Mientras los dos apóstoles corrían hacia el Gólgota en dirección a la
tumba de José, los pensamientos de Pedro alternaban entre terror y
esperanza; temía encontrar al Maestro, pero su esperanza resurgía, por
el relato de que Jesús le había enviado un mensaje especial. Estaba casi
persuadido de que Jesús estaba realmente vivo; recordó la promesa de
que resucitaría al tercer día. Es extraño decirlo, pero hasta este
momento, mientras corría él en dirección al norte, cruzando Jerusalén,
no había pensado en esta promesa. Mientras Juan se daba prisa saliendo
de la ciudad, un éxtasis extraño de regocijo y esperanza inundaba su
alma. Estaba casi convencido de que las mujeres realmente habían visto
al Maestro resucitado.
Juan, como era más joven que Pedro, corrió
más rápido y llegó primero a la tumba. Juan permaneció en la entrada
contemplando la tumba, que era tal como María la había descrito. Poco
después llegó corriendo Simón Pedro y, entrando, vio la misma tumba
vacía con los mantos fúnebres tan singularmente dispuestos. Cuando Pedro
salió, Juan también entró y lo vio todo, y luego se sentaron en la
piedra para reflexionar sobre el significado de lo que habían visto y
oído. Mientras estaban allí, reflexionaron sobre todas las cosas que
ellos habían oído sobre Jesús, pero no podían percibir claramente qué
había sucedido.
Primero Pedro sugirió que la tumba había
sido saqueado, que los enemigos habían robado los restos, tal vez
sobornando a los centinelas. Pero Juan razonó que la tumba no habría
quedado tan ordenada si se hubieran robado el cadáver, y también se
preguntó cómo podía ser que los vendajes hubieran quedado aparentemente
intactos. Nuevamente volvieron al sepulcro para examinar más
cuidadosamente los mantos fúnebres. Al salir de la tumba la segunda vez
encontraron a María Magdalena que había vuelto y lloraba junto a la
entrada. María había ido a ver a los apóstoles, en la creencia de que
Jesús había resucitado de la tumba pero cuando todos ellos se negaron a
creer en su informe, se deprimió y no sabía qué pensar. Deseaba volver
junto a la tumba, donde le pareció que había oído la voz familiar de
Jesús.
Mientras María permanecía allí después de
la partida de Pedro y Juan, el Maestro se le apareció nuevamente,
diciendo: «No dudes; ten el valor de creer en lo que has visto y oído. Vuelve adonde mis
apóstoles y nuevamente diles que yo he resucitado, que apareceré ante
ellos, y que finalmente caminaré delante de ellos a Galilea como lo
prometí».
María se dio prisa de vuelta a la casa de
Marcos y dijo a los apóstoles que nuevamente había hablado con Jesús,
pero ellos no quisieron creerle. Pero cuando volvieron Pedro y Juan, los
demás ya no se mofaron de María, sino que se llenaron de temor y
aprensión.
«Desde el primer momento de mi estancia entre vosotros os enseñé que mi único fin era revelar a mi Padre de los cielos a sus hijos en la Tierra. He vivido esta encarnación para que podáis acceder al conocimiento de ese Gran Dios. Os he revelado que Dios es vuestro Padre y vosotros sus hijos...»
martes, 22 de julio de 2014
domingo, 20 de julio de 2014
El descubrimiento de la tumba vacía.
A medida que nos acercamos al momento de la resurrección de Jesús,
este domingo por la madrugada, es bueno recordar que los diez apóstoles
permanecían en la casa de Elías y María Marcos, durmiendo en el aposento
superior, descansando en los mismos divanes en los que se habían
reclinado durante la última cena con su Maestro. Este domingo por la
mañana estaban todos allí reunidos, excepto Tomás. Tomás permaneció con
ellos por unos minutos cuando se reunieron inicialmente tarde por la
noche del sábado, pero, ver a los apóstoles, y pensando a la vez en lo
que le había sucedido a Jesús, fue demasiado para él. Contempló a sus
asociados e inmediatamente abandonó el cuarto, yéndose a la casa de
Simón en Betfagé, donde pensaba lamentarse de sus tribulaciones a solas.
Todos los apóstoles sufrían, no tanto por la duda y la desesperación
sino más bien por el temor, la pena y la vergüenza.
En la casa de Nicodemo se encontraban reunidos, con David Zebedeo y José de Arimatea, unos doce o quince de los más prominentes discípulos de Jesús en Jerusalén. En la casa de José de Arimatea había unas quince a veinte de las principales mujeres creyentes. Estas mujeres eran las únicas que moraban en la casa de José, y como se habían quedado adentro durante las horas del sábado y las de la noche después del sábado, no sabían que había una guardia militar vigilando la tumba; tampoco sabían que habían hecho rodar una segunda piedra frente a la tumba, y que ambas piedras habían sido selladas con el sello de Pilato.
Poco antes de las tres de la mañana de este domingo, cuando empezaron a aparecer los albores del día al este, cinco de estas mujeres salieron en dirección al sepulcro de Jesús. Habían preparado abundancia de lociones especiales para embalsamar, y llevaban muchos vendajes de lino con ellas. Querían preparar mejor el cuerpo de Jesús con los ungüentos fúnebres y envolverlo más cuidadosamente con vendajes nuevos.
Las mujeres que salieron en esta misión de ungir el cuerpo de Jesús fueron: María Magdalena, María la madre de los gemelos Alfeo, Salomé la madre de los hermanos Zebedeo, Joana la mujer de Chuza, y Susana la hija de Ezra de Alejandría.
Eran aproximadamente las tres y media cuando las cinco mujeres, cargadas con sus ungüentos, llegaron frente a la tumba vacía. Al salir por la puerta de Damasco, encontraron a un grupo de soldados que huía despavorido hacia la ciudad, y esto hizo que se detuvieran ellas por unos minutos; pero como no ocurrió nada más, prosiguieron.
Mucho se sorprendieron cuando vieron que la
piedra de la entrada del sepulcro estaba corrida, puesto que al
emprender el camino comentaron entre ellas: «¿Quién nos ayudará a hacer
rodar la piedra?» Apoyaron su carga en el suelo, intercambiando miradas
de temor y gran asombro. Titubearon allí de pie, temblando de miedo, María Magdalena se aventuró a asomarse,
dándole la vuelta a la piedra más pequeña, hasta atreverse a entrar al
sepulcro abierto. Este sepulcro de José estaba situado en su jardín, en
la pendiente de la colina, sobre la vertiente este del camino, y también
miraba al este. A esta hora temprana, apenas si había suficiente luz
del amanecer del nuevo día para que María mirara hacia el sitio en donde
yacían los restos del Maestro, y discerniera que ya no estaban allí. En
el nicho de piedra donde había yacido Jesús, María vio tan sólo el paño
doblado sobre el que reposara su cabeza y los vendajes que le habían
envuelto, intactos, dispuestos sobre la laja tal cual lo habían estado
antes de que las huestes celestiales sacaran el cuerpo. La sábana que lo
cubría yacía al pie del nicho fúnebre.
Después de permanecer María en la entrada del sepulcro por unos momentos (inicialmente no pudo distinguir claramente dentro del sepulcro), vio que ya no estaba el cadáver de Jesús y que en su lugar tan sólo quedaban las envolturas fúnebres, y dio un grito de alarma y angustia. Todas las mujeres estaban enormemente nerviosas; estaban sobre ascuas desde que se toparon con los soldados despavoridos junto a la puerta de la ciudad, y cuando María gritó de angustia, cayeron presas del terror, huyendo de gran prisa. Corrieron sin detenerse para nada todo el camino hasta la puerta de Damasco. Allí, a Joana le remordió la conciencia por haber abandonado a María; reunió a sus compañeras, y se encaminaron nuevamente al sepulcro.
Se iban acercando a la tumba, cuando Magdalena, despavorida, aun más espantada porque al salir de la tumba descubrió que sus hermanas no la estaban esperando, corrió hacia ellas, exclamando agitadamente: «No está —¡se lo han llevado!» y las condujo de vuelta a la tumba, y todas ellas entraron y vieron que estaba vacía.
Las cinco mujeres se sentaron entonces sobre la piedra cerca de la entrada y discutieron la situación. Aún no se les había ocurrido que Jesús hubiera resucitado. Habían permanecido a solas todo el día sábado, y conjeturaron que el cuerpo había sido trasladado a otro lugar de reposo. Pero al reflexionar sobre tal solución de su dilema, no pudieron entender por qué los mantos fúnebres estaban tan ordenadamente dispuestos; ¿cómo podían haber sacado el cuerpo si los vendajes mismos en los que estaba envuelto habían quedado en la misma posición y aparentemente intactos sobre el anaquel fúnebre?
Mientras estas mujeres estaban allí sentadas en las horas tempranas del amanecer de este nuevo día, miraron hacia un lado y observaron a un extraño silencioso e inmóvil. Nuevamente se asustaron por un instante, pero María Magdalena, corriendo hacia él y dirigiéndosele como si pensara que tal vez fuera el jardinero, dijo: «¿Dónde habéis llevado al Maestro? ¿Dónde lo han enterrado? Dínoslo para que podamos ir y buscarlo». Como el extraño no le contestó a María, ella se puso a llorar. Entonces les habló Jesús, diciendo: «¿A quién buscáis?» María dijo: «Buscamos a Jesús, quien fue enterrado para reposar en el sepulcro de José, pero se ha ido. ¿Sabes tú adónde le han llevado?» Entonces dijo Jesús: «¿Acaso no os dijo este Jesús, aun en Galilea, que moriría, pero que volvería a resucitar?» Estas palabras asombraron a las mujeres, pero el Maestro tanto había cambiado, que ellas no le reconocieron cuando él se encontraba allí, de espaldas ante la escasa luz. Mientras ellas reflexionaban sobre sus palabras, él se dirigió a Magdalena con voz conocida, diciendo: «María». Cuando ella oyó esa palabra bien conocida de misericordia y salutación afectuosa, supo que era la voz del Maestro, y se arrojó de rodillas a sus pies exclamando: «¡Mi Señor, y mi Maestro!» Y todas las demás mujeres reconocieron que era el Maestro quien estaba de pie ante ellas en forma glorificada, y rápidamente se arrodillaron ante él.
Estos ojos humanos pudieron ver la forma morontial de Jesús debido al ministerio especial de los transformadores y de los seres intermedios, en asociación con algunas de las personalidades morontiales que en ese entonces acompañaban a Jesús.
Al intentar María abrazar sus pies, Jesús dijo: «No me toques, María, porque no soy como me conociste en la carne. En esta forma permaneceré con vosotros por una temporada antes de ascender al Padre. Pero id, todas vosotras, ahora y decid a mis apóstoles, y a Pedro, que yo he resucitado, y que habéis hablado conmigo».
Después de que estas mujeres se recobraron de la impresión y del asombro, se dieron prisa de vuelta a la ciudad y a la casa de Elías Marcos, donde relataron a los diez apóstoles todo lo que les había ocurrido; pero los apóstoles no estaban dispuestos a creerles. Pensaron primero que las mujeres habían visto una visión, pero cuando María Magdalena repitió las palabras que Jesús les había dicho, y cuando Pedro oyó su nombre, él salió corriendo del aposento alto, seguido de cerca por Juan, dándose gran prisa para llegar a la tumba y ver estas cosas por sí mismo.
Las mujeres repitieron a los otros apóstoles su relato de cómo habían hablado con Jesús, pero ellos no les creyeron; tampoco quisieron ir para ver con sus propios ojos, como lo habían hecho Pedro y Juan.
En la casa de Nicodemo se encontraban reunidos, con David Zebedeo y José de Arimatea, unos doce o quince de los más prominentes discípulos de Jesús en Jerusalén. En la casa de José de Arimatea había unas quince a veinte de las principales mujeres creyentes. Estas mujeres eran las únicas que moraban en la casa de José, y como se habían quedado adentro durante las horas del sábado y las de la noche después del sábado, no sabían que había una guardia militar vigilando la tumba; tampoco sabían que habían hecho rodar una segunda piedra frente a la tumba, y que ambas piedras habían sido selladas con el sello de Pilato.
Poco antes de las tres de la mañana de este domingo, cuando empezaron a aparecer los albores del día al este, cinco de estas mujeres salieron en dirección al sepulcro de Jesús. Habían preparado abundancia de lociones especiales para embalsamar, y llevaban muchos vendajes de lino con ellas. Querían preparar mejor el cuerpo de Jesús con los ungüentos fúnebres y envolverlo más cuidadosamente con vendajes nuevos.
Las mujeres que salieron en esta misión de ungir el cuerpo de Jesús fueron: María Magdalena, María la madre de los gemelos Alfeo, Salomé la madre de los hermanos Zebedeo, Joana la mujer de Chuza, y Susana la hija de Ezra de Alejandría.
Eran aproximadamente las tres y media cuando las cinco mujeres, cargadas con sus ungüentos, llegaron frente a la tumba vacía. Al salir por la puerta de Damasco, encontraron a un grupo de soldados que huía despavorido hacia la ciudad, y esto hizo que se detuvieran ellas por unos minutos; pero como no ocurrió nada más, prosiguieron.
Después de permanecer María en la entrada del sepulcro por unos momentos (inicialmente no pudo distinguir claramente dentro del sepulcro), vio que ya no estaba el cadáver de Jesús y que en su lugar tan sólo quedaban las envolturas fúnebres, y dio un grito de alarma y angustia. Todas las mujeres estaban enormemente nerviosas; estaban sobre ascuas desde que se toparon con los soldados despavoridos junto a la puerta de la ciudad, y cuando María gritó de angustia, cayeron presas del terror, huyendo de gran prisa. Corrieron sin detenerse para nada todo el camino hasta la puerta de Damasco. Allí, a Joana le remordió la conciencia por haber abandonado a María; reunió a sus compañeras, y se encaminaron nuevamente al sepulcro.
Se iban acercando a la tumba, cuando Magdalena, despavorida, aun más espantada porque al salir de la tumba descubrió que sus hermanas no la estaban esperando, corrió hacia ellas, exclamando agitadamente: «No está —¡se lo han llevado!» y las condujo de vuelta a la tumba, y todas ellas entraron y vieron que estaba vacía.
Las cinco mujeres se sentaron entonces sobre la piedra cerca de la entrada y discutieron la situación. Aún no se les había ocurrido que Jesús hubiera resucitado. Habían permanecido a solas todo el día sábado, y conjeturaron que el cuerpo había sido trasladado a otro lugar de reposo. Pero al reflexionar sobre tal solución de su dilema, no pudieron entender por qué los mantos fúnebres estaban tan ordenadamente dispuestos; ¿cómo podían haber sacado el cuerpo si los vendajes mismos en los que estaba envuelto habían quedado en la misma posición y aparentemente intactos sobre el anaquel fúnebre?
Mientras estas mujeres estaban allí sentadas en las horas tempranas del amanecer de este nuevo día, miraron hacia un lado y observaron a un extraño silencioso e inmóvil. Nuevamente se asustaron por un instante, pero María Magdalena, corriendo hacia él y dirigiéndosele como si pensara que tal vez fuera el jardinero, dijo: «¿Dónde habéis llevado al Maestro? ¿Dónde lo han enterrado? Dínoslo para que podamos ir y buscarlo». Como el extraño no le contestó a María, ella se puso a llorar. Entonces les habló Jesús, diciendo: «¿A quién buscáis?» María dijo: «Buscamos a Jesús, quien fue enterrado para reposar en el sepulcro de José, pero se ha ido. ¿Sabes tú adónde le han llevado?» Entonces dijo Jesús: «¿Acaso no os dijo este Jesús, aun en Galilea, que moriría, pero que volvería a resucitar?» Estas palabras asombraron a las mujeres, pero el Maestro tanto había cambiado, que ellas no le reconocieron cuando él se encontraba allí, de espaldas ante la escasa luz. Mientras ellas reflexionaban sobre sus palabras, él se dirigió a Magdalena con voz conocida, diciendo: «María». Cuando ella oyó esa palabra bien conocida de misericordia y salutación afectuosa, supo que era la voz del Maestro, y se arrojó de rodillas a sus pies exclamando: «¡Mi Señor, y mi Maestro!» Y todas las demás mujeres reconocieron que era el Maestro quien estaba de pie ante ellas en forma glorificada, y rápidamente se arrodillaron ante él.
Estos ojos humanos pudieron ver la forma morontial de Jesús debido al ministerio especial de los transformadores y de los seres intermedios, en asociación con algunas de las personalidades morontiales que en ese entonces acompañaban a Jesús.
Al intentar María abrazar sus pies, Jesús dijo: «No me toques, María, porque no soy como me conociste en la carne. En esta forma permaneceré con vosotros por una temporada antes de ascender al Padre. Pero id, todas vosotras, ahora y decid a mis apóstoles, y a Pedro, que yo he resucitado, y que habéis hablado conmigo».
Después de que estas mujeres se recobraron de la impresión y del asombro, se dieron prisa de vuelta a la ciudad y a la casa de Elías Marcos, donde relataron a los diez apóstoles todo lo que les había ocurrido; pero los apóstoles no estaban dispuestos a creerles. Pensaron primero que las mujeres habían visto una visión, pero cuando María Magdalena repitió las palabras que Jesús les había dicho, y cuando Pedro oyó su nombre, él salió corriendo del aposento alto, seguido de cerca por Juan, dándose gran prisa para llegar a la tumba y ver estas cosas por sí mismo.
Las mujeres repitieron a los otros apóstoles su relato de cómo habían hablado con Jesús, pero ellos no les creyeron; tampoco quisieron ir para ver con sus propios ojos, como lo habían hecho Pedro y Juan.
martes, 15 de julio de 2014
La resurrección dispensacional.
Poco después de las cuatro y media de este domingo por la madrugada,
Gabriel convocó a su lado a los arcángeles y se preparó para inaugurar
la resurrección general del fin de la dispensación adánica en Urantia.
Cuando las vastas huestes de serafines y de querubines que participaban
en este gran acontecimiento se organizaron en formación apropiada,
apareció ante Gabriel, el Micael morontial diciendo: «Así como mi Padre
tiene vida en sí mismo, también ha dado al Hijo el poder de tener vida
en sí mismo. Aunque todavía no he vuelto a tomar plenamente el ejercicio
de la jurisdicción universal, esta limitación autoimpuesta no restringe
de ninguna manera el don de la vida sobre mis hijos dormidos; que se
comience a pasar lista para la resurrección planetaria».
El circuito de los arcángeles operó entonces por primera vez desde Urantia. Gabriel y las huestes de arcángeles se trasladaron al sitio de la polaridad espiritual del planeta; y cuando Gabriel dio la señal, se transmitió su voz al primero de los mundos de estancia del sistema diciendo: «Por mandato de Micael, ¡dejad que se levanten los muertos de una dispensación de Urantia!» Entonces, todos los sobrevivientes de las razas humanas de Urantia que habían caído en el sueño desde los días de Adán, y que aún no habían sido juzgados, aparecieron en las salas de resurrección del grupo de mundos de estancia, prontos para la investidura morontial. En un instante de tiempo, los serafines y sus asociados se prepararon para partir hacia los mundos de estancia. Ordinariamente estos guardianes seráficos, anteriormente asignados a la custodia de grupo de estos mortales sobrevivientes, habrían estado presentes, en el momento del despertar, en las salas de resurrección del grupo de mundos de estancia, pero en este momento se encontraban en este mundo mismo porque la presencia de Gabriel era necesaria aquí en relación con la resurrección morontial de Jesús.
A pesar de que incontables seres con sus guardianes seráficos personales y los que habían alcanzado el nivel requerido de progreso de la personalidad espiritual habían progresado a los mundos de estancia en las eras subsiguientes a los tiempos de Adán y Eva, y aunque había habido muchas resurrecciones especiales y milenarias de los hijos de Urantia, ésta era la tercera ocasión en que se pasaba lista planetaria, o sea la tercera resurrección dispensacional completa. La primera ocurrió al tiempo de la llegada del Príncipe Planetario, la segunda durante los tiempos de Adán, y ésta, la tercera, señaló la resurrección morontial, el tránsito mortal, de Jesús de Nazaret.
Cuando el jefe de los arcángeles recibió la señal de la resurrección planetaria, el Ajustador Personalizado del Hijo del Hombre renunció a su autoridad sobre las huestes celestiales reunidas en Urantia, transfiriendo nuevamente a todos estos hijos del universo local a la jurisdicción de sus comandantes respectivos. Y cuando hubo hecho esto, él partió en dirección a Salvingtón para registrar ante Emanuel la culminación del tránsito mortal de Micael. Y fue seguido inmediatamente por todas las huestes celestiales que no hacían falta en Urantia. Pero, Gabriel permaneció en Urantia con el Jesús morontial.
Éste es pues el relato de los acontecimientos de la resurrección de Jesús visto por los que tuvieron la oportunidad de presenciarlos mientras realmente ocurrían, sin las limitaciones de una visión humana parcial y restringida.
El circuito de los arcángeles operó entonces por primera vez desde Urantia. Gabriel y las huestes de arcángeles se trasladaron al sitio de la polaridad espiritual del planeta; y cuando Gabriel dio la señal, se transmitió su voz al primero de los mundos de estancia del sistema diciendo: «Por mandato de Micael, ¡dejad que se levanten los muertos de una dispensación de Urantia!» Entonces, todos los sobrevivientes de las razas humanas de Urantia que habían caído en el sueño desde los días de Adán, y que aún no habían sido juzgados, aparecieron en las salas de resurrección del grupo de mundos de estancia, prontos para la investidura morontial. En un instante de tiempo, los serafines y sus asociados se prepararon para partir hacia los mundos de estancia. Ordinariamente estos guardianes seráficos, anteriormente asignados a la custodia de grupo de estos mortales sobrevivientes, habrían estado presentes, en el momento del despertar, en las salas de resurrección del grupo de mundos de estancia, pero en este momento se encontraban en este mundo mismo porque la presencia de Gabriel era necesaria aquí en relación con la resurrección morontial de Jesús.
A pesar de que incontables seres con sus guardianes seráficos personales y los que habían alcanzado el nivel requerido de progreso de la personalidad espiritual habían progresado a los mundos de estancia en las eras subsiguientes a los tiempos de Adán y Eva, y aunque había habido muchas resurrecciones especiales y milenarias de los hijos de Urantia, ésta era la tercera ocasión en que se pasaba lista planetaria, o sea la tercera resurrección dispensacional completa. La primera ocurrió al tiempo de la llegada del Príncipe Planetario, la segunda durante los tiempos de Adán, y ésta, la tercera, señaló la resurrección morontial, el tránsito mortal, de Jesús de Nazaret.
Cuando el jefe de los arcángeles recibió la señal de la resurrección planetaria, el Ajustador Personalizado del Hijo del Hombre renunció a su autoridad sobre las huestes celestiales reunidas en Urantia, transfiriendo nuevamente a todos estos hijos del universo local a la jurisdicción de sus comandantes respectivos. Y cuando hubo hecho esto, él partió en dirección a Salvingtón para registrar ante Emanuel la culminación del tránsito mortal de Micael. Y fue seguido inmediatamente por todas las huestes celestiales que no hacían falta en Urantia. Pero, Gabriel permaneció en Urantia con el Jesús morontial.
Éste es pues el relato de los acontecimientos de la resurrección de Jesús visto por los que tuvieron la oportunidad de presenciarlos mientras realmente ocurrían, sin las limitaciones de una visión humana parcial y restringida.
domingo, 6 de julio de 2014
El cuerpo material de Jesús.
A las tres y diez, mientras el Jesús resurgido
fraternizaba con las personalidades morontiales reunidas de los siete
mundos de estancia de Satania, el jefe de los arcángeles —los ángeles de
la resurrección— se acercó a Gabriel y pidió el cuerpo mortal de Jesús.
Dijo el jefe de los arcángeles: «Se entiende que no participemos en la
resurrección morontial de la experiencia autootorgadora de Micael
nuestro soberano; pero quisiéramos que sus restos mortales fueran
entregados a nuestra custodia para su disolución inmediata. No tenemos
la intención de utilizar nuestra técnica de desmaterialización;
simplemente queremos invocar el proceso del tiempo acelerado. Basta con
que hayamos presenciado la vida y la muerte del Soberano en Urantia; las
huestes celestiales querrían ahorrarse el recuerdo de soportar el
espectáculo de la lenta putrefacción de la forma humana del Creador y
Sostenedor de un universo. En nombre de las inteligencias celestiales de
todo Nebadon, solicito un mandato que se me entregue la custodia de los
restos mortales de Jesús de Nazaret y que nos dé la autoridad para
proceder a su disolución inmediata».
Después de conferenciar Gabriel con el decano de los Altísimos de Edentia, el arcángel portavoz de las huestes celestiales recibió el permiso para disponer de los restos físicos de Jesús de la manera que él considerara apropiada.
Una vez que el jefe de los arcángeles obtuvo el permiso, llamó a muchos de sus semejantes para que le ayudaran, juntamente con numerosas huestes de representantes de todas las órdenes de las personalidades celestiales y, con la ayuda de los seres intermedios de Urantia, se hizo cargo del cuerpo físico de Jesús. Este cuerpo mortal era una creación puramente material; era físico y literal; no se lo podía sacar de la tumba en la forma en que escapara del sepulcro sellado la forma morontial de la resurrección. Con la ayuda de ciertas personalidades auxiliares morontiales, la forma morontial puede transformarse en cierto momento como en espíritu, volviéndose indiferente a la materia común, mientras que en otro momento puede ser discernible y accesible por los seres materiales, tales como los mortales del reino.
Para sacar el cuerpo de Jesús del sepulcro, en preparación para disponer de los restos digna y reverentemente mediante una disolución casi instantánea, a los seres intermedios secundarios de Urantia se les dio la tarea de hacer rodar las piedras de la entrada de la tumba. La más grande de las dos piedras era una gran roca redonda, semejante a una rueda de molino, y se movía dentro de una huella abierta en la roca, de modo que se la podía hacer rodar hacia atrás y hacia adelante para abrir o cerrar la tumba. Cuando los guardianes judíos y los soldados romanos, en la escasa luz de la madrugada, vieron que esa enorme piedra comenzaba a rodar abriendo la entrada de la tumba, aparentemente por sí sola —en ausencia de todo medio visible que explicara tal movimiento— los dominó el terror y el pánico, y huyeron del sitio de prisa. Los judíos huyeron a su casa, volviendo más tarde para relatar estas cosas a su capitán en el templo. Los romanos huyeron al fuerte de Antonia e informaron al centurión sobre lo que habían visto en cuanto él llegó al cuartel.
Los líderes judíos se metieron en la sórdida tarea de supuestamente deshacerse de Jesús, sobornando al traicionero Judas; ahora, al enfrentarse con esta situación embarazosa, en vez de pensar que castigaran a los guardianes por haber abandonado su puesto, ellos los sobornaron, así como también a los soldados romanos. Pagaron una suma de dinero a cada uno de estos veinte hombres y les instruyeron que dijeran a todos: «Durante la noche, mientras estábamos durmiendo, se precipitaron sobre nosotros los discípulos y se llevaron el cuerpo». Y los líderes judíos prometieron solemnemente a los soldados que los defenderían ante Pilato en caso de que alguna vez el gobernador se enterase de que ellos se habían dejado sobornar.
La creencia cristiana de la resurrección de Jesús se ha basado en el hecho de la «tumba vacía». Fue en verdad un hecho de que la tumba estaba vacía, pero ésta no fue la verdad de la resurrección. La tumba estaba realmente vacía cuando llegaron los primeros creyentes, y este hecho, asociado con el de la resurrección indudable del Maestro, llevó a la formulación de una creencia que no era verdad: la enseñanza de que el cuerpo material y mortal de Jesús había resucitado del sepulcro. La verdad relacionada con las realidades espirituales y los valores eternos, no siempre puede deducirse de la combinación de hechos aparentes. Aunque ciertos hechos pueden ser materialmente verdad, esto no significa que la asociación de un grupo de hechos deba necesariamente conducir a conclusiones espirituales verdaderas.
La tumba de José estaba vacía, no porque el cuerpo de Jesús hubiera sido rehabilitado ni resucitado, sino porque las huestes celestiales habían solicitado, y recibido el permiso, para realizar una disolución especial y singular, un retorno del «polvo al polvo» evitando la intervención del paso del tiempo y el efecto de los procesos ordinarios y visibles de la descomposición mortal y la corrupción material.
Los restos mortales de Jesús sufrieron el mismo proceso natural de desintegración de los elementos que caracteriza a todos los cuerpos humanos en la tierra, excepto que, en cuanto al paso del tiempo, este modo natural de disolución fue grandemente acelerado, hasta el punto en que se volvió casi instantáneo.
Las verdaderas pruebas de la resurrección de Micael son de naturaleza espiritual, aunque esta enseñanza haya sido corroborada por el testimonio de muchos mortales del reino que se encontraron con el Maestro morontial resucitado, lo reconocieron, y comulgaron con él. Él fue parte de la experiencia personal de casi mil seres humanos, antes de despedirse finalmente de Urantia.
Después de conferenciar Gabriel con el decano de los Altísimos de Edentia, el arcángel portavoz de las huestes celestiales recibió el permiso para disponer de los restos físicos de Jesús de la manera que él considerara apropiada.
Una vez que el jefe de los arcángeles obtuvo el permiso, llamó a muchos de sus semejantes para que le ayudaran, juntamente con numerosas huestes de representantes de todas las órdenes de las personalidades celestiales y, con la ayuda de los seres intermedios de Urantia, se hizo cargo del cuerpo físico de Jesús. Este cuerpo mortal era una creación puramente material; era físico y literal; no se lo podía sacar de la tumba en la forma en que escapara del sepulcro sellado la forma morontial de la resurrección. Con la ayuda de ciertas personalidades auxiliares morontiales, la forma morontial puede transformarse en cierto momento como en espíritu, volviéndose indiferente a la materia común, mientras que en otro momento puede ser discernible y accesible por los seres materiales, tales como los mortales del reino.
Para sacar el cuerpo de Jesús del sepulcro, en preparación para disponer de los restos digna y reverentemente mediante una disolución casi instantánea, a los seres intermedios secundarios de Urantia se les dio la tarea de hacer rodar las piedras de la entrada de la tumba. La más grande de las dos piedras era una gran roca redonda, semejante a una rueda de molino, y se movía dentro de una huella abierta en la roca, de modo que se la podía hacer rodar hacia atrás y hacia adelante para abrir o cerrar la tumba. Cuando los guardianes judíos y los soldados romanos, en la escasa luz de la madrugada, vieron que esa enorme piedra comenzaba a rodar abriendo la entrada de la tumba, aparentemente por sí sola —en ausencia de todo medio visible que explicara tal movimiento— los dominó el terror y el pánico, y huyeron del sitio de prisa. Los judíos huyeron a su casa, volviendo más tarde para relatar estas cosas a su capitán en el templo. Los romanos huyeron al fuerte de Antonia e informaron al centurión sobre lo que habían visto en cuanto él llegó al cuartel.
Los líderes judíos se metieron en la sórdida tarea de supuestamente deshacerse de Jesús, sobornando al traicionero Judas; ahora, al enfrentarse con esta situación embarazosa, en vez de pensar que castigaran a los guardianes por haber abandonado su puesto, ellos los sobornaron, así como también a los soldados romanos. Pagaron una suma de dinero a cada uno de estos veinte hombres y les instruyeron que dijeran a todos: «Durante la noche, mientras estábamos durmiendo, se precipitaron sobre nosotros los discípulos y se llevaron el cuerpo». Y los líderes judíos prometieron solemnemente a los soldados que los defenderían ante Pilato en caso de que alguna vez el gobernador se enterase de que ellos se habían dejado sobornar.
La creencia cristiana de la resurrección de Jesús se ha basado en el hecho de la «tumba vacía». Fue en verdad un hecho de que la tumba estaba vacía, pero ésta no fue la verdad de la resurrección. La tumba estaba realmente vacía cuando llegaron los primeros creyentes, y este hecho, asociado con el de la resurrección indudable del Maestro, llevó a la formulación de una creencia que no era verdad: la enseñanza de que el cuerpo material y mortal de Jesús había resucitado del sepulcro. La verdad relacionada con las realidades espirituales y los valores eternos, no siempre puede deducirse de la combinación de hechos aparentes. Aunque ciertos hechos pueden ser materialmente verdad, esto no significa que la asociación de un grupo de hechos deba necesariamente conducir a conclusiones espirituales verdaderas.
La tumba de José estaba vacía, no porque el cuerpo de Jesús hubiera sido rehabilitado ni resucitado, sino porque las huestes celestiales habían solicitado, y recibido el permiso, para realizar una disolución especial y singular, un retorno del «polvo al polvo» evitando la intervención del paso del tiempo y el efecto de los procesos ordinarios y visibles de la descomposición mortal y la corrupción material.
Los restos mortales de Jesús sufrieron el mismo proceso natural de desintegración de los elementos que caracteriza a todos los cuerpos humanos en la tierra, excepto que, en cuanto al paso del tiempo, este modo natural de disolución fue grandemente acelerado, hasta el punto en que se volvió casi instantáneo.
Las verdaderas pruebas de la resurrección de Micael son de naturaleza espiritual, aunque esta enseñanza haya sido corroborada por el testimonio de muchos mortales del reino que se encontraron con el Maestro morontial resucitado, lo reconocieron, y comulgaron con él. Él fue parte de la experiencia personal de casi mil seres humanos, antes de despedirse finalmente de Urantia.
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