CUANDO no les apremiaba el trabajo de enseñar al pueblo, era
costumbre de Jesús y sus apóstoles descansar de sus labores los
miércoles. Este miércoles en particular desayunaron un tanto más tarde
que de costumbre, y el campamento estaba impregnado de un silencio
ominoso; poco se dijo durante la primera mitad de esta comida matutina.
Por fin Jesús habló: «Deseo que descanséis hoy. Dedicad tiempo a pensar
en todo lo que ha ocurrido desde que vinimos a Jerusalén y meditar en lo
que se avecina, de lo cual os he hablado claramente. Aseguraos de que
permanezca la verdad en vuestra vida, y de que crezcáis diariamente en
la gracia».
Después del desayuno el Maestro informó a
Andrés que tenía la intención de ausentarse por el día y sugirió que se
les permitiera a los apóstoles pasar el tiempo según sus propios deseos,
excepto que no entraran bajo ninguna circunstancia a Jerusalén.
Cuando Jesús se preparó para ir a las
colinas a solas, David Zebedeo se le acercó diciendo: «Bien sabes,
Maestro, que los fariseos y potentados desean destruirte, y sin embargo
te preparas para ir solo a las colinas. Es una locura exponerse así; por
lo tanto, enviaré a tres hombres contigo, bien preparados para que
vigilen que no te ocurra nada malo». Jesús miró a los tres bien armados y
robustos galileos y dijo a David: «Tienes buenas intenciones, pero te
equivocas porque no llegas a comprender que el Hijo del Hombre no
necesita a nadie para que lo defienda. Ningún hombre me atacará hasta la
hora en que esté listo para dar mi vida en conformidad con la voluntad
de mi Padre. Estos hombres no deben acompañarme. Deseo ir solo, para
poder comulgar con el Padre».
Al escuchar estas palabras, David y sus
guardianes armados se retiraron; pero al encaminarse Jesús solo, Juan
Marcos se adelantó con una pequeña cesta, que contenía alimentos y agua,
y sugirió que, si tenía el Maestro la intención de alejarse por todo el
día, puede que tuviera hambre. El Maestro sonrió a Juan y tendió la
mano para tomar la cesta.