Durante más de dos semanas Jesús y los doce, seguidos por una
multitud de varios centenares de discípulos, viajaron por el sur de
Perea, visitando todas las ciudades en las que laboraban los setenta.
Muchos gentiles vivían en esta región, y puesto que pocos iban a pasar
la fiesta de la Pascua en Jerusalén, los mensajeros del reino
continuaron con su trabajo de enseñanza y predicación sin
interrupciones.
Jesús se encontró con Abner en Hesbón, y
Andrés instruyó que no se interrumpieran las labores de los setenta
durante la fiesta de Pascua; Jesús aconsejó que los mensajeros
continuaran con su obra sin prestar atención alguna a lo que estaba por
suceder en Jerusalén. También aconsejó a Abner que permitiese que el
cuerpo de mujeres, por lo menos los miembros que así lo deseaban, fueran
a Jerusalén para la Pascua. Fue ésta la última vez que Abner vio a
Jesús en la carne. Su despedida de Abner fue: «Hijo mío, yo sé que tú
serás fiel al reino, y oro para que el Padre te otorgue sabiduría de
modo que puedas amar y comprender a tus hermanos».
Mientras viajaban de ciudad en ciudad,
grandes números de sus seguidores desertaron para ir a Jerusalén de
manera que, cuando Jesús empezó el viaje para la Pascua, el número de
los que lo seguían todos los días había disminuido a menos de
doscientos.
Los apóstoles comprendían que Jesús iba a
Jerusalén para la Pascua. Sabían que el sanedrín había difundido un
mensaje a todo Israel informado que había sido condenado a muerte e
instruyendo a todos los que supieran dónde estaba que informaran al
sanedrín; sin embargo, a pesar de todo esto, no estaban tan alarmados
como lo habían estado cuando él les había anunciado en Filadelfia que
iba a Betania para ver a Lázaro. Este cambio de actitud de un temor tan
intenso a un estado de discreta expectativa, se debía sobre todo a la
resurrección de Lázaro. Habían llegado a la conclusión de que Jesús
podría, en caso de urgencia, afirmar su poder divino y avergonzar a sus
enemigos. Esta esperanza, combinada con su fe más profunda y madura en
la supremacía espiritual de su Maestro, era la fuente del valor exterior
manifestado por sus seguidores inmediatos, quienes ahora se prepararon
para seguirle a Jerusalén y hacer frente directamente a la declaración
abierta del sanedrín de que debía morir.
La mayoría de los apóstoles y muchos de sus
discípulos más íntimos no creían posible que Jesús muriese; ellos,
creyendo que él era «la resurrección y la vida», lo consideraban
inmortal y ya triunfante sobre la muerte.