusaciones cuando fueron declaradas por primera vez, pero Pilato lo hizo traer del pretorio, donde era vigilado por los guardianes, e insistió en que estas acusaciones se repitieran en presencia de Jesús.
      
Cuando escuchó Jesús estas acusaciones, bien sabía que no le habían pedido que declarara ante la corte judía sobre estos asuntos, así como también lo sabían Juan Zebedeo y sus acusadores, pero nada respondió él a estas falsas acusaciones. Aun cuando Pilato le ordenó que les respondiera a sus acusadores, él no abrió la boca. Pilato tanto se sorprendió de la injusticia del procedimiento y tanto se impresionó por el silencio de Jesús y su conducta noble, que decidió llevar al prisionero a la sala e interrogarlo privadamente.
      
La mente de Pilato estaba en estado de confusión, les temía él a los judíos en su corazón, y su espíritu estaba altamente desasosegado por el espectáculo de Jesús, majestuosamente de pie ante sus acusadores sanguinarios, contemplándolos, no con desprecio silencioso, sino con una expresión de piedad genuina y afecto acongojado.

viernes, 25 de abril de 2014

Poncio Pilato.

Si Poncio Pilato no hubiese sido un gobernador razonablemente bueno de las provincias menores, Tiberio no le habría permitido que permaneciera como procurador de Judea durante diez años. Aunque era un administrador más o menos bueno, era un cobarde moral. No era hombre suficientemente grande como para comprender la naturaleza de su tarea como gobernador de los judíos. No captaba el hecho de que estos hebreos tenían una religión verdadera, una fe por la cual estaban dispuestos a morir, y que millones y millones de ellos, dispersados aquí y allá a lo largo y a lo ancho del imperio, consideraban que Jerusalén era el templo de su fe y respetaban al sanedrín por ser para ellos el más alto tribunal en la tierra.
      
Pilato no amaba a los judíos, y este odio profundo se manifestó muy pronto. De todas las provincias romanas, ninguna era más difícil de gobernar que Judea. Pilato nunca entendió realmente los problemas administrativos de los judíos y por consiguiente, muy pronto en su experiencia como gobernador, cometió una serie de errores casi fatales y prácticamente suicidas. Fueron estos errores los que dieron a los judíos mucho poder sobre él. Cuando querían influir sobre sus decisiones, todo lo que tenían que hacer era amenazar con una revuelta, y Pilato inmediatamente capitulaba. Esta aparente vacilación, o falta de valor moral, del procurador se debía principalmente al recuerdo de una serie de controversias que había tenido con los judíos, que en cada caso ellos habían ganado. Los judíos sabían que Pilato les tenía miedo, que temía por su posición ante Tiberio, y emplearon este conocimiento para gran desventaja del gobernador en numerosas ocasiones.
      
La desventaja de Pilato para con los judíos se produjo como resultado de una serie de encuentros desafortunados. En primer término, no supo tomar en serio el profundo prejuicio judío contra todas las imágenes como símbolos de adoración de ídolos. Por consiguiente, permitió que sus soldados entraran a Jerusalén sin quitar las imágenes del César de sus banderas, tal como había sido práctica de los soldados romanos bajo su predecesor. Una numerosa delegación de judíos esperó a Pilato por cinco días, implorándole que quitara esas imágenes de los estandartes militares. Se negó rotundamente a otorgar su petición y les amenazó de muerte instantánea. Pilato, siendo un escéptico, no comprendía que los hombres con fuertes sentimientos religiosos no vacilarían en morir por sus convicciones religiosas; por consiguiente, se anonadó cuando estos judíos se presentaron desafiantemente ante su palacio, de cara al suelo, y enviaron el mensaje de que estaban listos para morir. Pilato se dio entonces cuenta de que había hecho una amenaza que no quería cumplir. Capituló, y ordenó que las imágenes fueran quitadas de los estandartes de sus soldados en Jerusalén, y desde ese momento en adelante se encontró en alto grado sometido a los deseos de los líderes judíos, quienes habían descubierto de esta manera su debilidad, al hacer él amenazas que temía ejecutar.
      
Pilato posteriormente decidió volver a ganar su prestigio perdido y por lo tanto hizo colocar los escudos del emperador, del tipo de los que se usaban comúnmente para adorar a César, en los muros del palacio de Herodes en Jerusalén. Cuando los judíos protestaron, él se mantuvo firme. Cuando se negó a escuchar sus protestas, ellos apelaron prontamente a Roma, y el emperador con igual prontitud ordenó que se quitaran los escudos ofensivos. De ahí en adelante Pilato gozó de aun menos estima que antes.
     
Otra cosa que le granjeó la aversión de los judíos fue que se atrevió a tomar dinero del tesoro del templo para financiar la construcción de un nuevo acueducto que proveería mayor abastecimiento de agua para los millones de visitantes a Jerusalén en las épocas de las grandes fiestas religiosas. Los judíos sostenían que sólo el sanedrín podía desembolsar fondos del templo, y nunca cesaron de imprecar a Pilato por esta decisión presuntuosa. No menos de una veintena de revueltas y mucho derramamiento de sangre resultaron de esta decisión. La última de estas graves explosiones tuvo que ver con la matanza de un numeroso grupo de galileos en el momento mismo en que estaban adorando frente al altar.
      
Es significativo que, aunque este vacilante potentado romano sacrificó la vida de Jesús a su temor de los judíos y para salvaguardar su posición personal, fue finalmente depuesto como resultado de una matanza innecesaria de samaritanos en relación con las pretensiones de un falso Mesías que condujo a ciertas tropas al Monte Gerizim, en el que éste decía que estaban enterradas las vasijas del templo; y se produjeron violentas escaramuzas cuando no pudo revelar el lugar en el que se habían escondido las vasijas sagradas, tal como lo había prometido. Como resultado de este episodio, el legado de Siria ordenó que Pilato volviese a Roma. Tiberio murió mientras Pilato estaba camino a Roma, y no se le nombró de nuevo procurador de Judea. No se recobró nunca plenamente de la condenación penosa de haber consentido a la crucifixión de Jesús. Como no gozaba de ningún favor a los ojos del nuevo emperador, se retiró a la provincia de Lausanne, donde posteriormente se suicidó.
     
Claudia Prócula, la mujer de Pilato, mucho había oído hablar de Jesús por boca de su criada, que era una fenicia creyente en el evangelio del reino. Después de la muerte de Pilato, Claudia fue prominentemente identificada con la difusión de la buena nueva.
      
Todo esto explica mucho de lo que ocurrió en esta trágica mañana del viernes. Es fácil comprender por qué los judíos tenían la presunción de dictaminar a Pilato —de hacer que se levantara a las seis de la mañana para enjuiciar a Jesús— y también por qué no vacilaron en decirle que lo acusarían de traición ante el emperador, si se atreviera a negarse a sus demandas de ejecutar a Jesús.
      
Un gobernador romano meritorio, que no se hubiera granjeado una posición de desventaja frente a los dirigentes de los judíos, jamás habría permitido que estos fanáticos religiosos sedientos de sangre pusieran a muerte a un hombre a quien él mismo había declarado inocente de los falsos cargos y sin faltas. Roma cometió un grave error, un error de serias consecuencias en los asuntos terrenales, al enviar a este Pilato, un administrador de segunda categoría, como gobernador de Palestina. Tiberio debería haber enviado a los judíos el mejor administrador provincial de su imperio.

jueves, 24 de abril de 2014

El juicio ante Pilato.

POCO después de las seis de la mañana de este viernes, 7 de abril del año 30 d. de J.C., Jesús fue llevado ante Pilato, el procurador romano que gobernaba Judea, Samaria e Idumea bajo la supervisión inmediata del legado de Siria. El Maestro fue llevado ante la presencia del gobernador romano por los guardias del templo, atado, y acompañado por unos cincuenta de sus acusadores, incluyendo el tribunal sanedrista (principalmente saduceo), Judas Iscariote, el sumo sacerdote Caifás, y el apóstol Juan. Anás no compareció ante Pilato.
     
Pilato estaba levantado y listo para recibir a este grupo de visitantes matutinos, pues había sido informado por los que habían conseguido su consentimiento, la noche anterior, para emplear soldados romanos en el arresto del Hijo del Hombre, de que Jesús sería traído ante su presencia temprano. Había sido arreglado que este juicio tuviera lugar frente al pretorio, una adición a la fortaleza de Antonia, donde Pilato y su mujer se hospedaban cuando estaban en Jerusalén.
      
Aunque Pilato dirigió gran parte del interrogatorio de Jesús dentro de las salas del pretorio, el juicio público fue celebrado afuera, sobre la escalinata que conducía a la entrada principal. Ésta fue una concesión a los judíos, que se negaban a entrar en un edificio gentil en el que tal vez se había usado levadura este día de preparación para la Pascua. Esa conducta los volvería, no solamente ceremonialmente impuros, impidiéndoles de este modo compartir la fiesta de acción de gracias de la tarde, sino que también deberían someterse a la ceremonia de purificación después de la caída del sol, antes de poder compartir la cena pascual.
      
Aunque a estos judíos no les remordía la conciencia por complotar para asesinar judicialmente a Jesús, eran sin embargo escrupulosos en cuanto a estos asuntos de limpieza ceremonial y regularidad tradicional. Y estos judíos no han sido los únicos en no llegar a reconocer las altas y santas obligaciones de naturaleza divina, mientras prestaban atención meticulosa a cosas de escasa importancia para el bienestar humano, tanto en el tiempo como en la eternidad.

miércoles, 23 de abril de 2014

La segunda reunión del tribunal.

A las cinco y media de la mañana volvió a reunirse la corte, y Jesús fue conducido al cuarto adyacente, donde esperaba Juan. Aquí, el soldado romano y los guardianes del templo vigilaron a Jesús mientras el tribunal comenzó a formular los cargos que serían presentados a Pilato. Anás aclaró a sus asociados que el cargo de blasfemia no tendría peso alguno ante Pilato. Judas estuvo presente durante esta segunda reunión del tribunal, pero no dio testimonio alguno.
     
Esta sesión de la corte duró tan sólo media hora, y cuando levantaron la sesión para comparecer ante Pilato, habían preparado una acusación contra Jesús, declarándolo reo de muerte, bajo tres títulos:
     
1. Que era un pervertidor de la nación judía; que engañaba al pueblo y los incitaba a la rebelión.
     
2. Que enseñaba al pueblo a que no pagara tributo al César.
      
3. Que, al sostener que él era un rey y el fundador de un nuevo tipo de reino, incitaba a la traición contra el emperador.
      
Este procedimiento fue enteramente irregular y completamente contrario a las leyes judías. No hubo dos testigos que estuvieran de acuerdo en ningún asunto, excepto los que testificaron en cuanto a la declaración de Jesús sobre la destrucción del templo y su reconstrucción en tres días. Y aun sobre este punto, no habló ningún testigo en nombre de la defensa, tampoco se le pidió a Jesús que explicara lo que él había querido significar.
     
El único punto sobre el que el tribunal podría haberlo juzgado era el de la blasfemia, y eso habría sido enteramente sobre la base de su propio testimonio. Aun en cuanto a la blasfemia, no consiguieron votar formalmente la pena de muerte.
      
Tenían ahora la presunción de formular tres cargos, con los cuales irían ante Pilato, sin haber interrogado testigos, y habiéndolos discutido en ausencia del prisionero. Cuando esto ocurrió, tres de los fariseos se levantaron y se fueron; querían ver a Jesús destruido, pero no querían formular cargos contra él sin testigos y en su ausencia.
      
Jesús no volvió a aparecer ante la corte del sanedrín. No querían ellos contemplar nuevamente su rostro mientras juzgaban su vida inocente. Jesús no supo (como hombre) de los cargos levantados contra él hasta que los escuchó por boca de Pilato.
      
Cuando Jesús estaba en el cuarto con Juan y los guardias, y mientras la corte estaba en su segunda sesión, vinieron algunas de las mujeres del palacio del sumo sacerdote, juntamente con sus amigas, para contemplar al extraño prisionero, y una de ellas le preguntó: «¿Eres tú el Mesías, el Hijo de Dios?» Y Jesús respondió: «Si yo te lo digo, tú no me creerás; si te pregunto, no contestarás».
      
A las seis de esa mañana, Jesús fue llevado fuera de la casa de Caifás, para aparecer ante Pilato para que éste confirmara la sentencia de muerte que el tribunal de los sanedristas tan injusta e irregularmente había decretado.

martes, 22 de abril de 2014

La hora de la humillación.

La ley judía requería que, en el asunto de decretar la pena de muerte, hubiera dos sesiones del tribunal. Esta segunda sesión se celebraba el siguiente día, y el tiempo intermedio lo pasaban los miembros de la corte ayunando y apesarándose. Pero estos hombres no podían esperar el día siguiente para confirmar su decisión de que Jesús debía morir. Esperaron tan sólo una hora. Mientras tanto, Jesús fue abandonado en la sala de audiencia, bajo la custodia de los guardias del templo, quienes, con los criados del sumo sacerdote, se divirtieron en acumular toda clase de indignidades contra el Hijo del Hombre. Se burlaron de él, lo escupieron, y se mofaron de él cruelmente. Lo golpeaban con un palo en la cara y luego decían: «Profetízanos, tú el Libertador, ¿quién fue el que te golpeó?» Así siguieron por una hora entera, envileciendo y maltratando a este hombre de Galilea que no ofrecía resistencia alguna.
     
Durante esta hora trágica de tribulaciones y juicios burlones a manos de guardianes y criados ignorantes y sin sentimientos, Juan Zebedeo aguardó en terror solitario en un cuarto adyacente. Cuando primero empezaron estos abusos, Jesús le indicó a Juan, con un gesto de la cabeza, que debía retirarse. El Maestro bien sabía que, si hubiera permitido que su apóstol permaneciera en el aposento presenciando estas indignidades, el resentimiento de Juan habría sido despertado de manera tal como para producir una explosión de indignación y protesta que probablemente le habría costado la vida.
      
Durante esta hora terrible, Jesús no habló una sola palabra. Para este alma humana compasiva y sensible, unida en una relación de personalidad con el Dios de todo este universo, no hubo experiencia más amarga, al beber él la copa de la humillación, que esta hora espantosa a merced de guardianes y criados ignorantes y crueles, que habían sido inducidos a abusar de él por el ejemplo de los miembros de este así llamado tribunal sanedrista.
      
El corazón humano no puede de manera alguna concebir el escalofrío de indignación que barrió un vasto universo, mientras las inteligencias celestiales presenciaban este espectáculo de su amado Soberano sometiéndose a la voluntad de estas criaturas ignorantes y desviadas, en la esfera de la infortunada Urantia, envuelta en las tinieblas del pecado.
     
¿Qué es esta tendencia animal en el hombre, que lo conduce a insultar y asaltar físicamente a lo que no puede ganar espiritualmente ni alcanzar intelectualmente? En el hombre civilizado a medias, aún se agazapa una malvada brutalidad que se abalanza contra los que son superiores en sabiduría y alcance espiritual. Así lo prueban la malvada brutalidad y la brutal ferocidad de estos hombres supuestamente civilizados, que derivaban cierta forma de placer animal de su ataque físico contra el Hijo del Hombre, quien no ofrecía resistencia alguna. Mientras caían sobre Jesús los insultos, golpes y bofetadas, él no se defendía, pero no estaba indefenso. Jesús no estaba derrotado, sino que no luchaba en el sentido material.
     
Éstos son los momentos de las mayores victorias del Maestro en su larga y pletórica carrera como hacedor, sostenedor y salvador de un vasto y extenso universo. Habiendo vivido hasta su plenitud una vida de revelación de Dios al hombre, Jesús está, en este momento, haciendo una revelación nueva y sin precedentes del hombre a Dios. Jesús está revelando ahora a los mundos el triunfo final sobre todos los temores del aislamiento de la personalidad de la criatura. El Hijo del Hombre finalmente ha realizado su identidad como Hijo de Dios. Jesús no titubea en afirmar que él y el Padre son uno; y sobre la base del hecho y verdad de esa experiencia suprema y excelsa, él exhorta a cada creyente en el reino que se vuelva uno con él aun como él y su Padre son uno. La experiencia viva de la religión de Jesús se vuelve así la técnica certera y segura mediante la cual los mortales de la tierra, espiritualmente aislados y cósmicamente solitarios, consiguen escapar al aislamiento de la personalidad, con todas sus consecuencias de temor y sentimientos asociados de desamparo. En las realidades fraternas del reino del cielo, los hijos de Dios por fe encuentran su liberación final del aislamiento del yo, tanto en el plano personal como en el plano planetario. El creyente conocedor de Dios experimenta cada vez más el éxtasis y la grandeza de la socialización espiritual a escala universal —la ciudadanía en lo alto en asociación con la realización eterna del destino divino en pos de la obtención de la perfección.

lunes, 21 de abril de 2014

Ante el tribunal de los Sanedristas.

Eran alrededor de las tres y media de este viernes por la madrugada, cuando el sumo sacerdote, Caifás, llamó al orden al tibunal sanedrista de inquisición y pidió que Jesús fuera traído ante ellos para someterlo a juicio. En tres ocasiones previas el sanedrín, por gran mayoría de votos, había decretado la muerte de Jesús, había decidido que se merecía la muerte por acusaciones casuales de contravención a la ley, blasfemia y burla a las tradiciones de los padres de Israel.
      
No era ésta una reunión regular del sanedrín y no se la celebraba en el sitio usual, la cámara de piedras labradas del templo. Era ésta una corte especial de unos treinta sanedristas y se la convocó en el palacio del sumo sacerdote. Juan Zebedeo estuvo presente con Jesús durante todo el así llamado juicio.
      
¡De qué manera se congratulaban estos altos sacerdotes, escribas, saduceos y algunos de los fariseos de que ese Jesús que había comprometido su posición y desafiado su autoridad, ya estaba de seguro en sus manos! Y estaban decididos a que no viviría para que pudiera escaparse de sus garras vengativas.
      
Por lo común cuando los judíos enjuiciaban a un hombre por un delito capital, procedían con gran cautela y recurrían a las salvaguardas de la ecuanimidad en la selección de los testigos y en la conducta general del juicio. Pero en esta ocasión, Caifás fue más un acusador que un juez imparcial.
     
Jesús apareció ante este tribunal vestido en su ropa usual y con las manos atadas detrás de la espalda. Todo el tribunal estaba sobresaltado y algo confuso por su aspecto majestuoso. Nunca antes habían contemplado tal donaire en un prisionero ni habían presenciado tal comportamiento en un hombre que corría el peligro de la pena de muerte.
      
La ley judía requería que hubiera un acuerdo por lo menos entre dos testigos sobre cada acusación antes de que se pudiera hacer cargos contra un prisionero. Judas no podía ser usado como testigo contra Jesús, porque la ley judía prohibía específicamente el testimonio de un traidor. Se disponía de más de una veintena de falsos testigos para atestiguar contra Jesús, pero su testimonio era tan contradictorio y tan evidentemente fabricado que los sanedristas mismos mucho se avergonzaron del espectáculo. Jesús estaba allí de pie, mirando con benignidad a estos perjuros, y su aspecto mismo desconcertó a los testigos mentirosos. A lo largo de este falso testimonio el Maestro no dijo una sola palabra; no respondió a ninguna de sus muchas acusaciones falsas.
      
La primera vez que dos de los testigos se acercaron por lo menos a una semblanza de acuerdo fue cuando dos hombres atestiguaron que habían oído a Jesús decir, en el curso de uno de sus sermones en el templo, que él «Derribaría este templo hecho por las manos del hombre y en tres días edificaría otro templo sin emplear las manos del hombre». Eso no era exactamente lo que dijo Jesús, aparte del hecho de que, al decir estas palabras, él señaló su propio cuerpo.
      
Aunque el sumo sacerdote le gritó a Jesús: «¿No respondes a ninguna de estas acusaciones?», Jesús no abrió la boca. Permaneció allí en silencio mientras todos estos falsos testigos daban su testimonio. El odio, el fanatismo, y la exageración inescrupulosa caracterizaban de tal manera las palabras de estos perjuros que su testimonio cayó por su propio peso. La mejor refutación de estas acusaciones falsas fue el silencio calmo y majestuoso del Maestro.
      
Poco después del comienzo del testimonio de los falsos testigos, llegó Anás y tomó su asiento junto a Caifás. Ahora Anás se puso de pie y argumentó que esta amenaza de Jesús de derribar el templo era suficiente para justificar tres cargos contra él:
     
1. Que era un peligroso embaucador del pueblo. Que les enseñaba cosas imposibles y de otras maneras los engañaba.
      
2. Que era un revolucionario fanático, porque abogaba atacar con violencia el templo sagrado, pues, ¿de qué otra manera podría él derribarlo?
      
3. Que enseñaba magia puesto que prometía edificar un nuevo templo sin usar las manos del hombre.
      
Ya el sanedrín en pleno había acordado que Jesús era culpable de transgresiones de la ley judía merecedoras de la pena de muerte, pero ahora más les preocupaba el asunto de hacer cargos, basados en su conducta y enseñanzas, que justificaran ante Pilato la sentencia de muerte contra su prisionero. Sabían que necesitaban el consentimiento del gobernador romano antes de poder matar a Jesús legalmente. Anás se inclinaba a proceder en una forma que hiciera aparecer que Jesús era un maestro peligroso si se le permitía que siguiera enseñando al pueblo.
      
Pero Caifás ya no podía soportar la vista del Maestro de pie allí, tan compuesto y en tan absoluto silencio. Pensó que conocía por lo menos una manera de inducir al prisionero a que hablara. Por lo tanto, corrió al lado de Jesús y, sacudiendo un dedo acusador ante el rostro del Maestro, dijo: «Te suplico, en el nombre del Dios viviente, que nos digas si eres tú el Libertador, el Hijo de Dios». Jesús le contestó a Caifás: «Lo soy. Pronto iré al Padre, y dentro de poco, el Hijo del Hombre vestirá el manto del poder y nuevamente reinará sobre las huestes del cielo».
    
Cuando el sumo sacerdote escuchó a Jesús pronunciar estas palabras, se airó en forma excesiva, y rasgando sus vestiduras, exclamó: «¿Qué necesidad tenemos nosotros de testigos? He aquí, ahora todos habéis oído cómo blasfema este hombre. ¿Qué os parece ahora que debemos hacer con este blasfemo que transgrede la ley?» Y todos ellos respondieron al unísono: «Es reo de muerte; ¡que sea crucificado!»
      
Jesús no manifestó interés alguno en ninguna de las preguntas que le hicieron cuando estaba frente a Anás y los sanedristas, excepto la pregunta referente a su misión autootorgadora. Cuando se le preguntó si él era el Hijo de Dios, instantánea e inequívocamente contestó afirmativamente.
      
Anás deseaba que el juicio prosiguiera, y que se formularan cargos de naturaleza definida sobre la relación de Jesús con la ley romana y las instituciones romanas para presentarlos posteriormente ante Pilato. Los consejeros estaban ansiosos de llevar este asunto a una rápida conclusión, no sólo porque era el día de preparación antes de la Pascua y no se podía hacer trabajo secular después del mediodía, sino también porque temían que Pilato retornara en cualquier momento a la capital romana de Judea, Cesarea, puesto que estaba en Jerusalén tan sólo para la celebración pascual.
      
Pero Anás no pudo controlar el tribunal. Después de que Jesús contestara tan inesperadamente a Caifás, el sumo sacerdote se adelantó y lo abofeteó en la cara con su mano. Anás estaba verdaderamente escandalizado cuando otros miembros del tribunal, al salir del aposento, le escupieron a Jesús la cara, y muchos de ellos lo abofetearon burlonamente con la palma de la mano. Así pues, en increíble desorden y confusión, esta primera sesión del juicio sanedrista de Jesús finalizó a las cuatro y media de la mañana.
      
Treinta jueces falsos, cegados por los prejuicios y la tradición, con sus falsos testigos, tienen la presunción de sentarse en juicio del justo Creador de un universo. Estos acusadores apasionados se exasperan por el silencio majestuoso y la conducta soberbia de este Dios-Hombre. Es terrible soportar su silencio; su habla es intrépidamente desafiante. No le conmueven las amenazas, los asaltos no lo afectan. El hombre enjuicia a Dios, pero aun en ese momento, él los ama y querría salvaros si pudiera.

domingo, 20 de abril de 2014

Pedro en el patio.

Al acercarse la partida de guardias y soldados a la entrada del palacio de Anás, Juan Zebedeo marchaba al lado del capitán de los soldados romanos. Judas se había quedado rezagado, y Simón Pedro los seguía a la distancia. Una vez que Juan hubo entrado en el patio del palacio con Jesús y los guardianes, Judas se acercó al portón pero, al ver a Jesús y a Juan, siguió camino en dirección a la casa de Caifás, donde según él sabía se llevaría a cabo más tarde el verdadero juicio del Maestro. Poco después de la partida de Judas, llegó Simón Pedro, y como estaba de pie ante el portón, Juan lo vio en el momento en que estaban por llevar a Jesús adentro del palacio. La portera que estaba a cargo del portón conocía a Juan, y cuando éste le habló, pidiendo que dejara entrar a Pedro, ella asintió con placer.
     
Pedro, al entrar al patio, se acercó a un fuego de carbón para calentarse porque la noche estaba fría. Se sentía completamente fuera de lugar aquí entre los enemigos de Jesús, y efectivamente estaba fuera de lugar. El Maestro no le había pedido que se quedara cerca tal como se lo había pedido a Juan. Pedro debería haberse quedado con los demás apóstoles, a quienes les había sido advertido que no pusieran en peligro su vida durante esta temporada de juicio y crucifixión de su Maestro.

Pedro arrojó su espada poco antes de llegar al portón del palacio de modo que entró desarmado al patio de Anás. Su mente era un torbellino de confusión; apenas si podía darse cuenta de que Jesús había sido arrestado. No conseguía captar la realidad de la situación —que él estaba allí en el patio de Anás, calentándose junto a los criados del sumo sacerdote. Se preguntaba qué estarían haciendo los demás apóstoles y, al darle vuelta en la cabeza al hecho de que Juan había sido admitido al palacio, concluyó que la razón era que él era conocido de los criados, puesto que también le había pedido él a la portera que dejase entrar a Pedro.
      
Poco después de que la portera dejara entrar a Pedro, y mientras él estaba calentándose junto al fuego, ella se le acercó y maliciosamente le dijo: «¿Acaso no eres tú también uno de los discípulos de este hombre?» Ahora bien, Pedro no debería haberse sorprendido de ser reconocido, ya que Juan le había pedido a la muchacha que lo dejara entrar al palacio; pero estaba en tal estado de nerviosísmo que esta identificación como discípulo lo desequilibró, y con un solo pensamiento en su mente —la idea de escapar con vida— prontamente respondió a la pregunta de la muchacha diciendo: «No lo soy».
      
Poco después, otro criado se acercó a Pedro y preguntó: «¿Acaso no te vi en el jardín cuando arrestaron a este tipo? ¿Acaso no eres tú también uno de sus seguidores?» Ya a estas alturas Pedro estaba totalmente alarmado; no veía cómo podría escapar con vida de estos acusadores; por lo tanto, negó con vehemencia toda conexión con Jesús, diciendo: «No conozco a este hombre, ni soy uno de sus seguidores».
      
A eso de este momento la portera apartó a Pedro a un lado y dijo: «Estoy segura de que eres un discípulo de este Jesús, no sólo porque uno de sus seguidores me pidió que te dejara entrar al patio sino que mi hermana también te ha visto en el templo con este hombre. ¿Por qué lo niegas?» Cuando Pedro oyó la acusación de la muchacha, negó todo conocimiento de Jesús con muchos insultos y juramentos, diciendo nuevamente: «No soy seguidor de este hombre; ni siquiera lo conozco; nunca antes oí hablar de él».
     
Pedro se alejó del fuego por un momento, deambulando por el patio. Le hubiera gustado escaparse, pero temía atraer la atención. Sintiendo frío, volvió junto al fuego, y uno de los hombres de pie allí cerca dijo: «Con certeza tú eres uno de los discípulos de este hombre. Este Jesús es un galileo, y tu hablar te traiciona, pues hablas como un galileo». Y nuevamente Pedro negó toda conexión con su Maestro.
      
Cuando Jesús y los guardias salieron del portón del palacio, Pedro los siguió, pero sólo por una corta distancia. No podía continuar. Se sentó a la orilla del camino y lloró amargamente. Después de derramar estas lágrimas de agonía, volvió al campamento con la esperanza de encontrar a su hermano Andrés. Al llegar al campamento, tan sólo encontró a David Zebedeo, quien envió a un mensajero a que lo llevara adonde se había refugiado su hermano en Jerusalén.
     
Toda esta experiencia de Pedro ocurrió en el patio del palacio de Anás en el monte Oliveto. No siguió a Jesús hasta el palacio del sumo sacerdote Caifás. El hecho de que Pedro cayó en la cuenta de que había negado repetidamente a su Maestro cuando cantó el gallo, indica que todo esto ocurrió fuera de Jerusalén, puesto que estaba contra la ley tener aves dentro de los límites de la ciudad.
     
Hasta el momento en que el canto del gallo lo hizo volver en sí, Pedro tan sólo pensaba, al ir y venir por el patio para entrar en calor, cuán sagazmente supo eludir las acusaciones de los criados, y cómo había frustrado sus propósitos de identificarlo con Jesús. Hasta ese momento, su único pensamiento fue que estos criados no tenían derecho moral ni legal de interrogarlo, y se congratulaba en verdad por la manera en la cual, según él, evitó ser identificado y posiblemente sometido al arresto y a la prisión. No se le ocurrió a Pedro que había negado a su Maestro, hasta el momento en que cantó el gallo. No se dio cuenta Pedro que había traicionado sus privilegios de embajador del reino, hasta el momento en que Jesús lo miró a la cara.
      
Habiendo dado los primeros pasos por el camino del compromiso y de la menor resistencia, no parecía quedarle nada a Pedro sino continuar con la conducta que había elegido. Hace falta carácter magnánime y noble para retomar el camino recto después de haber empezado mal. Muchas veces la mente tiende a justificar el seguir por el camino del error después de entrar en él. 

Pedro nunca creyó del todo que podría ser perdonado hasta el momento en que volvió a encontrarse con su Maestro después de la resurrección, y se percató de que fue recibido como antes de las experiencias de esa trágica noche de negaciones.

sábado, 19 de abril de 2014

El interrogatorio de Anás.

Anás, enriquecido por los ingresos del templo, su yerno, en la posición de sumo sacerdote, y su relación con las autoridades romanas, hacían de él, el individuo más poderoso de todos los judíos. Él era intrigista y complotista, pero zalamero e ingenioso. Deseaba dirigir el asunto de la disposición de Jesús; temía confiar una empresa tan importante por completo a su brusco y agresivo yerno. Anás quería asegurarse de que el juicio del Maestro estuviese en las manos de los saduceos. Temía la posible simpatía de algunos de los fariseos, puesto que prácticamente todos aquellos miembros del sanedrín que habían abrazado la causa de Jesús, eran fariseos.
      
Anás no había visto a Jesús durante varios años, desde el tiempo en que el Maestro lo visitó en su casa, y se fue inmediatamente al observar su frialdad y reserva cuando lo recibió. Anás había pensado aprovechar esta temprana relación para intentar persuadir a Jesús de que repudiara sus declaraciones y se fuera de Palestina. No quería participar en el asesinato de un buen hombre y había razonado que Jesús tal vez elegiría dejar el país en vez de sufrir la muerte. Pero cuando Anás se encontró frente al firme y decidido galileo, supo inmediatamente que sería inútil hacer tales propuestas. Jesús estaba aún más majestuoso y solemne de lo que Anás lo recordaba.
      
Cuando Jesús era joven, Anás se había interesado grandemente por él, pero ahora sus ganancias se veían amenazadas por lo que Jesús había hecho tan recientemente al echar a los cambistas y a otros mercaderes del templo. Este acto despertó la enemistad del ex sumo sacerdote mucho más que las enseñanzas de Jesús.
      

Anás entró en su espacioso aposento de audiencias, se sentó en un amplio asiento, y mandó que trajeran a Jesús. Después de observar al Maestro en silencio unos momentos, dijo: «Te das cuenta que algo habrá que hacer con el asunto de tus enseñanzas porque pones en peligro la paz y el orden de nuestro país». Al mirar Anás interrogativamente a Jesús, el Maestro lo miró fijamente a los ojos pero no respondió. Nuevamente habló Anás: «¿Cuáles son los nombres de tus discípulos, además de Simón el Zelote, el agitador?» Nuevamente Jesús lo miró pero no respondió.
     
Anás estaba considerablemente molesto porque Jesús no contestaba a sus preguntas, tanto que le dijo: «¿Acaso no te preocupa si te trata amigablemente a ti o no? ¿Acaso no tienes en cuenta mi poder para decidir los asuntos de tu próximo juicio?» Cuando Jesús oyó estas palabras, dijo: «Anás, tú sabes que no podrías tener poder alguno sobre mí a menos que esto fuera permitido por mi Padre. Algunos quieren destruir al Hijo del Hombre porque son ignorantes; no saben de otra cosa, pero tú, amigo, sabes lo que estás haciendo. ¿Cómo puedes tú, por lo tanto, rechazar la luz de Dios?»
     
El tono amistoso de Jesús al hablarle a Anás lo dejó casi perplejo. Pero él ya había decidido que Jesús debía irse de Palestina o morir; así pues, juntó coraje y preguntó: «¿Qué es lo que tratas de enseñarle a la gente? ¿Qué dices tú que eres?» Jesús contestó: «Tú bien sabes que yo he hablado abiertamente al mundo. Enseñé en las sinagogas y muchas veces en el templo, donde todos los judíos y muchos de los gentiles me han escuchado. En oculto, nada he hablado; ¿por qué, pues, me preguntas de mis enseñanzas? ¿Por qué no llamas a los que me oyeron y les preguntas a ellos? He aquí que todo Jerusalén oyó lo que yo dije, aunque tú mismo no hayas escuchado estas enseñanzas». Pero antes de que Anás pudiera responder, el mayordomo jefe del palacio, que estaba cerca, abofeteó a Jesús en la cara, diciendo: «¿Cómo te atreves a contestar al sumo sacerdote con tales palabras?» Anás no habló palabras de censura a este mayordomo, pero Jesús se dirigió a él, diciendo: «Amigo mío, si he hablado mal, testifica en qué está el mal, pero si yo he hablado la verdad, ¿por qué entonces me golpeas?»
      
Aunque Anás lamentaba que su mayordomo hubiera abofeteado a Jesús, era demasiado orgulloso para hacer caso del asunto. En su confusión se fue a otro cuarto, dejando a Jesús a solas con los criados de la casa y los guardianes del templo por casi una hora.
      
Cuando volvió, poniéndose al lado del Maestro, dijo: «¿Es que afirmas que eres el Mesías, el liberador de Israel?» Dijo Jesús: «Anás, tú me conoces desde los tiempos de mi juventud. Sabes que nada afirmo excepto lo que mi Padre me ha encargado, y que he sido enviado a todos los hombres, gentiles y judíos». Entonces dijo Anás: «Me han dicho que tú afirmas que eres el Mesías; ¿es verdad?» Jesús miró a Anás pero tan sólo contestó: «Así lo has dicho».
       
Aproximadamente en este momento llegaron mensajeros del palacio de Caifás para preguntar a qué hora sería Jesús llevado ante el tribunal del sanedrín, y puesto que faltaba poco para el amanecer, Anás decidió que sería mejor enviar a Jesús, atado y custodiado por los alguaciles del templo, a Caifás. Él los siguió un poco más tarde.

viernes, 18 de abril de 2014

Ante el tribunal del Sanedrín.

CIERTOS representantes de Anás habían instruido en secreto al capitán de los soldados romanos que trajera a Jesús al palacio de Anás inmediatamente después de arrestarlo. El sumo sacerdote emérito deseaba mantener su prestigio como autoridad eclesiástica máxima de los judíos. También tenía otro objeto al retener a Jesús en su casa durante varias horas, y ése era que se necesitaba tiempo para convocar legalmente el tribunal del sanedrín. No era legal convocar el tribunal del sanedrín antes de la hora de la ofrenda del sacrificio matutino en el templo, y este sacrificio se hacía a eso de las tres de la mañana.

    
Anás sabía que un tribunal de sanedristas estaba esperando en el palacio de su yerno, Caifás. Unos treinta miembros del sanedrín se habían reunido en la casa del sumo sacerdote a la medianoche para estar listos a enjuiciar a Jesús cuando éste fuera traído ante ellos. Sólo se habían reunido aquellos miembros que estaban fuerte y abiertamente opuestos a Jesús y a sus enseñanzas puesto que tan sólo se requerían veintitrés para constituir una corte de juicio.
      
Jesús pasó alrededor de tres horas en el palacio de Anás en el monte Oliveto no lejos del jardín de Getsemaní, donde fue arrestado. Juan Zebedeo estaba libre y a salvo en el palacio de Anás no sólo por la protección del capitán romano, sino también porque él y su hermano Santiago eran bien conocidos por los criados más antiguos puesto que habían sido muchas veces huéspedes en el palacio, ya que el ex sumo sacerdote era un pariente lejano de su madre, Salomé.

jueves, 17 de abril de 2014

Con rumbo al palacio del sumo sacerdote

Antes de que se fueran del jardín con Jesús, surgió una disputa entre el capitán judío de los guardias del templo y el capitán romano de los soldados en cuanto a dónde debían llevar a Jesús. El capitán de los guardias del templo ordenó que se lo llevaran adonde Caifás, el sumo sacerdote. El capitán de los soldados romanos ordenó que Jesús fuera llevado al palacio de Anás, el ex sumo sacerdote y suegro de Caifás. El hizo esto porque los romanos tenían por costumbre tratar directamente con Anás en todos los asuntos que tuvieran que ver con la imposición de las leyes eclesiásticas judías. Y las órdenes del capitán romano fueron obedecidas; llevaron a Jesús a la casa de Anás para someterlo a un examen preliminar.
      
Judas marchaba al lado de los capitanes, oyendo todo lo que se decía, pero no tomó parte en la disputa, porque ni el capitán judío ni el capitán romano se dignaban a hablar con el traidor —tanto lo despreciaban.
     
Alrededor de esta hora, Juan Zebedeo, recordando las instrucciones de su Maestro de permanecer siempre cerca, se acercó apresuradamente a Jesús que caminaba entre los dos capitanes. El comandante de los guardianes del templo, viendo a Juan a su lado, dijo a su asistente: «Agarra a este hombre y átalo. Es uno de los seguidores de este tipo». Pero cuando el capitán romano escuchó esto y, mirando a su alrededor, vio a Juan, dio órdenes de que el apóstol viniera a su lado, y que nadie debía molestarlo. Luego el capitán romano dijo al capitán judío: «Este hombre no es ni traidor ni cobarde. Lo vi en el jardín, y no desenfundó una espada para resistirnos. Tiene el coraje de presentarse para estar con su Maestro, y nadie le hará daño alguno. La ley romana permite que todo prisionero tenga por lo menos un amigo para que esté a su lado ante el juicio, y nadie impedirá que este hombre esté al lado de su Maestro, el prisionero». Cuando Judas escuchó esto, tanto se avergonzó y se sintió humillado que empezó a caminar más lentamente hasta terminar detrás del grupo, llegando solo al palacio de Anás.
  
  
Esto explica por qué Juan Zebedeo pudo permanecer cerca de Jesús todo el camino a través de sus difíciles experiencias de esa noche y del día siguiente. Los judíos temían decirle algo a Juan o molestarlo de cualquier manera porque tenía en cierto modo la posición del consejero romano designado para actuar como observador en las transacciones del tribunal eclesiástico judío. La posición de privilegio de Juan se aseguró aún más cuando, al entregar a Jesús al capitán de los guardias del templo junto al portal del palacio de Anás, el romano, dirigiéndose a su asistente dijo: «Vete con este prisionero y asegúrate de que los judíos no lo maten sin el consentimiento de Pilato. Vigila que no lo asesinen, y asegúrate de que se le permita a su amigo, el galileo, que esté a su lado y observe todo lo que sucede». Así pues, Juan pudo permanecer cerca de Jesús hasta el momento de su muerte en la cruz, aunque los otros diez apóstoles fueron obligados a permanecer ocultos. Juan actuaba bajo la protección romana, y los judíos no se atrevieron a molestarlo hasta después de la muerte del Maestro.
      
Durante todo el camino hasta el palacio de Anás, Jesús no abrió la boca. Desde el momento de su arresto hasta el momento de su aparición ante Anás, el Hijo del Hombre no habló una sola palabra.

miércoles, 16 de abril de 2014

La discusión junto al lagar.

Santiago Zebedeo se encontró separado de Simón Pedro y de su hermano Juan, así pues él se unió a los demás apóstoles y a sus conacampantes junto al lagar para deliberar sobre qué debían hacer en vista del arresto del Maestro.
     
Andrés había sido liberado de toda responsabilidad de la dirección del grupo de sus compañeros apóstoles; por lo tanto, en ésta, la más grave crisis de sus vidas, permanecía él silencioso. Después de una corta conversación casual, Simón el Zelote se paró en el muro de piedra del lagar y, haciendo un apasionado llamado a la lealtad al Maestro y a la causa del reino, exhortó a los apóstoles y a los demás discípulos a que se fueran de prisa detrás del grupo y rescataran a Jesús. La mayoría de los oyentes estaba dispuesto a seguir su liderazgo agresivo sino hubiese sido por el consejo de Natanael quien se puso de pie en el momento en que Simón terminó de hablar y le llamó la atención sobre las enseñanzas frecuentemente repetidas de Jesús relativas a la resistencia pasiva. También les recordó que Jesús esa misma noche les había instruido que preservaran sus vidas para el tiempo en que ellos saldrían al mundo proclamando la buena nueva del evangelio del reino celestial. Natanael tuvo en esta posición el apoyo de Santiago Zebedeo, que relató ahora como Pedro y otros habían desenfundado la espada para defender al Maestro contra el arresto y cómo Jesús había exhortado a Simón Pedro y a los demás a que guardaran la espada. Mateo y Felipe también hicieron discursos, pero no salió nada definitivo de estas discusiones, hasta que Tomás, llamando la atención de ellos sobre el hecho de que Jesús había aconsejado a Lázaro de que no se expusiera a la muerte, les hizo observar que nada podían hacer ellos para salvar a su Maestro puesto que él se negaba a permitir a sus amigos que lo defendieran, y puesto que él persistía en no utilizar sus poderes divinos para frustrar a sus enemigos humanos. Tomás los persuadió a que se dispersaran, cada uno por su cuenta, con el arreglo de que David Zebedeo permanecería en el campamento para mantener un punto de comunicación y un centro para los mensajeros del grupo. A las dos y media de la mañana el campo estuvo desierto; sólo David permanecía allí con tres o cuatro mensajeros, habiendo enviado a los demás para informarse adonde habían llevado a Jesús y qué le harían.
     
Cinco de los apóstoles —Natanael, Mateo, Felipe y los gemelos— fueron a esconderse en Betfagé y Betania. Tomás, Andrés, Santiago y Simón el Zelote se escondieron en la ciudad. Simón Pedro y Juan Zebedeo siguieron hasta la casa de Anás.
      
Poco después del amanecer, Simón Pedro volvió al campamento de Getsemaní, pintura viva de la desesperación más profunda. David lo envió a cargo de un mensajero para que se reunirá con su hermano Andrés, quien estaba en la casa de Nicodemo en Jerusalén.
      
Hasta el fin mismo de la crucifixión, Juan Zebedeo permaneció, tal como Jesús se lo había indicado, siempre cerca, y él era el que suministraba información a los mensajeros de David de hora en hora, la cual llevaron ellos a David en el jardín del campamento, y que luego se transmitió a los apóstoles escondidos y a la familia de Jesús.
      
¡De veras, está herido el pastor y están dispersadas las ovejas! Aunque todos ellos se daban cuenta vagamente de que Jesús les había anticipado esta situación misma, estaban tan gravemente afectados por la súbita desaparición del Maestro como para hacer uso de su mente en forma normal.
      
Fue poco después del amanecer, y después de que Pedro fue enviado a unirse con su hermano, cuando Judá, el hermano en la carne de Jesús, llegó al campamento, casi sin aliento y delante del resto de la familia de Jesús, sólo para enterarse de que al Maestro ya lo habían arrestado, y nuevamente descendió corriendo al camino de Jericó para llevar esta información a su madre y a sus hermanos y hermanas. David Zebedeo envió un mensaje a la familia de Jesús, por intermedio de Judá, de que se reunieran en la casa de Marta y María en Betania y esperaran allí noticias que sus mensajeros les llevarían regularmente.
      
Ésta era la situación durante la última mitad del jueves por la noche y las primeras horas de la mañana del viernes en cuanto a los apóstoles, los discípulos principales, y la familia terrenal de Jesús. Todos estos grupos e individuos se mantuvieron en contacto mediante el servicio de mensajeros que David Zebedeo continuó operando desde su central en el campamento de Getsemaní.

martes, 15 de abril de 2014

El arresto del maestro.

A medida que iba acercándose al jardín este grupo de soldados y guardianes armados con sus antorchas y linternas, Judas se adelantó al grupo con el objeto de identificar rápidamente a Jesús para facilitar su arresto antes de que sus asociados pudieran acudir en su defensa. También había otra razón por la cual Judas eligió ir adelante de los enemigos del Maestro: pensó que así, tal vez parecería que él había llegado a la escena antes que los soldados, de manera tal que los apóstoles y otros reunidos alrededor de Jesús no lo relacionaran directamente con los guardias armados que tan de cerca lo seguían. Aun pensó Judas que tal vez podía hacerse el que se había dado prisa para advertirles la llegada de los arrestadores, pero este plan fue desbaratado por la salutación desenmascaradora de Jesús al traidor. Aunque el Maestro habló a Judas con suavidad, lo saludó como a un traidor.
      
En cuanto vieron Pedro, Santiago y Juan, juntamente con unos treinta de los demás acampantes, el grupo armado y sus antorchas en la cresta de la colina, se percataron de que estos soldados venían a arrestar a Jesús, y todos ellos descendieron de prisa al lagar donde estaba el Maestro sentado solitario, iluminado por la luna. Por un lado se iba acercando el grupo de soldados y por el otro los tres apóstoles y sus asociados. Cuando se adelantó Judas acercándose al Maestro, los dos grupos se quedaron inmóviles, el Maestro situado entre ambos y Judas preparándose para impartirle el beso traicionero en la frente.
      
Había sido esperanza del traidor que podría, después de conducir a los guardias hasta Getsemaní, señalar simplemente a los soldados cuál era Jesús, o cuanto más llevar a cabo la promesa de saludarlo con un beso, y luego retirarse rápidamente de la escena. Judas mucho temía que estuvieran todos los apóstoles presentes, y que concentraran su ataque contra él en retribución por su atrevimiento al traicionar a su maestro amado. Pero cuando el Maestro lo saludó como a un traidor, tan confundido estuvo que no intentó escapar.
      
Jesús realizó un último esfuerzo para salvar a Judas del acto de traición en cuanto que antes de que el traidor pudiera llegar hasta él, se hizo a un lado, y dirigiéndose al soldado situado en el extremo izquierdo, el capitán de los romanos, dijo: «¿A quién buscáis?» El capitán respondió: «A Jesús de Nazaret». Entonces Jesús inmediatamente se presentó frente al oficial, e incorporándose con la calma majestad del Dios de toda esta creación dijo: «Yo soy». Muchos en este grupo armado habían escuchado a Jesús enseñar en el templo, otros sabían de sus obras poderosas, y cuando lo oyeron anunciar tan audazmente su identidad, los que estaban en primera fila retrocedieron. Los sobrecogió el asombro ante este calmo y majestuoso anuncio de su identidad. No había, pues, necesidad alguna de que Judas cumpliera con su plan de traición. El Maestro se había revelado audazmente a sus enemigos, y podrían haberlo ellos arrestado sin la ayuda de Judas. Pero el traidor tenía que hacer algo para justificar su presencia con este grupo armado y, además, quería dejar sentado que estaba cumpliendo su parte del convenio de traición con los potentados de los judíos, porque quería asegurarse la gran recompensa y los honores que él creía que se acumularían sobre su persona, como premio por su promesa de entregarles a Jesús.
      
Mientras se recuperaban los guardianes después de su impresión al ver por primera vez a Jesús y oír el sonido de su voz insólita, y mientras los apóstoles y discípulos se iban acercando cada vez más, Judas se enfrentó con Jesús y, besándole la frente, dijo: «Salve, Maestro e Instructor». Al abrazar así Judas a su Maestro, Jesús dijo: «Amigo, ¿acaso no basta con esto? ¿Aún quieres traicionar al Hijo del Hombre con un beso?»
      
Los apóstoles y discípulos quedaron literalmente paralizados por lo que vieron. Por un momento nadie se movió. Luego Jesús, desenredándose del abrazo traicionero de Judas, se acercó a los guardianes del templo y soldados y nuevamente preguntó: «¿A quién buscáis?» Nuevamente el capitán dijo: «A Jesús de Nazaret». Nuevamente contestó Jesús: «Ya os he dicho que yo soy. Si, por lo tanto, me buscáis, dejad que estos otros vayan por su camino. Estoy pronto para ir con vosotros».
      
Jesús estaba dispuesto a volver a Jerusalén con los guardianes, y el capitán y los soldados estaban dispuestos a permitir que los tres apóstoles y sus asociados se fueran en paz por su camino. Pero antes de que salieran, mientras Jesús estaba allí de pie esperando las órdenes del capitán, cierto Malco, el guardaespalda sirio del sumo sacerdote, se acercó a Jesús preparándose para atarle las manos a la espalda, aunque el capitán romano no había mandado que le ataran. Cuando Pedro y sus asociados vieron que su Maestro estaba siendo sometido a esta indignidad, ya no pudieron contenerse. Pedro desenfundó la espada y se abalanzó con los demás para destruir a Malco. Pero antes de que pudieran intervenir los soldados en defensa del siervo del sumo sacerdote, Jesús levantó la mano frente a Pedro en gesto de prohibición, y, con tono perentorio dijo: «Pedro, guarda tu espada. Los que a espada luchan, a espada mueren. ¿Acaso no comprendes que es voluntad de mi Padre que yo beba esta copa? Además, ¿acaso no sabes que, aun ahora, yo podría ordenar a más de doce legiones de ángeles y a sus asociados que me salven de las manos de estos pocos hombres?»       

Aunque Jesús puso fin en forma eficaz a esta demostración de resistencia física de sus seguidores, ésta fue suficiente para despertar el temor del capitán de los guardianes, quien, con la ayuda de sus soldados, puso sus manos pesadas sobre Jesús y rápidamente lo ató. Mientras lo ataban las manos con fuertes cuerdas, Jesús les dijo: «¿Por qué me atacáis con espadas y palos como que si quisierais capturar a un ladrón? Yo estuve en el templo con vosotros todos los días, enseñando públicamente al pueblo, y no hicisteis esfuerzo alguno por apresarme».
      
Cuando Jesús estuvo atado, el capitán, temiendo que sus seguidores intentaran rescatarlo, dio órdenes de que fueran todos arrestados; pero los soldados no alcanzaron a llevar a cabo la acción porque, habiendo oído la orden de arresto del capitán, los seguidores de Jesús huyeron de prisa a la hondonada. Durante todo este tiempo, Juan Marcos había permanecido oculto en el cobertizo cercano. Cuando empezaron los soldados el camino de vuelta a Jerusalén con Jesús, Juan Marcos intentó salir de su cobertizo para unirse a los apóstoles y discípulos que habían huido; pero en cuanto se asomó, pasaba por ahí uno de los últimos de los soldados que volvía de perseguir a los discípulos en huida y, viendo al joven en su manto de lino, lo persiguió, llegando casi a apresarlo. En realidad, el soldado llegó tan cerca de Juan como para agarrar su manto, pero el joven se liberó del indumento, escapando desnudo mientras el soldado se quedaba con el manto vacío. Juan Marcos se abrió paso a gran prisa hasta donde estaba David Zebedeo, en el sendero alto. Cuando le dijo a David lo que había ocurrido, ambos se dieron prisa hasta las tiendas de los apóstoles dormidos e informaron a los ocho de la traición del Maestro y su arresto.
      
Mientras despertaban los ocho apóstoles, volvían los que habían huído a la hondonada, y se reunieron todos juntos cerca del lagar de aceitunas para discutir qué hacer. Mientras tanto, Simón Pedro y Juan Zebedeo, que se habían ocultado entre los olivos, ya se habían ido siguiendo a los soldados, guardianes y siervos que conducían a Jesús de vuelta a Jerusalén como si llevaran a un criminal desesperado. Juan los siguió de cerca mientras que Pedro se mantenía más distante. Después de escapar de las garras del soldado, Juan Marcos se consiguió un manto que encontró en la tienda de Simón Pedro y Juan Zebedeo. Sospechaba que los guardias llevarían a Jesús a la casa de Anás, el sumo sacerdote emérito; así pues, corrió a través de los olivares y llegó allí antes del grupo, ocultándose cerca de la entrada al portal del palacio del sumo sacerdote.