«Desde el primer momento de mi estancia entre vosotros os enseñé que mi único fin era revelar a mi Padre de los cielos a sus hijos en la Tierra. He vivido esta encarnación para que podáis acceder al conocimiento de ese Gran Dios. Os he revelado que Dios es vuestro Padre y vosotros sus hijos...»

jueves, 4 de abril de 2013

Llega la familia de Jesús.

Eran aproximadamente las ocho de la mañana de este domingo cuando cinco miembros de la familia terrenal de Jesús llegaron al lugar en respuesta al llamado urgente de la cuñada de Judá. De todos sus parientes en la carne, sólo Ruth creía constantemente y de todo corazón en la divinidad de su misión en la tierra. Judá, Santiago, y aun José, todavía mantenían mucha de la fe en Jesús, pero habían permitido que el orgullo interfiriera con su mejor criterio y sus verdaderas inclinaciones espirituales. María estaba igualmente dividida entre el amor y el temor, entre el amor materno y el orgullo familiar. Aunque las dudas le atormentaban, no podía olvidar del todo la visita de Gabriel antes del nacimiento de Jesús. Los fariseos habían intentado persuadir a María de que Jesús estaba fuera de sí, demente. La urgían a que fuera a verlo con sus hijos, a que tratara de disuadirlo de sus esfuerzos de enseñanza pública. Aseguraban a María de que la salud de Jesús estaba a punto de quebrantarse, y que si se le permitía seguir por ese camino, el deshonor y la ignominia terminarían por caer sobre la familia entera. Así pues, cuando la cuñada de Judá trajo la noticia, los cinco partieron inmediatamente a la casa de Zebedeo, pues se encontraban todos juntos en casa de María, donde se habían reunido con los fariseos la noche anterior. Habían conversado con los líderes de Jerusalén hasta muy entrada la noche, y todos ellos estaban más o menos convencidos de que Jesús, desde hacía un tiempo, actuaba en forma extraña. Aunque Ruth no encontraba explicaciones para todos sus actos, insistió que Jesús había sido siempre recto para con su familia, y se negó a participar en el plan de disuadirlo a continuar con su obra.
     

Camino a la casa de Zebedeo, hablaron de estas cosas y decidieron tratar de persuadir a Jesús que se volviera con ellos, porque, según dijo María: «Sé que puedo influenciar a mi hijo si él regresa a casa y me escucha». Santiago y Judá habían oído rumores sobre el plan de arrestar a Jesús y llevarlo a Jerusalén para juzgarlo. También temían por su propia seguridad. No se habían preocupado gran cosa mientras Jesús gozó de popularidad, pero al volverse el pueblo de Capernaum y los líderes de Jerusalén repentinamente contra él, empezaron a sentir agudamente la presión de la supuesta ignominia de su posición comprometida.
      
Pensaban pues encontrarse con Jesús, apartarse con él, e instarlo a que regresara con ellos a la casa. Tenían decidido asegurarle que olvidarían su abandono — que olvidarían y le perdonarían todo— siempre y cuando él desistiera de la tontería de predicar una nueva religión que tan sólo le ocasionaría problemas y desencadenaría el oprobio sobre su familia. A todo esto Ruth sólo decía: «Le diré a mi hermano que pienso que es un hombre de Dios, y que espero que esté dispuesto a morir antes de permitir que estos malvados fariseos pongan fin a su predicación». José prometió que vigilaría a Ruth mientras los demás argumentaban con Jesús.
     
Cuando llegaron a la casa de Zebedeo, Jesús estaba en medio de su discurso de despedida a los discípulos. Trataron de entrar, pero la gente estaba tan apiñada que fue imposible. Terminaron por instalarse en la terraza de atrás y pasar la voz de persona a persona, hasta que finalmente Simón Pedro le susurró la nueva a Jesús, interrumpiendo su discurso para este fin, y diciéndole: «He aquí que tu madre y tus hermanos están fuera, y ansían hablar contigo.» No se le había ocurrido a su madre cuán importante era este mensaje de despedida a sus seguidores, tampoco sabía ella que dicho discurso podía ser interrumpido en cualquier momento por la llegada de sus aprehensores. Ella realmente pensó que, después de tan prolongada aparente desavenencia, habiendo ella y sus hermanos tenido la benevolencia de acudir adonde él, Jesús interrumpiría inmediatamente su discurso para reunirse con ellos en cuanto se enterara de que lo estaban esperando.
     
Fue éste otro de esos casos en los que su familia terrestre no podía comprender que él debía ocuparse de los asuntos de su Padre. Así pues María y sus hermanos se sintieron profundamente heridos cuando, a pesar de que interrumpió su discurso para recibir el mensaje, en vez de salir corriendo a su encuentro, levantó su voz melodiosa para decir: «Decid a mi madre y a mis hermanos que no teman por mí. El Padre que me envió a este mundo no me abandonará; tampoco sufrirá mi familia daño alguno. Decidles que tengan coraje y que confíen en el Padre del reino. Pero, después de todo, ¿quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?» Y abriendo los brazos a todos sus discípulos reunidos en la sala, dijo: «Yo no tengo madre; yo no tengo hermanos. ¡Contemplad a mi madre y a mis hermanos! Puesto que el que haga la voluntad de mi Padre que está en el cielo, ése es mi madre, mi hermano y mi hermana.»
     
Al oír estas palabras, María cayó desmayada en los brazos de Judá. La llevaron al jardín para reanimarla mientras Jesús articulaba las palabras finales de su mensaje de despedida. Quiso ir entonces a conferenciar con su madre y sus hermanos, pero llegó un mensajero urgente de Tiberias trayendo la noticia de que ya venían los oficiales del sanedrín con permiso para arrestar a Jesús y llevarlo a Jerusalén. Andrés recibió este mensaje e interrumpiendo a Jesús, se lo transmitió.

Andrés no recordaba que David había apostado unos veinte y cinco centinelas alrededor de la casa de Zebedeo, para que nadie pudiera sorprenderlos; por eso preguntó a Jesús qué debían hacer. El Maestro permaneció de pie, callado, mientras su madre, habiendo oído las palabras, «yo no tengo madre», se estaba recuperando del golpe en el jardín. En ese preciso instante, una mujer en la sala se puso de pie y exclamó: «Bendito sea el vientre que te dio a luz y benditos sean los pechos que te amamantaron». Jesús se volvió por un momento de su conversación con Andrés para responder a esta mujer diciendo: «No, más bien bendito es aquel que escucha la palabra de Dios y se atreve a obedecerla.»

   
María y los hermanos de Jesús pensaban que Jesús no los comprendía, que había perdido el interés en ellos, sin darse cuenta que eran ellos los que no comprendían a Jesús. Jesús comprendía plenamente cuán difícil era para los hombres romper con su pasado. Sabía cómo gana el predicador a los seres humanos con su elocuencia, cómo responde la conciencia al llamado emocional así como la mente responde a la lógica y a la razón, pero también sabía cuánto más difícil es persuadir a los hombres a que deshereden el pasado.
     
Es por siempre verdad que todos los que piensan que son mal comprendidos o que no son apreciados tienen en Jesús un amigo comprensivo y un consejero compasivo. El había advertido a sus apóstoles que los enemigos de un hombre pueden estar en su propia casa, pero apenas si se había percatado cuán cerca estaba esta predicción de su propia experiencia. Jesús no abandonó a su familia terrenal para hacer el trabajo de su Padre —ellos lo abandonaron a él. Más tarde, después de la muerte y resurrección del Maestro, cuando Santiago se relacionó con el primitivo movimiento cristiano, sufrió inconmensurablemente por no haber sabido disfrutar esta asociación anterior con Jesús y sus discípulos.
      
Al pasar por estos acontecimientos, Jesús eligió ser guiado por el conocimiento limitado de su mente humana. Deseó pasar la experiencia con sus asociados como un ser humano y nada más. En la mente humana de Jesús estaba su intención de ver a su familia antes de irse. No quiso interrumpir su discurso, porque no deseaba transformar este primer encuentro después de tan larga separación en un espectáculo público. Tenía la intención de terminar su discurso y luego reunirse con ellos antes de partir, pero este plan fue frustrado por la conspiración de los acontecimientos que siguieron inmediatamente.
      
La urgencia de su huida se acrecentó por la llegada a la puerta de atrás de la casa de Zebedeo de un grupo de mensajeros de David. La conmoción producida por estos hombres asustó a los apóstoles que pensaron que ya llegaban los aprehensores, y temiendo un arresto inmediato, salieron de prisa por la puerta de adelante, hacia la barca que estaba esperando. Y todo esto explica por qué Jesús no vio a su familia que estaba esperando en la terraza de atrás.
      
Pero sí dijo a David Zebedeo al subir a la barca en rápida huida: «Diles a mi madre y a mis hermanos que agradezco su venida, y que tenía la intención de verlos. Adviérteles que no se ofendan, sino más bien que traten de buscar el conocimiento de la voluntad de Dios y de obtener la gracia y el coraje para hacer esa voluntad.»