Entretanto Jesús había permanecido en el templo durante toda la tarde escuchando las discusiones y disfrutando de una atmósfera más apacible y decorosa, puesto que las grandes multitudes de la semana de Pascua casi habían desaparecido. Al concluir las discusiones de la tarde, en ninguna de las cuales participó Jesús, se dirigió a Betania, llegando precisamente cuando la familia de Simón se disponía a sentarse a la mesa. Los tres jóvenes se regocijaron mucho de ver a Jesús, el cual pasó la noche en casa de Simón. Poco participó en las conversaciones esa velada, permaneciendo en cambio a solas largo rato en el jardín, sumido en sus meditaciones.
Al día siguiente Jesús se levantó temprano, dirigiéndose al templo. En la cresta del Monte de los Olivos se detuvo y lloró el espectáculo que se desenvolvía ante sus ojos —el de un pueblo espiritualmente empobrecido, encadenado por las tradiciones, viviendo bajo la vigilancia de las legiones romanas. Al promediar la mañana se encontraba en el templo, decidido a tomar parte en los debates. Mientras tanto, José y María también se habían levantado al amanecer con la intención de desandar el camino a Jerusalén. Primero acudieron apresuradamente a la casa de sus parientes en la que todos ellos se habían hospedado durante la semana pascual; pero por averiguaciones dedujeron de hecho que nadie había visto a Jesús. Después de buscar todo el día sin hallar rastros de él, regresaron a la casa de sus parientes para pasar la noche.
En la segunda conferencia, Jesús se atrevió a hacer algunas preguntas, participando de un modo sorprendente en las discusiones del templo, aunque siempre respetuoso, como correspondía a su corta edad. En ocasiones, sus preguntas directas ponían en aprietos a los eruditos maestros de la ley judía, pero tan clara e ingenuamente se manifestaba su noción sincera de la justicia y tan evidente era su sed de conocimiento que casi todos los maestros del templo estaban dispuestos a tratarle con la mayor consideración. Pero cuando se atrevió a poner en tela de juicio la justicia en la pena de muerte para un gentil que, embriagado, se había salido del patio de los gentiles penetrando inadvertidamente en los recintos prohibidos, supuestamente sacros, del templo, uno de los maestros más intolerantes se impacientó con la crítica implícita del muchacho y, fulminándole con la mirada desde su imponente altura, le preguntó cuántos años tenía. Jesús replicó: «Trece años aunque me falta un poco más de cuatro meses para cumplirlos». «Entonces», reiteró el airado maestro, «¿qué haces aquí, si ni siquiera tienes edad suficiente para ser hijo de la ley?» Al explicar Jesús que había sido consagrado durante la Pascua, y que era un estudiante graduado de las escuelas de Nazaret, los maestros replicaron al unísono con aire burlón: «Haberlo sabido: ¡es de Nazaret!» Pero el jefe arguyó que Jesús no tenía la culpa si los dirigentes de la sinagoga nazarena le habían permitido que se graduara formalmente a los doce años en lugar de los trece; aunque varios de sus detractores se levantaron y se fueron, se dictaminó pues que el muchacho podía seguir asistiendo como alumno a las discusiones en el templo.
Al acabar ésta, su segunda jornada en el templo, nuevamente fue Jesús a Betania para pasar la noche. Nuevamente salió al jardín para meditar y orar. Bien se podía ver que su mente se debatía bajo el peso de problemas muy serios.