El lunes por la noche se celebró un
concilio entre el sanedrín y unos cincuenta líderes adicionales,
seleccionados entre los escribas, fariseos y saduceos. Fue consenso de
esta reunión que sería peligroso arrestar a Jesús en público, debido al
afecto con que contaba entre la gente común. También era opinión de la
mayoría que debía hacerse un esfuerzo decidido por desacreditarlo a los
ojos de la multitud antes de arrestarlo y llevarlo a juicio. Por lo
tanto, varios grupos de hombres eruditos fueron designados para estar
disponibles a la mañana siguiente en el templo con el objeto de hacerlo
caer en la trampa de preguntas difíciles, y de otra manera tratar de
ponerlo en una situación embarazosa ante la gente. Por fin, los
fariseos, los saduceos y aun los herodianos estaban todos unidos en este
esfuerzo dirigido a desacreditar a Jesús a los ojos de las multitudes
pascuales.
El martes por la mañana, cuando Jesús llegó
al patio del templo y comenzó a enseñar, apenas si había pronunciado
unas pocas palabras cuando un grupo de los estudiantes más jóvenes de
las academias, a quienes se había hecho ensayar con este propósito, se
adelantaron y por medio de su portavoz se dirigieron a Jesús: «Maestro,
sabemos que eres un instructor recto, y sabemos que proclamas los
caminos de la verdad, y que tan sólo sirves a Dios, porque no temes a
ningún hombre, y no haces acepción de personas. Somos tan sólo
estudiantes, y nos gustaría conocer la verdad sobre un asunto que nos
preocupa; nuestra dificultad es ésta: ¿Es legal para nosotros pagar
tributo al césar? ¿Hemos de pagar tributo o no?» Jesús, percibiendo su
hipocresía y artificio, les dijo: «¿Por qué venís de esta manera para
tentarme? Mostradme el dinero del tributo, y yo os contestaré». Y cuando
ellos le entregaron un denario, él lo miró y dijo: «¿Qué imagen e
inscripción lleva esta moneda?» Cuando ellos le contestaron: «La del
césar», Jesús dijo: «Dad al césar las cosas que son del césar y dad a
Dios las cosas que son de Dios».
Cuando así hubo contestado, estos jóvenes
escribas y sus cómplices herodianos, se retiraron de su presencia, y la
gente, aun los saduceos, disfrutaron de su derrota. Aun los jóvenes que
habían intentado hacerlo caer en la trampa, grandemente se maravillaron
de la inesperada sagacidad de la respuesta del Maestro.
El día anterior, los líderes habían tratado
de hacerlo tropezar ante la multitud en asuntos de autoridad
eclesiástica, y habiendo fracasado, ahora intentaban enredarlo en una
discusión dañina de la autoridad civil. Tanto Pilato como Herodes
estaban en Jerusalén en ese momento, y los enemigos de Jesús
conjeturaban que, si él se atrevía a aconsejar que no se pagara el
tributo al césar, podrían ir inmediatamente ante las autoridades romanas
y acusarlo de sedición. Por otra parte, si aconsejaba en muchas
palabras explicativas el pago del tributo calculaban con justicia que
dicha declaración heriría grandemente el orgullo nacional de sus oyentes
judíos, alienando de esta manera la buena voluntad y el afecto de la
multitud.
En todo esto, los enemigos de Jesús fueron
derrotados puesto que era regla bien conocida del sanedrín, establecida
para guiar a los judíos dispersos entre las naciones gentiles, que el
«derecho de acuñar monedas conllevaba el derecho de cobrar impuestos».
De esta manera Jesús había evitado la trampa. Haber contestado «no» a su
pregunta habría sido equivalente a incitar a la rebelión; haber
contestado «sí» habría chocado a los sentimientos nacionalistas
profundamente arraigados de esa época. El Maestro no evadió la pregunta;
meramente empleó la sabiduría de ofrecer una respuesta doble. Jesús
nunca fue evasivo, pero siempre fue sabio en su trato con los que
trataban de turbarlo y de destruirlo.