Aunque Jesús era pobre, su nivel social en  Nazaret no había sufrido menoscabo. Era uno de los jóvenes más  destacados de la ciudad y casi todas las doncellas lo consideraban con  gran respeto. Puesto que Jesús era un espléndido ejemplar de robustez  física y desarrollo intelectual, y teniendo en cuenta su reputación de  líder espiritual, no es de extrañar que Rebeca, la hija mayor de Esdras,  un rico mercader de Nazaret, descubriera que se estaba enamorando de  este hijo de José. Primero le confió sus sentimientos a Miriam, la  hermana de Jesús, quien a su vez se lo comentó a su madre. María se  alarmó mucho. ¿Es que iba ella a perder a su hijo ahora, cuando se había  convertido en el indispensable jefe de familia? ¿Es que sus  tribulaciones nunca tendrían fin? ¿Qué más podría ocurrir? También  meditó sobre qué efecto podría tener el matrimonio para la futura  carrera de Jesús. No muy a menudo, pero por lo menos de cuando en cuando  aún recordaba el hecho de que Jesús era un «hijo de promesa». Después  de discutir el asunto entre ellas, María y Miriam decidieron tratar de  frenarlo antes de que Jesús se enterara, hablando directamente con  Rebeca, contándole toda la historia y explicándole francamente que  creían que Jesús era un hijo del destino, que había de convertirse en un  gran líder religioso, tal vez en el mismo Mesías. 
Rebeca escuchó atentamente, estremecida y  más decidida que nunca a echar su suerte con este hombre de su elección y  compartir su carrera de liderazgo. Argüía (consigo misma) que un hombre  de tan especial naturaleza necesitaba aun más que otros de una esposa  fiel y hacendosa. Interpretó el ansia de María por disuadirla como una  reacción natural al temor de perder al jefe y el único sostén de su  familia; pero sabiendo que su padre aprobaba de su atracción por el hijo  del carpintero, pensó que no tendría inconveniente en proveer a la  familia con suficientes ingresos como para compensar ampliamente la  pérdida de las ganancias de Jesús; y tenía razón. Cuando su padre  manifestó que así lo haría, Rebeca habló nuevamente varias veces con  María y Miriam, pero al no conseguir su apoyo, decidió armarse de valor y acudir directamente a Jesús. Así lo  hizo pues con la cooperación de su padre, quien invitó a Jesús a su casa  para la celebración de los diecisiete años de Rebeca. 
Jesús escuchó atenta y compasivamente la  exposición de estos sentimientos, primero del padre de Rebeca, y luego  de ella misma. Replicó con gentileza que no había suma de dinero que  pudiera rescatarlo de su obligación personal para con la familia de su  padre, «de cumplir con el deber humano más sagrado —la lealtad a la  propia carne y sangre de uno». El padre de Rebeca se sintió  profundamente conmovido por las palabras con que Jesús expresaba su  devoción familiar y se retiró de la entrevista. Su único comentario a  María, su esposa, fue: «No podemos tenerle como hijo; es demasiado noble  para nosotros».
 Allí comenzó esa extraordinaria  conversación con Rebeca. Hasta ese momento de su vida, poca distinción  había hecho Jesús entre muchachos y muchachas, jóvenes y doncellas. Su  mente estaba tan ocupada con los problemas de los asuntos terrenales  prácticos y la fascinante contemplación de su carrera futura «en los  asuntos de su Padre», que jamás había considerado seriamente la  consumación del amor personal en el matrimonio humano. Se encontraba  ahora frente a frente con otro de esos problemas que todo ser humano  común debe enfrentar y solucionar. En verdad fue él «tentado en todo  según vuestra semejanza».
 Después de escucharla con gran atención,  expresó Jesús su gratitud por la admiración explícita que Rebeca le  profesaba, añadiendo: «Aliviará mis penas y me consolará todos los días  de mi vida»; pero le explicó que no era libre de entrar en relaciones  con mujer alguna, más allá de las de fraterno afecto y pura amistad.  Repitió que su primero y supremo deber era para con la familia de su  padre, y que no podía albergar ideas matrimoniales hasta tanto no  completara la tarea de la crianza de sus hermanos. Añadió luego: «Si en  verdad soy un hijo del destino, no debo asumir obligaciones de por vida  hasta que llegue el momento en que mi destino se haga manifiesto».
 Grande fue la desesperación de Rebeca. No  hubo forma de consolarla, y con el corazón adolorido, insistió con su  padre para que se fueran de Nazaret, hasta que finalmente él convino en  mudarse a Séforis. En los años que siguieron, Rebeca no tuvo más que una  respuesta para los muchos hombres que pretendían su mano en matrimonio.  Vivía para un único propósito —esperar la hora en que éste a quien ella  consideraba el más grande hombre de todos los tiempos comenzara su  carrera como maestro de la verdad viviente. Devotamente le siguió ella  durante los años memorables de labor pública, estando presente (sin que  Jesús advirtiera su presencia) el día de su ingreso triunfal a  Jerusalén; y estuvo «entre las otras mujeres» junto a María, esa tarde  fatídica y trágica en que estaba el Hijo del Hombre en la cruz, porque  para ella, como para incontables mundos en lo alto, él era «el del amor  total, el más grande entre diez mil».

 




