Poco después que partieran Jesús y Juan Marcos
del campamento, Judas Iscariote desapareció de entre sus hermanos y no
volvió hasta tarde ese anochecer. Este apóstol confundido y descontento,
a pesar de la admonición específica de su Maestro, de que no entraran a
Jerusalén, concurrió de prisa a su cita con los enemigos de Jesús en la
casa de Caifás, el sumo sacerdote. Era ésta una reunión informal del
sanedrín y se la había planeado para poco después de las diez de esa
mañana. Esta reunión se convocó para discutir la naturaleza de las
acusaciones que deberían prepararse contra Jesús y decidir el
procedimiento que se debía emplear para traerlo ante las autoridades
romanas con el fin de asegurar la confirmación civil, necesaria para la
sentencia de muerte que ellos ya habían decretado.
El día anterior, Judas reveló a algunos de
sus parientes y a algunos amigos saduceos de la familia de su padre que
había llegado a la conclusión de que, aunque fuera Jesús un soñador e
idealista bien intencionado, no era, sin embargo, el libertador esperado
de Israel. Judas declaró que mucho le gustaría encontrar una manera de
retirarse discretamente del movimiento. Sus amigos le aseguraron
halagadoramente que su retiro sería saludado por los líderes judíos como
un gran acontecimiento, y que nada sería demasiado bueno para él. Lo
llevaron a creer que recibiría inmediatamente altos honores del
sanedrín, y que finalmente estaría en una posición que le permitiría
borrar el estigma de su bien intencionada pero «desafortunada asociación
con estos galileos ignorantes».
Judas no podía creer del todo que las obras
poderosas del Maestro fueron forjadas por el poder del príncipe de los
diablos, pero ya estaba plenamente convencido de que Jesús no ejercería su poder
para engrandecerse; por fin se había convencido de que Jesús permitiría
ser destruido por los potentados judíos, y él no podía soportar la idea
humillante de que se le identificara con un movimiento de derrota. Se
negaba a cobijar la idea de un fracaso aparente. Entendía completamente
el carácter firme de su Maestro y la agudeza de esa mente majestuosa y
misericordiosa, sin embargo derivaba cierto placer de una parcial
aceptación de la sugerencia de uno de sus parientes, quien opinó que
Jesús, aunque fuera un fanático con buenas intenciones, probablemente no
estaba en sus cabales; que había sido siempre una persona extraña y mal
entendida.
Ahora pues, Judas empezó a llenarse como
nunca antes de un extraño resentimiento porque Jesús no le había
asignado nunca una posición de mayor honor. Durante todo ese tiempo,
había apreciado el honor de ser el tesorero apostólico, pero ahora
comenzaba a sentir que no era apreciado; que sus habilidades no se le
reconocían. Repentinamente lo sobrecogió la indignación porque Pedro,
Santiago y Juan habían sido distinguidos en una asociación estrecha con
Jesús, de modo que, camino de la casa del alto sacerdote, empezó a
maquinar la forma de vengarse de Pedro, Santiago y Juan, más que
preocuparse por pensar en traicionar a Jesús. Pero por sobre todas las
cosas, en ese momento, una idea nueva y dominante comenzó a ocupar la
atención máxima de su mente consciente: había salido para conseguir
honores para sí mismo, y si podía conseguirlo vengándose al mismo tiempo
de los que contribuyeron a la mayor desilusión de su vida, mejor así.
Cayó presa de una terrible conspiración de confusión, orgullo,
desesperación y determinación. Así pues, debe resultar claro que no fue
por dinero que Judas se encaminó en ese momento a la casa de Caifás con
el objeto de planear la traición de Jesús.
Al acercarse Judas a la casa de Caifás,
llegó a la decisión final de abandonar a Jesús y a sus compañeros
apóstoles; habiendo así decidido desertar la causa del reino del cielo,
estaba decidido a asegurarse para sí mismo todo lo posible de esos
honores y glorias que creía serían suyos algún día cuando por primera
vez se identificó con Jesús y con el nuevo evangelio del reino. Todos
los apóstoles compartieron, en cierto momento, esta ambición con Judas,
pero a medida que pasaba el tiempo, aprendieron a admirar la verdad y a
amar a Jesús, por lo menos, más que Judas.
El traidor fue presentado a Caifás y a los
líderes judíos por su primo, quien les dijo que Judas, habiendo
descubierto su error al dejarse llevar por mal camino por la sutil
enseñanza de Jesús, había llegado a la conclusión de que deseaba hacer
una renuncia pública y formal de su asociación con el galileo; al mismo
tiempo, pedía que se restableciera la confianza y la camaradería de sus
hermanos judeos. Este portavoz de Judas siguió explicando que Judas
reconocía que sería mejor para la paz de Israel que Jesús fuera
arrestado, y que, como prueba de su arrepentimiento por haber
participado en este movimiento erróneo y de su sinceridad al regresar a
las enseñanzas de Moisés, venía para ofrecer sus servicios al sanedrín
para arreglar con el capitán encargado de arrestar a Jesús que se
efectuara el arresto en forma secreta, evitando así el peligro de
excitar a las multitudes o la necesidad de posponer la acción hasta
después de la Pascua.
Cuando el primo terminó de hablar, presentó
a Judas quien, adelantándose frente al sumo sacerdote dijo: «Todo lo
que mi primo acaba de prometer lo haré yo, pero ¿qué estáis dispuestos a
darme a mí por este servicio?» Judas no pareció discernir la expresión
de desdén y aun de disgusto que inundó el rostro del vanaglorioso Caifás de corazón endurecido;
demasiado ansiaba él su autoglorificación y anhelaba la satisfacción de
la autoexaltación.
Entonces Caifás bajó la mirada sobre el
traidor y dijo: «Judas, ve adonde el capitán de la guardia y arregla con
ese oficial para traernos a tu Maestro esta noche o mañana por la noche
y cuando nos lo entregues, recibirás tu recompensa por este servicio».
Cuando Judas oyó esto, se despidió de los altos sacerdotes y líderes y
fue a consultar con el capitán de los guardianes del templo en cuanto a
la forma en que habían de apresar a Jesús. Judas sabía que Jesús estaba
en ese momento ausente del campamento y no tenía idea ninguna a qué hora
volvería esa noche, por consiguiente, acordaron entre ellos arrestar a
Jesús la noche siguiente (jueves) después de que tanto el pueblo de
Jerusalén como todos los peregrinos visitantes se hubieran retirado para
descansar.
Judas volvió adonde sus asociados en el
campamento, embriagado con ideas de grandeza y gloria tales como no
había tenido por mucho tiempo. Se había asociado con Jesús esperando
algún día volverse un gran hombre en el nuevo reino. Finalmente se había
percatado de que no habría un nuevo reino tal como él lo había
anticipado. Pero se regocijaba de su sagacidad al decidir que
compensaría su desilusión por no poder alcanzar la gloria en un nuevo
reino por venir con la obtención inmediata de honores y recompensas en
el viejo orden; estaba él ahora seguro de que ese viejo orden
sobreviviría y destruiría a Jesús y a todo lo que él representaba. En
esta última motivación de intención consciente, la traición de Judas
demostró ser el acto cobarde de un desertor egoísta, cuya única
preocupación era su propia seguridad y glorificación, pese a las
posibles consecuencias de su conducta sobre su Maestro y sobre sus ex
asociados.
Pero así fue por siempre. Hacía mucho
tiempo que Judas alimentaba consciente y progresivamente en su mente, en
forma deliberada, persistente, egoísta y vengativa y que albergaba en
su corazón, estos deseos odiosos y malvados de venganza y deslealtad.
Jesús amaba a Judas y confiaba en él aun como amaba y confiaba en los
otros apóstoles, pero Judas no llegó a desarrollar su confianza leal ni
de experimentar amor sincero recíproco. ¡Cuán peligrosa puede llegar a
ser la ambición cuando está totalmente ligada con la búsqueda de la
satisfacción del yo y supremamente motivada por sentimientos de venganza
largamente suprimidos y sombríos! ¡Cuán aplastante es el desencanto en
la vida de aquellas personas necias que, porque fijan sus anhelos en las
atracciones tenebrosas y desvanecientes del tiempo, se ciegan a las
aspiraciones más altas y más reales de los alcances duraderos de los
mundos eternos de valores divinos y realidades verdaderamente
espirituales. Judas ansiaba en su mente los honores mundanos y llegó a
amar este deseo con todo su corazón; los demás apóstoles del mismo modo
anhelaban estos mismos honores mundanos en su mente, pero con el corazón
amaban a Jesús y hacían lo que podían por aprender a amar las verdades
que éste les enseñaba.
Judas no se lo percató en este momento,
pero había criticado subconscientemente a Jesús, desde el momento en que
Juan el Bautista fue decapitado por orden de Herodes. En las
profundidades de su corazón, Judas siempre resintió el hecho de que
Jesús no hubiera salvado a Juan. No debéis olvidar que Judas había sido
discípulo de Juan mucho antes de seguir a Jesús. Esta acumulación de
resentimiento humano y amargo desencanto que Judas guardaba en su alma
en atuendos de odio, se organizó ahora en su mente subconsciente, lista
para aflorar a la superficie e inundarlo en cuanto se atrevió a
separarse de la influencia apoyadora de sus hermanos, exponiéndose al
mismo tiempo a las astutas insinuaciones y al ridículo encubierto de los
enemigos de Jesús. Cada vez que Judas permitía que se remontaran sus
esperanzas y Jesús decía o hacía algo que las derrumbaba, dejaba en el corazón de Judas otra cicatriz de amargo
resentimiento; y al multiplicarse estas cicatrices, finalmente su
corazón tantas veces herido, perdió todo afecto real por el que
infligiera estas experiencias desagradables a su personalidad bien
intencionada, pero cobarde y egocéntrica. Judas no se daba cuenta, pero
era un cobarde. Por eso, siempre intentaba atribuir a Jesús tendencias
cobardes, como explicación de negarse a buscar el poder y la gloria que
parecían estar a su alcance. Todo hombre mortal sabe muy bien que el
amor, aunque al principio sea genuino, puede transformarse por el
desencanto, los celos y el resentimiento constante, en odio verdadero.
Por fin podían respirar en paz por unas
horas los altos sacerdotes y los ancianos. No tendrían que arrestar a
Jesús en público, y el haberse granjeado a Judas como aliado traidor les
aseguraba que Jesús no escaparía de su jurisdicción como lo había hecho
tantas veces en el pasado.