El gran problema siguiente con que hubo de luchar este Dios-hombre y que decidió en definitiva de acuerdo con la voluntad del Padre celestial, consistía en si debía o no emplear alguno de sus poderes sobrehumanos para atraer la atención y ganar la adhesión de sus semejantes. ¿Debía él, en algún grado o manera, prestar sus poderes universales para la gratificación del ansia de los judíos por lo espectacular y lo maravilloso? Decidió que no. Se decidió por una línea de conducta que eliminaba todas esas prácticas como método de llevar su misión a la atención de los hombres. Cumplió constantemente con esta gran decisión. Incluso cuando permitió la manifestación de numerosas ministraciones de misericordia acortadoras del tiempo, casi invariablemente amonestaba a los que recibían su ministerio curativo para que nada dijeran a ningún hombre sobre los beneficios que habían recibido. Siempre rechazó el reto burlón de sus enemigos que le desafiaban a «darnos un signo» como prueba y demostración de su divinidad.
Jesús sabiamente vio que hacer milagros y ejecutar prodigios tan sólo atraería una lealtad superficial en intimidar la mente material. Tales acciones no revelarían a Dios ni salvarían a los hombres. Se negó a ser simplemente un hacedor de milagros. Resolvió que se ocuparía de una sola tarea: el establecimiento del reino del cielo.
Durante todo este diálogo monumental de Jesús consigo mismo, siempre estaba presente el elemento humano que preguntaba y casi dudaba, porque Jesús era hombre a la vez que Dios. Era evidente que nunca sería recibido por los judíos como el Mesías si no hacía prodigios. Además, si consentía en hacer tan sólo una cosa no natural, la mente humana sabría con certidumbre que estaba sometida a una mente verdaderamente divina. ¿Estaba de acuerdo con «la voluntad del Padre» que la mente divina hiciera esa concesión a la naturaleza incrédula de la mente humana? Jesús decidió que no, y citó la presencia del Ajustador Personalizado como prueba suficiente de la divinidad asociada con la humanidad.
Jesús había viajado mucho; recordaba Roma, Alejandría y Damasco. Conocía las maneras del mundo —sabía cómo obtenían sus propósitos los hombres en la política y en el comercio por medio de compromisos y diplomacia. ¿Utilizaría él este conocimiento en la realización de su misión en la tierra? ¡No! También decidió contra todo compromiso con la sabiduría del mundo y la influencia de las riquezas en el establecimiento del reino. Nuevamente, eligió depender exclusivamente de la voluntad del Padre.
Jesús tenía plena conciencia de los atajos que se abrían para una personalidad con sus poderes. Conocía muchas maneras de atraer inmediatamente la atención de la nación y del mundo entero sobre su persona. Pronto se celebraría la Pascua en Jerusalén; la ciudad estaría llena de visitantes. Podía ascender al pináculo del templo y ante las multitudes asombradas andar en el aire; ése era el tipo de Mesías que la gente esperaba. Pero después los desilusionaría puesto que no había venido para volver a establecer el trono de David. Y conocía la futilidad del método de Caligastia de tratar de adelantarse al modo natural, lento y seguro de cumplir el propósito divino. Nuevamente se sometió el Hijo del Hombre obedientemente a los procedimientos del Padre, a la voluntad del Padre.
Jesús eligió establecer el reino del cielo en el corazón de la humanidad por métodos naturales, comunes, difíciles y esforzados, los mismos procedimientos que tendrían que seguir en el futuro sus hijos terrenales para ampliar y expandir ese reino celestial. Porque bien sabía el Hijo del Hombre que sería «a través de muchas tribulaciones que muchos de los hijos de todas las edades entrarían en el reino». Jesús estaba pasando ahora por la gran prueba del hombre civilizado, la de tener el poder y negarse continua y firmemente a utilizarlo para fines puramente egoístas o personales.
En vuestra consideración de la vida y experiencia del Hijo del Hombre, deberíais tener siempre presente el hecho de que el Hijo de Dios estaba encarnado en la mente de un ser humano del siglo primero, no en la mente de un mortal del siglo veinte ni de otro siglo. Con esto deseamos transmitiros la idea de que las dotes humanas de Jesús eran de adquisición natural. Él era el producto de factores hereditarios y ambientales de su época, sumados a la influencia de su crianza y educación. Su humanidad era genuina, natural, plenamente derivada y nutrida por los antecedentes de la condición intelectual real y de las condiciones económicas y sociales de ese día y de esa generación. Aunque en la experiencia de este Dios-hombre siempre existía la posibilidad de que la mente divina trascendiera el intelecto humano, sin embargo, siempre que funcionaba su mente humana, lo hacía como una auténtica mente mortal lo haría bajo las condiciones del ambiente humano de esa época.
Jesús ilustró para todos los mundos de su vasto universo la tontería de crear situaciones artificiales con el propósito de exhibir una autoridad arbitraria o de permitirse un poder excepcional para perfeccionar los valores morales o acelerar el progreso espiritual. Jesús decidió que no prestaría su misión en la tierra a una repetición de la desilusión del reinado de los Macabeos. Se negó a prostituir sus atributos divinos para adquirir una popularidad no merecida o para ganar prestigio político. No consentiría a la transmutación de la energía divina y creadora en poder nacional o en prestigio internacional. Jesús de Nazaret se negó a hacer compromisos con el mal, mucho menos a asociarse con el pecado. El Maestro colocó triunfalmente la fidelidad a la voluntad de su Padre por encima de toda otra consideración terrena y temporal.