También este mercader trajo ante Jesús a un grupo de doce mercaderes y banqueros quienes habían acordado patrocinar la proyectada academia. Jesús manifestó un profundo interés en la escuela proyectada, ayudándoles a planificar su organización, pero siempre expresó el temor de que sus otras obligaciones previas, no declaradas, le impedirían aceptar la dirección de una empresa tan ambiciosa. Su pretendido benefactor era persistente; empleó a Jesús como traductor pago en su casa, mientras que él, su esposa, y sus hijos e hijas trataban de convencerlo de que aceptara el honor que se le ofrecía. Pero no se dejó convencer. Bien sabía que su misión en la tierra no requería el patrocinio de ninguna institución de enseñanza; sabía que no debía comprometerse en lo más mínimo a la dirección de los «consejos de los hombres», aunque fueran éstos muy bien intencionados.
Quien fue rechazado por los líderes religiosos de Jerusalén aun después de haber demostrado su liderazgo, fue reconocido y aclamado como maestro magistral por los empresarios y banqueros de Damasco, y todo esto cuando no era aún sino un oscuro y desconocido carpintero de Nazaret.
Él jamás mencionó esta oferta a su familia; a fines de este mismo año nuevamente estaba en Nazaret, cumpliendo con sus deberes cotidianos como si no hubiera tenido que vencer la tentación de las halagadoras propuestas de sus amigos de Damasco. Tampoco asociaron nunca estos hombres de Damasco al futuro ciudadano de Capernaum, que tanto cambiaría el mundo judío, con el excarpintero nazareno que se había atrevido a rechazar el honor que sus fortunas combinadas podrían haberle procurado.
Con gran sagacidad e intencionalmente Jesús se ingenió para separar varios episodios de su vida para que estos nunca llegaran asociarse, a los ojos del mundo, como acciones realizadas por un mismo individuo. Muchas veces, en años posteriores, escuchó el relato de esta misma historia, la crónica de un extraño galileo que declinó la oportunidad de fundar una academia en Damasco para competir con Alejandría.
Uno de los propósitos que Jesús tenía en mente al procurar la separación de ciertos aspectos de su experiencia terrenal, era prevenir la formación de una trayectoria tan versátil y espectacular, que pudiera llevar a las generaciones futuras a venerar al maestro en vez de obedecer la verdad que él había vivido y enseñado. No quería Jesús que una imagen de actuación humana tan destacada llegara a distraer la atención de sus enseñanzas. Muy pronto reconoció que sus seguidores estarían tentados a elaborar una religión basada en él, que tal vez habría de competir con el evangelio del reino que se proponía proclamar al mundo. Por consiguiente, intentó en todo momento suprimir todo elemento de su extraordinaria carrera en la tierra, que, según él, pudiera alimentar esta tendencia humana natural de exaltar al maestro en lugar de proclamar sus enseñanzas.
Este mismo motivo explica también por qué permitió que le conocieran por diferentes títulos durante las distintas épocas de su diversificada vida en la tierra. Además, no quería ejercer cualquier clase de influencia sobre su familia, u otros, que pudieran llevarlos a creer en él, en contra de sus propias convicciones honestas. Siempre rehusó aprovecharse indebida o injustamente de la mente humana. Quería que los hombres creyeran en él sólo si el corazón de ellos respondía sinceramente a las realidades espirituales reveladas por sus enseñanzas.
Hacia fines de este año las cosas marchaban bastante bien en el hogar de Nazaret. Los niños crecían, María se estaba acostumbrando a las ausencias de Jesús. Seguía entregándole sus ganancias a Santiago para el sostén de la familia, reservándose sólo una pequeña porción para sus gastos personales más inmediatos.
Según pasaban los años, resultaba más difícil darse cuenta de que este hombre era un Hijo de Dios sobre la tierra. Parecía tornarse bien semejante a cualquier nativo del reino, un hombre entre los hombres. El Padre celestial había ordenado que el autootorgamiento debiese desarrollarse precisamente de esta manera.