El 17 de agosto del año 22 d. de J. C., cuando Juan tenía veinte y ocho años de edad, su madre falleció repentinamente. Los amigos de Elizabeth, conociendo las restricciones nazareas respecto al contacto con los muertos, incluso los de la propia familia, hicieron todos los arreglos para el entierro de Elizabeth antes de mandar a llamar a Juan. Al recibir Juan la noticia de la muerte de su madre, instruyó a Ezda que condujera sus rebaños a En-Gedi y partió hacia Hebrón.
A su regreso a En-Gedi, después del funeral de su madre, donó sus rebaños a la hermandad y durante una temporada se apartó del mundo exterior para ayunar y orar. Juan tan sólo conocía los métodos antiguos de acercarse a la divinidad; tan sólo conocía las historias de Elías, Samuel y Daniel. Elías era su ideal de profeta. Fue el primero de los maestros de Israel que llegó a ser considerado un profeta; Juan creía verdaderamente que habría de ser el último en este largo e ilustre linaje de mensajeros del cielo.
Por dos años y medio vivió Juan en En-Gedi, convenciendo a la mayoría de los miembros de la hermandad de que «se acercaba el fin de la era», que «el reino del cielo estaba por aparecer». Sus primeras enseñanzas de esa época estaban basadas en la idea y concepto judíos, corrientes por ese entonces, de un Mesías que habría de ser el liberador prometido de la nación judía; el que la habría de liberar de la dominación de sus potentados gentiles.
Durante todo este período Juan leyó mucho los escritos sagrados que encontró en la morada de los nazareos en En-Gedi. Le impresionaron especialmente los escritos de Isaías y Malaquías, los últimos profetas hasta ese momento. Leía y releía los últimos cinco capítulos de Isaías, y creía en estas profecías. Luego leía en Malaquías: «He aquí, yo os envío el profeta Elías antes que venga el gran y terrible día del Señor; y él hará volver el corazón de los padres hacia los hijos, y el corazón de los hijos hacia los padres, no sea que yo venga e hiera la tierra con maldición». Y solamente fue esta promesa de Malaquías de que Elías habría de regresar lo que hizo que Juan se abstuviera de salir a predicar sobre el advenimiento del reino y de exhortar a sus compatriotas a que escaparan de la ira venidera. Juan estaba listo para la proclamación del mensaje del advenimiento del reino, pero la anticipación del regreso de Elías lo frenó por más de dos años. Sabía que él no era Elías. ¿Qué quería decir Malaquías? ¿Era la profecía literal o figurada? ¿Cómo podía conocer la verdad? Finalmente se atrevió a pensar que, puesto que el primero de los profetas se llamaba Elías, así también el último sería conocido finalmente por el mismo nombre. A pesar de todo, mucho dudaba Juan, tanto dudaba que nunca se llamó a sí mismo Elías.
Fue la influencia de Elías lo que hizo que Juan adoptara sus métodos de ataque directo contra los pecados y vicios de sus contemporáneos. Vestía como Elías, intentaba hablar como Elías; en su aspecto exterior, era en todo semejante al antiguo profeta. Precisamente era tal su aspecto de robusto y pintoresco hijo de la naturaleza, tal predicador intrépido y temerario de la rectitud. Juan no era iletrado, bien conocía las sagradas escrituras judías, pero distaba de ser un hombre culto. Era un pensador claro, un orador poderoso y un denunciador fogoso. No era un ejemplo para su época, sino más bien una censura elocuente.
Finalmente elaboró su método para proclamar la nueva era, el reino de Dios; aceptó que habría de convertirse en el heraldo del Mesías; apartó todas las dudas y partió de En-Gedi un día de marzo del año 25 d. de J. C. para comenzar su corta pero brillante carrera como predicador público.