«Desde el primer momento de mi estancia entre vosotros os enseñé que mi único fin era revelar a mi Padre de los cielos a sus hijos en la Tierra. He vivido esta encarnación para que podáis acceder al conocimiento de ese Gran Dios. Os he revelado que Dios es vuestro Padre y vosotros sus hijos...»

martes, 17 de julio de 2012

Simón Pedro.

Cuando Simón se unió a los apóstoles, tenía treinta años. Estaba casado, tenía tres hijos y vivía en Betsaida, cerca de Capernaum. Su hermano, Andrés, y su suegra vivían con él. Tanto Pedro como Andrés eran pescadores y socios de los hijos de Zebedeo.
     
El Maestro ya conocía a Simón desde hacía algún tiempo cuando Andrés se lo presentó como el segundo de los apóstoles. Al dar Jesús a Simón el nombre de Pedro, lo hizo con una sonrisa; era una especie de apodo. Simón era bien conocido entre sus amigos por su temperamento errático e impulsivo. Es verdad que, más tarde, le dio Jesús una importancia nueva y significativa a este apodo originalmente otorgado a la ligera.
     
Simón Pedro era hombre impulsivo y optimista. Había crecido libremente, permitiéndose ceder a los sentimientos más fuertes; constantemente se metía en líos porque persistía en hablar sin pensar. Esta impulsividad también les causaba problemas incesantes a todos sus amigos y asociados y era la causa de que su Maestro muchas veces le regañara suavemente. El único motivo por el cual Pedro no se metía en más líos aun por su forma impulsiva de hablar era que desde muy temprano aprendió a compartir muchos de sus planes y proyectos con su hermano Andrés, antes de aventurarse a proponerlos en público.
      
Pedro era un orador locuaz, elocuente y dramático. También era un líder natural que sabía inspirar a las multitudes, un pensador sagaz pero no un razonador profundo. Hacía más preguntas él solo que todos los apóstoles juntos, y aunque la mayoría de sus preguntas tenían sentido y valían la pena, muchas eran impensadas y tontas. Pedro no tenía una mente profunda, pero conocía su mente bastante bien. Por consiguiente, era hombre de decisiones rápidas y acción repentina. Mientras otros conversaban asombrados viendo a Jesús en la playa, Pedro se zambullía al agua y nadaba hacia la costa para encontrarse con el Maestro.
     
El rasgo que Pedro más admiraba en Jesús era su extrema ternura. Pedro no se cansaba jamás de discurrir la paciencia de Jesús. Jamás olvidaría la lección acerca de perdonar al malhechor no siete veces tan sólo sino setenta veces más siete. Mucho pensó sobre estas impresiones del carácter misericordioso del Maestro durante esos lúgubres días de desesperación que vivió inmediatamente después de negar a Jesús sin pensarlo, y sin intención, en el patio del sumo sacerdote.
     
Simón Pedro era angustiosamente vacilante; pasaba en forma repentina de un extremo al otro. Primero se negó a que Jesús le lavara los pies, pero, al oír la réplica de su Maestro, le pidió que le lavara todo el cuerpo. Pero, después de todo, Jesús sabía que las faltas de Pedro provenían de la cabeza y no del corazón. Era Pedro una de las más inexplicables combinaciones de coraje y cobardía que jamás vivieran sobre la tierra. Su gran fortaleza de carácter era su lealtad, su amistad. Pedro amaba realmente y sinceramente a Jesús. Pero a pesar de la extraordinaria fuerza de su devoción, era tan inestable y variable que pudo una joven criada azuzarlo a que negara a su Maestro y Señor. Pedro podía hacerle frente a la persecución y a todo tipo de ataque directo, pero se empequeñecía y se marchitaba ante el ridículo. Soldado valiente ante un ataque frontal, reaccionaba como un cobarde medroso ante un ataque sorpresivo desde la retaguardia.
     
Pedro fue el primero entre los apóstoles en defender valientemente la obra de Felipe entre los samaritanos y la de Pablo entre los gentiles; pero más tarde, en Antioquía, al ser confrontado por un grupo de judaizantes que lo ridiculizaban se retractó, alejándose temporalmente de los gentiles, para luego traer sobre su cabeza la audaz denuncia de Pablo.
      
Fue el primero entre los apóstoles en hacer una sincera confesión de la humanidad y la divinidad combinadas de Jesús y el primero —con excepción de Judas— en negarlo. Pedro no tenía mucho de soñador, pero le disgustaba descender de las nubes del éxtasis y del entusiasmo de la complacencia dramática al mundo ordinario de la realidad concreta.
     
Al seguir a Jesús, literal y figurativamente, conducía él a veces la procesión y otras veces la seguía —«la seguía de lejos». Pero, era el predicador más destacado de los doce; hizo más que cualquier otro hombre individual, a excepción de Pablo, para establecer el reino y enviar a sus mensajeros a los cuatro confines de la tierra en una generación.
      
Después de haber negado impulsivamente al Maestro, volvió a encontrarse a sí mismo, y con la orientación comprensiva y compasiva de Andrés, nuevamente encabezó el camino de vuelta a las redes de pesca mientras los apóstoles se quedaban a la espera de lo que sucedería después de la crucifixión. Cuando estuvo plenamente seguro que Jesús lo había perdonado y supo que había sido recibido de vuelta en el redil del Maestro, las llamas del reino ardieron tan brillantemente en su alma que se convirtió en una gran luz salvadora para millares que vivían en las tinieblas.
     
Después de partir de Jerusalén y antes de que Pablo se convirtiera en la fuerza motriz de las iglesias cristianas gentiles, Pedro viajó mucho, visitando todas las iglesias desde Babilonia hasta Corinto. Incluso visitó y ministró a muchas de las iglesias que habían sido fundadas por Pablo. Aunque mucho diferían Pedro y Pablo en temperamento y educación, incluso en teología, trabajaron juntos armoniosamente para la edificación de las iglesias durante sus últimos años.
      
Se advierte algo del estilo y las enseñanzas de Pedro en los sermones parcialmente documentados por Lucas y en el Evangelio según Marcos. Su estilo vigoroso se muestra mejor en la carta conocida como la Primera Epístola de Pedro; por lo menos, así era antes de que ésta fuera posteriormente modificada por un discípulo de Pablo.
     
Pero Pedro persistió en cometer el error de tratar de convencer a los judíos de que Jesús era, después de todo, real y verdaderamente el Mesías judío. Hasta el día de su muerte, la mente de Simón Pedro siguió confundida entre los conceptos de Jesús como el Mesías judío, Cristo como el redentor del mundo y el Hijo del Hombre como la revelación de Dios, el Padre amante de toda la humanidad.
      
La esposa de Pedro era una mujer muy capaz. Trabajó durante muchos años de manera aceptable como miembro de la organización de las mujeres, y cuando Pedro tuvo que irse de Jerusalén, lo acompañó ella en todos sus viajes a las iglesias y en todas sus excursiones misioneras. Y el día en que su ilustre marido entregó su vida, ella fue arrojada a las bestias salvajes en la arena de Roma.
      
Así pues este hombre, Pedro, que tan cerca había estado de Jesús, que había pertenecido a su círculo íntimo, partió de Jerusalén y proclamó la buena nueva del reino con poder y gloria hasta cumplir la plenitud de su ministerio; se consideró él altamente honrado cuando sus captores le dijeron que moriría como había muerto su Maestro —en la cruz. Así pues fue Simón Pedro crucificado en Roma.