Durante estos cuatro meses estos siete creyentes, uno de ellos su propio hermano carnal, estaban conociendo a Jesús; estaban acostumbrándose a la idea de vivir con este Dios-hombre. Aunque le llamaban Rabino, estaban aprendiendo a no temerle. Jesús poseía esa gracia inigualable de la personalidad que le permitía vivir entre ellos sin desalentarlos con su divinidad. Encontraban que ser «amigos de Dios», Dios encarnado en la semejanza de carne mortal, les resultaba sumamente fácil. Este compás de espera fue una fuerte y dura prueba para todo el grupo de creyentes. Nada, absolutamente nada milagroso sucedió; día tras día seguían haciendo ellos su trabajo ordinario, noche tras noche se sentaban a los pies de Jesús. Y se mantenían unidos por su personalidad sin par y por las elocuentes palabras con que les hablaba noche tras noche.
Este período de espera y enseñanza fue especialmente arduo para Simón Pedro. En repetidas ocasiones trató de persuadir a Jesús para que se lanzara a la predicación del reino en Galilea mientras Juan seguía predicando en Judea. Pero la respuesta de Jesús a Pedro era siempre: «Ten paciencia, Simón. Progresa. Ninguno de nosotros estará demasiado preparado para cuando el Padre nos llame». Andrés tranquilizaba a Pedro de vez en cuando con su consejo más maduro y filosófico. Andrés estaba muy impresionado con la naturalidad humana de Jesús. No se cansaba de contemplar a aquel que, viviendo tan cerca de Dios, podía ser tan cordial y misericordioso con los hombres.
Durante todo este período Jesús no habló en la sinagoga sino dos veces. Hacia el fin de estas muchas semanas de espera, los comentarios acerca de su bautismo y del vino de Caná habían comenzado a aquietarse. Y Jesús se aseguró de que no ocurrieran más milagros aparentes durante este período. Pero aunque vivían ellos tan apaciblemente en Betsaida, informes de los extraños hechos de Jesús habían llegado a oídos de Herodes Antipas, quien a su vez envió espías para enterarse de lo que ocurría. Pero Herodes estaba más preocupado por la predicación de Juan. Decidió pues no importunar a Jesús, cuya obra proseguía tan apaciblemente en Capernaum.
Durante este tiempo de espera, Jesús se esforzó en enseñar a sus asociados cuál debía ser su actitud hacia los varios grupos religiosos y partidos políticos de Palestina. Las palabras de Jesús eran siempre: «Procuramos ganarlos a todos ellos, pero no pertenecemos a ninguno de ellos».
Los escribas y rabinos, en conjunto, eran llamados fariseos. Se referían a sí mismos como los «asociados». De muchos modos eran el grupo más progresista entre los judíos, pues habían adoptado muchas enseñanzas que no se encontraban claramente en las escrituras hebreas, como la creencia en la resurrección de los muertos, una doctrina que sólo era mencionada por Daniel, un profeta posterior.
Los saduceos se componían del sacerdocio y de ciertos judíos ricos. No eran tan estrictos en cuanto a los detalles del cumplimiento de la ley. Los fariseos y los saduceos eran realmente partidos religiosos, más bien que sectas.
Los esenios eran una verdadera secta religiosa, que se originó durante la revolución macabea, y cuyas normas eran en algunos aspectos más exigentes que las de los fariseos. Habían adoptado muchas creencias y prácticas persas, vivían como una hermandad en monasterios, se abstenían del matrimonio, y tenían todas las cosas en común. Se especializaban en las enseñanzas acerca de los ángeles.
Los zelotes eran un grupo de fervientes patriotas judíos. Sostenían que cualquier método se justificaba en la lucha para librarse de la esclavitud del yugo romano.
Los herodianos eran un partido puramente político que abogaba por la emancipación del gobierno directo de Roma mediante la restauración de la dinastía herodiana.
En el centro mismo de Palestina vivían los samaritanos, con quienes «los judíos no tenían trato», pese a que ellos mantenían muchos puntos de vista similares a las enseñanzas judías.
Todos estos partidos y sectas, incluyendo la pequeña hermandad nazarea, creían en el advenimiento del Mesías. Todos esperaban al libertador nacional. Pero Jesús fue muy preciso en aclarar que él y sus discípulos no se aliarían a ninguna de estas escuelas de pensamiento o práctica. El Hijo del Hombre no sería ni nazareo ni esenio.
Sí bien Jesús posteriormente instruyó a los apóstoles que debían salir, tal como había hecho Juan, y predicar el evangelio e instruir a los creyentes, hizo hincapié en la proclamación de la «buena nueva del reino del cielo». Inculcó infatigablemente en sus asociados que debían «mostrar amor, compasión y comprensión». Desde el principio enseñó a sus seguidores que el reino del cielo era una experiencia espiritual que tenía que ver con la entronización de Dios en el corazón de los hombres.
Mientras así aguardaban antes de comenzar su predicación pública activa, Jesús y los siete pasaban dos noches por semana en la sinagoga, estudiando las escrituras hebreas. En años posteriores, después de temporadas de intenso trabajo público, los apóstoles recordarían estos cuatro meses como los más preciados y productivos de su entera asociación con el Maestro. Jesús enseñó a estos hombres todo lo que podían asimilar. No cometió el error de enseñarles por demás. No precipitó su confusión presentándoles una verdad que rebasara su capacidad de comprensión.