Cuando terminaron el desayuno y mientras los demás estaban sentados
junto al fuego, Jesús señaló a Pedro y a Juan que le acompañaran
caminando por la playa. Mientras iban caminando, Jesús le dijo a Juan:
«Juan, ¿me amas?» Cuando Juan contestó: «Sí, Maestro, con todo mi
corazón», el Maestro dijo: «Entonces, Juan, abandona tu intolerancia y
aprende a amar a los hombres así como yo te he amado a ti. Dedica tu
vida a la demostración de que el amor es la cosa más grande del mundo.
Es el amor de Dios el que impulsa a los hombres a buscar la salvación.
El amor es el antecesor de toda bondad espiritual, la esencia de lo
verdadero y de lo bello».
Jesús se volvió entonces a Pedro y
preguntó: «Pedro, ¿me amas?» Pedro contestó: «Señor, tú sabes que te amo
con toda mi alma». Entonces dijo Jesús: «Si tú me amas, Pedro,
apacienta a mis corderos. No olvides ministrar a los débiles, los
pobres, los jóvenes y los niños. Predica el evangelio sin temor ni
favor; siempre recuerda que Dios no hace acepción de personas. Sirve a
tus semejantes aun como yo te he servido a ti; perdona a tus semejantes
mortales aun como yo te he perdonado a ti. Que la experiencia te enseñe
el valor de la meditación y el poder de la reflexión inteligente».
Después de caminar un poco más, el Maestro
se volvió a Pedro y preguntó: «Pedro, ¿realmente me amas?» Y entonces
dijo Simón: «Sí, Señor, tú sabes que te amo». Y nuevamente dijo Jesús:
«Cuida bien de mi rebaño. Sé un pastor bueno y verdadero para con el
rebaño. No traiciones su confianza en ti. No te dejes sorprender por la
mano enemiga. Permanece alerta en todo momento —vigila y ora».
Después de caminar unos pasos más, Jesús se
dirigió a Pedro por tercera vez y preguntó: «Pedro, ¿me amas
verdaderamente?» Entonces Pedro, levemente herido por la aparente desconfianza del Maestro,
dijo con gran emoción: «Señor, tú lo sabes todo, y por lo tanto, tú
sabes que yo realmente y verdaderamente te amo». Entonces dijo Jesús:
«Apacienta mis ovejas. No abandones el redil. Sé un ejemplo e
inspiración para todos los demás pastores. Ama el redil así como yo te
he amado a ti y dedícate a su bienestar así como yo he dedicado mi vida a
tu bienestar. Y sigue mis pasos aun hasta el fin».
Pedro tomó esta declaración al pie de la
letra —que debía seguirlo por la playa— y volviéndose a Jesús, señaló a
Juan preguntando: «Si yo sigo tus pasos, ¿qué hará este varón?»
Entonces, percibiendo que Pedro había entendido mal sus palabras, Jesús
dijo: «Pedro, no te preocupes por lo que harán tus hermanos. Si yo deseo
que Juan permanezca aquí después de que tú te hayas ido, aun hasta que
yo vuelva, ¿qué te importa a ti? Asegúrate tan sólo de seguir mis
pasos».
Esta observación se difundió entre los
hermanos y fue interpretada como una declaración de que Juan no moriría
antes de que volviese el Maestro, como muchos pensaban y esperaban, para
establecer el reino en poder y gloria. Fue esta interpretación de lo
que había dicho Jesús la que mucho tuvo que ver con traer a Simón el
Zelote de vuelta al servicio, y a que perseverara en la tarea.
Cuando volvieron adonde estaban los demás,
Jesús se fue a caminar y hablar con Andrés y Santiago. Después de
caminar una corta distancia, Jesús dijo a Andrés: «Andrés, ¿confías en
mí?» Y cuando el ex jefe de los apóstoles oyó la pregunta que le hacía
Jesús, se detuvo y contestó: «Sí, Maestro, por cierto confío en ti, y tú
sabes que es así». Entonces dijo Jesús: «Andrés, si tú confías en mí,
confía aun más en tus hermanos —aun en Pedro. En el pasado yo te confié
el liderazgo de tus hermanos. Ahora al dejarte yo para ir al Padre debes
tú confiar en otros. Cuando tus hermanos comiencen a dispersarse por
causa de las amargas persecuciones, sé un consejero comprensivo y sabio
con Santiago mi hermano en la carne, cuando le pongan pesadas cargas
sobre sus hombros, a los que él no está capacitado para sobrellevar por
falta de experiencia. Sigue confiando, porque yo no te fallaré. Cuando
hayas terminado tu tarea en la tierra, vendrás a mí».
Luego Jesús se volvió a Santiago,
preguntando: «Santiago ¿confías en mí?» Y por supuesto Santiago replicó:
«Sí, Maestro, confío en ti de todo corazón». Entonces dijo Jesús:
«Santiago, si confías más en mí, serás menos impaciente con tus
hermanos. Si confías en mí, serás más compasivo con la hermandad de los
creyentes. Aprende a pesar las consecuencias de tus palabras y acciones.
Recuerda que quien siembra recoge. Ora para pedir serenidad de espíritu
y cultiva la paciencia. Estas gracias, juntamente con la fe viva, te
sostendrán cuando llegue la hora de beber la copa del sacrificio. Pero
no desmayes nunca; cuando hayas terminado en la tierra, también vendrás a
mí».
Luego habló Jesús con Tomás y Natanael. Le
dijo a Tomás: «Tomás, ¿me sirves?» Tomás contestó: «Sí, Señor, yo te
sirvo ahora y siempre». Entonces dijo Jesús: «Si quieres servirme, sirve
a mis hermanos en la carne aun como yo te he servido a ti. Y no te
canses en esta obra de bien, sino que persevera como el que ha sido
ordenado por Dios para este servicio de amor. Cuando hayas terminado tu
servicio conmigo en la tierra, servirás conmigo en gloria. Tomás, debes
dejar de dudar; debes crecer en la fe y en el conocimiento de la verdad.
Cree en Dios como un niño, pero deja de actuar tan infantilmente. Ten
coraje; sé fuerte en la fe y poderoso en el reino de Dios».
Entonces le dijo el Maestro a Natanael:
«Natanael, ¿me sirves tú?» El apóstol respondió: «Sí, Maestro, y con
afecto total». Entonces dijo Jesús: «Si tú, pues, me sirves de todo
corazón, asegúrate de dedicarte con afecto incansable al bienestar de
mis hermanos en la tierra. Agrega amistad a tu consejo y añade amor a tu
filosofía. Sirve a tus semejantes aun como yo te he servido a ti. Sé
fiel a los hombres así como yo he vigilado por ti. Sé menos crítico; no
esperes tanto de algunos hombres, de este modo tendrás menos
desilusiones. Y cuando el trabajo aquí haya terminado, tú servirás
conmigo en lo alto».
Después de esto el Maestro habló con Mateo y
Felipe. A Felipe le dijo: «Felipe, ¿Me obedeces?» Felipe respondió:
«Sí, Señor, te obedeceré aun con mi vida». Entonces dijo Jesús: «Si
quieres obedecerme, ve pues a las tierras de los gentiles y proclama
este evangelio. Los profetas te han dicho que obedecer es mejor que
sacrificar. Por la fe has llegado a ser un hijo del reino, que conoce a
Dios. Tan sólo existe una ley que se ha de obedecer —y ésa es, el
mandamiento de salir a proclamar el evangelio del reino. Deja de temer a
los hombres; no tengas temor de predicar la buena nueva de la vida
eterna a tus semejantes que languidecen en las tinieblas y tienen hambre
de la luz de la verdad. Felipe, ya no tendrás que ocuparte de dinero ni
de bienes; ya eres libre de predicar la buena nueva, como tus hermanos.
Yo iré delante de ti y estaré contigo aun hasta el fin».
Y luego, hablando a Mateo, el Maestro
preguntó: «Mateo, ¿albergas en tu corazón el deseo de obedecerme?» Mateo
respondió: «Sí, Señor, estoy totalmente dedicado a hacer tu voluntad».
Entonces dijo el Maestro: «Mateo, si quieres obedecerme, sal a enseñar a
todos los pueblos este evangelio del reino. Ya no servirás más a tus
hermanos en las cosas materiales de la vida; de ahora en adelante, tú
también debes proclamar la buena nueva de la salvación espiritual. De
ahora en adelante, pon tu atención sólo en obedecer tu encargo de
predicar este evangelio del reino del Padre. Así como yo he hecho la
voluntad del Padre en la tierra, así cumplirás tú la misión divina.
Recuerda, tanto los judíos como los gentiles son tus hermanos. No temas a
ningún hombre al proclamar las verdades salvadoras del evangelio del
reino del cielo. Adonde yo voy, tú dentro de poco vendrás».
Después caminó y habló con los gemelos
Alfeo, Jacobo y Judas, y dirigiéndose a ambos preguntó: «Jacobo y Judas,
¿creéis vosotros en mí?» Y cuando ambos respondieron: «Sí, Maestro,
creemos», él dijo: «Pronto os dejaré. Veis que ya os he dejado en forma
material. Permaneceré sólo un corto período en esta forma antes de ir al
Padre. Creéis en mí —sois mis apóstoles y siempre lo seréis. Continuad
creyendo y recordando vuestra asociación conmigo, cuando yo ya no esté,
cuando acaso hayáis retornado al trabajo que hacíais antes de venir a
vivir conmigo. No permitáis nunca que el ocuparos de una tarea exterior
distinta influya sobre vuestra lealtad. Tened fe en Dios hasta el fin de
vuestros días en la tierra. No olvidéis jamás que, una vez que seas un
hijo de fe de Dios, todo trabajo honesto del reino es sagrado. Nada de
lo que haga un hijo de Dios es ordinario. Haced pues vuestro trabajo, de
aquí en adelante, como si fuera para Dios. Y cuando hayáis terminado en
este mundo, yo tengo otros mundos mejores, donde igualmente trabajaréis
para mí. En todo este trabajo, en este mundo y en los otros mundos, yo
trabajaré con vosotros, y mi espíritu vivirá dentro de vosotros».
Eran casi las diez cuando Jesús volvió de
su conversación con los gemelos Alfeo, y al dejar a los apóstoles dijo:
«Adiós, hasta que os encuentre a todos en el monte de vuestra ordenación
mañana al mediodía». Después de hablar así, desapareció de su vista.
«Desde el primer momento de mi estancia entre vosotros os enseñé que mi único fin era revelar a mi Padre de los cielos a sus hijos en la Tierra. He vivido esta encarnación para que podáis acceder al conocimiento de ese Gran Dios. Os he revelado que Dios es vuestro Padre y vosotros sus hijos...»
viernes, 26 de diciembre de 2014
martes, 23 de diciembre de 2014
La aparición junto al lago.
A eso de las seis de la mañana del viernes 21 de abril, el Maestro
morontial hizo su aparición decimotercera, la primera en Galilea, ante
los diez apóstoles, en el momento en que se acercaba su barca a la
orilla, cerca del sitio donde usualmente atracaban en Betsaida.
El jueves, después de pasar los apóstoles la tarde y las primeras horas de la noche en espera, en la casa de Zebedeo, Simón Pedro sugirió que fueran a pescar. Cuando Pedro propuso la pesca, todos los apóstoles decidieron ir. Echaron sus redes toda la noche, pero no pescaron nada. No se preocuparon gran cosa por no haber pescado nada, porque tenían muchas experiencias interesantes de las cuales hablaron, cosas que tan recientemente les habían sucedido en Jerusalén. Pero cuando llegó la luz del día, decidieron volver a Betsaida. Al acercarse a la orilla, vislumbraron una persona en la playa, cerca del amarradero, de pie junto a un fuego. Al principio pensaron que se trataba de Juan Marcos, dispuesto a recibirlos con su pesca, pero a medida que se acercaban, vieron que estaban equivocados —el hombre era demasiado alto para ser Juan. A nadie se le ocurrió que la persona en la playa fuera el Maestro. No entendían del todo por qué Jesús quería encontrarse con ellos en los sitios de sus actividades previas, al aire libre, en contacto con la naturaleza, lejos del ambiente cerrado de Jerusalén con su asociación trágica de temor, traición y muerte. Les había dicho que, si iban a Galilea, él se encontraría con ellos ahí, y estaba a punto de cumplir esa promesa.
Cuando echaron el ancla y se prepararon para trasladarse al bote pequeño que los llevaría hasta la orilla, el hombre en la playa les gritó: «Muchachos, ¿habéis pescado algo?» Al responderle ellos que no, volvió a hablar. «Echad la red a la derecha de la barca, encontraréis allí peces». Aunque no sabían que era Jesús quien les estaba hablando, al unísono echaron la red como se les había instruido, e inmediatamente estuvo llena, tanto que casi no podían cargarla de vuelta en la barca. Juan Zebedeo era de percepción rápida, y al ver la red llena de peces, percibió que era el Maestro quien les había hablado. Cuando ese pensamiento cruzó su mente, se inclinó y le susurró a Pedro: «Es el Maestro». Pedro fue siempre hombre de acción impensada y devoción impetuosa, de modo que, en cuanto Juan le susurró eso al oído, se levantó de golpe y se echó al agua para llegar más rápido junto al Maestro. Sus hermanos llegaron poco después de él, habiendo alcanzado la orilla en la barca pequeña, arrastrando la red llena de peces.
A esta altura ya se había levantado Juan Marcos y, viendo a los apóstoles que llegaban a la orilla con su red cargada, corrió a la playa para saludarlos; y cuando vio a once hombres en vez de diez, supuso que a quien no reconocía sería Jesús resucitado, y ante el asombro callado de los diez, el joven corrió junto al Maestro, e hincando la rodilla a sus pies, dijo: «Señor mío y Maestro mío». Y Jesús habló, no como lo había hecho en Jerusalén al saludarlos diciendo «que la paz sea con vosotros», sino en tono familiar, dirigiéndose a Juan Marcos: «Bien, Juan, me alegro de verte nuevamente, en la despreocupada Galilea, donde podemos tener una buena visita. Quédate con nosotros Juan, y desayuna».
Mientras Jesús hablaba con el joven, los diez estaban tan asombrados y sorprendidos que se olvidaron de traer la red llena de peces a la playa. Entonces habló Jesús: «Traed los peces y preparad algunos para el desayuno, el fuego ya está prendido, y tenemos bastante pan».
Mientras Juan Marcos estaba homenajeando al Maestro, Pedro contemplaba fijamente el fuego de carbón que brillaba allí en la playa; la escena le recordó vividamente el fuego de medianoche en el patio de Anás, allí donde él negó al Maestro. Pero se repuso al cabo de un momento y, arrodillándose a los pies del Maestro, exclamó: «¡Señor mío y Maestro mío!»
Luego, Pedro se unió a sus hermanos para traer la red. Cuando tuvieron su pesca sobre la playa contaron los peces, y había 153 grandes. Nuevamente, se cometió el error de decir que ésta había sido una pesca milagrosa. No hubo milagro alguno en este episodio. Fue simplemente un ejercicio del preconocimiento del Maestro. El sabía que los peces estaban allí y por consiguiente señaló a los apóstoles el sitio donde debían echar la red.
Jesús les habló diciendo: «Venid pues todos vosotros a desayunar. Aun los gemelos han de sentarse, mientras yo converso con vosotros; Juan Marcos preparará los pescados». Juan Marcos trajo siete peces de buen tamaño, que el Maestro puso al fuego, y cuando estuvieron cocidos el muchacho los sirvió a los diez. Entonces, Jesús rompió el pan y se lo entregó a Juan que, a su vez, sirvió a los hambrientos apóstoles. Cuando todos estuvieron servidos, Jesús indicó a Juan Marcos que se sentara mientras él mismo servía el pescado y el pan al muchacho, y mientras comían, Jesús habló con ellos rememorando muchas experiencias en Galilea junto a este mismo lago.
Ésta fue la tercera vez cuando Jesús se manifestó a los apóstoles como grupo. Cuando Jesús se dirigió a ellos por primera vez, preguntándoles si habían pescado, no sospecharon que fuera él, porque era experiencia común para estos pescadores en el Mar de Galilea, cuando se acercaban a la costa, que alguno de los mercaderes de pescados de Tariquea les dirigiera así la palabra, pues se encontraban generalmente allí para comprar la pesca fresca y entregarla a los establecimientos que se ocupaban del secado.
Jesús conversó con los diez apóstoles y Juan Marcos por más de una hora; luego, los condujo de a dos, paseando de ida y de vuelta por la playa mientras les hablaba —pero no eran las mismas parejas que él había formado para que salieran a enseñar. Los once apóstoles habían venido juntos de Jerusalén, pero Simón el Zelote se había puesto cada vez más deprimido a medida que se acercaban a Galilea, de manera que, cuando llegaron a Betsaida, dejó a sus hermanos y se fue a su casa.
Esta mañana, antes de despedirse de ellos, Jesús les aconsejó que dos de los apóstoles fueran adonde Simón el Zelote, y le trajeran de vuelta ese mismo día. Así lo hicieron Pedro y Andrés.
El jueves, después de pasar los apóstoles la tarde y las primeras horas de la noche en espera, en la casa de Zebedeo, Simón Pedro sugirió que fueran a pescar. Cuando Pedro propuso la pesca, todos los apóstoles decidieron ir. Echaron sus redes toda la noche, pero no pescaron nada. No se preocuparon gran cosa por no haber pescado nada, porque tenían muchas experiencias interesantes de las cuales hablaron, cosas que tan recientemente les habían sucedido en Jerusalén. Pero cuando llegó la luz del día, decidieron volver a Betsaida. Al acercarse a la orilla, vislumbraron una persona en la playa, cerca del amarradero, de pie junto a un fuego. Al principio pensaron que se trataba de Juan Marcos, dispuesto a recibirlos con su pesca, pero a medida que se acercaban, vieron que estaban equivocados —el hombre era demasiado alto para ser Juan. A nadie se le ocurrió que la persona en la playa fuera el Maestro. No entendían del todo por qué Jesús quería encontrarse con ellos en los sitios de sus actividades previas, al aire libre, en contacto con la naturaleza, lejos del ambiente cerrado de Jerusalén con su asociación trágica de temor, traición y muerte. Les había dicho que, si iban a Galilea, él se encontraría con ellos ahí, y estaba a punto de cumplir esa promesa.
Cuando echaron el ancla y se prepararon para trasladarse al bote pequeño que los llevaría hasta la orilla, el hombre en la playa les gritó: «Muchachos, ¿habéis pescado algo?» Al responderle ellos que no, volvió a hablar. «Echad la red a la derecha de la barca, encontraréis allí peces». Aunque no sabían que era Jesús quien les estaba hablando, al unísono echaron la red como se les había instruido, e inmediatamente estuvo llena, tanto que casi no podían cargarla de vuelta en la barca. Juan Zebedeo era de percepción rápida, y al ver la red llena de peces, percibió que era el Maestro quien les había hablado. Cuando ese pensamiento cruzó su mente, se inclinó y le susurró a Pedro: «Es el Maestro». Pedro fue siempre hombre de acción impensada y devoción impetuosa, de modo que, en cuanto Juan le susurró eso al oído, se levantó de golpe y se echó al agua para llegar más rápido junto al Maestro. Sus hermanos llegaron poco después de él, habiendo alcanzado la orilla en la barca pequeña, arrastrando la red llena de peces.
A esta altura ya se había levantado Juan Marcos y, viendo a los apóstoles que llegaban a la orilla con su red cargada, corrió a la playa para saludarlos; y cuando vio a once hombres en vez de diez, supuso que a quien no reconocía sería Jesús resucitado, y ante el asombro callado de los diez, el joven corrió junto al Maestro, e hincando la rodilla a sus pies, dijo: «Señor mío y Maestro mío». Y Jesús habló, no como lo había hecho en Jerusalén al saludarlos diciendo «que la paz sea con vosotros», sino en tono familiar, dirigiéndose a Juan Marcos: «Bien, Juan, me alegro de verte nuevamente, en la despreocupada Galilea, donde podemos tener una buena visita. Quédate con nosotros Juan, y desayuna».
Mientras Jesús hablaba con el joven, los diez estaban tan asombrados y sorprendidos que se olvidaron de traer la red llena de peces a la playa. Entonces habló Jesús: «Traed los peces y preparad algunos para el desayuno, el fuego ya está prendido, y tenemos bastante pan».
Mientras Juan Marcos estaba homenajeando al Maestro, Pedro contemplaba fijamente el fuego de carbón que brillaba allí en la playa; la escena le recordó vividamente el fuego de medianoche en el patio de Anás, allí donde él negó al Maestro. Pero se repuso al cabo de un momento y, arrodillándose a los pies del Maestro, exclamó: «¡Señor mío y Maestro mío!»
Luego, Pedro se unió a sus hermanos para traer la red. Cuando tuvieron su pesca sobre la playa contaron los peces, y había 153 grandes. Nuevamente, se cometió el error de decir que ésta había sido una pesca milagrosa. No hubo milagro alguno en este episodio. Fue simplemente un ejercicio del preconocimiento del Maestro. El sabía que los peces estaban allí y por consiguiente señaló a los apóstoles el sitio donde debían echar la red.
Jesús les habló diciendo: «Venid pues todos vosotros a desayunar. Aun los gemelos han de sentarse, mientras yo converso con vosotros; Juan Marcos preparará los pescados». Juan Marcos trajo siete peces de buen tamaño, que el Maestro puso al fuego, y cuando estuvieron cocidos el muchacho los sirvió a los diez. Entonces, Jesús rompió el pan y se lo entregó a Juan que, a su vez, sirvió a los hambrientos apóstoles. Cuando todos estuvieron servidos, Jesús indicó a Juan Marcos que se sentara mientras él mismo servía el pescado y el pan al muchacho, y mientras comían, Jesús habló con ellos rememorando muchas experiencias en Galilea junto a este mismo lago.
Ésta fue la tercera vez cuando Jesús se manifestó a los apóstoles como grupo. Cuando Jesús se dirigió a ellos por primera vez, preguntándoles si habían pescado, no sospecharon que fuera él, porque era experiencia común para estos pescadores en el Mar de Galilea, cuando se acercaban a la costa, que alguno de los mercaderes de pescados de Tariquea les dirigiera así la palabra, pues se encontraban generalmente allí para comprar la pesca fresca y entregarla a los establecimientos que se ocupaban del secado.
Jesús conversó con los diez apóstoles y Juan Marcos por más de una hora; luego, los condujo de a dos, paseando de ida y de vuelta por la playa mientras les hablaba —pero no eran las mismas parejas que él había formado para que salieran a enseñar. Los once apóstoles habían venido juntos de Jerusalén, pero Simón el Zelote se había puesto cada vez más deprimido a medida que se acercaban a Galilea, de manera que, cuando llegaron a Betsaida, dejó a sus hermanos y se fue a su casa.
Esta mañana, antes de despedirse de ellos, Jesús les aconsejó que dos de los apóstoles fueran adonde Simón el Zelote, y le trajeran de vuelta ese mismo día. Así lo hicieron Pedro y Andrés.
jueves, 4 de diciembre de 2014
Las apariciones en Galilea.
CUANDO los apóstoles se fueron de Jerusalén en dirección a Galilea,
los líderes judíos ya se habían calmado considerablemente. Ya que Jesús
tan sólo apareció ante su familia de creyentes en el reino, y puesto que
los apóstoles estaban ocultos y no hacían predicación pública, los
potentados de los judíos concluyeron que el movimiento del evangelio
estaba, después de todo, efectivamente derrotado. Estaban por supuesto
desconcertados por los rumores en aumento de que Jesús había resucitado
de entre los muertos, pero dependían de los sobornos a los guardianes
para que contrarrestaran en forma eficaz todos estos informes mediante
la reiteración de la historia de que una banda de sus seguidores había
robado el cadáver.
Desde ese momento en adelante, hasta que los apóstoles fueron dispersados por la marea de la persecución, en general Pedro fue reconocido como el jefe del cuerpo apostólico. Jesús no le otorgó nunca esa autoridad, y sus hermanos apóstoles nunca lo eligieron formalmente para esa posición de responsabilidad; él la tomó naturalmente y la mantuvo por consentimiento común y también porque era el predicador principal entre ellos. De ahí en adelante la predicación pública se volvió la principal labor de los apóstoles. Después de su retorno de Galilea, Matías, a quien seleccionaron para que tomara el lugar de Judas, fue el tesorero.
Durante la semana en que se quedaron en Jerusalén, María la madre de Jesús pasó mucho tiempo con las mujeres creyentes que se detenían en la casa de José de Arimatea.
Ese lunes por la mañana temprano cuando partieron los apóstoles para Galilea, Juan Marcos los acompañó. Los siguió al salir de la ciudad y después de pasar más allá de Betania, se les acercó atrevidamente, confiando en que ya no lo enviarían de vuelta.
Los apóstoles se detuvieron varias veces en el camino de Galilea para relatar la historia de su Maestro resucitado y por lo tanto no llegaron a Betsaida hasta muy tarde el miércoles por la noche. El jueves, no despertaron hasta el mediodía y estuvieron listos para compartir el desayuno juntos.
Desde ese momento en adelante, hasta que los apóstoles fueron dispersados por la marea de la persecución, en general Pedro fue reconocido como el jefe del cuerpo apostólico. Jesús no le otorgó nunca esa autoridad, y sus hermanos apóstoles nunca lo eligieron formalmente para esa posición de responsabilidad; él la tomó naturalmente y la mantuvo por consentimiento común y también porque era el predicador principal entre ellos. De ahí en adelante la predicación pública se volvió la principal labor de los apóstoles. Después de su retorno de Galilea, Matías, a quien seleccionaron para que tomara el lugar de Judas, fue el tesorero.
Durante la semana en que se quedaron en Jerusalén, María la madre de Jesús pasó mucho tiempo con las mujeres creyentes que se detenían en la casa de José de Arimatea.
Ese lunes por la mañana temprano cuando partieron los apóstoles para Galilea, Juan Marcos los acompañó. Los siguió al salir de la ciudad y después de pasar más allá de Betania, se les acercó atrevidamente, confiando en que ya no lo enviarían de vuelta.
Los apóstoles se detuvieron varias veces en el camino de Galilea para relatar la historia de su Maestro resucitado y por lo tanto no llegaron a Betsaida hasta muy tarde el miércoles por la noche. El jueves, no despertaron hasta el mediodía y estuvieron listos para compartir el desayuno juntos.
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