
El ambiente del campamento estaba cargado de una tensión inexplicable. Mensajeros silenciosos iban y venían, comunicándose únicamente con David Zebedeo. Antes de que pasara la noche, supieron algunos que Lázaro había huido de prisa de Betania. Juan Marcos estaba siniestramente taciturno después de volver al campamento, a pesar de que había pasado el día entero en compañía del Maestro. Todo esfuerzo por persuadirlo a que hablara sólo indicó claramente que Jesús le había dicho que no hablara.
Aun el buen humor y la sociabilidad poco usual del Maestro, los llenaba de temor. Todos sentían la amenazante proximidad del terrible aislamiento que pronto descendería sobre ellos en forma repentina y aplastante y con terror ineludible. Sentían vagamente lo que estaba por ocurrir, y ninguno se sentía preparado para enfrentarse a la prueba. El Maestro había estado ausente todo el día; lo habían extrañado entrañablemente.
Ese miércoles por la noche señaló el punto de marea más baja del estado espiritual de ellos hasta la hora misma de la muerte del Maestro. Aunque el día siguiente estuvo más cerca del viernes trágico, aún él estaba con ellos, y pudieron pasar estas horas de ansiedad con más gracia.
Fue poco antes de la medianoche cuando Jesús, sabiendo que sería ésta la última noche que compartiría con su familia elegida en la tierra, dijo, al darles las buenas noches: «Id a dormir hermanos míos, y que la paz sea con vosotros hasta que os levantéis mañana, un día más para hacer la voluntad del Padre y experimentar el regocijo de saber que nosotros somos sus hijos».