En la mañana del domingo 24 de febrero del año 26 d. de J.C., junto al río cerca de Pella, Jesús se despidió de Juan el Bautista a quien no volvería a ver nunca más en la carne.
Ese día, al partir Jesús con sus cuatro discípulos-apóstoles hacia Galilea, había gran tumulto en el campamento de los seguidores de Juan. La primera gran división estaba a punto de ocurrir. El día anterior, Juan había hecho su pronunciamiento positivo a Andrés y a Esdras en el sentido de que Jesús era el Libertador. Andrés decidió seguir a Jesús, pero Esdras rechazó al manso carpintero de Nazaret, proclamando a sus asociados: «Dice el profeta Daniel que el Hijo del Hombre vendrá envuelto en las nubes del cielo, en poder y gran gloria. Este carpintero galileo, este constructor de barcas de Capernaum, no puede ser el Liberador. ¿Es posible que semejante don divino salga de Nazaret? Este Jesús es pariente de Juan, y por la bondad de su corazón ha sido engañado nuestro maestro. Mantengámonos apartados de este falso Mesías». Cuando Juan regañó a Esdras por estos pronunciamientos, éste se separó, llevándose a muchos discípulos y dirigiéndose hacia el sur. Este grupo siguió bautizando en nombre de Juan y finalmente fundó una secta de los que creían en Juan pero se negaban a aceptar a Jesús. Hasta el día de hoy aún queda en Mesopotamia un resto de este grupo.
Mientras se producían estos disturbios entre los seguidores de Juan, Jesús y sus cuatro discípulos-apóstoles adelantaban camino hacia Galilea. Antes de cruzar el Jordán para ir por el camino de Naín a Nazaret, Jesús, al posar la mirada sobre el camino, vio a un tal Felipe de Betsaida que venía hacia ellos con un amigo. Jesús conocía a Felipe de tiempo antes, y era éste también conocido de los cuatro noveles apóstoles. Iba con su amigo Natanael a donde Juan, en Pella, para conocer más acerca del mentado advenimiento del reino de Dios, y se encantó de saludar a Jesús. Felipe admiraba a Jesús desde que éste vino a Capernaum. Pero Natanael, que vivía en Caná de Galilea, no conocía a Jesús. Felipe se aproximó pues para saludar a sus amigos mientras Natanael descansaba bajo la sombra de un árbol a la orilla del camino.
Pedro llevó aparte a Felipe y le explicó que ellos, refiriéndose a él, Andrés, Santiago y Juan, acababan de asociarse con Jesús en el nuevo reino e instó a Felipe con apremio que se alistara también como voluntario para este servicio. ¡Qué dilema para Felipe! ¿Qué hacer? Aquí, de sopetón —junto al camino, cerca del Jordán— se le planteaba para su resolución inmediata la decisión más importante de su vida. A esta altura se encontraba sumido en conversación intensa con Pedro, Andrés y Juan mientras Jesús trazaba para Santiago el itinerario de viaje a través de Galilea hasta Capernaum. Finalmente, le sugirió Andrés a Felipe: «¿Por qué no le preguntas al Maestro?».
Repentinamente despertó Felipe a la idea de que Jesús era un gran hombre, posiblemente el Mesías, y decidió que aceptaría la decisión de Jesús en este asunto; y fue derecho a él, preguntándole: «Maestro, ¿debo descender donde Juan, o unirme a mis amigos que te siguen?» Jesús le respondió: «Sígueme». Felipe se emocionó con la seguridad de que había encontrado al Liberador.
Con un gesto, indicó Felipe a sus amigos que aguardaran un momento mientras él se dirigía apresuradamente a contarle la nueva de su decisión a su amigo Natanael, quien permanecía sentado debajo de la morera, reflexionando sobre las muchas cosas que había oído respecto de Juan el Bautista, el reino venidero, y el Mesías esperado. Felipe interrumpió su meditación, exclamando: «He encontrado al Libertador, aquel de quien escribieron Moisés y los profetas y a quien Juan ha proclamado». Natanael levantó la vista e inquirió: «¿De dónde viene este Maestro?» Felipe le replicó: «Es Jesús de Nazaret, el hijo de José, el carpintero, recientemente residente de Capernaum». Muy sorprendido, preguntó Natanael: «¿Puede algo tan bueno venir de Nazaret?» Pero Felipe, tomándole del brazo, le dijo: «Ven y ve».
Condujo pues Felipe a Natanael donde Jesús, quien, mirando benignamente el rostro de este incrédulo honesto, dijo: «He aquí un auténtico israelita, en quien no hay engaño. Sígueme». Y Natanael, volviéndose a Felipe, le dijo: «Tienes razón. Él es en verdad un maestro de los hombres. Yo también le seguiré, si soy digno». Jesús haciéndole un gesto afirmativo a Natanael, volvió a decirle: «Sígueme».
Ya había reunido Jesús la mitad de su futuro cuerpo de asociados íntimos, cinco que le habían conocido por algún tiempo, más un extraño, Natanael. Sin más dilación cruzaron el Jordán, y pasando por la aldea de Naín, llegaron a Nazaret en las últimas horas de esa tarde.
Todos ellos pasaron la noche con José, en la casa de la niñez de Jesús. Los asociados de Jesús no comprendían por qué su nuevo maestro estaba tan preocupado por destruir completamente todo vestigio de sus escritos que aún quedaban en la casa, tales como los Diez Mandamientos y otras frases y dichos. Pero esta acción, juntamente con el hecho de que no le vieron nunca más escribir —excepto en el polvo o en la arena— se grabó en la mente de los apóstoles en forma indeleble.