En Emaús, a unos once kilómetros al oeste de Jerusalén, vivían dos
hermanos, pastores, que habían pasado la semana de Pascua en Jerusalén
asistiendo a los sacrificios, ceremonias y festividades. Cleofas, el
mayor, era un creyente a medias de Jesús; por lo menos había sido
expulsado de la sinagoga. Su hermano, Jacobo, no era creyente, aunque
estaba muy perplejo por lo que había oído sobre las enseñanzas y obras
del Maestro.
Este domingo por la tarde, a unos cinco
kilómetros fuera de Jerusalén y pocos minutos antes de las cinco, al
caminar estos dos hermanos por la carretera a Emaús, conversaban muy
ensimismados sobre Jesús, sus enseñanzas, sus obras, y más
específicamente de los rumores de que su tumba estaba vacía, y que
ciertas mujeres habían hablado con él. Cleofas estaba casi decidido a
creer en estos informes, pero Jacobo insistía en que se trataba
probablemente de un engaño. Mientras así discutían y debatían camino a
su casa, la manifestación morontial de Jesús, su séptima aparición,
apareció caminando a su lado. Cleofas había escuchado muchas veces las
enseñanzas de Jesús y había comido con él en las casas de los creyentes
de Jerusalén en varias ocasiones, pero no reconoció al Maestro aun
cuando éste le habló libremente.
Después de caminar un corto camino con
ellos, Jesús dijo: «¿Cuáles son las palabras que estabais intercambiando
con tanta intensidad al acercarme yo?» Cuando Jesús hubo hablado, se
detuvieron y le miraron con triste sorpresa. Dijo Cleofas: «¿Es posible
que tú vivas en Jerusalén y no sepas de las cosas que han ocurrido
recientemente?» Entonces preguntó el Maestro: «¿Qué cosas?» Cleofas
replicó: «Si tú no sabes de estos asuntos, eres el único en Jerusalén
que no ha oído estos rumores sobre Jesús de Nazaret, que era un profeta
poderoso de palabra y de hecho ante Dios y todo el pueblo. Los altos
sacerdotes y nuestros líderes lo entregaron a los romanos y demandaron
que se le crucificara. Ahora pues, muchos de nosotros teníamos la
esperanza de que él fuera el que liberaría a Israel del yugo de los
gentiles. Pero eso no es todo. Hoy es el tercer día desde que fue
crucificado, y unas mujeres este día nos asombraron declarando que muy
temprano esta mañana fueron a su tumba y la encontraron vacía. Y estas
mismas mujeres insisten que ellas han hablado con este hombre; sostienen
que ha resucitado de entre los muertos. Cuando las mujeres informaron
de esto a los hombres, dos de sus apóstoles corrieron a la tumba y del
mismo modo la encontraron vacía», y aquí Jacobo interrumpió a su hermano
para decir: «Pero no vieron a Jesús».
Mientras seguían caminando, Jesús les dijo:
«¡Cuán lentos sois en comprender la verdad! Cuando me decís que estáis
discutiendo las enseñanzas y las obras de este hombre, tal vez yo os
pueda esclarecer, puesto que estoy más que familiarizado con estas
enseñanzas. ¿Acaso no recordáis que este Jesús siempre enseñó que su
reino no era de este mundo, y que todos los hombres, siendo hijos de
Dios, debían encontrar la libertad y la emancipación en el regocijo
espiritual de ser miembros de la hermandad del servicio amante en este
nuevo reino de la verdad del amor del Padre celestial? ¿Acaso no
recordáis cómo este Hijo del Hombre proclamó la salvación de Dios para
todos los hombres, ministrando a los enfermos y afligidos y liberando a
los que estaban encadenados por el temor y esclavisados por el mal?
¿Acaso no sabéis que este hombre de Nazaret dijo a sus discípulos que él
debía ir a Jerusalén, ser entregado a sus enemigos, quienes lo pondrían
a muerte, y que luego resucitaría al tercer día? ¿Acaso no habéis
escuchado esto? ¿Y no habéis leído nunca en las Escrituras sobre este
día de salvación de judíos y gentiles, donde dice que en él todas las
familias de la tierra serán benditas; que él oirá el llanto de los
necesitados y salvará el alma de los pobres que lo busquen; que todas
las naciones lo llamarán bendito? Que ese Libertador será como la sombra
de una gran roca sobre una tierra cansada. Que alimentará al rebaño
como un buen pastor, juntando a las ovejas en sus brazos y llevándolas
tiernamente en su regazo. Que abrirá los ojos de los que son ciegos
espiritualmente y que traerá a los prisioneros de la desesperación a la
plena libertad y luz; que todos los que están sentados en las tinieblas,
verán la gran luz de la salvación eterna. Que él vendará a los
quebrantados de corazón, publicará libertad a los cautivos del pecado, y
abrirá la prisión de los que están esclavizados por el temor y
encadenados por el mal. Que confortará a los que están de luto y les
otorgará el regocijo de la salvación en lugar de la pena y de la
pesadumbre. Que será el deseo de todas las naciones y la felicidad
eterna de los que buscan la rectitud. Que este hijo de la verdad y de la
rectitud se elevará en el mundo con luz curativa y poder salvador;
incluso que salvará a su pueblo de sus pecados; que realmente buscará y
salvará a los que se han descarriado. Que no destruirá a los débiles
sino que ministrará salvación a todos los que tienen hambre y sed de
rectitud. Que los que crean en él tendrán vida eterna. Que él derramará
su espíritu sobre toda la carne, y que este Espíritu de la Verdad será
en cada creyente un manantial de agua, que llegará hasta la vida eterna.
¿Acaso no comprendisteis cuán grande era el evangelio del reino que os
entregó este hombre? ¿No percibís acaso cuán grande es la salvación que
os ha llegado?».
A estas alturas, habían llegado cerca de la
aldea donde vivían los dos hermanos. Los dos hombres no habían hablado
palabra alguna desde que Jesús empezó a enseñarles mientras caminaban
por el camino. Pronto llegaron frente a su humilde morada, y Jesús
estaba a punto de despedirse de ellos, para proseguir su camino, pero lo
instaron a que entrara y morara con ellos. Insistieron que era casi de
noche y que se quedara con ellos. Finalmente Jesús consistió, y muy poco
después entraron en la casa, y se sentaron a comer. Le dieron el pan
para que lo bendijera, y al empezar él a romperlo para compartirlo con ellos, se les abrieron los ojos y Cleofas
reconoció que su huésped era el Maestro mismo. Y cuando dijo, «es el
Maestro—», el Jesús morontial desapareció de su vista.
Entonces se dijeron uno al otro: «¡Con
razón nuestro corazón nos ardía en el pecho mientras él nos hablaba al
caminar por la carretera. Y mientras abría para nosotros la puerta de la
comprensión de las enseñanzas de las Escrituras!
No comieron. Habían visto al Maestro
morontial, y salieron corriendo de la casa, dándose prisa en dirección a
Jerusalén para difundir la buena nueva del Salvador resucitado.
Aproximadamente a las nueve de esa noche y
justo antes de que el Maestro apareciera a los diez, estos dos hermanos
excitados se abalanzaron sobre los apóstoles en el aposento superior,
declarando que habían visto a Jesús y habían hablado con él. Y les
dijeron todo lo que Jesús les había dicho a ellos, y cómo ellos no
discernieron quién era él hasta el momento en que rompió el pan.