Jesús difundía buen ánimo dondequiera que fuese.
Estaba lleno de donaire y de verdad. Sus asociados nunca dejaron de
sorprenderse de las palabras compasivas que salían de sus labios. Sí,
podéis cultivar la gracia, pero el donaire es el aroma de la amistad que
emana de un alma saturada por el amor.
La bondad siempre obliga al respeto, pero
cuando está vacía de gracia muchas veces rechaza el afecto. La bondad es
universalmente atrayente sólo cuando está acompañada de la gracia. La
bondad es eficaz sólo cuando es atrayente.
Jesús realmente comprendía a los hombres;
por lo tanto podía él manifestar compasión genuina y mostrar comprensión
sincera. Pero pocas veces cedía a la piedad. Mientras su compasión era
ilimitada, su comprensión era práctica, personal y constructiva. Su
familiaridad con el sufrimiento no dio nunca origen a la indiferencia, y
él podía ministrar a las almas atormentadas sin acrecentar en ellas la
compasión de sí mismas.
Jesús podía ayudar tanto a los hombres
porque los amaba tan sinceramente. Verdaderamente amaba a todo hombre, a
toda mujer y a todo niño. Podía ser un amigo tan leal debido a su
notable discernimiento —sabía plenamente lo que había en el corazón y en
la mente del hombre. Era un observador interesado y agudo. Era experto
en la comprensión de la necesidad humana, sagaz en detectar los anhelos
humanos.
Jesús no estaba nunca de prisa. Tenía
tiempo para consolar a sus semejantes «al pasar», y siempre hacía que
sus amigos se sintieran cómodos. Era un oyente encantador. Nunca era impertinente escudriñando
las almas de sus asociados. Al consolar a la mente hambrienta y
ministrar a las almas sedientas, los recipientes de su misericordia no
sentían que se le estaban confesando sino más bien que estaban conferenciando con él. Tenían una confianza sin límites en él porque veían que él tenía tanta fe en ellos.
No parecía tener nunca curiosidad por la
gente, nunca manifestaba el deseo de dirigir, manejar o seguir a los
hombres. Inspiraba una autoconfianza profunda y un robusto coraje en
todos los que disfrutaban de una asociación con él. Cuando le sonreía a
un hombre, ese mortal experimentaba mayor capacidad para solucionar sus
muchos problemas.
Jesús amaba tanto y tan sabiamente a los
hombres que nunca titubeó en ser severo con ellos cuando la ocasión
requería disciplina. Frecuentemente se disponía a ayudar a una persona,
pidiéndole su ayuda. De esta manera estimulaba el interés, apelando a la
mejor parte de la naturaleza humana.
El Maestro podía discernir la fe salvadora
en la superstición ignorante de la mujer que buscó la curación tocando
el ruedo de su manto. Siempre estaba pronto y listo para interrumpir un
sermón o detener a una multitud con el objeto de ministrar las
necesidades de una sola persona, aun de un niñito. Grandes cosas
sucedían no sólo porque la gente tenía fe en Jesús, sino también porque
Jesús tenía tanta fe en ellos.
La mayoría de las cosas realmente
importantes que Jesús dijo o hizo parecían suceder por casualidad «al
pasar él». Tan poco había de lo profesional, lo planeado, lo premeditado
en el ministerio terrenal del Maestro. Dispensaba salud y esparcía
felicidad en una forma natural y llena de gracia mientras viajaba por la
vida. Era literalmente verdad, «caminaba haciendo el bien».
Y corresponde a los seguidores del Maestro
de todos los tiempos aprender a ministrar «al pasar» —hacer el bien
altruista al cumplir con sus deberes diarios.