Este mismo sábado por la noche, se reunió
en la sinagoga de Capernaum un grupo de cincuenta ciudadanos
sobresalientes para discutir la cuestión candente del momento: «¿Qué
hemos de hacer con Jesús?» Hablaron y discutieron hasta después de la
medianoche, pero no pudieron encontrar un terreno común para el acuerdo.
Aparte de unas pocas personas que se inclinaban a creer que Jesús tal
vez fuera el Mesías, al menos un santo varón, o tal vez un profeta, la
asamblea estaba dividida en cuatro grupos casi iguales que sostenían,
respectivamente, los siguientes puntos de vista sobre Jesús:
1.
Que era un fanático religioso iluso e inocuo.
2.
Que era un agitador peligroso y alevoso, capaz de incitar a la rebelión.
3.
Que estaba aliado con los diablos, que podía aun ser un príncipe de los diablos.
4. Que estaba fuera de sí, que estaba loco, mentalmente desequilibrado.
Mucho se habló sobre el que Jesús predicaba
doctrinas con efecto perturbador sobre la gente común; sus enemigos
sostenían que sus enseñanzas no eran prácticas, que se correría el
peligro de una desintegración total si todo el mundo decidiera
esforzarse honestamente por vivir de acuerdo con sus ideas. Y los
hombres de muchas generaciones subsiguientes han dicho las mismas cosas.
Muchos hombres inteligentes y con buenas intenciones, aun en las edades
más esclarecidas de estas revelaciones, sostienen que no se podría
haber construido la civilización moderna sobre las enseñanzas de Jesús; y
en parte tienen razón. Pero todos estos descreídos olvidan que se
podría haber construido una civilización mucho mejor sobre sus
enseñanzas, y que alguna vez así se hará. Este mundo no ha intentado
nunca llevar a cabo seriamente y en gran escala las enseñanzas de Jesús,
a pesar de los muchos intentos semientusiastas por seguir las doctrinas
del así llamado cristianismo.