Pilato llevó a Jesús y a Juan Zebedeo a su
aposento privado, dejando afuera a los guardianes, e indicándole al
prisionero que se sentara, se sentó a su lado y le hizo varias
preguntas. Pilato comenzó su conversación con Jesús, asegurándole que no
creía que la primera acusación contra él fuera verdad: que era él un
pervertidor de la nación e incitador a la rebelión. Luego le preguntó:
«¿Enseñaste alguna vez que se le ha de negar el tributo al César?»
Jesús, indicando a Juan, dijo: «Pregúntale a él o a cualquier otro que
haya oído mis enseñanzas». Entonces Pilato interrogó a Juan sobre el
asunto del tributo y Juan atestiguó sobre las enseñanzas del Maestro y
explicó que Jesús y sus apóstoles pagaban impuestos tanto al César como
al templo. Cuando Pilato hubo interrogado a Juan, dijo: «Asegúrate de no
decirle a nadie que yo hablé contigo». Y Juan jamás reveló este asunto.
Entonces Pilato se dio vuelta para
preguntar a Jesús: «En cuanto a la tercera acusación contra ti, ¿eres tú
el rey de los judíos?» Puesto que había un tono de interrogación
posiblemente sincera en la voz de Pilato, Jesús sonrió al procurador y
dijo: «Pilato, ¿dices tú esto por ti mismo, o tomas esta pregunta de los
lábios de otros, los de mis acusadores?» Por lo cual, en tono
parcialmente indignado, el gobernador respondió: «¿Soy yo acaso judío?
Tu pueblo y los principales sacerdotes te han entregado a mí, y me han
pedido que te sentencie a muerte. Yo pongo en duda la validez de sus
acusaciones y tan sólo estoy tratando de averiguar por mí mismo qué has
hecho. Dime, ¿has dicho tú que eres el rey de los judíos, y has tratado
de fundar un nuevo reino?»
Entonces le dijo Jesús a Pilato: «¿Acaso no
percibes que mi reino no es de este mundo? Si mi reino fuera de este
mundo, con toda seguridad mis discípulos lucharían para que yo no fuera
entregado a los judíos. Mi presencia aquí ante ti en estas ataduras es
suficiente para mostrar a todos los hombres que mi reino es de un
dominio espiritual, aun la hermandad de los hombres que, a través de la
fe y por el amor, se han vuelto hijos de Dios. Y esta salvación es tanto
para los gentiles como para los judíos». «Luego, ¿eres tú rey después de todo?» dijo
Pilato. Jesús respondió: «Sí, soy tal rey, y mi reino es la familia de
los hijos por fe de mi Padre que está en el cielo. Para este fin nací yo
en el mundo, aun para mostrar a mi Padre a todos los hombres y
atestiguar la verdad de Dios. Y aun ahora te declaro que todo el que ama
la verdad, oye mi voz». Entonces dijo Pilato, medio en broma y medio sinceramente: «La verdad, ¿qué es la verdad —quién lo sabe?» Pilato no podía comprender las palabras de
Jesús, ni tampoco podía entender la naturaleza de su reino espiritual,
pero estaba ahora seguro de que el prisionero nada había hecho que lo
hiciera reo de muerte. Mirar a Jesús cara a cara, fue suficiente para
convencer aun a Pilato de que este hombre tierno y agotado, pero
majestuoso y recto, no era un revolucionario salvaje y peligroso que
quería establecerse en el trono temporal de Israel. Pilato creyó
entender algo de lo que Jesús significaba cuando se llamó a sí mismo rey
porque conocía las enseñanzas de los estoicos, quienes declaran que «el
sabio es rey». Pilato estaba plenamente convencido de que, en vez de
ser un sedicioso peligroso, Jesús no era más ni menos que un visionario
inocuo, un fanático inocente. Después de interrogar al Maestro, Pilato
regresó adonde los altos sacerdotes y los acusadores de Jesús y dijo:
«He interrogado a este hombre, y no hallo en él ningún delito. No creo que sea culpable de
las acusaciones que habéis dirigido contra él; creo que debe ser puesto
en libertad». Cuando los judíos escucharon esto, se airaron grandemente,
tanto que gritaron violentamente que Jesús debía morir; y uno de los
sanedristas se adelantó atrevidamente al lado de Pilato, diciendo: «Este
hombre revoluciona al pueblo, comenzando en Galilea y siguiendo por
toda Judea. Es un malhechor y comete fechorías. Mucho te arrepentirás si
dejas en libertad a este hombre protervo». Pilato no sabía qué hacer con Jesús; por lo
tanto, cuando les oyó decir que había empezado su trabajo en Galilea,
pensó en sacarse de encima la responsabilidad de decidir el caso, por lo
menos para ganar tiempo y pensar en el asunto, enviando a Jesús a que
compareciera ante Herodes, quien estaba por ese entonces en la ciudad
para asistir a la Pascua. Pilato también pensó que este gesto
contribuiría tal vez a suavizar ciertos sentimientos amargos que
existían desde hacía un tiempo entre él y Herodes, por numerosos
malentendidos sobre asuntos de jurisdicción. Pilato, después de llamar a los guardianes,
dijo: «Este hombre es galileo. Llevadlo inmediatamente ante Herodes, y
cuando él lo haya interrogado, informadme de lo que él halle». Entonces
llevaron a Jesús ante Herodes.
Cuando Jesús y sus acusadores se reunieron
frente a la sala de juicio de Pilato, el gobernador romano salió y,
dirigiéndose a la compañía reunida, preguntó: «¿Qué acusación traéis
contra este tipo?» Los saduceos y los consejeros que habían decidido
ocuparse de eliminar a Jesús tenían decidido presentarse ante Pilato y
pedirle la confirmación de la sentencia de muerte pronunciada contra él,
sin voluntariamente mencionar ningún cargo definido. Por lo tanto, el
portavoz del tribunal de los sanedristas contestó a Pilato: «Si éste
hombre no fuera malhechor, no te lo habríamos traído».
Cuando Pilato observó que titubeaban en
declarar sus acusaciones contra Jesús, aunque sabía que habían pasado
toda la noche deliberando sobre sus culpas, les contestó: «Puesto que no
estáis de acuerdo en ninguna acusación definida, ¿por qué no hacéis
cargo de él y lo juzgáis según vuestras leyes?» Entonces habló el escribano del tribunal
del sanedrín a Pilato: «A nosotros no nos está permitido dar muerte a
nadie, y este revoltoso de nuestra nación se merece morir por las cosas
que ha dicho y hecho. Por lo tanto hemos venido ante ti para que
confirmes este decreto». Presentarse ante el gobernador romano con
esta actitud tan evasiva revela tanto la mala voluntad y el odio de los
sanedristas hacia Jesús como su falta de respeto por la justicia, honor y
dignidad de Pilato. ¡Qué atrevimiento el de estos ciudadanos súbditos,
al comparecer ante su gobernador provincial pidiendo un decreto de ejecución contra un hombre antes de
permitirle un juicio justo y sin siquiera pronunciar acusaciones
criminales definidas contra él! Pilato algo sabía del trabajo de Jesús
entre los judíos, y supuso que las acusaciones contra él tenían que ver
con infracciones a las leyes eclesiásticas judías; por lo tanto, trató
de referir el caso al propio tribunal de ellos. Otra vez más, Pilato se
deleitaba en hacerles confesar públicamente que no tenían ellos el poder
para pronunciar y llevar a cabo sentencias de muerte, aun contra uno de
su propia raza que habían llegado a aborrecer con un odio tan amargo y
envidioso. A esto hacía pocas horas, cuando cerca de
medianoche y después de haber dado permiso de usar soldados romanos para
el arresto secreto de Jesús, había oído Pilato más hechos sobre Jesús y
sus enseñanzas de labios de su mujer, Claudia, que era una conversa
parcial al judaísmo, y que más tarde creyó plenamente en el evangelio de
Jesús. Pilato hubiera querido posponer esta
audiencia, pero vio que los líderes judíos estaban decididos a proceder
con el caso. Sabía que este día no era tan sólo la mañana de preparación
para la Pascua, sino que también, siendo viernes, era el día de
preparación para el sábado judío de reposo y adoración. Pilato, siendo muy sensible a la falta de
respeto de estos judíos para con él, no estaba deseoso de cumplir con
sus demandas de que Jesús fuera sentenciado a muerte sin juicio. Por lo
tanto, después de esperar unos momentos para que ellos pudieran
presentar sus acusaciones contra el prisionero, se volvió hacia ellos y
dijo: «No condenaré a este hombre a muerte sin juicio; tampoco lo
interrogaré antes de que hayáis presentado por escrito vuestras
acusaciones contra él». Cuando el sumo sacerdote y los demás
escucharon estas palabras de Pilato, hicieron una señal al escribano del
tribunal, quien entonces entregó a Pilato las acusaciones escritas
contra Jesús. Y estas acusaciones eran: «Es decisión del tribunal sanedrista que este hombre es un malhechor y embaucador de nuestra nación porque es culpable de: 1.
Pervertir a nuestra nación e incitar a nuestro pueblo a la rebelión. 2.
Prohibir al pueblo que le pague tributo a César. 3.
Llamarse a sí mismo rey de los judíos y enseñar la fundación de un nuevo reino». Jesús no había sido enjuiciado en forma
regular ni sentenciado legalmente de ninguna de estas acusaciones. Ni
siquiera había escuchado las acusaciones cuando fueron declaradas por
primera vez, pero Pilato lo hizo traer del pretorio, donde era vigilado
por los guardianes, e insistió en que estas acusaciones se repitieran en
presencia de Jesús. Cuando escuchó Jesús estas acusaciones,
bien sabía que no le habían pedido que declarara ante la corte judía
sobre estos asuntos, así como también lo sabían Juan Zebedeo y sus
acusadores, pero nada respondió él a estas falsas acusaciones. Aun
cuando Pilato le ordenó que les respondiera a sus acusadores, él no
abrió la boca. Pilato tanto se sorprendió de la injusticia del
procedimiento y tanto se impresionó por el silencio de Jesús y su
conducta noble, que decidió llevar al prisionero a la sala e
interrogarlo privadamente. La mente de Pilato estaba en estado de
confusión, les temía él a los judíos en su corazón, y su espíritu estaba
altamente desasosegado por el espectáculo de Jesús, majestuosamente de
pie ante sus acusadores sanguinarios, contemplándolos, no con desprecio
silencioso, sino con una expresión de piedad genuina y afecto
acongojado.
Si Poncio Pilato no hubiese sido un gobernador
razonablemente bueno de las provincias menores, Tiberio no le habría
permitido que permaneciera como procurador de Judea durante diez años.
Aunque era un administrador más o menos bueno, era un cobarde moral. No
era hombre suficientemente grande como para comprender la naturaleza de
su tarea como gobernador de los judíos. No captaba el hecho de que estos
hebreos tenían una religión verdadera, una fe por la cual
estaban dispuestos a morir, y que millones y millones de ellos,
dispersados aquí y allá a lo largo y a lo ancho del imperio,
consideraban que Jerusalén era el templo de su fe y respetaban al
sanedrín por ser para ellos el más alto tribunal en la tierra.
Pilato no amaba a los judíos, y este odio
profundo se manifestó muy pronto. De todas las provincias romanas,
ninguna era más difícil de gobernar que Judea. Pilato nunca entendió
realmente los problemas administrativos de los judíos y por
consiguiente, muy pronto en su experiencia como gobernador, cometió una
serie de errores casi fatales y prácticamente suicidas. Fueron estos
errores los que dieron a los judíos mucho poder sobre él. Cuando querían
influir sobre sus decisiones, todo lo que tenían que hacer era amenazar
con una revuelta, y Pilato inmediatamente capitulaba. Esta aparente
vacilación, o falta de valor moral, del procurador se debía
principalmente al recuerdo de una serie de controversias que había
tenido con los judíos, que en cada caso ellos habían ganado. Los judíos
sabían que Pilato les tenía miedo, que temía por su posición ante
Tiberio, y emplearon este conocimiento para gran desventaja del
gobernador en numerosas ocasiones. La desventaja de Pilato para con los judíos
se produjo como resultado de una serie de encuentros desafortunados. En
primer término, no supo tomar en serio el profundo prejuicio judío
contra todas las imágenes como símbolos de adoración de ídolos. Por
consiguiente, permitió que sus soldados entraran a Jerusalén sin quitar
las imágenes del César de sus banderas, tal como había sido práctica de
los soldados romanos bajo su predecesor. Una numerosa delegación de
judíos esperó a Pilato por cinco días, implorándole que quitara esas
imágenes de los estandartes militares. Se negó rotundamente a otorgar su
petición y les amenazó de muerte instantánea. Pilato, siendo un
escéptico, no comprendía que los hombres con fuertes sentimientos
religiosos no vacilarían en morir por sus convicciones religiosas; por
consiguiente, se anonadó cuando estos judíos se presentaron
desafiantemente ante su palacio, de cara al suelo, y enviaron el mensaje
de que estaban listos para morir. Pilato se dio entonces cuenta de que
había hecho una amenaza que no quería cumplir. Capituló, y ordenó que
las imágenes fueran quitadas de los estandartes de sus soldados en
Jerusalén, y desde ese momento en adelante se encontró en alto grado
sometido a los deseos de los líderes judíos, quienes habían descubierto
de esta manera su debilidad, al hacer él amenazas que temía ejecutar. Pilato posteriormente decidió volver a
ganar su prestigio perdido y por lo tanto hizo colocar los escudos del
emperador, del tipo de los que se usaban comúnmente para adorar a César,
en los muros del palacio de Herodes en Jerusalén. Cuando los judíos
protestaron, él se mantuvo firme. Cuando se negó a escuchar sus
protestas, ellos apelaron prontamente a Roma, y el emperador con igual
prontitud ordenó que se quitaran los escudos ofensivos. De ahí en
adelante Pilato gozó de aun menos estima que antes. Otra cosa que le granjeó la aversión de los
judíos fue que se atrevió a tomar dinero del tesoro del templo para
financiar la construcción de un nuevo acueducto que proveería mayor
abastecimiento de agua para los millones de visitantes a Jerusalén en
las épocas de las grandes fiestas religiosas. Los judíos sostenían que
sólo el sanedrín podía desembolsar fondos del templo, y nunca cesaron de
imprecar a Pilato por esta decisión presuntuosa. No menos de una
veintena de revueltas y mucho derramamiento de sangre resultaron de esta
decisión. La última de estas graves explosiones tuvo que ver con la
matanza de un numeroso grupo de galileos en el momento mismo en que
estaban adorando frente al altar. Es significativo que, aunque este vacilante
potentado romano sacrificó la vida de Jesús a su temor de los judíos y
para salvaguardar su posición personal, fue finalmente depuesto como
resultado de una matanza innecesaria de samaritanos en relación con las pretensiones de un falso
Mesías que condujo a ciertas tropas al Monte Gerizim, en el que éste
decía que estaban enterradas las vasijas del templo; y se produjeron
violentas escaramuzas cuando no pudo revelar el lugar en el que se
habían escondido las vasijas sagradas, tal como lo había prometido. Como
resultado de este episodio, el legado de Siria ordenó que Pilato
volviese a Roma. Tiberio murió mientras Pilato estaba camino a Roma, y
no se le nombró de nuevo procurador de Judea. No se recobró nunca
plenamente de la condenación penosa de haber consentido a la crucifixión
de Jesús. Como no gozaba de ningún favor a los ojos del nuevo
emperador, se retiró a la provincia de Lausanne, donde posteriormente se
suicidó.
Claudia Prócula, la mujer de Pilato, mucho
había oído hablar de Jesús por boca de su criada, que era una fenicia
creyente en el evangelio del reino. Después de la muerte de Pilato,
Claudia fue prominentemente identificada con la difusión de la buena
nueva. Todo esto explica mucho de lo que ocurrió
en esta trágica mañana del viernes. Es fácil comprender por qué los
judíos tenían la presunción de dictaminar a Pilato —de hacer que se
levantara a las seis de la mañana para enjuiciar a Jesús— y también por
qué no vacilaron en decirle que lo acusarían de traición ante el
emperador, si se atreviera a negarse a sus demandas de ejecutar a Jesús. Un gobernador romano meritorio, que no se
hubiera granjeado una posición de desventaja frente a los dirigentes de
los judíos, jamás habría permitido que estos fanáticos religiosos
sedientos de sangre pusieran a muerte a un hombre a quien él mismo había
declarado inocente de los falsos cargos y sin faltas. Roma cometió un
grave error, un error de serias consecuencias en los asuntos terrenales,
al enviar a este Pilato, un administrador de segunda categoría, como
gobernador de Palestina. Tiberio debería haber enviado a los judíos el
mejor administrador provincial de su imperio.
POCO después de las seis de la mañana de este viernes, 7 de abril
del año 30 d. de J.C., Jesús fue llevado ante Pilato, el procurador
romano que gobernaba Judea, Samaria e Idumea bajo la supervisión
inmediata del legado de Siria. El Maestro fue llevado ante la presencia
del gobernador romano por los guardias del templo, atado, y acompañado
por unos cincuenta de sus acusadores, incluyendo el tribunal sanedrista
(principalmente saduceo), Judas Iscariote, el sumo sacerdote Caifás, y
el apóstol Juan. Anás no compareció ante Pilato. Pilato estaba levantado y listo para
recibir a este grupo de visitantes matutinos, pues había sido informado
por los que habían conseguido su consentimiento, la noche anterior, para
emplear soldados romanos en el arresto del Hijo del Hombre, de que
Jesús sería traído ante su presencia temprano. Había sido arreglado que
este juicio tuviera lugar frente al pretorio, una adición a la fortaleza
de Antonia, donde Pilato y su mujer se hospedaban cuando estaban en
Jerusalén. Aunque Pilato dirigió gran parte del
interrogatorio de Jesús dentro de las salas del pretorio, el juicio
público fue celebrado afuera, sobre la escalinata que conducía a la
entrada principal. Ésta fue una concesión a los judíos, que se negaban a
entrar en un edificio gentil en el que tal vez se había usado levadura
este día de preparación para la Pascua. Esa conducta los volvería, no
solamente ceremonialmente impuros, impidiéndoles de este modo compartir
la fiesta de acción de gracias de la tarde, sino que también deberían
someterse a la ceremonia de purificación después de la caída del sol,
antes de poder compartir la cena pascual. Aunque a estos judíos no les remordía la
conciencia por complotar para asesinar judicialmente a Jesús, eran sin
embargo escrupulosos en cuanto a estos asuntos de limpieza ceremonial y
regularidad tradicional. Y estos judíos no han sido los únicos en no
llegar a reconocer las altas y santas obligaciones de naturaleza divina,
mientras prestaban atención meticulosa a cosas de escasa importancia
para el bienestar humano, tanto en el tiempo como en la eternidad.
A las cinco y media de la mañana volvió a reunirse la corte, y Jesús
fue conducido al cuarto adyacente, donde esperaba Juan. Aquí, el soldado
romano y los guardianes del templo vigilaron a Jesús mientras el
tribunal comenzó a formular los cargos que serían presentados a Pilato.
Anás aclaró a sus asociados que el cargo de blasfemia no tendría peso
alguno ante Pilato. Judas estuvo presente durante esta segunda reunión
del tribunal, pero no dio testimonio alguno. Esta sesión de la corte duró tan sólo media
hora, y cuando levantaron la sesión para comparecer ante Pilato, habían
preparado una acusación contra Jesús, declarándolo reo de muerte, bajo
tres títulos: 1.
Que era un pervertidor de la nación judía; que engañaba al pueblo y los incitaba a la rebelión. 2.
Que enseñaba al pueblo a que no pagara tributo al César. 3.
Que, al sostener que él era un rey y el fundador de un nuevo tipo de reino, incitaba a la traición contra el emperador. Este procedimiento fue enteramente
irregular y completamente contrario a las leyes judías. No hubo dos
testigos que estuvieran de acuerdo en ningún asunto, excepto los que
testificaron en cuanto a la declaración de Jesús sobre la destrucción
del templo y su reconstrucción en tres días. Y aun sobre este punto, no
habló ningún testigo en nombre de la defensa, tampoco se le pidió a
Jesús que explicara lo que él había querido significar. El único punto sobre el que el tribunal
podría haberlo juzgado era el de la blasfemia, y eso habría sido
enteramente sobre la base de su propio testimonio. Aun en cuanto a la
blasfemia, no consiguieron votar formalmente la pena de muerte. Tenían ahora la presunción de formular tres
cargos, con los cuales irían ante Pilato, sin haber interrogado
testigos, y habiéndolos discutido en ausencia del prisionero. Cuando esto ocurrió, tres de los
fariseos se levantaron y se fueron; querían ver a Jesús destruido, pero
no querían formular cargos contra él sin testigos y en su ausencia.
Jesús no volvió a aparecer ante la corte
del sanedrín. No querían ellos contemplar nuevamente su rostro mientras
juzgaban su vida inocente. Jesús no supo (como hombre) de los cargos
levantados contra él hasta que los escuchó por boca de Pilato. Cuando Jesús estaba en el cuarto con Juan y
los guardias, y mientras la corte estaba en su segunda sesión, vinieron
algunas de las mujeres del palacio del sumo sacerdote, juntamente con
sus amigas, para contemplar al extraño prisionero, y una de ellas le
preguntó: «¿Eres tú el Mesías, el Hijo de Dios?» Y Jesús respondió: «Si
yo te lo digo, tú no me creerás; si te pregunto, no contestarás». A las seis de esa mañana, Jesús fue llevado
fuera de la casa de Caifás, para aparecer ante Pilato para que éste
confirmara la sentencia de muerte que el tribunal de los sanedristas tan
injusta e irregularmente había decretado.
La ley judía requería que, en el asunto de
decretar la pena de muerte, hubiera dos sesiones del tribunal. Esta
segunda sesión se celebraba el siguiente día, y el tiempo intermedio lo
pasaban los miembros de la corte ayunando y apesarándose. Pero estos
hombres no podían esperar el día siguiente para confirmar su decisión de
que Jesús debía morir. Esperaron tan sólo una hora. Mientras tanto,
Jesús fue abandonado en la sala de audiencia, bajo la custodia de los
guardias del templo, quienes, con los criados del sumo sacerdote, se
divirtieron en acumular toda clase de indignidades contra el Hijo del
Hombre. Se burlaron de él, lo escupieron, y se mofaron de él cruelmente.
Lo golpeaban con un palo en la cara y luego decían: «Profetízanos, tú
el Libertador, ¿quién fue el que te golpeó?» Así siguieron por una hora
entera, envileciendo y maltratando a este hombre de Galilea que no
ofrecía resistencia alguna.
Durante esta hora trágica de tribulaciones y
juicios burlones a manos de guardianes y criados ignorantes y sin
sentimientos, Juan Zebedeo aguardó en terror solitario en un cuarto
adyacente. Cuando primero empezaron estos abusos, Jesús le indicó a
Juan, con un gesto de la cabeza, que debía retirarse. El Maestro bien
sabía que, si hubiera permitido que su apóstol permaneciera en el
aposento presenciando estas indignidades, el resentimiento de Juan
habría sido despertado de manera tal como para producir una explosión de
indignación y protesta que probablemente le habría costado la vida. Durante esta hora terrible, Jesús no habló
una sola palabra. Para este alma humana compasiva y sensible, unida en
una relación de personalidad con el Dios de todo este universo, no hubo
experiencia más amarga, al beber él la copa de la humillación, que esta
hora espantosa a merced de guardianes y criados ignorantes y crueles,
que habían sido inducidos a abusar de él por el ejemplo de los miembros
de este así llamado tribunal sanedrista. El corazón humano no puede de manera alguna
concebir el escalofrío de indignación que barrió un vasto universo,
mientras las inteligencias celestiales presenciaban este espectáculo de
su amado Soberano sometiéndose a la voluntad de estas criaturas
ignorantes y desviadas, en la esfera de la infortunada Urantia, envuelta
en las tinieblas del pecado. ¿Qué es esta tendencia animal en el hombre,
que lo conduce a insultar y asaltar físicamente a lo que no puede ganar
espiritualmente ni alcanzar intelectualmente? En el hombre civilizado a
medias, aún se agazapa una malvada brutalidad que se abalanza contra
los que son superiores en sabiduría y alcance espiritual. Así lo prueban
la malvada brutalidad y la brutal ferocidad de estos hombres
supuestamente civilizados, que derivaban cierta forma de placer animal
de su ataque físico contra el Hijo del Hombre, quien no ofrecía
resistencia alguna. Mientras caían sobre Jesús los insultos, golpes y
bofetadas, él no se defendía, pero no estaba indefenso. Jesús no estaba
derrotado, sino que no luchaba en el sentido material.
Éstos son los momentos de las mayores
victorias del Maestro en su larga y pletórica carrera como hacedor,
sostenedor y salvador de un vasto y extenso universo. Habiendo vivido
hasta su plenitud una vida de revelación de Dios al hombre, Jesús está,
en este momento, haciendo una revelación nueva y sin precedentes del
hombre a Dios. Jesús está revelando ahora a los mundos el triunfo final
sobre todos los temores del aislamiento de la personalidad de la
criatura. El Hijo del Hombre finalmente ha realizado su identidad como
Hijo de Dios. Jesús no titubea en afirmar que él y el Padre son uno; y
sobre la base del hecho y verdad de esa experiencia suprema y excelsa,
él exhorta a cada creyente en el reino que se vuelva uno con él aun como
él y su Padre son uno. La experiencia viva de la religión de Jesús se
vuelve así la técnica certera y segura mediante la cual los mortales de
la tierra, espiritualmente aislados y cósmicamente solitarios, consiguen
escapar al aislamiento de la personalidad, con todas sus consecuencias
de temor y sentimientos asociados de desamparo. En las realidades
fraternas del reino del cielo, los hijos de Dios por fe encuentran su
liberación final del aislamiento del yo, tanto en el plano personal como
en el plano planetario. El creyente conocedor de Dios experimenta cada
vez más el éxtasis y la grandeza de la socialización espiritual a escala
universal —la ciudadanía en lo alto en asociación con la realización
eterna del destino divino en pos de la obtención de la perfección.
Eran alrededor de las tres y media de este viernes por la madrugada,
cuando el sumo sacerdote, Caifás, llamó al orden al tibunal sanedrista
de inquisición y pidió que Jesús fuera traído ante ellos para someterlo a
juicio. En tres ocasiones previas el sanedrín, por gran mayoría de
votos, había decretado la muerte de Jesús, había decidido que se merecía
la muerte por acusaciones casuales de contravención a la ley, blasfemia
y burla a las tradiciones de los padres de Israel. No era ésta una reunión regular del
sanedrín y no se la celebraba en el sitio usual, la cámara de piedras
labradas del templo. Era ésta una corte especial de unos treinta
sanedristas y se la convocó en el palacio del sumo sacerdote. Juan
Zebedeo estuvo presente con Jesús durante todo el así llamado juicio. ¡De qué manera se congratulaban estos altos
sacerdotes, escribas, saduceos y algunos de los fariseos de que ese
Jesús que había comprometido su posición y desafiado su autoridad, ya
estaba de seguro en sus manos! Y estaban decididos a que no viviría para
que pudiera escaparse de sus garras vengativas. Por lo común cuando los judíos enjuiciaban a
un hombre por un delito capital, procedían con gran cautela y recurrían
a las salvaguardas de la ecuanimidad en la selección de los testigos y
en la conducta general del juicio. Pero en esta ocasión, Caifás fue más
un acusador que un juez imparcial.
Jesús apareció ante este tribunal vestido
en su ropa usual y con las manos atadas detrás de la espalda. Todo el
tribunal estaba sobresaltado y algo confuso por su aspecto majestuoso.
Nunca antes habían contemplado tal donaire en un prisionero ni habían
presenciado tal comportamiento en un hombre que corría el peligro de la
pena de muerte. La ley judía requería que hubiera un
acuerdo por lo menos entre dos testigos sobre cada acusación antes de
que se pudiera hacer cargos contra un prisionero. Judas no podía ser
usado como testigo contra Jesús, porque la ley judía prohibía
específicamente el testimonio de un traidor. Se disponía de más de una
veintena de falsos testigos para atestiguar contra Jesús, pero su
testimonio era tan contradictorio y tan evidentemente fabricado que los
sanedristas mismos mucho se avergonzaron del espectáculo. Jesús estaba
allí de pie, mirando con benignidad a estos perjuros, y su aspecto mismo
desconcertó a los testigos mentirosos. A lo largo de este falso
testimonio el Maestro no dijo una sola palabra; no respondió a ninguna
de sus muchas acusaciones falsas. La primera vez que dos de los testigos se
acercaron por lo menos a una semblanza de acuerdo fue cuando dos hombres
atestiguaron que habían oído a Jesús decir, en el curso de uno de sus
sermones en el templo, que él «Derribaría este templo hecho por las
manos del hombre y en tres días edificaría otro templo sin emplear las
manos del hombre». Eso no era exactamente lo que dijo Jesús, aparte del
hecho de que, al decir estas palabras, él señaló su propio cuerpo. Aunque el sumo sacerdote le gritó a Jesús:
«¿No respondes a ninguna de estas acusaciones?», Jesús no abrió la boca.
Permaneció allí en silencio mientras todos estos falsos testigos daban
su testimonio. El odio, el fanatismo, y la exageración inescrupulosa
caracterizaban de tal manera las palabras de estos perjuros que su testimonio cayó por su propio peso. La mejor
refutación de estas acusaciones falsas fue el silencio calmo y
majestuoso del Maestro.
Poco después del comienzo del testimonio de
los falsos testigos, llegó Anás y tomó su asiento junto a Caifás. Ahora
Anás se puso de pie y argumentó que esta amenaza de Jesús de derribar
el templo era suficiente para justificar tres cargos contra él: 1.
Que era un peligroso embaucador del pueblo. Que les enseñaba cosas imposibles y de otras maneras los engañaba. 2.
Que era un revolucionario fanático, porque abogaba atacar con violencia
el templo sagrado, pues, ¿de qué otra manera podría él derribarlo? 3. Que enseñaba magia puesto que prometía edificar un nuevo templo sin usar las manos del hombre. Ya el sanedrín en pleno había acordado que
Jesús era culpable de transgresiones de la ley judía merecedoras de la
pena de muerte, pero ahora más les preocupaba el asunto de hacer cargos,
basados en su conducta y enseñanzas, que justificaran ante Pilato la
sentencia de muerte contra su prisionero. Sabían que necesitaban el
consentimiento del gobernador romano antes de poder matar a Jesús
legalmente. Anás se inclinaba a proceder en una forma que hiciera
aparecer que Jesús era un maestro peligroso si se le permitía que
siguiera enseñando al pueblo. Pero Caifás ya no podía soportar la vista
del Maestro de pie allí, tan compuesto y en tan absoluto silencio. Pensó
que conocía por lo menos una manera de inducir al prisionero a que
hablara. Por lo tanto, corrió al lado de Jesús y, sacudiendo un dedo
acusador ante el rostro del Maestro, dijo: «Te suplico, en el nombre del
Dios viviente, que nos digas si eres tú el Libertador, el Hijo de
Dios». Jesús le contestó a Caifás: «Lo soy. Pronto iré al Padre, y
dentro de poco, el Hijo del Hombre vestirá el manto del poder y
nuevamente reinará sobre las huestes del cielo». Cuando el sumo sacerdote escuchó a Jesús
pronunciar estas palabras, se airó en forma excesiva, y rasgando sus
vestiduras, exclamó: «¿Qué necesidad tenemos nosotros de testigos? He
aquí, ahora todos habéis oído cómo blasfema este hombre. ¿Qué os parece
ahora que debemos hacer con este blasfemo que transgrede la ley?» Y
todos ellos respondieron al unísono: «Es reo de muerte; ¡que sea
crucificado!» Jesús no manifestó interés alguno en
ninguna de las preguntas que le hicieron cuando estaba frente a Anás y
los sanedristas, excepto la pregunta referente a su misión
autootorgadora. Cuando se le preguntó si él era el Hijo de Dios,
instantánea e inequívocamente contestó afirmativamente. Anás deseaba que el juicio prosiguiera, y
que se formularan cargos de naturaleza definida sobre la relación de
Jesús con la ley romana y las instituciones romanas para presentarlos
posteriormente ante Pilato. Los consejeros estaban ansiosos de llevar
este asunto a una rápida conclusión, no sólo porque era el día de
preparación antes de la Pascua y no se podía hacer trabajo secular
después del mediodía, sino también porque temían que Pilato retornara en
cualquier momento a la capital romana de Judea, Cesarea, puesto que
estaba en Jerusalén tan sólo para la celebración pascual.
Pero Anás no pudo controlar el tribunal.
Después de que Jesús contestara tan inesperadamente a Caifás, el sumo
sacerdote se adelantó y lo abofeteó en la cara con su mano. Anás estaba
verdaderamente escandalizado cuando otros miembros del tribunal, al
salir del aposento, le escupieron a Jesús la cara, y muchos de ellos lo
abofetearon burlonamente con la palma de la mano. Así pues, en increíble desorden y confusión, esta primera sesión del juicio sanedrista de Jesús finalizó a las cuatro y media de la mañana.
Treinta jueces falsos, cegados por los
prejuicios y la tradición, con sus falsos testigos, tienen la presunción
de sentarse en juicio del justo Creador de un universo. Estos
acusadores apasionados se exasperan por el silencio majestuoso y la
conducta soberbia de este Dios-Hombre. Es terrible soportar su silencio;
su habla es intrépidamente desafiante. No le conmueven las amenazas,
los asaltos no lo afectan. El hombre enjuicia a Dios, pero aun en ese
momento, él los ama y querría salvaros si pudiera.
Al acercarse la partida de guardias y
soldados a la entrada del palacio de Anás, Juan Zebedeo marchaba al lado
del capitán de los soldados romanos. Judas se había quedado rezagado, y
Simón Pedro los seguía a la distancia. Una vez que Juan hubo entrado en
el patio del palacio con Jesús y los guardianes, Judas se acercó al
portón pero, al ver a Jesús y a Juan, siguió camino en dirección a la
casa de Caifás, donde según él sabía se llevaría a cabo más tarde el
verdadero juicio del Maestro. Poco después de la partida de Judas, llegó
Simón Pedro, y como estaba de pie ante el portón, Juan lo vio en el
momento en que estaban por llevar a Jesús adentro del palacio. La
portera que estaba a cargo del portón conocía a Juan, y cuando éste le
habló, pidiendo que dejara entrar a Pedro, ella asintió con placer.
Pedro, al entrar al patio, se acercó a un
fuego de carbón para calentarse porque la noche estaba fría. Se sentía
completamente fuera de lugar aquí entre los enemigos de Jesús, y
efectivamente estaba fuera de lugar. El Maestro no le había pedido que
se quedara cerca tal como se lo había pedido a Juan. Pedro debería
haberse quedado con los demás apóstoles, a quienes les había sido
advertido que no pusieran en peligro su vida durante esta temporada de
juicio y crucifixión de su Maestro.
Pedro arrojó su espada poco antes de llegar
al portón del palacio de modo que entró desarmado al patio de Anás. Su
mente era un torbellino de confusión; apenas si podía darse cuenta de
que Jesús había sido arrestado. No conseguía captar la realidad de la
situación —que él estaba allí en el patio de Anás, calentándose junto a
los criados del sumo sacerdote. Se preguntaba qué estarían haciendo los
demás apóstoles y, al darle vuelta en la cabeza al hecho de que Juan
había sido admitido al palacio, concluyó que la razón era que él era
conocido de los criados, puesto que también le había pedido él a la
portera que dejase entrar a Pedro. Poco después de que la portera dejara
entrar a Pedro, y mientras él estaba calentándose junto al fuego, ella
se le acercó y maliciosamente le dijo: «¿Acaso no eres tú también uno de
los discípulos de este hombre?» Ahora bien, Pedro no debería haberse
sorprendido de ser reconocido, ya que Juan le había pedido a la muchacha
que lo dejara entrar al palacio; pero estaba en tal estado de
nerviosísmo que esta identificación como discípulo lo desequilibró, y
con un solo pensamiento en su mente —la idea de escapar con vida—
prontamente respondió a la pregunta de la muchacha diciendo: «No lo
soy». Poco después, otro criado se acercó a Pedro
y preguntó: «¿Acaso no te vi en el jardín cuando arrestaron a este
tipo? ¿Acaso no eres tú también uno de sus seguidores?» Ya a estas
alturas Pedro estaba totalmente alarmado; no veía cómo podría escapar
con vida de estos acusadores; por lo tanto, negó con vehemencia toda
conexión con Jesús, diciendo: «No conozco a este hombre, ni soy uno de
sus seguidores». A eso de este momento la portera apartó a
Pedro a un lado y dijo: «Estoy segura de que eres un discípulo de este
Jesús, no sólo porque uno de sus seguidores me pidió que te dejara
entrar al patio sino que mi hermana también te ha visto en el templo con
este hombre. ¿Por qué lo niegas?» Cuando Pedro oyó la acusación de la
muchacha, negó todo conocimiento de Jesús con muchos insultos y juramentos, diciendo nuevamente: «No
soy seguidor de este hombre; ni siquiera lo conozco; nunca antes oí
hablar de él».
Pedro se alejó del fuego por un momento,
deambulando por el patio. Le hubiera gustado escaparse, pero temía
atraer la atención. Sintiendo frío, volvió junto al fuego, y uno de los
hombres de pie allí cerca dijo: «Con certeza tú eres uno de los
discípulos de este hombre. Este Jesús es un galileo, y tu hablar te
traiciona, pues hablas como un galileo». Y nuevamente Pedro negó toda
conexión con su Maestro.
Cuando Jesús y los guardias salieron del
portón del palacio, Pedro los siguió, pero sólo por una corta distancia.
No podía continuar. Se sentó a la orilla del camino y lloró
amargamente. Después de derramar estas lágrimas de agonía, volvió al
campamento con la esperanza de encontrar a su hermano Andrés. Al llegar
al campamento, tan sólo encontró a David Zebedeo, quien envió a un
mensajero a que lo llevara adonde se había refugiado su hermano en
Jerusalén. Toda esta experiencia de Pedro ocurrió en
el patio del palacio de Anás en el monte Oliveto. No siguió a Jesús
hasta el palacio del sumo sacerdote Caifás. El hecho de que Pedro cayó
en la cuenta de que había negado repetidamente a su Maestro cuando cantó
el gallo, indica que todo esto ocurrió fuera de Jerusalén, puesto que
estaba contra la ley tener aves dentro de los límites de la ciudad. Hasta el momento en que el canto del gallo
lo hizo volver en sí, Pedro tan sólo pensaba, al ir y venir por el patio
para entrar en calor, cuán sagazmente supo eludir las acusaciones de
los criados, y cómo había frustrado sus propósitos de identificarlo con
Jesús. Hasta ese momento, su único pensamiento fue que estos criados no
tenían derecho moral ni legal de interrogarlo, y se congratulaba en
verdad por la manera en la cual, según él, evitó ser identificado y
posiblemente sometido al arresto y a la prisión. No se le ocurrió a
Pedro que había negado a su Maestro, hasta el momento en que cantó el
gallo. No se dio cuenta Pedro que había traicionado sus privilegios de
embajador del reino, hasta el momento en que Jesús lo miró a la cara. Habiendo dado los primeros pasos por el
camino del compromiso y de la menor resistencia, no parecía quedarle
nada a Pedro sino continuar con la conducta que había elegido. Hace
falta carácter magnánime y noble para retomar el camino recto después de
haber empezado mal. Muchas veces la mente tiende a justificar el seguir
por el camino del error después de entrar en él.
Pedro nunca creyó del todo que podría ser
perdonado hasta el momento en que volvió a encontrarse con su Maestro
después de la resurrección, y se percató de que fue recibido como antes
de las experiencias de esa trágica noche de negaciones.
Anás, enriquecido por los ingresos del templo,
su yerno, en la posición de sumo sacerdote, y su relación con las
autoridades romanas, hacían de él, el individuo más poderoso de todos
los judíos. Él era intrigista y complotista, pero zalamero e ingenioso.
Deseaba dirigir el asunto de la disposición de Jesús; temía confiar una
empresa tan importante por completo a su brusco y agresivo yerno. Anás
quería asegurarse de que el juicio del Maestro estuviese en las manos de
los saduceos. Temía la posible simpatía de algunos de los fariseos,
puesto que prácticamente todos aquellos miembros del sanedrín que habían
abrazado la causa de Jesús, eran fariseos. Anás no había visto a Jesús durante varios
años, desde el tiempo en que el Maestro lo visitó en su casa, y se fue
inmediatamente al observar su frialdad y reserva cuando lo recibió. Anás había pensado
aprovechar esta temprana relación para intentar persuadir a Jesús de que
repudiara sus declaraciones y se fuera de Palestina. No quería
participar en el asesinato de un buen hombre y había razonado que Jesús
tal vez elegiría dejar el país en vez de sufrir la muerte. Pero cuando
Anás se encontró frente al firme y decidido galileo, supo inmediatamente
que sería inútil hacer tales propuestas. Jesús estaba aún más
majestuoso y solemne de lo que Anás lo recordaba.
Cuando Jesús era joven, Anás se había
interesado grandemente por él, pero ahora sus ganancias se veían
amenazadas por lo que Jesús había hecho tan recientemente al echar a los
cambistas y a otros mercaderes del templo. Este acto despertó la
enemistad del ex sumo sacerdote mucho más que las enseñanzas de Jesús.
Anás entró en su espacioso aposento de
audiencias, se sentó en un amplio asiento, y mandó que trajeran a Jesús.
Después de observar al Maestro en silencio unos momentos, dijo: «Te das
cuenta que algo habrá que hacer con el asunto de tus enseñanzas porque
pones en peligro la paz y el orden de nuestro país». Al mirar Anás
interrogativamente a Jesús, el Maestro lo miró fijamente a los ojos pero
no respondió. Nuevamente habló Anás: «¿Cuáles son los nombres de tus
discípulos, además de Simón el Zelote, el agitador?» Nuevamente Jesús lo
miró pero no respondió. Anás estaba considerablemente molesto
porque Jesús no contestaba a sus preguntas, tanto que le dijo: «¿Acaso
no te preocupa si te trata amigablemente a ti o no? ¿Acaso no tienes en
cuenta mi poder para decidir los asuntos de tu próximo juicio?» Cuando
Jesús oyó estas palabras, dijo: «Anás, tú sabes que no podrías tener
poder alguno sobre mí a menos que esto fuera permitido por mi Padre.
Algunos quieren destruir al Hijo del Hombre porque son ignorantes; no
saben de otra cosa, pero tú, amigo, sabes lo que estás haciendo. ¿Cómo
puedes tú, por lo tanto, rechazar la luz de Dios?» El tono amistoso de Jesús al hablarle a
Anás lo dejó casi perplejo. Pero él ya había decidido que Jesús debía
irse de Palestina o morir; así pues, juntó coraje y preguntó: «¿Qué es
lo que tratas de enseñarle a la gente? ¿Qué dices tú que eres?» Jesús
contestó: «Tú bien sabes que yo he hablado abiertamente al mundo. Enseñé
en las sinagogas y muchas veces en el templo, donde todos los judíos y
muchos de los gentiles me han escuchado. En oculto, nada he hablado;
¿por qué, pues, me preguntas de mis enseñanzas? ¿Por qué no llamas a los
que me oyeron y les preguntas a ellos? He aquí que todo Jerusalén oyó
lo que yo dije, aunque tú mismo no hayas escuchado estas enseñanzas».
Pero antes de que Anás pudiera responder, el mayordomo jefe del palacio,
que estaba cerca, abofeteó a Jesús en la cara, diciendo: «¿Cómo te
atreves a contestar al sumo sacerdote con tales palabras?» Anás no habló
palabras de censura a este mayordomo, pero Jesús se dirigió a él,
diciendo: «Amigo mío, si he hablado mal, testifica en qué está el mal,
pero si yo he hablado la verdad, ¿por qué entonces me golpeas?» Aunque Anás lamentaba que su mayordomo
hubiera abofeteado a Jesús, era demasiado orgulloso para hacer caso del
asunto. En su confusión se fue a otro cuarto, dejando a Jesús a solas
con los criados de la casa y los guardianes del templo por casi una
hora. Cuando volvió, poniéndose al lado del
Maestro, dijo: «¿Es que afirmas que eres el Mesías, el liberador de
Israel?» Dijo Jesús: «Anás, tú me conoces desde los tiempos de mi
juventud. Sabes que nada afirmo excepto lo que mi Padre me ha encargado,
y que he sido enviado a todos los hombres, gentiles y judíos». Entonces
dijo Anás: «Me han dicho que tú afirmas que eres el Mesías; ¿es
verdad?» Jesús miró a Anás pero tan sólo contestó: «Así lo has dicho». Aproximadamente en este momento llegaron
mensajeros del palacio de Caifás para preguntar a qué hora sería Jesús
llevado ante el tribunal del sanedrín, y puesto que faltaba poco para el
amanecer, Anás decidió que sería mejor enviar a Jesús, atado y
custodiado por los alguaciles del templo, a Caifás. Él los siguió un
poco más tarde.
CIERTOS representantes de Anás habían instruido en secreto al capitán
de los soldados romanos que trajera a Jesús al palacio de Anás
inmediatamente después de arrestarlo. El sumo sacerdote emérito deseaba
mantener su prestigio como autoridad eclesiástica máxima de los judíos.
También tenía otro objeto al retener a Jesús en su casa durante varias
horas, y ése era que se necesitaba tiempo para convocar legalmente el
tribunal del sanedrín. No era legal convocar el tribunal del sanedrín
antes de la hora de la ofrenda del sacrificio matutino en el templo, y
este sacrificio se hacía a eso de las tres de la mañana.
Anás sabía que un tribunal de sanedristas
estaba esperando en el palacio de su yerno, Caifás. Unos treinta
miembros del sanedrín se habían reunido en la casa del sumo sacerdote a
la medianoche para estar listos a enjuiciar a Jesús cuando éste fuera
traído ante ellos. Sólo se habían reunido aquellos miembros que estaban
fuerte y abiertamente opuestos a Jesús y a sus enseñanzas puesto que tan
sólo se requerían veintitrés para constituir una corte de juicio. Jesús pasó alrededor de tres horas en el
palacio de Anás en el monte Oliveto no lejos del jardín de Getsemaní,
donde fue arrestado. Juan Zebedeo estaba libre y a salvo en el palacio
de Anás no sólo por la protección del capitán romano, sino también
porque él y su hermano Santiago eran bien conocidos por los criados más
antiguos puesto que habían sido muchas veces huéspedes en el palacio, ya
que el ex sumo sacerdote era un pariente lejano de su madre, Salomé.
Antes de que se fueran del jardín con Jesús, surgió una disputa entre
el capitán judío de los guardias del templo y el capitán romano de los
soldados en cuanto a dónde debían llevar a Jesús. El capitán de los
guardias del templo ordenó que se lo llevaran adonde Caifás, el sumo
sacerdote. El capitán de los soldados romanos ordenó que Jesús fuera
llevado al palacio de Anás, el ex sumo sacerdote y suegro de Caifás. El
hizo esto porque los romanos tenían por costumbre tratar directamente
con Anás en todos los asuntos que tuvieran que ver con la imposición de
las leyes eclesiásticas judías. Y las órdenes del capitán romano fueron
obedecidas; llevaron a Jesús a la casa de Anás para someterlo a un
examen preliminar. Judas marchaba al lado de los capitanes,
oyendo todo lo que se decía, pero no tomó parte en la disputa, porque ni
el capitán judío ni el capitán romano se dignaban a hablar con el
traidor —tanto lo despreciaban. Alrededor de esta hora, Juan Zebedeo,
recordando las instrucciones de su Maestro de permanecer siempre cerca,
se acercó apresuradamente a Jesús que caminaba entre los dos capitanes.
El comandante de los guardianes del templo, viendo a Juan a su lado,
dijo a su asistente: «Agarra a este hombre y átalo. Es uno de los
seguidores de este tipo». Pero cuando el capitán romano escuchó esto y,
mirando a su alrededor, vio a Juan, dio órdenes de que el apóstol
viniera a su lado, y que nadie debía molestarlo. Luego el capitán romano
dijo al capitán judío: «Este hombre no es ni traidor ni cobarde. Lo vi
en el jardín, y no desenfundó una espada para resistirnos. Tiene el
coraje de presentarse para estar con su Maestro, y nadie le hará daño
alguno. La ley romana permite que todo prisionero tenga por lo menos un
amigo para que esté a su lado ante el juicio, y nadie impedirá que este
hombre esté al lado de su Maestro, el prisionero». Cuando Judas escuchó
esto, tanto se avergonzó y se sintió humillado que empezó a caminar más
lentamente hasta terminar detrás del grupo, llegando solo al palacio de
Anás.
Esto explica por qué Juan Zebedeo pudo
permanecer cerca de Jesús todo el camino a través de sus difíciles
experiencias de esa noche y del día siguiente. Los judíos temían decirle
algo a Juan o molestarlo de cualquier manera porque tenía en cierto
modo la posición del consejero romano designado para actuar como
observador en las transacciones del tribunal eclesiástico judío. La
posición de privilegio de Juan se aseguró aún más cuando, al entregar a
Jesús al capitán de los guardias del templo junto al portal del palacio
de Anás, el romano, dirigiéndose a su asistente dijo: «Vete con este
prisionero y asegúrate de que los judíos no lo maten sin el
consentimiento de Pilato. Vigila que no lo asesinen, y asegúrate de que
se le permita a su amigo, el galileo, que esté a su lado y observe todo
lo que sucede». Así pues, Juan pudo permanecer cerca de Jesús hasta el
momento de su muerte en la cruz, aunque los otros diez apóstoles fueron
obligados a permanecer ocultos. Juan actuaba bajo la protección romana, y
los judíos no se atrevieron a molestarlo hasta después de la muerte del
Maestro. Durante todo el camino hasta el palacio de
Anás, Jesús no abrió la boca. Desde el momento de su arresto hasta el
momento de su aparición ante Anás, el Hijo del Hombre no habló una sola
palabra.
Santiago Zebedeo se encontró separado de Simón
Pedro y de su hermano Juan, así pues él se unió a los demás apóstoles y a
sus conacampantes junto al lagar para deliberar sobre qué debían hacer
en vista del arresto del Maestro.
Andrés había sido liberado de toda
responsabilidad de la dirección del grupo de sus compañeros apóstoles;
por lo tanto, en ésta, la más grave crisis de sus vidas, permanecía él
silencioso. Después de una corta conversación casual, Simón el Zelote se
paró en el muro de piedra del lagar y, haciendo un apasionado llamado a
la lealtad al Maestro y a la causa del reino, exhortó a los apóstoles y
a los demás discípulos a que se fueran de prisa detrás del grupo y
rescataran a Jesús. La mayoría de los oyentes estaba dispuesto a seguir
su liderazgo agresivo sino hubiese sido por el consejo de Natanael
quien se puso de pie en el momento en que Simón terminó de hablar y le
llamó la atención sobre las enseñanzas frecuentemente repetidas de Jesús
relativas a la resistencia pasiva. También les recordó que Jesús esa
misma noche les había instruido que preservaran sus vidas para el tiempo
en que ellos saldrían al mundo proclamando la buena nueva del evangelio
del reino celestial. Natanael tuvo en esta posición el apoyo de
Santiago Zebedeo, que relató ahora como Pedro y otros habían
desenfundado la espada para defender al Maestro contra el arresto y cómo
Jesús había exhortado a Simón Pedro y a los demás a que guardaran la
espada. Mateo y Felipe también hicieron discursos, pero no salió nada
definitivo de estas discusiones, hasta que Tomás, llamando la atención
de ellos sobre el hecho de que Jesús había aconsejado a Lázaro de que no
se expusiera a la muerte, les hizo observar que nada podían hacer ellos
para salvar a su Maestro puesto que él se negaba a permitir a sus
amigos que lo defendieran, y puesto que él persistía en no utilizar sus
poderes divinos para frustrar a sus enemigos humanos. Tomás los
persuadió a que se dispersaran, cada uno por su cuenta, con el arreglo
de que David Zebedeo permanecería en el campamento para mantener un
punto de comunicación y un centro para los mensajeros del grupo. A las
dos y media de la mañana el campo estuvo desierto; sólo David permanecía
allí con tres o cuatro mensajeros, habiendo enviado a los demás para
informarse adonde habían llevado a Jesús y qué le harían.
Cinco de los apóstoles —Natanael, Mateo,
Felipe y los gemelos— fueron a esconderse en Betfagé y Betania. Tomás,
Andrés, Santiago y Simón el Zelote se escondieron en la ciudad. Simón
Pedro y Juan Zebedeo siguieron hasta la casa de Anás. Poco después del amanecer, Simón Pedro
volvió al campamento de Getsemaní, pintura viva de la desesperación más
profunda. David lo envió a cargo de un mensajero para que se reunirá con
su hermano Andrés, quien estaba en la casa de Nicodemo en Jerusalén. Hasta el fin mismo de la crucifixión, Juan
Zebedeo permaneció, tal como Jesús se lo había indicado, siempre cerca, y
él era el que suministraba información a los mensajeros de David de
hora en hora, la cual llevaron ellos a David en el jardín del
campamento, y que luego se transmitió a los apóstoles escondidos y a la
familia de Jesús. ¡De veras, está herido el pastor y están
dispersadas las ovejas! Aunque todos ellos se daban cuenta vagamente de
que Jesús les había anticipado esta situación misma, estaban tan
gravemente afectados por la súbita desaparición del Maestro como para
hacer uso de su mente en forma normal. Fue poco después del amanecer, y después de
que Pedro fue enviado a unirse con su hermano, cuando Judá, el hermano
en la carne de Jesús, llegó al campamento, casi sin aliento y delante
del resto de la familia de Jesús, sólo para enterarse de que al Maestro
ya lo habían arrestado, y nuevamente descendió corriendo al camino de
Jericó para llevar esta información a su madre y a sus hermanos y
hermanas. David Zebedeo envió un mensaje a la familia de Jesús, por
intermedio de Judá, de que se reunieran en la casa de Marta y María en
Betania y esperaran allí noticias que sus mensajeros les llevarían
regularmente. Ésta era la situación durante la última
mitad del jueves por la noche y las primeras horas de la mañana del
viernes en cuanto a los apóstoles, los discípulos principales, y la
familia terrenal de Jesús. Todos estos grupos e individuos se
mantuvieron en contacto mediante el servicio de mensajeros que David
Zebedeo continuó operando desde su central en el campamento de
Getsemaní.
A medida que iba acercándose al jardín este grupo de soldados y
guardianes armados con sus antorchas y linternas, Judas se adelantó al
grupo con el objeto de identificar rápidamente a Jesús para facilitar su
arresto antes de que sus asociados pudieran acudir en su defensa.
También había otra razón por la cual Judas eligió ir adelante de los
enemigos del Maestro: pensó que así, tal vez parecería que él había
llegado a la escena antes que los soldados, de manera tal que los
apóstoles y otros reunidos alrededor de Jesús no lo relacionaran
directamente con los guardias armados que tan de cerca lo seguían. Aun
pensó Judas que tal vez podía hacerse el que se había dado prisa para
advertirles la llegada de los arrestadores, pero este plan fue
desbaratado por la salutación desenmascaradora de Jesús al traidor.
Aunque el Maestro habló a Judas con suavidad, lo saludó como a un
traidor. En cuanto vieron Pedro, Santiago y Juan,
juntamente con unos treinta de los demás acampantes, el grupo armado y
sus antorchas en la cresta de la colina, se percataron de que estos
soldados venían a arrestar a Jesús, y todos ellos descendieron de prisa
al lagar donde estaba el Maestro sentado solitario, iluminado por la luna. Por un lado se iba acercando el
grupo de soldados y por el otro los tres apóstoles y sus asociados.
Cuando se adelantó Judas acercándose al Maestro, los dos grupos se
quedaron inmóviles, el Maestro situado entre ambos y Judas preparándose
para impartirle el beso traicionero en la frente.
Había sido esperanza del traidor que
podría, después de conducir a los guardias hasta Getsemaní, señalar
simplemente a los soldados cuál era Jesús, o cuanto más llevar a cabo la
promesa de saludarlo con un beso, y luego retirarse rápidamente de la
escena. Judas mucho temía que estuvieran todos los apóstoles presentes, y
que concentraran su ataque contra él en retribución por su atrevimiento
al traicionar a su maestro amado. Pero cuando el Maestro lo saludó como
a un traidor, tan confundido estuvo que no intentó escapar. Jesús realizó un último esfuerzo para
salvar a Judas del acto de traición en cuanto que antes de que el
traidor pudiera llegar hasta él, se hizo a un lado, y dirigiéndose al
soldado situado en el extremo izquierdo, el capitán de los romanos,
dijo: «¿A quién buscáis?» El capitán respondió: «A Jesús de Nazaret».
Entonces Jesús inmediatamente se presentó frente al oficial, e
incorporándose con la calma majestad del Dios de toda esta creación
dijo: «Yo soy». Muchos en este grupo armado habían escuchado a Jesús
enseñar en el templo, otros sabían de sus obras poderosas, y cuando lo
oyeron anunciar tan audazmente su identidad, los que estaban en primera
fila retrocedieron. Los sobrecogió el asombro ante este calmo y
majestuoso anuncio de su identidad. No había, pues, necesidad alguna de
que Judas cumpliera con su plan de traición. El Maestro se había
revelado audazmente a sus enemigos, y podrían haberlo ellos arrestado
sin la ayuda de Judas. Pero el traidor tenía que hacer algo para
justificar su presencia con este grupo armado y, además, quería dejar
sentado que estaba cumpliendo su parte del convenio de traición con los
potentados de los judíos, porque quería asegurarse la gran recompensa y
los honores que él creía que se acumularían sobre su persona, como
premio por su promesa de entregarles a Jesús.
Mientras se recuperaban los guardianes
después de su impresión al ver por primera vez a Jesús y oír el sonido
de su voz insólita, y mientras los apóstoles y discípulos se iban
acercando cada vez más, Judas se enfrentó con Jesús y, besándole la
frente, dijo: «Salve, Maestro e Instructor». Al abrazar así Judas a su
Maestro, Jesús dijo: «Amigo, ¿acaso no basta con esto? ¿Aún quieres
traicionar al Hijo del Hombre con un beso?» Los apóstoles y discípulos quedaron
literalmente paralizados por lo que vieron. Por un momento nadie se
movió. Luego Jesús, desenredándose del abrazo traicionero de Judas, se
acercó a los guardianes del templo y soldados y nuevamente preguntó: «¿A
quién buscáis?» Nuevamente el capitán dijo: «A Jesús de Nazaret».
Nuevamente contestó Jesús: «Ya os he dicho que yo soy. Si, por lo tanto,
me buscáis, dejad que estos otros vayan por su camino. Estoy pronto
para ir con vosotros». Jesús estaba dispuesto a volver a Jerusalén
con los guardianes, y el capitán y los soldados estaban dispuestos a
permitir que los tres apóstoles y sus asociados se fueran en paz por su
camino. Pero antes de que salieran, mientras Jesús estaba allí de pie
esperando las órdenes del capitán, cierto Malco, el guardaespalda sirio
del sumo sacerdote, se acercó a Jesús preparándose para atarle las manos
a la espalda, aunque el capitán romano no había mandado que le ataran.
Cuando Pedro y sus asociados vieron que su Maestro estaba siendo
sometido a esta indignidad, ya no pudieron contenerse. Pedro desenfundó
la espada y se abalanzó con los demás para destruir a Malco. Pero antes
de que pudieran intervenir los soldados en defensa del siervo del sumo
sacerdote, Jesús levantó la mano frente a Pedro en gesto de prohibición,
y, con tono perentorio dijo: «Pedro, guarda tu espada. Los que a espada
luchan, a espada mueren. ¿Acaso no comprendes que es voluntad de mi
Padre que yo beba esta copa? Además, ¿acaso no sabes que, aun ahora, yo
podría ordenar a más de doce legiones de ángeles y a sus asociados que
me salven de las manos de estos pocos hombres?»
Aunque Jesús puso fin en forma eficaz a
esta demostración de resistencia física de sus seguidores, ésta fue
suficiente para despertar el temor del capitán de los guardianes, quien,
con la ayuda de sus soldados, puso sus manos pesadas sobre Jesús y
rápidamente lo ató. Mientras lo ataban las manos con fuertes cuerdas,
Jesús les dijo: «¿Por qué me atacáis con espadas y palos como que si
quisierais capturar a un ladrón? Yo estuve en el templo con vosotros
todos los días, enseñando públicamente al pueblo, y no hicisteis
esfuerzo alguno por apresarme». Cuando Jesús estuvo atado, el capitán,
temiendo que sus seguidores intentaran rescatarlo, dio órdenes de que
fueran todos arrestados; pero los soldados no alcanzaron a llevar a cabo
la acción porque, habiendo oído la orden de arresto del capitán, los
seguidores de Jesús huyeron de prisa a la hondonada. Durante todo este
tiempo, Juan Marcos había permanecido oculto en el cobertizo cercano.
Cuando empezaron los soldados el camino de vuelta a Jerusalén con Jesús,
Juan Marcos intentó salir de su cobertizo para unirse a los apóstoles y
discípulos que habían huido; pero en cuanto se asomó, pasaba por ahí
uno de los últimos de los soldados que volvía de perseguir a los
discípulos en huida y, viendo al joven en su manto de lino, lo
persiguió, llegando casi a apresarlo. En realidad, el soldado llegó tan
cerca de Juan como para agarrar su manto, pero el joven se liberó del
indumento, escapando desnudo mientras el soldado se quedaba con el manto
vacío. Juan Marcos se abrió paso a gran prisa hasta donde estaba David
Zebedeo, en el sendero alto. Cuando le dijo a David lo que había
ocurrido, ambos se dieron prisa hasta las tiendas de los apóstoles
dormidos e informaron a los ocho de la traición del Maestro y su
arresto. Mientras despertaban los ocho apóstoles,
volvían los que habían huído a la hondonada, y se reunieron todos juntos
cerca del lagar de aceitunas para discutir qué hacer. Mientras tanto,
Simón Pedro y Juan Zebedeo, que se habían ocultado entre los olivos, ya
se habían ido siguiendo a los soldados, guardianes y siervos que
conducían a Jesús de vuelta a Jerusalén como si llevaran a un criminal
desesperado. Juan los siguió de cerca mientras que Pedro se mantenía más
distante. Después de escapar de las garras del soldado, Juan Marcos se
consiguió un manto que encontró en la tienda de Simón Pedro y Juan
Zebedeo. Sospechaba que los guardias llevarían a Jesús a la casa de
Anás, el sumo sacerdote emérito; así pues, corrió a través de los
olivares y llegó allí antes del grupo, ocultándose cerca de la entrada
al portal del palacio del sumo sacerdote.