EL DOMINGO de la resurrección fue un día terrible en la vida de los
apóstoles; diez de ellos pasaron la mayor parte del día en el aposento
superior tras puertas aseguradas. Podían haber huido de Jerusalén, pero
tenían miedo de ser arrestados por los agentes del sanedrín si se los
encontraban por la calle. Tomás estaba yendo a solas con sus problemas
en Betfagé. Mejor habría sido que hubiese permanecido con los demás
apóstoles, pues podría haberlos ayudado dirigiendo su discusión por
caminos más útiles.
Durante todo ese día Juan sostuvo la idea
de que Jesús había resucitado de entre los muertos. Recordó no menos de
cinco veces distintas en las que el Maestro había afirmado que
resucitaría nuevamente y por lo menos tres veces en las que aludió al
tercer día. La actitud de Juan tenía considerable influencia sobre
ellos, especialmente sobre su hermano Santiago y sobre Natanael. Juan
podría haber tenido mayor influencia sobre ellos si no hubiese sido el
más joven del grupo.
El aislamiento de los apóstoles mucho tuvo
que ver con sus problemas. Juan Marcos los mantenía en contacto con los
acontecimientos del templo y les informaba en cuanto a los muchos
rumores que se difundían por la ciudad, pero no se le ocurrió allegar
noticias de los diferentes grupos de creyentes ante los que Jesús ya
había aparecido. Este tipo de servicio había sido realizado hasta ese
momento por los mensajeros de David, pero estaban todos ausentes en su
última misión como heraldos de la resurrección ante aquellos grupos de
creyentes que moraban lejos de Jerusalén. Por primera vez en todos estos
años, los apóstoles se dieron cuenta de cuanto habían confiado en los
mensajeros de David para recibir información diaria sobre los asuntos
del reino.
Durante todo este día Pedro, como siempre,
vaciló emocionalmente entre la fe y la incertidumbre sobre la
resurrección del Maestro. Pedro no podía olvidar la vista de las ropas
fúnebres yaciendo allí en la tumba como si el cuerpo de Jesús se hubiese
evaporado desde adentro. «Pero», razonaba Pedro, «si ha resucitado y
puede aparecer a las mujeres, ¿por qué no se aparece antes nosotros, sus
apóstoles?» Pedro se apenaba cuando pensaba que tal vez debido a su
presencia entre los apóstoles Jesús no venía a ellos, ya que él lo negó
esa noche en el patio de Anás. Al mismo tiempo se consolaba por el
mensaje traído por las mujeres, «id y contad a mis apóstoles —y a
Pedro». Pero, para poder obtener consolación de este mensaje presuponía
que él debía creer que las mujeres realmente habían visto y oído al
Maestro resucitado. Así pues, Pedro alternó entre la fe y la duda a lo
largo de todo el día, hasta poco después de las ocho de la noche, cuando
se atrevió a salir al patio. Pedro pensaba alejarse de los apóstoles
para que su presencia no impidiera la venida de Jesús, debido a que él
había negado al Maestro.
Santiago Zebedeo, quien sostuvo al
principio que sería conveniente que fueran todos al sepulcro, estaba
fuertemente a favor de hacer algo para esclarecer este misterio. Natanael fue quien les impidió que se
mostraran en público fuera de la casa como lo preconizaba Santiago, y lo
hizo recordándoles la advertencia de Jesús de que no pusieran en
peligro su vida en estos momentos. Al mediodía, Santiago también se
tranquilizó, y todos aguardaban. Él dijo muy poco; estaba terriblemente
desilusionado porque Jesús no había aparecido ante ellos, y aún no sabía
de las muchas apariciones del Maestro a otros grupos e individuos.
Ese día Andrés escuchó mucho. Estaba
efectivamente perplejo por la situación y tenía más incertidumbre de la
necesaria, pero por lo menos disfrutaba de cierta sensación de
liberación de las responsabilidades de dirigir a los demás apóstoles. En
efecto, estaba agradecido de que el Maestro le hubiera liberado de la
carga del liderazgo antes de entrar ellos en estos períodos difíciles.
Más de una vez durante las largas y
fatigantes horas de este día trágico, la única influencia positiva en el
grupo fue la contribución frecuente del característico tono filosófico
de Natanael. Fue en verdad quien controló a los diez a lo largo de todo
ese día. No se expresó ni una vez sobre la creencia o la incredulidad en
cuanto a la resurrección del Maestro. Pero a medida que pasaba el día,
cada vez más tendía a creer que Jesús había cumplido su promesa de
resucitar.
Simón el Zelote estaba demasiado anonadado
para participar en las discusiones. La mayor parte del tiempo estaba
echado en un diván en un rincón del cuarto, mirando a la pared; no habló
ni media docena de veces en todo ese día. Su concepto del reino se
había derrumbado, y no discernía que la resurrección del Maestro pudiera
cambiar materialmente la situación. Su desencanto era muy personal y en
líneas generales demasiado agudo para que se pudiera recuperar a corto
plazo, aun frente a un hecho tan estupendo como la resurrección.
Aunque parezca extraño, Felipe,
generalmente poco expresivo, habló mucho durante toda la tarde de este
día. Poco tuvo que decir por la mañana, pero durante el curso de la
tarde se pasó haciendo preguntas a los demás apóstoles. Pedro se irritó
repetidamente por las preguntas de Felipe, pero los demás las tomaron
con buen humor. Felipe estaba particularmente deseoso de saber si,
suponiendo que Jesús realmente se hubiera levantado de la tumba, tendría
su cuerpo las marcas físicas de la crucifixión.
Mateo estaba altamente confundido; escuchó
las discusiones de sus hermanos, pero pasó la mayor parte del tiempo
reflexionando sobre los problemas financieros que le deparaba el futuro.
Aparte de la supuesta resurrección de Jesús, Judas ya no estaba, David
le había entregado los fondos sin ceremonia, y no tenían ellos un líder
con autoridad. Antes de que Mateo hubiera llegado a considerar
seriamente las argumentaciones de los demás sobre la resurrección, ya
había visto al Maestro, cara a cara.
Los gemelos Alfeo poco participaron en
estas discusiones serias; estaban bastante ocupados en sus
ministraciones habituales. Uno de ellos expresó la actitud de ambos al
decir, respondiendo a una pregunta de Felipe: «No entendemos esto de la
resurrección, pero nuestra madre dice que habló con el Maestro, y
nosotros le creemos».
Tomás se encontraba en medio de uno de sus
típicos ataques de depresión desesperante. Durmió parte del día y anduvo
por las colinas el resto del tiempo. Sentía una gran necesidad de
unirse con los demás apóstoles, pero era más fuerte el deseo de estar a
solas.
El Maestro demoró su primera aparición
morontial a los apóstoles por una serie de razones. En primer lugar,
quería que tuvieran tiempo, después de enterarse de su resurrección,
para reflexionar sobre todo lo que les había dicho en cuanto a su muerte y resurrección cuando aún
estaba con ellos en la carne. El Maestro quería que Pedro venciera
algunas de las dificultades peculiares antes de manifestarse él ante
todos ellos. En segundo lugar, deseaba que Tomás estuviera con ellos al
tiempo de su primera aparición. Juan Marcos ubicó a Tomás en la casa de
Simón en Betfagé, temprano por la mañana del domingo, y trajo a los
apóstoles esta noticia a eso de las once. En cualquier momento durante
ese día, Tomás habría regresado si Natanael o cualesquiera dos de otros
apóstoles hubiesen ido a buscarlo. Él realmente quería volver, pero
habiéndose ido la noche antes como se había ido, era demasiado orgulloso
como para volver tan pronto por su propia cuenta. Pero al día siguiente
se encontró tan deprimido que le llevó por lo menos una semana
decidirse a volver. Los apóstoles lo aguardaban, y él esperaba que sus
hermanos lo fueran a buscar y le pidieran que volviese con ellos. Por
eso Tomás permaneció lejos de sus asociados hasta el siguiente sábado
por la noche, cuando, al caer la noche, Pedro y Juan fueron a Betfagé y
lo trajeron de vuelta con ellos. Ésta es la razón por la cual no fueron
enseguida a Galilea después de que Jesús apareciera por primera vez ante
ellos; no querían irse sin Tomás.