Felipe fue el quinto apóstol en ser escogido, siendo llamado cuando Jesús y sus primeros cuatro apóstoles se dirigían desde el campamento de Juan en el Jordán hacia Caná de Galilea. Como vivía en Betsaida, Felipe conocía algo a Jesús desde hacía algún tiempo, pero no había pensado que Jesús fuese realmente un gran hombre, hasta ese día en el valle del Jordán en que éste le dijo «Sígueme». También influyó en parte sobre Felipe el hecho de que Andrés, Pedro, Santiago y Juan habían aceptado a Jesús como el Libertador.
Felipe tenía veintisiete años cuando se unió a los apóstoles; hacía poco que se había casado, pero no tenía hijos por esa época. El sobrenombre que le dieron los apóstoles significaba «curiosidad». Felipe siempre quería que le mostraran. No parecía ver muy lejos en ninguna proposición. No era necesariamente torpe, pero carecía de imaginación. Esta falta de imaginación era la gran debilidad de su carácter. Era una persona común y concreta.
Cuando los apóstoles se organizaron para el servicio, Felipe fue hecho mayordomo; era su deber velar para que no les faltaran provisiones en ningún momento. Y fue un buen mayordomo. Su característica más destacada era su minuciosidad metódica; era al mismo tiempo matemático y sistemático.
Felipe provenía de una familia de siete hermanos: tres niños y cuatro niñas. Era el segundo, y después de la resurrección, bautizó a toda su familia en el reino. La familia de Felipe eran pescadores. Su padre era un hombre muy hábil, un pensador profundo, pero su madre provenía de una familia muy mediocre. No podía esperarse de Felipe que hiciera grandes cosas, pero era hombre de hacer cosas pequeñas en grande, hacerlas bien y en forma aceptable. Sólo algunas veces en cuatro años no tuvo alimentos listos para satisfacer las necesidades de todos. Incluso las muchas situaciones de urgencia que surgían en la vida que vivían, rara vez lo encontraron desprevenido. El departamento de abastecimiento de la familia apostólica era administrado con inteligencia y eficiencia.
El punto fuerte de Felipe era su confiabilidad metódica; el punto flaco, su total falta de imaginación, su falta de capacidad para sumar dos más dos y obtener cuatro. Era matemático en el sentido abstracto, pero no constructivo en su imaginación. El carecía casi completamente de cierto tipo de imaginación. Era el típico hombre promedio y común de todos los días. Había muy muchos hombres y mujeres como él entre las multitudes que acudían a escuchar las enseñanzas y predicaciones de Jesús, y todos ellos derivaban consuelo al observar que había alguien semejante a ellos que había sido elevado a una posición honrado en los concilios del Maestro; el hecho de que alguien como ellos ya hubiese encontrado un alto puesto en los asuntos del reino los llenaba de coraje. Y mucho aprendió Jesús sobre cómo funciona la mente de algunos hombres al escuchar pacientemente las tontas preguntas de Felipe y al consentir tantas veces en la solicitud de su mayordomo de que «le mostrara».
La cualidad de Jesús que Felipe admiraba tan continuamente era la infalible generosidad del Maestro. Jamás halló Felipe nada en Jesús que fuera pequeño, mezquino o avaro, y él adoraba esta constante e infalible generosidad.
Poco existía en la personalidad de Felipe que llamara particularmente la atención. A menudo se habla de él como «Felipe de Betsaida, el pueblo donde viven Andrés y Pedro». Casi no poseía una visión discernidora; era incapaz de comprender las posibilidades dramáticas de una situación dada. No era pesimista; era simplemente prosaico. Carecía también en gran medida de discernimiento espiritual. No titubeaba en interrumpir a Jesús en medio de uno de los discursos más profundos del Maestro para hacerle una pregunta al parecer tonta. Pero Jesús no lo regañó nunca por su imprudencia; fue paciente con él y comprensivo de su incapacidad para entender los significados más profundos de la enseñanza. Bien sabía Jesús que, si llegaba a regañar a Felipe, por estas preguntas inoportunas, no sólo heriría a un alma honesta, sino que tal reprimenda tanto ofendería a Felipe, que nunca más se atrevería a preguntar nada. Jesús sabía que en sus mundos del espacio había incontables millones de millones de mortales semejantes de pensamiento lento, y quería alentarlos a que se le acercaran y tuvieran siempre la libertad de acudir a él con sus preguntas y problemas. Después de todo, en realidad a Jesús más le interesaban las tontas preguntas de Felipe que el sermón que pudiera estar predicando. Jesús estaba supremamente interesado en los hombres, en todos los hombres.
El mayordomo apostólico no era buen orador, pero en la obra personal era muy persuasivo y tenía mucho éxito. No se descorazonaba con facilidad; era tenaz y laborioso en todo lo que emprendía. Poseía el grande y raro don de decir «ven». Cuando su primer converso, Natanael, quiso discutir los méritos y deméritos de Jesús y de Nazaret, la eficaz respuesta de Felipe fue «ven y ve». No era un predicador dogmático que exhortaba a sus oyentes a que «fueran» —a hacer esto o aquello. Enfrentaba todas las situaciones que surgieran en su trabajo con «ven —ven conmigo; te mostraré el camino». Y es ésta siempre la técnica más eficaz en todas las formas y fases de la enseñanza. Aun los padres pueden aprender de Felipe el mejor modo de decir a sus hijos no que «vayan a hacer esto y aquello» sino más bien: «venid con nosotros y os mostraremos y compartiremos con vosotros el mejor camino».
La incapacidad de Felipe para adaptarse a una nueva situación quedó ilustrada muy bien cierta vez, cuando los griegos vinieron a él en Jerusalén, diciéndole: «Señor, deseamos ver a Jesús». Ahora bien, Felipe le habría dicho a cualquier judío que hiciese tal pregunta, «ven». Pero estos hombres eran extranjeros, y Felipe no recordaba ninguna instrucción de sus superiores sobre este tema; así pues lo único que se le ocurrió hacer fue consultar al jefe, Andrés, y luego ambos escoltaron a los curiosos griegos hasta Jesús. Del mismo modo, cuando fue a Samaria para predicar y bautizar a los creyentes, según le había mandado su Maestro, se abstuvo de poner sus manos sobre los conversos como símbolo de que habían recibido el Espíritu de la Verdad. Esto lo hacían Pedro y Juan, que habían venido de Jerusalén para observar su obra en nombre de la iglesia madre.
Felipe vivió el duro período de la muerte del Maestro, participó en la reorganización de los doce, y fue el primero en salir a ganar almas para el reino allende las filas de los judios, siendo su trabajo con los samaritanos y sus labores subsecuentes en nombre del evangelio siempre muy fructíferos.
La esposa de Felipe, que había sido miembro eficiente del grupo de las mujeres, se asoció activamente con su marido en la obra evangelística cuando huyeron de las persecuciones en Jerusalén. Su esposa era una mujer temeraria. Permaneció al pie de la cruz de Felipe, alentándolo a que proclamara la buena nueva aun a sus asesinos, y cuando él ya no tuvo fuerza, ella siguió relatando la historia de la salvación por medio de la fe en Jesús, y sólo pudieron silenciarla los airados judíos
apedriándola a muerte. Su hija mayor, Lea, continuó la obra de ambos, llegando a ser posteriormente la famosa profetiza de Hierápolis.