Cuando se convirtió en apóstol, Juan tenía veinticuatro años y era el más joven de los doce. Era soltero y vivía con sus padres en Betsaida; era pescador y trabajaba con su hermano Santiago, en sociedad con Andrés y Pedro. Tanto antes como después de convertirse en apóstol, fue Juan el representante personal de Jesús en relación con la familia del Maestro, y continuó llevando esta responsabilidad durante toda la vida de María, la madre de Jesús.
Puesto que Juan era el más joven de los doce, y estaba tan estrechamente unido a Jesús en sus asuntos de familia, era muy querido por el Maestro, pero no se puede decir en verdad que era «el discípulo a quien Jesús amaba». No podéis sospechar que una personalidad tan magnánima como Jesús pudiese mostrar favoritismos, pudiese amar a uno de sus apóstoles más que a los otros. El hecho de que Juan fuera uno de los tres ayudantes personales de Jesús le prestó más credibilidad a esta idea errónea, además de que Juan, junto con su hermano Santiago, conocía a Jesús desde hacía mucho más tiempo que los otros.
Pedro, Santiago y Juan fueron asignados como ayudantes personales de Jesús poco después de convertirse en apóstoles. Poco después de la selección de los doce y cuando Jesús nombró a Andrés como director del grupo, le dijo: «Ahora deseo que nombres a dos o tres de tus asociados para que estén junto a mí y permanezcan a mi lado, me consuelen y ministren mis necesidades diarias». Y Andrés pensó que lo mejor era seleccionar para este deber especial a los tres apóstoles que habían sido elegidos primero, después de él. Hubiera querido ofrecerse voluntario para ese bienaventurado servicio, pero el Maestro ya le había dado su cometido; por consiguiente, dispuso inmediatamente que Pedro, Santiago y Juan se dedicaran a esa función.
Juan Zebedeo tenía muchos rasgos atractivos de carácter, pero un rasgo poco atractivo, era su engreimiento desmedido, aunque usualmente bien ocultado. Su prolongada asociación con Jesús produjo muchos y grandes cambios en su carácter. Este su engreimiento mucho disminuyó, pero al envejecer y volverse un tanto infantil, esta vanidad volvió a aparecer en cierta medida, de modo tal que, cuando guiaba a Natán en la redacción del evangelio que ahora lleva su nombre, el anciano apóstol no titubeó en referirse a sí mismo repetidamente como el «discípulo a quien Jesús amaba». En vista del hecho de que Juan llegó a ser, más que cualquier otro mortal terrestre, el camarada de Jesús, y de que fue su elegido representante personal para tantos y diversos asuntos, no es extraño que llegese a considerarse a sí mismo como el «discípulo a quien Jesús amaba» puesto que ciertamente sabía que era el discípulo en quien Jesús con mayor frecuencia confiaba.
El rasgo más sobresaliente del carácter de Juan era su confiabilidad; era presto y valiente, fiel y devoto. Su mayor debilidad era su característico engreimiento. Era el más joven en la familia de su padre, el más joven del cuerpo apostólico. Quizás estaba un poquito consentido; tal vez lo habían mimado un poco. Pero el Juan de años posteriores fue una persona muy diferente de ese joven arbitrario y pagado de sí mismo que se incorporara a las filas de los apóstoles de Jesús a los veinticuatro años de edad.
Las características de Jesús que apreciaba Juan más eran el amor y el altruismo del Maestro; estos rasgos le impresionaron tanto que el resto de su vida estuvo dominado por los sentimientos de amor y de devoción fraternal. Habló del amor y escribió acerca del amor. Este «hijo del trueno» se convirtió en el «apóstol del amor»; en Efeso, cuando, ya anciano obispo, no podía estar de pie en el púlpito y predicar sino que tenían que llevarle en una silla a la iglesia, y al final de la ceremonia cuando le pedían que dijera unas pocas palabras a los creyentes, durante años solía decir tan sólo: «Hijitos míos, amaos los unos a los otros».
Juan era hombre de muy pocas palabras, excepto cuando se encolerizaba. Pensaba mucho pero decía poco. Al envejecer, su temperamento se hizo más dócil, mejor controlado, pero nunca llegó a vencer completamente su falta de locuacidad; no llegó nunca a dominar esta reticencia por completo. Pero estaba dotado de una imaginación notable y creadora.
Había otra faceta de Juan que no esperaba uno encontrar en persona tan taciturna e introspectiva. Era un tanto prejuicioso y desmedidamente intolerante. En este aspecto él y Santiago se parecían mucho —ambos querían que el cielo aniquilara con su fuego a los samaritanos irrespetuosos. Si se topaba Juan con extraños que enseñaban en el nombre de Jesús, inmediatamente les prohibía que continuaran. Pero, no era él el único de los doce infectado con esta clase de amor propio y de sentimiento de superioridad.
Mucho influyó sobre la vida de Juan ver a Jesús vivir sin hogar propio, porque bien sabía cuán fielmente se había ocupado el Maestro de disponer para el cuidado de su madre y de su familia. También simpatizaba Juan profundamente con Jesús al ver la falla de su familia en comprenderlo, el hecho de que ellos se iban distanciando cada vez más de Jesús. Toda esta situación, juntamente con su observación de que Jesús siempre sometía hasta sus más insignificantes deseos a la voluntad del Padre en el cielo, y su vivir diario lleno de confianza implícita, tan profundamente impresionó a Juan que produjo en él notables y permanentes cambios de carácter, cambios que se manifestarían a lo largo del resto de su vida.
Juan tenía un valor frío y temerario que pocos poseían entre los otros apóstoles. Fue el único apóstol que permaneció con Cristo la noche de su arresto y se atrevió a acompañar a su Maestro hasta las fauces mismas de la muerte. Estuvo presente y próximo hasta la última hora terrenal de Jesús y cumplió fielmente con su fideicomiso respecto a la madre de Jesús, y se mantuvo presto para recibir las instrucciones adicionales que tal vez se le impartirían en los últimos momentos de la existencia mortal del Maestro. Una cosa es indudable: Juan era completamente digno de confianza. Juan se sentaba usualmente a la diestra de Jesús cuando los doce compartían la cena. Fue el primero entre los doce en creer sincera y plenamente en la resurrección, y fue el primero en reconocer al Maestro cuando vino hacia ellos en la costa después de su resurrección.
Este hijo de Zebedeo estuvo muy estrechamente ligado con Pedro en las primeras actividades del movimiento cristiano, llegando a ser uno de los principales sostenedores de la iglesia de Jerusalén. Fue la mano derecha de Pedro el día de Pentecostés.
Varios años después del martirio de Santiago, Juan se casó con la viuda de su hermano. Durante los últimos veinte años de su vida recibió los cuidados de una nieta amorosa.
Juan fue encarcelado varias veces y fue desterrado a la isla de Patmos por un período de cuatro años, hasta que otro emperador ascendió al poder en Roma. Si no hubiera sido Juan tan prudente y sagaz, indudablemente habría sido matado como su hermano Santiago, que se expresaba con llaneza mucho mayor. Según pasaron los años, Juan junto con Santiago el hermano del Señor, aprendió a practicar una prudente conciliación cuando comparecían ellos ante los magistrados civiles. Habían descubierto que una «respuesta suave aplaca la ira». Aprendieron también a representar a la iglesia como una «hermandad espiritual dedicada al servicio social de la humanidad» más bien que como «el reino del cielo». Enseñaron servicio misericordioso en vez de poder de gobierno —el reino y el rey.
Durante su exilio temporal en Patmos, Juan escribió el libro del Apocalipsis, que vosotros ahora tenéis en su forma muy resumida y distorsionada. Este libro del Apocalipsis contiene los fragmentos que quedaron de una gran revelación, porque se perdieron grandes porciones, otras fueron eliminadas después de que Juan las escribiera. Se lo preserva tan sólo en forma fragmentaria y adulterada.
Juan viajó mucho, trabajó incesantemente y, después de llegar a ser obispo de las iglesias de Asia se estableció en Efeso. Dirigió a su asociado, Natán, en la redacción del así llamado «Evangelio según Juan» en Efeso, cuando tenía noventa y nueve años de edad. Entre los doce apóstoles, Juan Zebedeo finalmente terminó por ser el teólogo más destacado. Murió de muerte natural en Efeso en el año 103 d. de J.C. a los ciento un años de edad.