El domingo al anochecer, al llegar a la casa de Zebedeo desde las colinas al norte de Capernaum, Jesús y los doce compartieron una sencilla cena. Más tarde, Jesús fue a caminar por la playa, y los doce se quedaron conversando entre ellos. Tras un breve intercambio, mientras los gemelos encendían un pequeño fuego para dar calor y un poco de luz, Andrés fue a buscar a Jesús, y cuando llegó junto a él, le dijo: «Maestro, mis hermanos no alcanzan a comprender lo que tú has dicho sobre el reino. No nos sentimos capaces de comenzar esta obra hasta que nos hayas enseñado algo más. He venido para pedirte que te reúnas con nosotros en el jardín y nos ayudes a comprender el significado de tus palabras». Y Jesús fue con Andrés para encontrarse con los apóstoles.
Cuando entró al jardín, reunió a los apóstoles a su alrededor y siguió enseñándoles, con estas palabras: «Encontráis difícil recibir mi mensaje porque queréis construir las nuevas enseñanzas directamente sobre las viejas, pero yo os declaro que vosotros debéis renacer. Debéis comenzar nuevamente como niñitos y estar dispuestos a confiar en mis enseñanzas y creer en Dios. El nuevo evangelio del reino no puede ser amoldado a lo que ya es y existe. Tenéis ideas erróneas sobre el Hijo del Hombre y su misión en la tierra. Pero no cometáis el error de pensar que yo he venido para poner de lado la ley y a los profetas; no he venido para destruir sino para completar, para ampliar e iluminar. No he venido para transgredir la ley sino más bien para inscribir estos nuevos mandamientos en las tablas de vuestro corazón.
«Exijo de vosotros una rectitud que excederá a la rectitud de los que buscan obtener los favores del Padre con la limosna, la oración y el ayuno. Si queréis entrar al reino, debéis tener una rectitud que consista en amor, misericordia y verdad —el deseo sincero de hacer la voluntad de mi Padre en el cielo».
Entonces dijo Simón Pedro: «Maestro, si tienes un nuevo mandamiento, quisiéramos oírlo. Revélanos la nueva senda». Jesús le contestó a Pedro: «Lo habéis oído decir de los que enseñan la ley: `no matarás; que el que mate estará sujeto al juicio'. Pero yo miro más allá del acto, para descubrir el motivo. Os declaro que todo el que esté airado contra su hermano está en peligro de condena. El que alimenta el odio en su corazón y proyecta la venganza en su mente corre el peligro de ser juzgado. Vosotros debéis juzgar a vuestros semejantes por sus acciones; el Padre celestial juzga por las intenciones.
«Habéis oído a los maestros de la ley decir, `no cometerás adulterio'. Pero yo os digo que todo hombre que contemple a una mujer con intento de lujuria, ya ha cometido adulterio con ella en su corazón. Vosotros tan sólo podéis juzgar a los hombres por sus actos, pero mi Padre mira dentro del corazón de sus hijos y los juzga con misericordia, de acuerdo con sus intenciones y deseos verdaderos».
Jesús pensaba seguir hablando de los otros mandamientos, cuando le interrumpió Santiago Zebedeo, preguntándole: «Maestro, ¿qué hemos de enseñarles a las gentes sobre el divorcio? ¿Hemos de permitir que un hombre divorcie a su mujer tal como Moisés lo ordenó?» Cuando Jesús oyó esta pregunta, dijo: «No he venido para legislar sino para esclarecer. No he venido para reformar los reinos de este mundo sino más bien para establecer el reino del cielo. No es la voluntad de mi Padre que ceda yo a la tentación de enseñaros reglas de gobierno, comercio o conducta social que, aunque puedan ser buenas para el día de hoy, estarían lejos de ser adecuadas para la sociedad de otra época. Estoy en la tierra solamente para consolar la mente, liberar el espíritu y salvar el alma de los hombres. Pero diré, sobre esta cuestión del divorcio que, aunque Moisés lo tolerara, no era así en los tiempos de Adán y en el Jardín».
Una vez que los apóstoles hubieron conversado entre ellos por un breve período, Jesús siguió diciendo: «Debéis reconocer siempre los dos puntos de vista de toda conducta mortal —el humano y el divino; los caminos de la carne y la senda del espíritu; la valoración del tiempo y el punto de vista de la eternidad». Aunque los doce no podían comprender por completo lo que él les enseñaba, este consejo mucho les ayudó.
Entonces dijo Jesús: «Pero tropezáis con mis enseñanzas porque queréis interpretar mi mensaje literalmente; sois lentos en discernir el espíritu de mis enseñanzas. Nuevamente debéis recordar que sois mis mensajeros; debéis vivir vuestra vida así como yo he vivido la mía en espíritu. Sois mis representantes personales; pero no cometáis el error de esperar que todos los hombres vivan como vivís vosotros en todos los aspectos. También debéis recordar que yo tengo ovejas que no son de este rebaño, y que tengo obligaciones también para con ellos, porque debo proveerles el modelo para cumplir con la voluntad de Dios mientras vivo la vida de una naturaleza mortal».
Entonces preguntó Natanael: «Maestro, ¿es que no hemos de dar lugar alguno a la justicia? La ley de Moisés dice, `ojo por ojo y diente por diente'. ¿Qué hemos de decir nosotros?» Y Jesús contestó: «Vosotros devolveréis el bien por el mal. Mis mensajeros no deben luchar con los hombres, sino tratarlos con dulzura. Vuestra regla no será `la medida con que medís, os será medido'. Quienes gobiernan a los hombres pueden tener tales leyes, pero no el reino; la misericordia determinará siempre vuestro juicio y el amor, vuestra conducta. Si esto os parece duro, aun ahora podéis iros. Si encontráis que los requisitos del apostolado son demasiado exigentes, podéis retornar al camino menos riguroso de los discípulos».
Al escuchar estas sorprendentes palabras, los apóstoles se apartaron entre ellos por un momento, pero pronto retornaron, y Pedro dijo: «Maestro, queremos seguir contigo; ninguno entre nosotros quiere irse. Estamos plenamente preparados para pagar el precio adicional; beberemos de la copa. Queremos ser apóstoles, no tan sólo discípulos».
Cuando Jesús oyó esto, dijo: «Estad pues dispuestos a cumplir vuestra responsabilidad y seguirme. Haced el bien en secreto; cuando hagáis limosna, que no sepa vuestra mano izquierda lo que hace vuestra derecha. Cuando oréis, apartaos a solas y no uséis vanas repeticiones y frases estereotipadas. Recordad siempre que el Padre conoce lo que necesitáis aun antes de que se lo solicitéis. Y no os pongáis a ayunar con expresión triste para que os vean los hombres. Como mis apóstoles elegidos, apartados ahora para servir al reino, no acumuléis sobre vosotros los tesoros en la tierra, sino que, mediante vuestro servicio generoso, acumuléis tesoros en el cielo, porque allí donde estén vuestros tesoros, allí también estará vuestro corazón.
«La lámpara del cuerpo es el ojo; si pues vuestro ojo es generoso, vuestro cuerpo entero estará lleno de luz. Pero si vuestro ojo es egoísta, vuestro cuerpo entero estará lleno de tinieblas. Si la luz misma que está dentro de vosotros se vuelve tinieblas, ¡cuán grande será la oscuridad!»
Entonces Tomás preguntó a Jesús si debían «continuar compartiéndolo todo». Dijo el Maestro: «Sí hermanos míos, deseo que vivamos juntos como una familia llena de comprensión. Se os confía una gran tarea, y yo anhelo vuestro servicio exclusivo. Sabéis que bien se ha dicho: `ningún hombre podrá servir a dos señores'. No podéis adorar sinceramente a Dios y al mismo tiempo servir de todo corazón a mammón. Alistados ya sin reservas en el trabajo del reino, no sintáis ansiedad por vuestras vidas; menos aun os preocupéis de lo que comáis o bebáis; o en cuanto a vuestros cuerpos, de cómo los cubriréis. Ya habéis aprendido que manos con voluntad y corazones honestos no pasarán hambre. Ahora cuando os preparáis a dedicar todas vuestras energías al trabajo del reino, estad seguros de que el Padre no se olvidará de vuestras necesidades. Buscad primero el reino de Dios, y cuando hayáis hallado la puerta de entrada, todas las cosas necesarias os serán dadas. No os pongáis pues ansiosos por el mañana. Basta a cada día su propio afán».
Cuando vio Jesús que ellos estaban dispuestos a quedarse levantados toda la noche para hacerle preguntas, les dijo: «Hermanos míos, vosotros sois vasijas de barro; es mejor que vayáis a descansar para estar listos para el trabajo de mañana». Pero el sueño se había alejado de sus ojos. Pedro se aventuró a pedir a su Maestro «una breve conversación privada contigo. No es que quiera yo tener secretos para con mis hermanos, pero mi espíritu está atribulado y si, acaso, merezco un reproche de mi Maestro, podría soportarlo mejor a solas contigo». Jesús le dijo: «Ven conmigo Pedro» —dirigiéndose a la casa. Cuando Pedro regresó del encuentro con su Maestro profundamente animado y alentado, Santiago decidió entrar y hablar con Jesús. Y así sucesivamente, hasta las primeras horas de la madrugada, los demás apóstoles entraron uno por uno para hablar con el Maestro. Cuando todos ellos habían hablado en privado con él, excepto los gemelos, que se habían quedado dormidos, Andrés entró a ver a Jesús y le dijo: «Maestro, los gemelos se han quedado dormidos en el jardín junto al fuego; ¿debo despertarlos para preguntarles si también quieren hablar contigo?». Y sonriente, Jesús le dijo a Andrés: «Hacen bien —no los molestes». Terminaba ya la noche y despuntaba la luz de un nuevo día.