«Desde el primer momento de mi estancia entre vosotros os enseñé que mi único fin era revelar a mi Padre de los cielos a sus hijos en la Tierra. He vivido esta encarnación para que podáis acceder al conocimiento de ese Gran Dios. Os he revelado que Dios es vuestro Padre y vosotros sus hijos...»

viernes, 30 de diciembre de 2011

El año decimoctavo (año 12 d. de J.C.)

En el curso de este año se liquidó toda la propiedad de la familia, excepto la casa y el huerto. Se vendió la última propiedad en Capernaum (excepto la plusvalía en otra), que ya estaba hipotecada. Las ganancias se usaron para pagar impuestos, comprar herramientas nuevas para Santiago, y hacer un pago sobre la antigua tienda de reparación y abastos de la familia cerca de la parada de las caravanas, la cual Jesús había decidido comprar de vuelta puesto que Santiago ya tenía suficiente edad como para trabajar en el taller que estaba en la casa y ayudar a María en el hogar. Al aliviarsede este modo, por el momento, la presión financiera, Jesús decidió llevar a Santiago a la celebración de la Pascua. Salieron de viaje con tiempo, queriendo llegar a Jerusalén un día antes para estar solos; tomaron el camino de Samaria. Iban a pie; Jesús le iba mostrando a Santiago los lugares históricos que había a lo largo de la ruta, tal como lo había hecho su padre con él en un viaje muy semejante, cinco años atrás
      
Muchas cosas extrañas veían al pasar por Samaria. Mucho conversaron en el trayecto sobre múltiples problemas de carácter personal, familiar y nacional. Santiago poseía fuertes sentimientos religiosos y aunque no se encontraba plenamente de acuerdo con las ideas de su madre sobre la misión vital de Jesús; aunque muy poco era lo que él sabía al respecto, anhelaba llegar a la edad necesaria para poder hacerse cargo de la familia, permitiendo así que Jesús comenzara a cumplir su misión. Estaba muy agradecido por haberle Jesús llevado a Jerusalén para las ceremonias pascuales; conversaron largo y tendido sobre el futuro, como nunca lo habían hecho antes.
      
Mucho meditó Jesús al cruzar Samaria, especialmente en Betel y cuando se detuvieron a beber del pozo de Jacob. Hablaron él y su hermano sobre las tradiciones de Abraham, Isaac y Jacob. Con sus palabras Jesús preparó a Santiago para lo que presenciaría en Jerusalén, tratando de aminorar la impresión convulsiva de esta experiencia, pues bien recordaba la conmoción que había causado en él mismo su primera visita al templo. Pero Santiago no era tan sensible a ciertos espectáculos como lo había sido él. Hizo algunos comentarios sobre la forma indiferente y fría en que llevaban a cabo sus deberes algunos de los sacerdotes, pero en general disfrutó enormemente su estadía en Jerusalén.
      
Jesús llevó a su hermano a Betania para la cena pascual. Simón había fallecido y yacía junto a sus antepasados; Jesús ocupó pues el lugar de jefe de la familia pascual, habiendo traído el cordero pascual del templo.
      
Después de la cena pascual, María se sentó a conversar con Santiago mientras que Marta, Lázaro y Jesús estuvieron hablando hasta muy entrada la noche. Al día siguiente asistieron a los oficios del templo, y Santiago fue recibido en la comunidad de Israel. Esa mañana, al detenerse ellos en la cresta del Monte de los Olivos para ver desde allí el templo y mientras Santiago se deshacía en exclamaciones de maravilla, Jesús contempló la ciudad en silencio. Santiago no podía comprender el comportamiento de su hermano. Esa noche de nuevo regresaron a Betania y habrían partido para su casa al día siguiente, pero Santiago insistió en volver a visitar el templo, explicando que quería escuchar a los maestros. Y si bien esto era verdad, en el corazón anhelaba secretamente presenciar la participación de Jesús en los debates, tal como su madre le había contado. Así pues, fueron al templo y escucharon los debates, pero Jesús no hizo ninguna pregunta. Todo le parecía tan pueril e insignificante a esta mente en vías de despertar de hombre y de Dios, que tan sólo podía tenerles lástima. Santiago sufrió una gran desilusión por el silencio de Jesús. A sus preguntas, Jesús tan sólo respondió: «Aún no ha llegado mi hora».
     
Al día siguiente emprendieron el regreso pasando por Jericó y el valle de Jordán, y Jesús le contó a Santiago muchas historias por el camino, entre ellas, su primer viaje por esta misma senda cuando tenía trece años.
      
Al regresar a Nazaret, Jesús comenzó a trabajar en el antiguo taller de reparaciones de la familia; estaba muy contento de poder encontrarse a diario con tanta gente de todas partes del país y de los distritos circunvecinos. Jesús amaba a la gente de todo corazón —gente simple de pueblo. Iba pagando las cuotas de la compra del taller todos los meses y, con la ayuda de Santiago, mantenía a su familia.
      
Varias veces por año, siempre que no hubiera visitantes para desempeñar esta función, Jesús leía las escrituras para la celebración del sábado en la sinagoga, ofreciendo en muchas ocasiones comentarios sobre la lección, pero generalmente seleccionaba los pasajes de modo tal que los comentarios no eran necesarios. 

Era tan hábil y sagaz que sabía ordenar la lectura consecutiva de los distintos pasajes de manera que uno iluminara el significado del otro. Durante las tardes del sábado, siempre que hubiera buen tiempo, llevaba a sus hermanos y hermanas a paseos por el campo, en comunión con la naturaleza.
      
Aproximadamente por esa época el chazán inauguró un club juvenil para la discusión de temas filosóficos. Las reuniones se celebraban en la casa de los diferentes miembros y a menudo en la del chazán, y Jesús llegó a ser un socio prominente de este grupo. De este modo pudo recobrar parte del prestigio local que había perdido al tiempo de las recientes controversias nacionalistas.
      
Su vida social, si bien restringida, no era inexistente. Contaba con muy buenos amigos y devotos admiradores entre los jóvenes y las muchachas de Nazaret.
      
En septiembre vinieron de visita a Nazaret Elizabeth y Juan. Juan, habiendo perdido a su padre, se proponía regresar a las colinas de Judea para dedicarse a la agricultura y a la cría de ovejas, a menos que Jesús le aconsejara radicarse en Nazaret para dedicarse a la carpintería o a otro oficio. No se habían enterado ellos de que la familia nazarena estaba prácticamente sin dinero. Cuanto más hablaban María y Elizabeth de sus hijos, más se convencían de que sería bueno que estos dos jóvenes trabajasen juntos y se vieran más frecuentemente.
      
Jesús y Juan tuvieron varias conversaciones a solas; hablando de muchos asuntos íntimos y personales. Al concluir esta discusión, los jóvenes acordaron que no volverían a verse hasta tanto no pudieran encontrarse en su ministerio público, cuando «recibieran el llamado del Padre celestial» para el cumplimiento de su obra. Juan quedó muy impresionado por todo lo que vio en Nazaret, tanto que se convenció de que debía regresar a su casa y trabajar para mantener a su madre. Estaba convencido de que habría de participar en la misión de la vida de Jesús, pero vio que Jesús tenía muchos años por delante para completar la crianza de su familia. Por eso se conformó con regresar a su hogar y ocuparse de su pequeña granja y atender a las necesidades de su madre. Juan y Jesús no volvieron a verse hasta aquel día en que el Hijo del Hombre se presentó junto al Jordán para ser bautizado.
      
Durante la tarde del sábado 3 de diciembre de este año, la muerte visitó por segunda vez a esta familia de Nazaret. El pequeño Amós, el hermanito menor, falleció por una fiebre alta que duró una entera semana. En este período tan doloroso y desamparado, su hijo primogénito fue para María su único sostén y consuelo; finalmente, y en el sentido más pleno, ella reconoció en Jesús al verdadero jefe de la familia; y él fue siempre digno de ese título.
     
Durante los últimos cuatro años, el nivel de vida de esta familia había declinado constantemente; año tras año, sentían los embates de una pobreza cada vez mayor. Hacia fines de este año se enfrentaron con una de las experiencias más difíciles de todas sus duras luchas. Santiago todavía ganaba muy poco, y los gastos de un funeral sumados a todo lo demás los dejaron casi en la bancarrota. Pero Jesús sólo le diría a su madre ansiosa y apesadumbrada: «Madre María, la congoja no nos lleva a ninguna parte; hacemos lo que podemos, y acaso una sonrisa materna podría inspirarnos a progresar. Día tras día nos fortalece la esperanza de tiempos mejores y emprendemos nuestra tarea con mayor vigor». Su optimismo práctico y tenaz era en verdad contagioso; los niños vivían en una atmósfera de espera de tiempos mejores y de cosas mejores. Esta actitud valiente y esperanzada contribuyó poderosamente al desarrollo de caracteres fuertes y nobles, a pesar del sentimiento de depresión que su pobreza pudiera causar.
      
Jesús poseía la habilidad de movilizar efectivamente todos sus poderes de mente, alma y cuerpo en la tarea que le ocupaba a la sazón. Podía concentrar su mente profunda en el problema específico que quería resolver, y esto, unido a su incansable paciencia le permitió soportar serenamente todas las pruebas de una difícil existencia mortal —vivir como si estuviera «viendo a Aquel que es invisible».