EL JESÚS resucitado se prepara para pasar un corto período en
Urantia, con el objeto de experimentar la carrera morontial ascendente
de un mortal de los reinos. Aunque este tiempo de la vida morontial se
pasará en el mundo de su encarnación mortal, será sin embargo en todos
los aspectos la contraparte de la experiencia de los mortales de Satania
que pasan a través de la vida morontial progresiva en los siete mundos
de estancia de Jerusem.
Todo este poder inherente en Jesús —el don
de vida— que le permitió levantarse de los muertos, es el don mismo de
vida eterna que él otorga a los creyentes del reino, y que aun ahora
proporciona la certeza de la resurrección de los vínculos de la muerte
natural.
Los mortales de los reinos se levantarán en
la mañana de la resurrección con el mismo tipo de cuerpo de transición o
morontial que Jesús tenía cuando se levantó de la tumba ese domingo por
la mañana. Estos cuerpos no tienen circulación sanguínea, ni comparten
de los alimentos materiales comunes; sin embargo, estas formas
morontiales son reales. Cuando los distintos creyentes vieron a
Jesús después de su resurrección, realmente lo vieron, no fueron
víctimas autoengañadas de visiones ni de alucinaciones.
La fe absoluta en la resurrección de Jesús
fue la característica cardinal de la fe de todas las ramas de las
primeras enseñanzas del evangelio. En Jerusalén, Alejandría, Antioquía y
Filadelfia, todos los maestros del evangelio se unieron en esta fe
implícita en la resurrección del Maestro.
Al considerar el papel prominente que jugó
María Magdalena en la proclamación de la resurrección del Maestro, es
importante notar que María era la portavoz principal del cuerpo de
mujeres, así como Pedro lo era de los apóstoles. María no era la jefa de
las mujeres, pero sí era su maestra jefa y su portavoz pública. María
se había vuelto altamente circunspecta, de manera que su atrevimiento al
dirigir la palabra a un hombre que ella consideraba ser el cuidador del
jardín de José sólo indica cuán horrorizada estaba por haber encontrado
vacía la tumba. Fue la profundidad y agonía de su amor, la plenitud de
su devoción, lo que causó que ella olvidara, por un momento, las
limitaciones convencionales impuestas a la forma en que una mujer judía
podía dirigirse a un hombre extraño.