Uno de los bandidos vituperó a Jesús diciendo: «Si eres el Hijo de
Dios, ¿por qué no te salvas a ti mismo y nos salvas a nosotros?» Pero
cuando terminó de reprochar así a Jesús, el otro ladrón, que muchas
veces había oído las enseñanzas del Maestro, dijo: «¿Acaso no temes ni
siquiera a Dios? ¿No ves que sufrimos con justicia por nuestras
acciones, pero este hombre sufre injustamente? Mejor sería que
buscásemos el perdón de nuestros pecados y la salvación de nuestra
alma». Cuando Jesús oyó al ladrón hablar así, volvió la cara hacia él y
sonrió con aprobación. Al ver el malhechor el rostro de Jesús vuelto
hacia él, se llenó de valor, ventiló la pobre llamita de fe, y dijo:
«Señor, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Entonces Jesús dijo:
«De cierto, de cierto hoy te digo que tú algún día estarás conmigo en el Paraíso».
El Maestro encontró tiempo, en medio de la tortura de la muerte, para
escuchar la confesión de fe del bandido creyente. Una vez que este
bandido iba en pos de la salvación, él encontró la liberación. Muchas
veces antes, él había sentido el impulso de creer en Jesús, pero sólo en
estas últimas horas de conciencia se volvió de todo corazón hacia las
enseñanzas del Maestro. Cuando vio la forma en que Jesús se enfrentaba
con la muerte en la cruz, este ladrón ya no pudo resistir la convicción
de que el Hijo del Hombre era en verdad el Hijo de Dios.
Durante este episodio de la conversión y recepción del ladrón en el
reino por Jesús, el apóstol Juan estaba ausente, porque había ido a la
ciudad para recoger a su madre y a los amigos de ella y conducirlos a la
escena de la crucifixión. Lucas posteriormente escuchó este relato de
labios del capitán romano de la guardia, que se había convertido.
El apóstol Juan habló de la crucifixión tal como él recordaba el
acontecimiento, dos tercios de siglo después de lo ocurrido. Los demás
registros se basan en el relato del centurión romano que estaba a cargo,
quien, por causa de lo que vio y oyó, posteriormente creyó en Jesús y
entró a la hermandad plena del reino del cielo en la tierra.
Este joven, el bandido penitente, había caído en una vida de violencia y
fechorías por influencia de los que encomiaban tal carrera criminal
como eficaz protesta patriótica contra la opresión política y la
injusticia social. Este tipo de enseñanza, sumado al anhelo de
aventuras, conducía a muchos jóvenes, de otro modo bien intencionados,
alistarse a estas atrevidas expediciones de robo. Este joven veía a
Barrabás como héroe. Ahora, se daba cuenta de su error. Ahí, en la cruz,
a su lado vio él a un verdadero gran hombre, un verdadero héroe. Vio él
a un héroe que inflamaba su celo e inspiraba sus más altas ideas de
dignidad moral y estimulaba todos sus ideales de valor, hombría y
valentía. Al contemplar a Jesús, brotó en su corazón un sentimiento
sobrecogedor de amor, lealtad y grandeza genuina.
Si otra persona en el gentío vituperante hubiera experimentado el
nacimiento de la fe en su alma y hubiera apelado a la misericordia de
Jesús, habría sido recibida con la misma consideración amante que él
mostró hacia el bandido creyente.
Instantes después de prometer el Maestro al ladrón arrepentido que se
encontrarían alguna vez en el Paraíso, retornó Juan de la ciudad,
acompañado de su madre y un grupo de casi doce mujeres creyentes. Juan
estuvo junto a María la madre de Jesús, confortándola. Su hijo Judá
estaba de pie del otro lado. Al mirar la escena Jesús, era ya el
mediodía, y dijo a su madre: «Mujer, he aquí a tu hijo» y hablando a Juan, le dijo: «¡Hijo mío, he aquí a tu madre!» Luego se dirigió a ambos, diciendo: «Deseo que os vayáis de este lugar».
Así pues, Juan y Judá se llevaron a María del Gólgota. Juan llevó a la
madre de Jesús al lugar donde él paraba en Jerusalén, y luego volvió de
prisa a la escena de la crucifixión. Después de la Pascua, María volvió a
Betsaida, donde vivió en la casa de Juan por el resto de su vida
natural. María no llegó a vivir un año entero después de la muerte de
Jesús.
Cuando María se fue, las otras mujeres se retiraron a corta distancia y
permanecieron acompañando a Jesús hasta que éste expiró en la cruz, y
aún estaban allí cuando bajaron de la cruz el cuerpo del Maestro para
ser sepultado.
Alrededor de las nueve y media por la mañana de este viernes, Jesús
fue colgado de la cruz. Antes de las once, más de mil personas se habían
reunido para presenciar este espectáculo de la crucifixión del Hijo del
Hombre. A lo largo de estas horas espantosas las huestes invisibles de
un universo estuvieron mirando, mudas, este fenómeno extraordinario del
Creador que estaba padeciendo la muerte de la criatura, aun la más
innoble muerte de un criminal condenado.
Junto a la cruz estuvieron en distintos momentos de la crucifixión
María, Ruth, Judá, Juan, Salomé (la madre de Juan), y un grupo de
mujeres, sinceras creyentes, que incluía a María la mujer de Clopas y la
hermana de la madre de Jesús, a María Magdalena, y a Rebeca,
anteriormente de Séforis. Estos y otros amigos de Jesús se mantuvieron
en silencio, prsesenciando su gran paciencia y fortaleza y contemplando
sus intensos sufrimientos.
Muchos de los que pasaban por ahí meneaban la cabeza y, burlándose de
él, decían: «Tú que destruirías el templo y lo volverías a edificar en
tres días, sálvate. Si eres el Hijo de Dios, ¿por qué no te bajas de tu
cruz?» De la misma manera algunos de los líderes de los judíos se
mofaban de él diciendo: «Salvó a otros, pero no se puede salvar a sí
mismo». Otros decían: «Si eres el rey de los judíos, bájate de la cruz, y
entonces creeremos en ti». Y más tarde se burlaron aun más, diciendo:
«El confió en que Dios le libraría. Aun afirmó ser el Hijo de Dios
—miradlo ahora— crucificado entre dos ladrones». Hasta los dos ladrones
también se burlaban de él y lo reprochaban.
Como Jesús no respondía nada a sus burlas, y puesto que se estaba
acercando el mediodía de este día especial de preparación, a eso de las
once y media la mayoría de la multitud jocosa y vituperante se había ido
por su camino; permanecieron allí menos de cincuenta personas. Los
soldados se dispusieron a comer y beber su vino barato y agrio,
preparándose para la larga vigilia de la muerte. Al compartir su vino,
burlonamente brindaron a Jesús, diciendo: «¡Salud y buena fortuna! Al
rey de los judíos». Y se asombraron ante la reacción tolerante del
Maestro a sus burlas y mofas.
Cuando Jesús los vio comer y beber, bajó la mirada hacia ellos y dijo: «Tengo sed».
Al oír el capitán de los guardias a Jesús decir «tengo sed», le llevó
un poco del vino de su botella y, colocando una esponja saturada en el
extremo de una jabalina, la levantó hasta Jesús para que se pudiese
humedecer los labios resecos.
Jesús se había propuesto vivir sin recurrir a sus poderes
sobrenaturales y del mismo modo eligió morir como un mortal común y
corriente en la cruz. Había vivido como un hombre, y quería morir como
un hombre —haciendo la voluntad del Padre.
Antes de salir del patio del pretorio, los soldados colocaron sobre
los hombros de Jesús el travesaño. Era costumbre obligar al condenado a
que llevara el travesaño hasta el sitio de la crucifixión. El condenado
no llevaba toda la cruz, sino tan sólo esta viga más corta. Las piezas
más largas y verticales de las tres cruces de madera ya se habían
transportado al Gólgota y, cuando llegaron los soldados con sus
prisioneros, ya estaban plantadas firmemente en la tierra.
De acuerdo con la costumbre, el capitán conducía la procesión, llevando
pequeñas tablillas blancas en las que se había escrito con carbón el
nombre de los criminales y la naturaleza de los crímenes por los cuales
habían sido condenados. Para los dos ladrones, el centurión tenía
leyendas con su nombre, y debajo del nombre había una sola palabra,
«bandido». Era costumbre, después de clavar la víctima al travesaño e
izarla hasta su lugar sobre la viga vertical, clavar esta leyenda en el
extremo superior de la cruz, justo encima de la cabeza del criminal,
para que todos los espectadores pudieran enterarse por cuál crimen se
crucificaba al condenado. La leyenda que llevaba el centurión para
colocar en la cruz de Jesús había sido escrita por Pilato mismo en
latín, griego y aramaico, y decía: «Jesús de Nazaret —rey de los
judíos».
Algunas de las autoridades judías que aún estaban presentes cuando
Pilato escribió esta leyenda protestaron vigorosamente, porque no
querían que se llamara a Jesús «rey de los judíos». Pero Pilato les
recordó que esa acusación era parte de los cargos que llevaron a su
condena. Cuando los judíos vieron que no podían convencer a Pilato de
que cambiara de idea, le rogaron que por lo menos modificara la leyenda
como sigue: «Él dijo: ‘yo soy el rey de los judíos'». Pero Pilato se
mantuvo firme; no quiso modificar su leyenda. Ante todas las súplicas él
tan sólo contestó: «Lo que he escrito, he escrito».
Generalmente era costumbre viajar al Gólgota por el camino más largo,
para que mayor número de personas pudieran ver al condenado, pero este
día fueron por el camino más directo, saliendo por la puerta de Damasco,
que se abría al norte de la ciudad, y siguiendo este camino, pronto
llegaron al Gólgota, el sitio oficial de Jerusalén para las
crucifixiones. Más allá del Gólgota estaban las villas de los pudientes,
y del otro lado de la carretera estaban las tumbas de muchos judíos
ricos.
La crucifixión no era un tipo de condena de los judíos. Tanto los
griegos como los romanos habían aprendido este método de ejecución de
los fenicios. Aun Herodes, a pesar de su gran crueldad, no llegó nunca a
practicar la crucifixión. Los romanos nunca crucificaron a un ciudadano
romano; este tipo deshonorable de muerte se usaba tan sólo para los
esclavos y los pueblos súbditos. Durante el sitio de Jerusalén, tan sólo
cuarenta años después de la crucifixión de Jesús, el Gólgota entero se
cubrió de miles y miles de cruces sobre las que, día tras día, pereció
la flor de la raza judía. En verdad una cosecha trágica, de lo que se
sembrara en ese día.
A medida que pasaba la procesión de muerte por las angostas calles de
Jerusalén, muchas judías de corazón tierno que habían oído las palabras
de buen ánimo y compasión de Jesús, y que conocían su vida de ministerio
amante, no pudieron contener el llanto al verlo conducido a una muerte
tan innoble. A su paso pues, muchas de estas mujeres lloraban y se
lamentaban. Cuando algunas de ellas se atrevieron a caminar a su lado,
el Maestro volvió hacia ellas la cabeza y dijo: «Hijas
de Jerusalén, no lloréis por mí, sino más bien por vosotras y por
vuestros hijos. Mi obra está casi terminada —pronto iré a mi Padre— pero
los tiempos de tribulaciones tremendas recién empiezan para Jerusalén.
He aquí que vendrán días en que diréis: Bienaventuradas las estériles y
las de pechos que no amamantaron jamás a sus pequeños. En aquellos días,
imploraréis que caigan sobre vosotras las rocas de las colinas para
libraros de los terrores de vuestras tribulaciones».
Estas mujeres de Jerusalén en verdad eran valientes al manifestar
compasión por Jesús, porque estaba estrictamente prohibido por la ley
mostrar sentimientos caritativos por el que iba hacia su crucifixión. Se
permitía que el gentío se lo mofara al condenado, se burlara de él o lo
ridiculizara, pero no se permitía que se expresara compasión alguna.
Aunque Jesús apreciaba estas manifestaciones de compasión en esta hora
oscura en la que sus amigos estaban escondidos, no quería que estas
mujeres de buen corazón incitaran la ira de las autoridades por
atreverse a mostrar misericordia por él. Aun en ese momento, Jesús poco
pensaba en sí mismo, sino que pensaba en los días terribles de tragedia
que caerían sobre Jerusalén y sobre toda la nación judía.
Mientras el Maestro trastabillaba camino de la crucifixión, estaba muy
cansado; estaba casi exhausto. No había comido ni bebido desde la última
cena en la casa de Elías Marcos. Tampoco le habían permitido que
disfrutara de un momento de reposo. Además, hubo de soportar un
interrogatorio tras otro hasta la hora de su condena, sin mencionar los
azotes abusivos, el sufrimiento físico y la pérdida de sangre. Además de
todo esto, estaba su extremada angustia mental, su aguda tensión
espiritual, y un sentimiento terrible de soledad humana.
Poco después de pasar por la puerta de salida de la ciudad, al tropezar
Jesús bajo el travesaño, la fuerza física le abandonó por un momento, y
cayó bajo el peso de su enorme carga. Los soldados le gritaron y
patearon, pero él no podía levantarse. Cuando el capitán vio esto,
sabiendo todo lo que Jesús ya había soportado, mandó a sus soldados que
desistiesen. Luego ordenó a uno que pasaba, un tal Simón de Cirene, que
tomara el travesaño de los hombros de Jesús y lo obligó a llevarlo por
el resto del camino hasta el Gólgota.
Este Simón había venido de Cirene, en el norte de África, para asistir a
la Pascua. Paraba con otros cirineos en las afueras de los muros de la
ciudad e iba camino del templo para asistir a los oficios cuando el
capitán romano le mandó que llevara el travensaño de Jesús. Simón
permaneció allí todas las horas que tardó el Maestro en morir en la
cruz, hablando con muchos de sus amigos y con sus enemigos. Después de
la resurrección y antes de irse de Jerusalén, él se convirtió
valientemente al evangelio del reino, y cuando volvió a su hogar,
condujo a toda su familia al reino celestial. Sus dos hijos, Alejandro y
Rufo, fueron maestros muy eficaces del nuevo evangelio en África. Pero
Simón nunca supo que Jesús, cuya carga él llevó, y el tutor judío que
cierta vez había consolado a su hijo lesionado, eran la misma persona.
Fue poco después de las nueve cuando esta procesión de muerte llegó al
Gólgota, y los soldados romanos se ocuparon de la tarea de clavar a los
dos bandidos y al Hijo del Hombre en sus respectivas cruces.
Los soldados ataron primero con sogas los brazos del Maestro al
travensaño, y luego le clavaron las manos al leño. Izaron luego el
travensaño al poste, y después de clavarlo firmemente al madero vertical
de la cruz, le ataron y clavaron los pies a la madera, usando un clavo
largo para penetrar los dos pies. La madera vertical llevaba una cuña
grande, colocada a la altura apropiada, que funcionaba como soporte para
aguantar el peso del cuerpo. La cruz no era alta, los pies del Maestro
se encontraban tan sólo un metro por encima de la tierra. Por lo tanto,
pudo oír todo lo que burlonamente se decía de él y pudo ver claramente
la expresión de los rostros de todos los que tan impensadamente se
mofaban de él. También los que estaban presentes pudieron oír fácilmente
todo lo que dijo Jesús durante estas horas de constante tortura y
muerte lenta.
Era costumbre quitar todas las vestimentas de los que debían ser
crucificados, pero puesto que los judíos objetaban grandemente a que se
mostrara el cuerpo humano desnudo en público, los romanos proveían un
paño adecuado para los condenados a la crucifixión en Jerusalén. Por lo
tanto, una vez que le quitaron a Jesús sus vestimentas, con eso lo
cubrieron antes de colocarlo en la cruz.
Se recurría a la crucifixión como castigo particularmente cruel y
lento, pues a veces tardaba varios días la víctima en morir. Había mucha
oposición a la crucifixión en Jerusalén, y existía una asociación de
mujeres judías, que siempre enviaban a una representante a las
crucifixiones, con el objeto de ofrecer a la víctima vino drogado para
aliviar sus sufrimientos. Pero cuando Jesús probó de este vino con
narcótico, a pesar de la sed que tenía, se negó a beberlo. El Maestro
eligió mantener la conciencia humana hasta el fin mismo. Deseaba
enfrentarse con la muerte, aun en esta forma tan cruel e inhumana, y
conquistarla mediante la sumisión voluntaria a la plena experiencia
humana.
Antes de que Jesús fuera colocado en la cruz, ya se habían colocado en
las cruces los dos bandidos, que no dejaban de insultar y escupir a sus
verdugos. Las únicas palabras de Jesús, al clavarlo ellos al travensaño,
fueron «Padre, perdónalos porque no saben qué están haciendo».
No podría haber intercedido tan misericordiosa y amantemente en favor
de sus verdugos si estos pensamientos de devoción afectuosa no hubiesen
sido el manantial mismo de su vida de servicio altruista. Las ideas,
motivos y anhelos de toda una vida se revelan abiertamente en una
crisis.
Una vez que izaron al Maestro a la cruz, el capitán clavó la leyenda
encima de su cabeza, y ésta leía en tres idiomas: «Jesús de Nazaret —el
rey de los Judíos». Los judíos estaban furiosos por este supuesto
insulto. Pero Pilato se había enfadado por la conducta irrespetuosa de
los judíos; le parecía que lo habían intimidado y humillado, y eligió
este método para obtener una mezquina venganza. Podría haber escrito
«Jesús, un rebelde». Pero él bien sabía que estos judíos de Jerusalén
detestaban el nombre mismo de Nazaret, y estaba decidido a humillarlos
de esta manera. Sabía que también se resentirían mucho al ver que este
galileo crucificado era llamado «el rey de los judíos».
Muchos de los líderes judíos, cuando supieron de cómo Pilato los
trataba ridiculizar al poner esa inscripción en la cruz de Jesús, fueron
de prisa al Gólgota, pero al llegar no se atrevieron a quitar la
leyenda, puesto que los soldados romanos estaban de guardia. Como no
pudieron quitar el título, estos líderes se mezclaron con la multitud e
hicieron lo que pudieron para incitar a la burla y al ridículo, para que
nadie tomara en serio la inscripción.
El apóstol Juan, con María la madre de Jesús, Ruth y Judá, llegaron a
la escena poco después de que habían izado a Jesús a su posición en la
cruz, y mientras estaba el capitán clavando la leyenda sobre la cabeza
del Maestro. Juan fue el único de los once apóstoles que presenció la
crucifixión, y aun él no estuvo presente todo el tiempo, puesto que
corrió a Jerusalén para traer a su madre y a las amigas de ella, poco
después de haber acompañado al Gólgota a la madre de Jesús.
Cuando Jesús vio a su madre, con Juan y su hermano y hermana, sonrió,
pero no dijo nada. Mientras tanto los cuatro soldados que tenían a su
cargo la crucifixión del Maestro, como era costumbre, se habían dividido
entre ellos sus indumentos, llevando uno las sandalias, otro el
turbante, otro el cinto, y el cuarto, el manto. Quedaba tan sólo la
túnica, un indumento sin costuras que llegaba hasta cerca de las
rodillas; los soldados iban a cortarla en cuatro pedazos, pero cuando
vieron que se trataba de una vestimenta tan insólita, decidieron echar
suertes por ésta. Jesús los miraba desde arriba mientras se dividían sus
vestimentas, y la multitud desconsiderada se burlaba de él.
Fue una suerte de que los soldados romanos tomaran posesión de las
ropas del Maestro. De no ser así, si sus seguidores hubieran conseguido
estos indumentos, tal vez habrían caído en la tentación de adorar en
forma supersticiosa estas reliquias. El Maestro deseaba que sus
seguidores no pudieran tener ningún objeto material para asociarlo con
su vida en la tierra. Quería dejar a la humanidad tan sólo el recuerdo
de una vida humana dedicada al alto ideal espiritual de consagrarse a
hacer la voluntad del Padre.
UNA vez que se hubo preparado a los dos bandidos, los soldados, bajo
el mando de un centurión, salieron hacia el sitio de la crucifixión. El
centurión a cargo de estos doce soldados era el mismo capitán que la
noche anterior había conducido a los soldados romanos al arresto de
Jesús en Getsemaní. Era costumbre romana asignar cuatro soldados a cada
uno de los que serían crucificados. Los dos bandidos fueron debidamente
azotados antes de que se los llevara para la crucifixión, pero Jesús no
recibió golpes adicionales; indudablemente el capitán pensó que ya había
sido azotado bastante, aun antes de su condena.
Los dos ladrones crucificados con Jesús eran cómplices de Barrabás y
habrían sido puestos a muerte más tarde con su líder de no haber sido
éste soltado por Pilato como el perdón pascual. Jesús pues fue
crucificado en lugar de Barrabás.
Lo que Jesús está a punto a hacer, sometiéndose a la muerte en la cruz,
lo hace él por su libre albedrío. Al pronosticar esta experiencia, él
dijo: «El Padre me ama y me sostiene porque estoy
dispuesto a ofrendar mi vida. Pero tomaré posesión de ella de nuevo.
Nadie me quita la vida, —por mí mismo la ofrendo. Tengo poder para
ofrendarla, y tengo poder para tomar posesión de ella. Este mandamiento
recibí de mi Padre».
Eran apenas antes de las nueve de esta mañana cuando los soldados
condujeron a Jesús del pretorio, camino al Gólgota. Muchos de entre los
que caminaban tras de esta procesión eran simpatizantes en secreto de
Jesús, pero la mayor parte de este grupo de unos doscientos o más,
estaba formado de sus enemigos y de holgazanes curiosos que simplemente
deseaban disfrutar del espectáculo chocante de las crucifixiones. Sólo
unos pocos de los líderes judíos fueron a presenciar la muerte de Jesús
en la cruz. Sabiendo que Pilato lo había entregado a los soldados
romanos y que estaba condenado a muerte, se ocuparon más bien de su
reunión en el templo, en la que discutieron qué habrían de hacer con los
seguidores de Jesús.
No existe una relación directa entre la muerte de Jesús y la Pascua
judía. Es verdad que el Maestro entregó su vida en la carne en este día,
el día de preparación para la Pascua judía, y alrededor de la hora en
que se sacrificaba los corderos pascuales en el templo. Pero este
acontecimiento coincidente no indica de ninguna manera que la muerte del
Hijo del Hombre en la tierra tenga relación alguna con el sistema
sacrificatorio judío. Jesús era judío, pero como Hijo del Hombre era un
mortal de los reinos. Los acontecimientos ya narrados que condujeron a
esta hora de crucifixión inminente del Maestro son suficientes para
indicar que su muerte aproximadamente en ese momento fue un asunto
puramente natural y en manos de los hombres.
Fue el hombre y no Dios quien planeó y ejecutó la muerte de Jesús en la
cruz. Es verdad que el Padre se negó a interferir en la marcha de los
acontecimientos humanos en Urantia, pero el Padre en el Paraíso no
decretó, no demandó, ni requirió la muerte de su Hijo de la manera como
se la llevó a cabo en la tierra. Es un hecho que de alguna forma, tarde o
temprano, Jesús habría tenido que despojarse de su cuerpo mortal, dando
fin a su encarnación, pero podría haberlo hecho de maneras incontables,
sin morir en una cruz entre dos ladrones. Todo esto fue obra del
hombre, no de Dios.
A la hora del bautismo del Maestro, él ya había cumplido con la técnica
de la experiencia requisita en la tierra y en la carne, necesaria para
que concluyera su séptimo y último autootorgamiento en el universo. Se
cumplió en este mismo momento el deber de Jesús en la tierra. Toda la
vida que vivió después de eso, y aun la forma de su muerte, fue un
ministerio puramente personal de su parte para bienestar y elevación de
las criaturas mortales en este mundo y en otros mundos.
El evangelio de la buena nueva de que el hombre mortal puede, por la
fe, llegar a ser consciente espiritualmente de que él es hijo de Dios,
no depende de la muerte de Jesús. Es verdad, en efecto, que este
evangelio del reino ha sido enormemente iluminado por la muerte del
Maestro, pero lo fue aun más por su vida.
Todo lo que el Hijo del Hombre dijo o hizo en la tierra embelleció
grandemente las doctrinas de la filiación con Dios y de la hermandad de
los hombres, pero estas relaciones esenciales de Dios y de los hombres
son inherentes en los hechos universales del amor de Dios por sus
criaturas y de la misericordia innata de sus Hijos divinos. Estas
relaciones conmovedoras y divinamente hermosas entre el hombre y su
Hacedor en este mundo y en todos los otros a lo largo y a lo ancho del
universo de los universos, han existido desde la eternidad; y no son en
sentido alguno dependientes de esas actuaciones periódicas de
autootorgamiento de los Hijos Creadores de Dios, quienes así toman la
naturaleza y semejanza de las inteligencias creadas por ellos, como
parte del precio que deben pagar para adquirir finalmente la soberanía
ilimitada de sus respectivos universos locales.
El Padre en el cielo amaba de igual manera al hombre mortal en la
tierra antes de la vida y muerte de Jesús en Urantia que después de esta
exhibición trascendental de asociación de hombre y Dios. Esta poderosa
transacción de la encarnación del Dios de Nebadon como hombre en Urantia
no podía aumentar los atributos del Padre eterno, infinito y universal,
pero sí enriqueció y esclareció a todos los demás administradores y
criaturas del universo de Nebadon. Aunque el Padre en el cielo no nos
ama más por esta encarnación de Micael, todas las demás inteligencias
celestiales sí lo hacen. Y esto se debe a que Jesús reveló, no solamente
a Dios al hombre, sino asimismo hizo una nueva revelación del hombre a
los Dioses y a las inteligencias celestiales del universo de los
universos.
Jesús no está a punto de morir como sacrificio por el pecado. El no
expía la culpa moral innata de la raza humana. La humanidad no tiene tal
culpa racial ante Dios. La culpa es puramente una cuestión de pecado
personal y rebeldía deliberada y de sabiendas contra la voluntad del
Padre y la administración de sus Hijos.
El pecado y la rebelión nada tienen que ver con el plan fundamental de
autootorgamientos de los Hijos de Dios Paradisiacos, aunque nos parezca
que el plan de salvación es una característica provisional del plan
autootorgador.
La salvación de Dios para los mortales de Urantia habría sido
igualmente eficaz y perfectamente certera si Jesús no hubiese sido
puesto a muerte por las manos crueles de mortales ignorantes. Si los
mortales de la tierra hubieran recibido favorablemente al Maestro y si
él hubiera partido de Urantia por abandono voluntario de su vida en la
carne, el hecho del amor de Dios y de la misericordia del Hijo —el hecho
de la filiación con Dios— de ninguna manera habría sido afectado.
Vosotros los mortales sois hijos de Dios, y sólo una cosa se requiere
para que esta verdad se vuelva un hecho en vuestra experiencia personal,
y ésa es: vuestra fe nacida del espíritu.
Una vez que Pilato se hubo lavado las manos ante la multitud,
buscando así escapar a la culpa de entregar un hombre inocente a que
fuera crucificado, sólo porque temía resistirse a los reclamos de los
dirigentes de los judíos, ordenó que el Maestro fuera entregado a los
soldados romanos e instruyó al capitán que se lo crucificara
inmediatamente. Al hacerse cargo de Jesús, los soldados lo condujeron de
vuelta al patio del pretorio, y después de quitarle el manto que le
había puesto Herodes, lo vistieron con sus propios indumentos. Estos
soldados se burlaron y se mofaron de él, pero no le infligieron castigo
físico. Jesús estaba ahora a solas con estos soldados romanos. Sus
amigos estaban escondidos; sus enemigos se habían ido por su camino; aun
Juan Zebedeo ya no estaba a su lado.
Fue poco después de las ocho que Pilato entregó a Jesús a los soldados,
y poco después de las nueve partieron ellos para el lugar de la
crucifixión. Durante este período de más de media hora Jesús no habló
una sola palabra. El departamento ejecutivo de un gran universo se
encontraba prácticamente parado. Gabriel y los altos gobernantes de
Nebadon se hallaban reunidos aquí en Urantia, o siguiendo de cerca los
informes espaciales de los arcángeles para mantenerse al tanto de lo que
le estaba ocurriendo al Hijo del Hombre en Urantia.
Al aprontarse los soldados para llevar a Jesús al Gólgota, ya se
encontraban ellos bajo la influencia de su insólita serenidad y dignidad
extraordinaria, de su silencio sin quejas.
Buena parte de la demora en salir con Jesús para el lugar de la
crucifixión se debió a que el capitán decidió a último minuto llevarse a
dos criminales que habían sido condenados a muerte; puesto que Jesús
sería crucificado esa mañana, el capitán romano pensó que estos dos
podían también morir con él en vez de esperar hasta el fin de las
festividades de la Pascua.
En cuanto prepararon a estos ladrones, se los condujo al patio, donde
contemplaron a Jesús, uno de ellos por primera vez, pero el otro le
había oído hablar muchas veces, tanto en el templo como, muchos meses
antes, en el campamento de Pella.
Poco después de que fuera Jesús entregado a los soldados romanos al
fin de la audiencia ante Pilato, un grupo de guardianes del templo se
dirigió de prisa a Getsemaní para dispersar o arrestar a los seguidores
del Maestro. Pero mucho antes de su llegada, estos seguidores se habían
dispersado. Los apóstoles se habían retirado a lugares designados para
ocultarse; los griegos se habían separado y se habían dirigido a
distintas casas en Jerusalén; los demás discípulos habían desaparecido
del mismo modo. David Zebedeo creía que los enemigos de Jesús
retornarían; por lo tanto en seguida quitó unas cinco o seis tiendas en
la parte alta de la hondonada, junto al sitio al que tan frecuentemente
el Maestro se retiraba para orar y adorar. Aquí él pensaba ocultarse y
al mismo tiempo mantener un centro, o estación coordinadora, para sus
servicios de mensajería. Apenas David había abandonado el campamento,
cuando llegaron los guardianes del templo. Como no encontraron allí a
nadie, se conformaron con incendiar el campamento y luego se apresuraron
a volver al templo. Al escuchar su informe, el sanedrín estuvo
satisfecho de que los seguidores de Jesús estaban tan totalmente
asustados y preocupados que ya no habría peligro de revueltas ni intento
alguno de rescatar a Jesús de las manos de sus ajusticiadores. Por fin
pudieron respirar en paz, y así levantaron la sesión, y cada uno fue a
prepararse para la Pascua. Tan pronto como Pilato entregó a Jesús a
los soldados romanos para su crucifixión, un mensajero se fue de prisa a
Getsemaní para informar a David, y a los cinco minutos ya habían
corredores camino de Betsaida, Pella, Filadelfia, Sidón, Siquem, Hebrón,
Damasco y Alejandría. Todos estos mensajeros llevaban la noticia de que Jesús estaba a punto de ser crucificado por los romanos por pedido insistente de los potentados de los judíos.
A lo largo de este día trágico, hasta que
finalmente llegó el mensaje de que el Maestro había sido colocado en el
sepulcro, David envió mensajeros aproximadamente cada media hora con
informes para los apóstoles, los griegos, y la familia terrenal de
Jesús, reunida en la casa de Lázaro en Betania. Cuando los mensajeros
partieron con la noticia de que Jesús había sido sepultado, David
despidió a su cuerpo de corredores locales para la celebración de la
Pascua y para el sábado de reposo, con instrucciones de que volvieran a
él en secreto el domingo por la mañana, concurriendo a la casa de
Nicodemo, en donde pensaba esconderse por unos días con Andrés y Simón
Pedro. Este David Zebedeo de mente tan peculiar
fue el único de los principales discípulos de Jesús que tomó
literalmente y como cosa normal la declaración del Maestro de que él
moriría y «resucitaría al tercer día». David le había escuchado una vez
esta predicción y, siendo de mente literal, se proponía reunir a sus
mensajeros el domingo por la mañana temprano en la casa de Nicodemo,
para que estuvieran disponibles para difundir la noticia, en caso de que
Jesús se levantara de los muertos. Pronto descubrió David que ninguno
de los seguidores de Jesús esperaba que él volviese tan pronto de la
tumba; por lo tanto, poco dijo de su creencia, y nada sobre la
movilización de sus mensajeros para el domingo por la mañana temprano,
excepto a los corredores que habían sido enviados en la mañana del
viernes a ciudades y centros de creyentes distantes. Así pues estos seguidores de Jesús,
dispersados por todo Jerusalén y sus alrededores, esa noche compartieron
la Pascua y al día siguiente permanecieron en retiro.
Cuando Jesús fue arrestado, sabía que su trabajo
en la tierra, en la semejanza de la carne mortal, estaba terminado. El
comprendía plenamente la manera como moriría, y poco le preocupaban los
detalles de los así llamados juicios.
Ante el tribunal de los sanedristas, Jesús
se negó a responder al testimonio de los testigos perjuros. Tan sólo
había una pregunta que siempre tendría respuesta, fuera amigo o enemigo
el que la preguntara, y ésa era la que se refería a la naturaleza y
divinidad de su misión en la tierra. Cuando se le preguntaba si él era
el Hijo de Dios, respondía infaliblemente. Se negó firmemente a hablar
en presencia del curioso y malvado Herodes. Ante Pilato habló sólo
cuando pensó que podría ayudar a Pilato o a algún otro ser sincero para
que alcanzaran un conocimiento mejor de la verdad de lo que él decía.
Jesús había enseñado a sus apóstoles que era inútil echar perlas a los
cerdos; ahora, se atrevía a practicar lo que enseñara. Su conducta
durante este tiempo ejemplificó la sumisión paciente de la naturaleza
humana combinada con el silencio majestuoso y la dignidad solemne de la
naturaleza divina. Estaba dispuesto a conversar con Pilato de cualquier
asunto relacionado con las acusaciones políticas contra él —toda
pregunta que reconocía pertinente a la jurisdicción del gobernador. Jesús estaba convencido de que era voluntad
del Padre que se sometiera al curso natural y ordinario de los eventos
humanos como debe hacerlo cualquier otra criatura mortal, y por lo tanto
se negó a emplear siquiera sus poderes puramente humanos de elocuencia
persuasiva para influir sobre el resultado de las maquinaciones de sus
semejantes mortales socialmente miopes y espiritualmente ciegos. Aunque
Jesús vivió y murió en Urantia, toda su carrera humana, desde el
principio hasta el fin, fue un espectáculo diseñado para influir e
instruir al universo entero de su creación y permanente sostenimiento. Estos judíos miopes pidieron a gritos la
muerte del Maestro mientras él estuvo allí de pie en un silencio
solemne, contemplando el espectáculo de la muerte de una nación —el
pueblo de su propio padre terrenal. Jesús había desarrollado tal carácter
humano que podía mantener la serenidad y afirmar su dignidad aun frente a
los insultos persistentes y sin causa. No podía ser amilanado. Cuando
fue atacado por primera vez por el criado de Anás, tan sólo había
sugerido que sería apropiado llamar testigos que pudieran atestiguar
debidamente contra él. Desde el principio hasta el fin, durante el
así llamado juicio ante Pilato, las huestes celestiales que
presenciaban los hechos no pudieron contenerse de transmitir al universo
la descripción del espectáculo de «Pilato enjuiciado ante Jesús». Cuando se encontró frente a Caifás, y todo
el falso testimonio fue inservible, Jesús no titubeó en responder a la
pregunta del alto sacerdote, proporcionando así su propio testimonio de
lo que ellos deseaban usar para condenarlo por blasfemia. El Maestro nunca demostró el menor interés
por los esfuerzos, bien intencionados pero apenas tibios, de Pilato para
soltarlo. Realmente tuvo piedad de Pilato y sinceramente trató de
iluminar su mente oscurecida. Se mantuvo totalmente pasivo ante los
llamados del gobernador romano para que los judíos retiraran sus
acusaciones criminales contra él. Durante toda esta prueba dolorosa, se
comportó con singular dignidad y majestad sin ostentación. No proyectó
ni siquiera reflejos de insinceridad sobre aquellos que luego se
tornaran en sus asesinos, cuando éstos preguntaron si él era «el rey de
los judíos». Con un mínimo de explicación calificativa aceptó esa
denominación, sabiendo que, aunque eligieron rechazarlo, él sería en
efecto el último que pudiera proporcionarles un verdadero liderazgo
nacional, aun en sentido espiritual.
Poco dijo Jesús durante estos juicios, pero
dijo lo suficiente como para mostrar a todos los mortales el carácter
humano que un hombre puede perfeccionar en sociedad con Dios, y para
revelar a todo el universo la forma en la que Dios puede manifestarse en
la vida de la criatura cuando dicha criatura verdaderamente elige hacer
la voluntad del Padre, tornándose así hijo activo del Dios vivo. Su amor por los mortales ignorantes se
revela plenamente en su paciencia y gran autodominio frente a las
burlas, bofetadas y mofas de los burdos soldados y de los siervos
despreocupados. Ni siquiera se enojó cuando le vendaron los ojos y,
abofeteándolo burlonamente, exclamaron: «Profetízanos, quién fue el que
te golpeó». Pilato dijo más verdad de la que él sabía
cuando, después de haber hecho azotar a Jesús, lo presentó ante la
multitud exclamando: «¡He aquí el hombre!» En efecto, el temeroso
gobernador romano no se imaginaba que precisamente en ese momento el
universo estaba atento, contemplando este espectáculo único de su amado
Soberano sometido así a la humillación de las burlas y los golpes de sus
súbditos mortales oscurecidos y degradados. Y al hablar Pilato, se
transmitió un eco por todo Nebadon: «¡He aquí a Dios y al Hombre!» Por
todo un universo, millones incalculables desde ese día han seguido
contemplando a ese hombre, mientras que el Dios de Havona, el gobernante
supremo del universo de universos, acepta al hombre de Nazaret como
satisfacción del ideal de las criaturas mortales de este universo local
en el tiempo y el espacio. En su vida incomparable, él nunca dejó de
revelar Dios al hombre. Ahora, en estos episodios finales de su carrera
mortal y su muerte subsiguiente, hizo una nueva y conmovedora revelación
del hombre a Dios.
Eran alrededor de las ocho y media de este
viernes por la mañana cuando terminó la audiencia de Jesús ante Pilato y
el Maestro fue puesto en manos de los soldados romanos que iban a
crucificarlo. En cuanto los romanos tomaron posesión de Jesús, el
capitán de los guardias judíos marchó con sus hombres de vuelta a su
cuartel en el templo. El sumo sacerdote y sus asociados sanedristas
siguieron de cerca a los guardianes, yendo directamente a su sitio usual
de reunión en la sala de piedras labradas del templo. Aquí encontraron a
muchos otros miembros del sanedrín que aguardaban para saber qué se
había hecho con Jesús. Mientras Caifás presentaba su informe al sanedrín
sobre el juicio y la condenación de Jesús, Judas apareció ante ellos
para reclamar su recompensa por el papel que había representado en el
arresto y sentencia de muerte de su Maestro.
Todos estos judíos detestaban a Judas;
miraban al traidor sólo con sentimientos de gran desprecio. A lo largo
del juicio de Jesús ante Caifás y durante su aparición ante Pilato, a Judas le remordía la conciencia
por su conducta traicionera. Al mismo tiempo ya no se hacía tantas
ilusiones sobre la recompensa que recibiría como pago a sus servicios de
traidor de Jesús. No le gustaba la frialdad y altanería de las
autoridades judías; sin embargo, esperaba ser recompensado ampliamente
por su conducta cobarde. Esperaba que lo llamaran ante el plenario del
sanedrín y que lo honraran allí mientras le conferían honores apropiados
como símbolo del gran servicio que, según él, había rendido a su
nación. Imaginad por lo tanto la gran sorpresa de este traidor egoísta
cuando un siervo del sumo sacerdote, tocándole en el hombro, lo llamó
fuera de la sala y dijo: «Judas, se me ha encargado que te pague por la
traición de Jesús. Aquí está tu recompensa». Hablando así, el siervo de
Caifás le entregó a Judas una bolsa que contenía treinta piezas de plata
—en aquel tiempo, el precio de un buen esclavo en buena salud.
Judas estaba anonadado, pasmado. Se
abalanzó de vuelta a la sala, pero el centinela no lo dejó entrar.
Quería apelar al sanedrín, pero ellos no quisieron admitirlo. Judas no
podía creer que estos líderes de los judíos permitieran que él
traicionara a sus amigos y a su Maestro y luego le ofrecieran como
recompensa treinta piezas de plata. Estaba humillado, desilusionado, y
totalmente destruido. Se alejó del templo, en realidad, como en un
trance. Automáticamente se metió la bolsa de dinero en el amplio
bolsillo, el mismo bolsillo en el cual por tanto tiempo había llevado la
bolsa que contenía los fondos apostólicos. Y deambuló por las calles de
la ciudad, tras de las multitudes que iban a presenciar las
crucifixiones. A cierta distancia vio Judas que levantaban
el travesaño con Jesús clavado en él; al ver esto, volvió corriendo al
templo y, forcejeando con el centinela consiguió entrar y pararse ante
el sanedrín, que aún estaba reunido. El traidor estaba casi sin aliento y
altamente conmovido, pero consiguió balbucear estas palabras: «He
pecado entregando sangre inocente. Vosotros me habéis insultado. Me
habéis ofrecido dinero como recompensa de mis servicios —el precio de un
esclavo. Me arrepiento de haber hecho esto; he aquí vuestro dinero.
Quiero liberarme de la culpa de esta acción». Cuando los potentados de los judíos
escucharon a Judas, se burlaron de él. El que estaba sentado más cerca
del sitio donde se encontraba Judas de pie, le indicó con un gesto que
se fuera de la sala, diciéndole: «Tu Maestro ya ha sido puesto a muerte
por los romanos, y en cuanto a tu culpa, ¿qué nos importa a nosotros?
Ocúpate tú mismo de ella —y ¡fuera de aquí!» Al abandonar Judas el aposento del
sanedrín, sacó las treinta piezas de plata de la bolsa y las arrojó al
piso del templo. Cuando el traidor abandonó el templo, estaba casi fuera
de sí. Judas ahora experimentaba la comprensión de la verdadera
naturaleza del pecado. Ya se habían desvanecido el atractivo, la
fascinación y la ebriedad de las malas acciones. Ahora el malhechor
estaba a solas, frente a frente con el veredicto de enjuiciamiento de su
alma desilusionada y desencantada. El pecado fue atractivo y aventuroso
mientras lo cometía, pero ahora tenía él que enfrentarse con los frutos
de los hechos y a desnudos y despojados de romanticismo. El que fuera embajador del reino del cielo
en la tierra, caminaba ahora por las calles de Jerusalén, solo y
abandonado. Su desesperación era total y absoluta. Así anduvo por la
ciudad y fuera de sus muros, hasta descender a la terrible soledad del
valle de Hinom, donde trepó por las rocas abruptas y, quitándose el
cinto, ató un extremo a un pequeño árbol y el otro extremo alrededor del
cuello, y se arrojó al precipicio. Antes de morir, el nudo que sus
manos nerviosas habían atado se soltó, y el cuerpo del traidor se
reventó en pedazos al caer a las ásperas rocas.
CUANDO Jesús y sus acusadores salieron para ver a Herodes, el Maestro
se volvió al apóstol Juan y dijo: «Juan, ya no puedes hacer nada más
por mí. Vete adonde mi madre y tráela para que me vea antes de morir».
Cuando Juan oyó la petición del Maestro, aunque no quería dejarle solo
entre sus enemigos, se apresuró a Betania, donde estaba reunida toda la
familia de Jesús aguardando en la casa de Marta y María, las hermanas de
Lázaro a quien Jesús había resucitado de entre los muertos.
Varias veces durante la mañana, los
mensajeros habían llevado noticias a Marta y María sobre el progreso del
juicio de Jesús. Pero la familia de Jesús no llegó a Betania hasta
pocos minutos antes de la llegada de Juan, que traía la petición de
Jesús de ver a su madre antes de ser puesto a muerte. Una vez que Juan
Zebedeo les relató todo lo que había ocurrido desde el arresto de Jesús a
la medianoche, María su madre fue inmediatamente, en compañía de Juan, a
ver a su hijo mayor. Cuando María y Juan llegaron a la ciudad, Jesús,
acompañado por los soldados romanos que iban a crucificarlo, ya había
llegado al Gólgota. Cuando María la madre de Jesús salió con
Juan para ver a su hijo, su hermana Ruth se negó a quedarse atrás con el
resto de la familia. Puesto que estaba decidida a acompañar a su madre,
su hermano Judá fue con ella. El resto de la familia del Maestro
permaneció en Betania bajo la dirección de Santiago, y prácticamente
cada hora los mensajeros de David Zebedeo les llevaban noticias sobre el
progreso del terrible acontecimiento de la sentencia de muerte de su
hermano mayor, Jesús de Nazaret.
Aquí estaba el Hijo de Dios encarnado como Hijo del Hombre. Había
sido arrestado sin denuncia; acusado sin prueba; juzgado sin testigos;
castigado sin veredicto; y ahora, pronto sería condenado a muerte por un
juez injusto que había confesado que no hallaba delito en él. Si Pilato
creyó apelar al patriotismo de ellos al referirse a Jesús como el «rey
de los judíos», se equivocó completamente. Los judíos no querían
semejante rey. La declaración de los altos sacerdotes y los saduceos:
«No tenemos más rey que al César», impresionó aun a la plebe
despreocupada, pero era demasiado tarde para salvar a Jesús aunque se
hubiese atrevido la plebe a abrazar la causa del Maestro.
Pilato temía un tumulto o una revuelta. No
se atrevía a arriesgar disturbios durante la semana de Pascua en
Jerusalén. Recientemente había sido censurado por el César, y no quería
arriesgar otra censura. La plebe aplaudió cuando ordenó que soltaran a
Barrabás. Luego mandó que le trajeran un cántaro y agua, y allí ante la
multitud se lavó las manos, diciendo: «Yo soy inocente de la sangre de
este hombre. Vosotros habéis decidido que debe morir, pero yo no hallé
delito en él. Allá vosotros. Los soldados se lo llevarán». Y la plebe
aplaudió y replicó: «Que su sangre se derrame sobre nosotros, y sobre
nuestros hijos».
Pilato, temblando de emoción temerosa, se sentó
al lado de Jesús, y le preguntó: «¿De dónde vienes? Realmente, ¿quién
eres tú? ¿Qué es esto que dicen ellos, que tú eres el Hijo de Dios?
Pero Jesús no podía contestar estas
preguntas planteadas por un juez temeroso de los hombres, un juez débil y
vacilante que tan injustamente lo hizo azotar aun cuando le había
declarado inocente de todo delito, y antes de haber sido debidamente
sentenciado a muerte. Jesús miró directamente a los ojos a Pilato, pero
no le contestó. Entonces dijo Pilato: «¿Te niegas a hablarme? ¿No te das
cuenta que aún tengo autoridad para soltarte o crucificarte?». Entonces
dijo Jesús: «Ninguna autoridad tendrías tú sobre mí si no fuese dada de
arriba. No puedes ejercer autoridad alguna sobre el Hijo del Hombre a
menos que el Padre en el cielo lo permita. Pero tú no tienes tanta culpa
puesto que eres ignorante del evangelio. El que me traicionó y el que
me entregó a ti, el pecado de ellos es mayor». Esta última conversación con Jesús
aterrorizó del todo a Pilato. Este cobarde moral y débil juez estaba
ahora bajo el doble peso del temor supersticioso de Jesús y del temor
mortal de los líderes judíos. Nuevamente Pilato apareció ante el gentío
diciendo: «Estoy seguro de que este hombre es tan sólo un ofensor
religioso. Deberíais tomarlo y juzgarlo por vuestra ley. ¿Por qué
esperáis que yo consienta con su muerte por haber él transgredido
vuestras tradiciones?» Pilato estaba casi listo para soltar a
Jesús cuando Caifás, el sumo sacerdote, se acercó al cobarde juez romano
y, sacudiendo un dedo vengativo en la cara de Pilato, dijo con palabras
airadas que toda la multitud podía oír: «Si sueltas a este hombre, no
eres amigo del César, y yo me aseguraré de que el emperador se entere de
todo». Esta amenaza pública fue demasiado para Pilato, el temor por su
fortuna individual eclipsó en ese momento toda otra consideración, y el
cobarde gobernador ordenó que Jesús fuera traído ante el asiento del
juez. Mientras el Maestro estaba allí frente a ellos, Pilato lo señaló
con el dedo y dijo burlonamente: «He aquí vuestro rey». Y los judíos
respondieron: «¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!» Y entonces Pilato dijo, con
mucha ironía y sarcasmo: «¿Es que debo crucificar a vuestro rey?» Y los
judíos respondieron: «Sí, ¡crucifícalo! No tenemos más rey que al
César». Entonces Pilato se dio cuenta de que no había esperanza alguna
de salvar a Jesús, puesto que no estaba dispuesto él a desafiar a los
judíos.
En todo lo que está ocurriendo este viernes temprano en la mañana
ante Pilato, tan sólo participan los enemigos de Jesús. Sus muchos
amigos aún no saben de su arresto durante la noche y de su juicio
temprano por la mañana o bien están escondidos para evitar ser arrestados también y
adjudicados reos de muerte porque creen en las enseñanzas de Jesús. En
la multitud que clama por la muerte del Maestro tan sólo se encuentran
sus enemigos jurados y la plebe despreocupada, fácilmente voluble.
Pilato quería hacer un último llamado a la
piedad de ellos. Pero como teme desafiar el clamor de esta plebe
enardecida que quiere la sangre de Jesús, ordena a los guardianes judíos
y a los soldados romanos que se lleven a Jesús y lo azoten. Éste fue un
acto de procedimiento injusto e ilegal, ya que la ley romana permitía
que únicamente aquellos condenados a muerte por crucifixión fueran
azotados. Los guardianes llevaron a Jesús al patio abierto del pretorio
para este castigo. Aunque sus enemigos no presenciaron los azotes,
Pilato sí los presenció, y antes de que ellos terminaran su abuso
malvado, ordenó a los azotadores que desistiesen e indicó que Jesús
debía ser traído ante él. Antes de que los azotadores golpearan a Jesús
con sus cuerdas anudadas, atándole a un poste, nuevamente le pusieron el
manto de púrpura, y trenzando una corona de espinas, se la colocaron en
la frente. Después de ponerle en la mano una caña como cetro, hincando
la rodilla lo escarnecían, diciendo: «¡Salud, rey de los judíos!» Y lo
escupieron y le dieron de bofetadas en la cara. Y uno de ellos, antes de
devolverlo a Pilato, le quitó la caña de la mano y lo golpeó con ésta
en la cabeza.
Entonces Pilato condujo a este prisionero
sangrante y lacerado y, presentándoselo a la multitud mezclada, dijo:
«¡He aquí el hombre! Nuevamente os digo que no hallo delito en él, y
habiéndolo azotado, quiero soltarlo». Allí estaba pues Jesús el Nazareno,
envuelto en un viejo manto de púrpura real con una corona de espinas que
le hería su compasiva frente. Su rostro estaba cubierto de sangre y su
cuerpo encorvado bajo el peso del sufrimiento y la congoja. Pero nada
conmueve el corazón insensible de los que son víctimas de un intenso
odio emocional y esclavos del prejuicio religioso. Esta visión hizo
correr un poderoso escalofrío por los reinos de un vasto universo, pero
no tocó el corazón de los que habían decidido destruir a Jesús. Cuando las multitudes se recuperaron de la
primera impresión de ver el sufrimiento del Maestro, tan sólo gritaron
más fuerte y por más tiempo: «¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!» Ahora comprendió Pilato que era fútil
apelar a sus supuestos sentimientos de piedad. Se adelantó y dijo:
«Percibo que estáis decididos a que este hombre muera, ¿pero qué ha
hecho él para merecerse la muerte? ¿Quién declarará su crimen?» Entonces el alto sacerdote se adelantó y,
acercándose a Pilato, declaró airadamente: «Nosotros tenemos una ley
sagrada, y según esa ley él debe morir, porque se llamó a sí mismo Hijo
de Dios». Cuando Pilato oyó esto, se atemorizó aun más, no sólo de los
judíos sino que recordando la nota de su mujer y la mitología griega de
los dioses que bajaban a la tierra, se puso a temblar ante la idea de
que Jesús posiblemente fuera un personaje divino. Señaló a la multitud
que se calmara mientras llevó a Jesús del brazo y nuevamente lo condujo
adentro del edificio para interrogarlo ulteriormente. Pilato estaba
confundido por el temor, perplejo por la superstición y atormentado por
la actitud testaruda de la plebe.
Cuando los guardianes trajeron a Jesús de
vuelta ante Pilato, él salió a la escalinata del pretorio, donde se
había colocado el asiento para el juicio, y, reuniendo a los altos
sacerdotes y a los sanedristas, les dijo: «Habéis traído a este hombre
ante mí, acusándolo de que pervierte al pueblo, prohibe el pago de los
impuestos, y dice ser el rey de los judíos. Lo he interrogado y no lo
encuentro culpable de estas acusaciones. De hecho, no encuentro falta
alguna en él. Luego lo envié a Herodes, y el tetrarca debe de haber
llegado a la misma conclusión, puesto que nos lo ha enviado de vuelta.
De cierto este hombre no ha hecho nada merecedor de muerte. Si aún
creéis que necesita ser disciplinado, estoy dispuesto a castigarle antes
de ponerlo en libertad».
En el momento en que se disponían los
judíos a expresar en alta voz su protesta ante la idea de poner a Jesús
en libertad, se acercó una gran muchedumbre que marchaba al pretorio
para pedir a Pilato que soltara a un prisionero en honor de la fiesta de
Pascua. Había sido costumbre durante cierto tiempo de que los
gobernadores romanos permitieran a la plebe seleccionar a un hombre
encarcelado o condenado para amnistía al tiempo de la Pascua. Ahora
pues, esta muchedumbre se presentaba ante él para pedir que soltaran a
un prisionero, y puesto que Jesús tan recientemente había gozado de
tanta popularidad con las multitudes, se le ocurrió a Pilato que tal vez
podría salirse del lío proponiendo a este grupo que, puesto que Jesús
era un prisionero en ese momento ante su asiento del juez, les soltaría a
este hombre de Galilea como símbolo de la buena voluntad de la Pascua. Al subir la multitud por las escalinatas
del edificio, Pilato les oyó decir el nombre de un tal Barrabás.
Barrabás era un conocido agitador político y ladrón asesino, hijo de un
sacerdote, que recientemente había sido apresado en el acto de robar y
asesinar en la carretera de Jericó. Este hombre había sido condenado a
muerte y sería ejecutado en cuanto terminaran las festividades de la
Pascua. Pilato se puso de pie y explicó a la
multitud que Jesús había sido traído ante él por los altos sacerdotes,
quienes querían condenarlo a muerte por ciertas acusaciones, y que él no
pensaba que el hombre fuera reo de muerte. Dijo Pilato: «¿A quién pues
preferís que yo os suelte, a este Barrabás, el asesino, o a este Jesús
de Galilea?» Cuando Pilato hubo hablado así, los altos sacerdotes y los
consejeros del sanedrín gritaron a voz en cuello: «¡Barrabás, Barrabás!»
Y cuando la gente vio que los altos sacerdotes estaban decididos a
poner Jesús a muerte, en seguida se unieron al clamor vociferando que
soltaran a Barrabás. Pocos días antes, esta multitud había
admirado a Jesús, pero la muchedumbre no admiraba al que, habiendo dicho
que era Hijo de Dios, se encontraba ahora en la custodia de los altos
sacerdotes y de los dirigentes ante el tribunal de Pilato, condenado a
muerte. Jesús podía ser el héroe de la plebe cuando echaba a los
cambistas y a los mercaderes del templo, pero no como prisionero sin
resistencia en las manos de sus enemigos y enjuiciado a muerte. Pilato se airó al observar a los altos
sacerdotes pedir a voces el perdón de un asesino bien conocido y
pidiendo al mismo tiempo la sangre de Jesús. Vio su malicia y su odio y
percibió su prejuicio y envidia. Por lo tanto les dijo: «¿Cómo podéis vosotros elegir la vida de un asesino en
vez de la de este hombre cuyo peor crimen es que se hace llamar
figurativamente rey de los judíos?» Pero no fue ésta una declaración
sabia por parte de Pilato. Los judíos eran un pueblo orgulloso, ahora sí
sometido al yugo político de los romanos, pero esperanzados del
advenimiento de un Mesías que los liberaría de su esclavitud gentil con
gran muestra de poder y gloria. Resintieron mucho más de lo que Pilato
podía darse cuenta, la sugerencia de que este maestro de maneras mansas y
de extrañas doctrinas, arrestado ahora y acusado de delitos dignos de
muerte, podía ser considerado «el rey de los judíos». Reaccionaron a
esta observación como un insulto a todo lo que ellos consideraban
sagrado y honorable en su existencia nacional, y por lo tanto todos
ellos a voces pidieron que se soltara a Barrabás y que se matara a
Jesús. Pilato sabía que Jesús era inocente de las
acusaciones traídas contra él, y si hubiese sido un juez justo y
valiente, lo habría exonerado y puesto en libertad. Pero tenía miedo de
desafiar a estos judíos airados, y mientras titubeaba antes de cumplir
con su deber, llegó un mensajero y le dio un mensaje sellado de su
mujer, Claudia. Pilato indicó a los que estaban congregados
ante él que deseaba leer esta comunicación que acababa de recibir antes
de proceder con el asunto ante a él. Cuando Pilato abrió la carta de su
mujer, leyó: «Te ruego que nada tengas que ver con este hombre justo e
inocente a quien llaman Jesús. Mucho he padecido esta noche en sueños
por causa de él». Esta nota de Claudia no sólo preocupó grandemente a
Pilato por lo que postergó así la adjudicación de este asunto, sino que
desafortunadamente proporcionó tiempo suficiente para que los líderes
judíos circularan libremente entre la multitud y urgieran al pueblo a
que pidiese que soltaran a Barrabás y que crucificaran a Jesús. Finalmente, Pilato se dirigió nuevamente a
solucionar el problema que enfrentaba, preguntando al grupo mezclado de
potentados judíos y multitud buscadora de perdón: «¿Qué he de hacer con
el que se llama rey de los judíos?». Y todos ellos gritaron al unísono:
«¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!». La unanimidad de esta demanda de la
multitud mezclada sorprendió y alarmó a Pilato, el juez injusto y
temeroso. Nuevamente Pilato dijo: «¿Por qué queréis
crucificar a este hombre? ¿Qué mal ha hecho? ¿Quién se presentará para
atestiguar contra él?». Pero cuando oyeron a Pilato hablar en defensa de
Jesús, tan sólo gritaron nuevamente: «¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!». Nuevamente Pilato apeló a ellos sobre el
asunto de soltar un prisionero para la Pascua, diciendo: «Nuevamente os
pregunto, ¿cuál de estos prisioneros debo soltaros en esta vuestra
Pascua?» Nuevamente la multitud gritó: «¡Danos a Barrabás!» Entonces dijo Pilato: «Si suelto al asesino
Barrabás, ¿qué he de hacer con Jesús?» Nuevamente la multitud gritó al
unísono: «¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!» Pilato estaba aterrorizado por el clamor
insistente de la plebe, que actuaba bajo el liderazgo directo de los
altos sacerdotes y de los consejeros del sanedrín; sin embargo, decidió
hacer un último intento de apaciguar a la multitud y salvar a Jesús.
Cuando Herodes Antipas iba a Jerusalén se
hospedaba en el viejo palacio macabeo de Herodes el Grande, y fue a este
palacio del anterior rey que Jesús fue llevado por los guardianes del
templo, seguido por sus acusadores y una multitud en aumento. Herodes
por mucho tiempo había oído hablar de Jesús, y tenía mucha curiosidad de
verle. Cuando el Hijo del Hombre estuvo ante él, este viernes por la
mañana, el malvado idumeo no recordó en ningún momento al muchacho de
años anteriores que había aparecido ante él en Séforis, pidiéndole una
decisión justa sobre el dinero que se le debía a su padre, quien había
muerto accidentalmente mientras trabajaba en uno de los edificios
públicos. Por lo que sabía Herodes, él nunca había visto a Jesús, aunque
mucho se había preocupado por él cuando hacía su obra en Galilea.
Ahora, con Jesús en la custodia de Pilato y de los judeos, Herodes
ansiaba verlo, pues le parecía que ya no corría peligro de que surgieran
problemas por él en el futuro. Herodes mucho había oído de los milagros
forjados por Jesús, y realmente esperaba verlo realizar algún portento.
Cuando trajeron a Jesús ante Herodes, el
tetrarca se sorprendió de su apariencia majestuosa y de la calma de su
conducta. Durante unos quince minutos hizo Herodes preguntas a Jesús
pero el Maestro no respondió. Herodes lo provocó, desafiándolo a que
realizara un milagro, pero Jesús no respondió a sus muchas preguntas ni a
sus desafíos. Entonces Herodes se volvió a los altos
sacerdotes y los saduceos y, prestando oído a sus acusaciones, oyó todo
lo que Pilato había escuchado, y más, sobre las supuestas fechorías del
Hijo del Hombre. Finalmente, convencido de que Jesús ni hablaría ni
realizaría un portento para él, Herodes, después de burlarse de él por
un tiempo, le envolvió en un viejo manto de púrpura real y lo mandó de
vuelta a Pilato. Herodes sabía que no tenía jurisdicción sobre Jesús en
Judea. Aunque se alegraba de creer que finalmente estaría libre de Jesús
en Galilea, estaba agradecido de que fuera responsabilidad de Pilato
condenarlo a muerte. Herodes no se había recobrado nunca plenamente del
temor que lo perseguía por haber dado muerte a Juan el Bautista. Herodes
en ciertos momentos temió que Jesús fuera Juan, resucitado de entre los
muertos. Ahora pudo liberarse de ese temor, puesto que observó que Jesús era una persona muy
distinta del extrovertido y apasionado profeta que se había atrevido a
exponer y denunciar su vida privada.