Para el mediodía del miércoles habían llegado a Caná casi mil huéspedes, más de cuatro veces el número de invitados a la fiesta nupcial. Era costumbre judía celebrar bodas los miércoles, las invitaciones habían sido enviadas con un mes de antelación. En la mañana y durante las primeras horas de la tarde, más parecía ésta una recepción pública para Jesús que una boda. Todo el mundo quería saludar a este galileo casi famoso, y él era muy cordial con todos, jóvenes y viejos, judíos y gentiles. Todos se regocijaron cuando Jesús consintió en dirigir la procesión nupcial preliminar.
Ya estaba Jesús plenamente consciente de su existencia humana, su preexistencia divina, y la condición de sus naturalezas humana y divina combinadas o fusionadas. Con perfecto equilibrio podía él al mismo tiempo jugar su papel humano o inmediatamente asumir las prerrogativas de la personalidad de la naturaleza divina.
A medida que pasaba el día, Jesús se fue haciendo cada vez más consciente de que la gente estaba esperando que realizara algún milagro; más especialmente, reconocía que su familia y sus seis discípulos-apóstoles esperaban que anunciara su reino venidero en forma apropiada mediante alguna manifestación sorprendente y sobrenatural.
En las primeras horas de la tarde María llamó a Santiago, y juntos se atrevieron a acercarse a Jesús para preguntarle si estaba dispuesto a compartir el secreto, si les diría a qué hora y en qué punto en relación con las ceremonias de la boda tenía planeado manifestarse como el «sobrenatural». Tan pronto como hablaron estas palabras ante Jesús vieron que habían provocado su indignación característica. Sólo dijo: «Si me amáis, estad dispuestos a aguardar mientras espero la voluntad de mi Padre que está en el cielo». Pero la elocuencia de su reproche se manifestaba en la expresión de su rostro.
Esta acción de su madre mucho desilusionó al Jesús humano, y mucho le pesó su propia reacción a la sugerencia de ella de que se permitiera una demostración exterior de su divinidad. Era ésa precisamente una de las cosas que él había decidido tan recientemente, durante su retiro en las montañas, no hacer. Por varias horas María estuvo muy deprimida. Le dijo a Santiago: «No puedo comprenderle; ¿qué significa todo esto? ¿es que no ha de acabar nunca su extraña conducta?» Santiago y Judá trataron de consolar a su madre, mientras que Jesús se retiraba para pasar en soledad una hora. Pero regresó a la fiesta y nuevamente se mostró animado y alegre.
La ceremonia nupcial proseguía en medio de un silencio de expectativa, pero se terminó sin que el huésped honrado hiciera un gesto ni pronunciara una sola palabra. Entonces se susurró que el carpintero, el constructor de barcas, anunciado por Juan como «el Libertador», mostraría su poder durante las festividades de la noche, quizás en la cena nupcial. Pero toda esperanza de tales demostraciones fue borrada de la mente de los seis discípulos-apóstoles cuando los juntó un momento antes de la cena nupcial y con gran intensidad les dijo: «No penséis que he venido a este lugar para obrar milagros para la gratificación de los curiosos o para convencer a los incrédulos. Más bien estamos aquí para esperar la voluntad de nuestro Padre que está en el cielo». Pero al ver María y los demás a Jesús en consulta con sus asociados, se persuadieron plenamente de que algo extraordinario estaba por ocurrir. Y todos se sentaron a disfrutar de la cena nupcial y de la buena compañía en un ambiente festivo.
El padre del novio había provisto vino abundante para todos los huéspedes e invitados a la fiesta nupcial, pero, ¿cómo iba él a imaginarse que la boda de su hijo habría de convertirse en un acontecimiento tan íntimamente asociado con la esperada manifestación de Jesús como el libertador mesiánico? Estaba encantado de tener el honor de contar al célebre galileo entre sus huéspedes, pero antes de que la cena nupcial llegara a su término, los criados le trajeron la desconcertante noticia de que el vino se estaba acabando. Cuando ya se había acabado la cena formal y los huéspedes paseaban por el jardín, la madre del novio le confió a María que la provisión de vino estaba exhausta. Y María con gran confianza le dijo: «No os preocupéis —hablaré con mi hijo. El nos ayudará». Así pues se atrevió ella a hablar, a pesar del reproche de unas pocas horas antes.
Por muchos años, María se había dirigido siempre a Jesús en busca de ayuda para todas las crisis de su vida hogareña en Nazaret, de manera que era tan sólo natural que ella pensara en acudir a él en este momento. Pero esta madre ambiciosa tenía otros motivos al acudir a su hijo primogénito en esta ocasión. Jesús estaba de pie a solas en un rincón del jardín cuando se le acercó su madre y le dijo: «Hijo mío, no tienen vino». Y Jesús respondió: «Mi buena mujer, ¿qué tengo yo que ver con eso?». María dijo: «Pero yo creo que tu hora ha llegado; ¿no puedes tú ayudarnos?» Jesús replicó: «Nuevamente declaro que no he venido para hacer las cosas de esa manera. ¿Por qué me atribulas otra vez con estos asuntos?» Entonces, quebrantada en lágrimas, María le suplicó: «Pero, hijo mío, yo les prometí que tú nos ayudarías; ¿por favor, no querrías hacer algo por mí?». Habló Jesús entonces: «Mujer, ¿qué tienes tú que ver con hacer tales promesas? Cuídate de no volverlas a hacer. Debemos en todas las cosas esperar la voluntad del Padre que está en el cielo».
María, la madre de Jesús, estaba desesperada; ¡estaba aturdida! Al verla parada frente a él, inmóvil, con el rostro bañado de lágrimas, el corazón humano de Jesús se inundó de compasión por la mujer que le había dado el ser en la carne; e inclinándose hacia adelante, apoyó tiernamente la mano sobre su cabeza diciéndole: «Basta, basta madre María, no llores por mis palabras aparentemente duras, porque ¿no te he dicho muchas veces que he venido solamente para hacer la voluntad de mi Padre celestial? Con cuánta alegría haría yo lo que me pides si fuera parte de la voluntad de mi Padre—» y Jesús se detuvo de pronto, vacilando. María pareció percibir que estaba sucediendo algo. Le arrojó impulsivamente los brazos al cuello, lo besó, y corrió hasta donde estaban los criados diciendo: «Lo que mi hijo os diga, así lo haréis». Pero Jesús no dijo nada. Se daba cuenta de que él ya había dicho —o más bien había deseado— demasiado.
María danzaba de júbilo. No sabía cómo se produciría el vino, pero confiaba en que finalmente había persuadido a su hijo primogénito a afirmar su autoridad, atreverse a manifestarse y reclamar su posición y exhibir su poder mesiánico. Y, debido a la presencia y a la asociación de ciertos poderes y personalidades universales, que todos los allí presentes ignoraban completamente, ella no habría de ser defraudada. El vino que deseaba María y que Jesús, el Dioshombre, humana y compasivamente también había deseado, se estaba produciendo.
Había allí cerca seis grandes vasijas de piedra, llenas de agua, con capacidad para unos ochenta litros cada una. El agua estaba destinada a las ceremonias finales de purificación de la celebración nupcial. La conmoción de los criados alrededor de estas enormes vasijas de agua, bajo la atareada dirección de su madre, atrajo la atención de Jesús, que al acercarse, observó que estaban vertiendo vino en jarras de las ánforas de agua.
Gradualmente Jesús se fue dando cuenta de lo que había sucedido. De entre todas las personas que estaban presentes en la fiesta matrimonial de Caná, Jesús era el que más sorprendido estaba. Otros habían esperado que él obrara un prodigio, pero eso era precisamente lo que se había propuesto no hacer.
Y recordó entonces el Hijo del Hombre la admonición de su Ajustador del Pensamiento Personalizado en las montañas. Recordó que el Ajustador le había advertido acerca de la incapacidad de todo poder o personalidad de privarlo de su prerrogativa creadora de ser independiente del tiempo. En esta ocasión, los transformadores del poder, los seres intermedios, y todas las demás personalidades requeridas estaban reunidas junto al agua y a los otros elementos necesarios, y en presencia del deseo expreso del Soberano Creador del Universo, no había forma de evitar la aparición instantánea del vino. Este acontecimiento se confirmaba doblemente pues el Ajustador Personalizado había significado que la ejecución del deseo del Hijo no representaba en modo alguno una contravención de la voluntad del Padre.
Pero éste no fue en ningún sentido un milagro. No se había modificado, abrogado, ni trascendido ninguna ley de la naturaleza. No sucedió nada sino la abrogación del
tiempo en asociación con la acumulación celestial de los elementos químicos que se requieren para la elaboración del vino. En Caná, en esta ocasión, los agentes del Creador hicieron vino tal como lo hacen mediante procesos naturales ordinarios,
excepto que lo hicieron independientemente del tiempo y con la intervención de las agencias sobrehumanas en cuanto a acumular en el espacio los ingredientes químicos necesarios.
Además, era evidente que la realización de este llamado milagro no era contraria a la voluntad del Padre del Paraíso, pues de otra manera no hubiera ocurrido, ya que Jesús se había sometido en todas las cosas a la voluntad del Padre.
Cuando los criados llevaron este nuevo vino y se lo ofrecieron al padrino, el «maestro de ceremonias», y cuando lo hubo probado, se dirigió al novio, diciéndole: «Es costumbre servir el buen vino primero y, cuando los huéspedes han bien bebido, ofrecer el fruto inferior de la vid; pero tú has guardado el mejor vino para la culminación de la fiesta.»
María y los discípulos de Jesús mucho se regocijaron ante el supuesto milagro, que pensaban Jesús había llevado a cabo intencionalmente, pero Jesús se retiró a un rincón solitario del jardín y se puso a meditaciones serias durante breves momentos. Finalmente decidió que el episodio estaba más allá de su control personal bajo las circunstancias en que se produjo y, no siendo adverso a la voluntad de su Padre, era inevitable. Cuando apareció nuevamente entre los invitados, todos lo contemplaron con temor; todos creían en él como el Mesías. Pero Jesús estaba dolorosamente perplejo, sabiendo que creían en él sólo debido al suceso extraño que inadvertidamente habían presenciado. De nuevo se retiró Jesús a la azotea de la casa para meditar sobre los sucesos que acababan de pasar.
Ya comprendía Jesús plenamente que debería mantenerse continuamente en guardia para que sus sentimientos de simpatía y lástima no produjesen una repetición de episodios de esta naturaleza. Sin embargo, muchos eventos semejantes ocurrieron antes de que el Hijo del Hombre se despidiera definitivamente de su vida mortal en la carne.