Aunque Jesús no hizo ningún trabajo público durante estas dos semanas
de estadía cerca de Cesarea de Filipo, los apóstoles celebraron
numerosas reuniones vespertinas tranquilas en la ciudad, y muchos de los
creyentes concurrieron al campamento para hablar con el Maestro. Muy
pocos fueron agregados al grupo de creyentes como resultado de esta
visita. Jesús habló con los apóstoles cada día, y discernieron más
claramente que estaba empezando una nueva fase de la tarea de
predicación del reino del cielo. Estaban comenzando a comprender que el
«reino del cielo no es comida y bebida, sino la comprensión de la
felicidad espiritual de la aceptación de la filiación divina».
La estadía en Cesarea de Filipo fue una
verdadera prueba para los once apóstoles; fueron dos semanas difíciles
para todos ellos. Estaban muy deprimidos, y extrañaban la estimulación
periódica de la entusiasta personalidad de Pedro. En estos momentos, era
realmente una gran aventura y una prueba creer en Jesús y seguirlo.
Aunque lograron pocos conversos durante esas dos semanas, mucho
aprendieron de las conferencias diarias con el Maestro, lo que les fue
altamente beneficioso.
Los apóstoles aprendieron que los judíos
estaban espiritualmente estancados y moribundos porque habían
cristalizado la verdad en un credo; que cuando la verdad se formula como
una línea divisoria de exclusividad farisaica y engreída, en lugar de
servir como signo de guía y progreso espiritual, estas enseñanzas
pierden su poder creador y dador de vida y, en último término, se tornan
meramente preservativas y fosilizantes.
Cada vez más aprendieron de Jesús a
considerar a las personalidades humanas en términos de sus posibilidades
en el tiempo y en la eternidad. Aprendieron que muchas almas pueden ser
conducidas mejor a amar al Dios invisible si se les enseña primero a
amar a sus hermanos a quienes pueden ver. Y fue en relación con esto, en
que se asignó un nuevo significado a la declaración del Maestro sobre
el servicio desprendido a los semejantes: «Lo que hicisteis por uno de
los más humildes de mis hermanos, lo hicisteis por mí.»
Una de las grandes lecciones de esta
estadía en Cesarea tuvo que ver con el origen de las tradiciones
religiosas, con el grave peligro de permitir que se les atribuya una
importancia sagrada a objetos no sagrados, a ideas comunes o
acontecimientos cotidianos. De una de las conferencias emergieron con la
enseñanza de que la verdadera religión era la lealtad plena del hombre a
sus convicciones más altas y más veraces.
Jesús advirtió a sus creyentes que, si sus
deseos religiosos eran puramente materiales, un mayor conocimiento de la
naturaleza los privaría en última instancia de su fe en Dios debido al
desplazamiento progresivo del origen supuestamente supernatural de las
cosas. Pero que, si su religión era espiritual, el progreso de la
ciencia física no podría jamás alterar su fe en las realidades eternas y
en los valores divinos.
Aprendieron que, cuando la religión es
totalmente espiritual en su motivación, hace más valiosa la vida entera,
llenándola de altos propósitos, dignificándola con valores
transcendentales, inspirándola con motivos elevados, y consolando
mientras tanto al alma humana con una sublime y alentadora esperanza. La
verdadera religión tiene el propósito de disminuir el esfuerzo de la
existencia; libera la fe y el valor para la vida diaria y el servicio
desinteresado. La fe promueve la vitalidad espiritual y los frutos de la
rectitud.
Jesús enseñó repetidamente a sus apóstoles
que ninguna civilización puede sobrevivir por largo tiempo, la pérdida
de lo mejor de su religión. No se cansó nunca de hacerles observar a los doce el gran peligro
de aceptar símbolos y ceremonias religiosos en lugar de la experiencia
religiosa. Su entera vida terrenal fue constantemente dedicada a la
misión de derretir las formas congeladas de la religión en las
libertades líquidas de la filiación esclarecida.