A las dos cuarenta y cinco del domingo por la madrugada, la comisión
de encarnación del Paraíso, formada de siete personalidades del Paraíso
no identificadas, llegó al sitio, desplegándose
inmediatamente alrededor del sepulcro. A las tres menos diez, comenzaron
a emanar del nuevo sepulcro de José intensas vibraciones de actividades
materiales y morontiales combinadas, y dos minutos después de las tres
este domingo por la mañana, 9 de abril del año 30 d. de J.C., la forma
y personalidad morontial resucitada de Jesús de Nazaret salió del
sepulcro.
Cuando Jesús resucitado emergió de su
tumba, el cuerpo de carne en el que había vivido y trabajado en la
tierra por casi treinta y seis años aún yacía allí en el nicho del
sepulcro, tal cual y envuelto en el sudario de lino, tal como lo
dispusieran para su reposo José y sus asociados el viernes por la tarde.
La piedra de la entrada del sepulcro tampoco fue movida para nada; el
sello de Pilato permanecía intacto; los soldados aún estaban de
centinela. Los guardianes del templo habían permanecido continuamente de
guardia; la guardia romana fue reemplazada a la medianoche. Ninguno de
estos seres vigilantes sospechó que el objeto de su vigila se había
levantado, en una nueva y más alta forma de existencia, y que el cuerpo
que ellos estaban vigilando ya no era sino un indumento exterior
desechado, ya sin conexión alguna con la personalidad morontial
entregada y resucitada de Jesús.
La humanidad es lenta en percibir que, en
todo lo personal, la materia es el esqueleto de morontia, y que ambos
constituyen la sombra reflejada de la realidad espiritual duradera.
¿Cuánto tiempo pasará hasta que lleguéis a considerar que el tiempo es
la imagen móvil de la eternidad y el espacio la sombra huidiza de las
realidades del Paraíso?
Por lo que podemos juzgar, ninguna criatura
de este universo ni personalidad de otros universos tuvo nada que ver
con esta resurrección morontial de Jesús de Nazaret. El viernes, él dio
su vida como un mortal del reino; el domingo por la mañana, la volvió a
poseer como un ser morontial del sistema de Satania en Norlatiadek.
Mucho hay sobre la resurrección de Jesús que nosotros no comprendemos.
Pero sí sabemos que ocurrió tal como lo hemos declarado y
aproximadamente a la hora indicada. También podemos registrar que todos
los fenómenos conocidos asociados con este tránsito mortal, o
resurrección morontial, ocurrieron allí mismo, en el nuevo sepulcro de
José, donde yacían los restos mortales de Jesús envueltos en las vendas
fúnebres.
Sabemos que ninguna criatura del universo
local participó en este despertar morontial. Percibimos las siete
personalidades del Paraíso que rodean la tumba, pero no los vimos hacer
nada en relación con el despertar del Maestro. En el momento en que
Jesús apareció junto a Gabriel, encima del sepulcro, las siete
personalidades del Paraíso indicaron su intención de partir
inmediatamente para Uversa.
Aclaremos para siempre el concepto de la resurrección de Jesús con las siguientes declaraciones:
1.
Su cuerpo material o físico no fue parte de la personalidad resurgida.
Cuando Jesús salió de la tumba, sus restos carnales permanecieron sin
cambios en el sepulcro. El emergió del sepulcro, sin desplazar las
piedras que cerraban la entrada y sin romper los sellos de Pilato.
2.
No salió de la tumba como espíritu ni como Micael de Nebadon; no
apareció en forma de Soberano Creador, como había sido antes de su
encarnación en la semejanza de carne mortal en Urantia.
3.
Salió de esta tumba de José en la misma semejanza de las personalidades
morontiales de los que, como seres ascendentes morontiales resucitados,
emergen de las salas de resurrección del primer mundo de estancia de
este sistema local de Satania. Y la presencia del monumento a Micael
en el centro del vasto patio de las salas de resurrección en el primer
mundo de estancia nos lleva a conjeturar que la resurrección del Maestro
en Urantia fue en cierto modo fomentada en éste, el primero de los
mundos de estancia del sistema.
El primer acto de Jesús al levantarse de la
tumba fue saludar a Gabriel e instruirlo que continuara con el cargo
ejecutivo de los asuntos del universo bajo Emanuel; solicitó luego al
jefe de los Melquisedek que transmitiera a Emanuel sus saludos
fraternales. Entonces pidió él al Altísimo de Edentia la certificación
de los Ancianos de los Días en cuanto a su tránsito mortal; y
volviéndose hacia los grupos morontiales de los siete mundos de
estancia, allí reunidos para saludar y dar la bienvenida a su Creador en
semejanza de criatura de su orden, Jesús dijo las primeras palabras de
su carrera postmortal. Dijo el Jesús morontial: «Habiendo completado mi
vida en la carne, deseo permanecer aquí por un corto período de
transición, para poder conocer más plenamente la vida de mis criaturas
ascendentes y revelar ulteriormente la voluntad de mi Padre en el
Paraíso».
Después que hubo hablado Jesús, hizo un
gesto al Ajustador Personalizado, y todas las inteligencias de este
universo que se habían reunido en Urantia para presenciar la
resurrección fueron inmediatamente despachadas a sus respectivas
asignaciones en el universo.
A continuación inició Jesús los contactos
con el nivel morontial, siendo presentado, como criatura, a los
requisitos de la vida que había elegido vivir, por un corto período, en
Urantia. Esta iniciación en el mundo morontial requirió más de una hora
de tiempo terrestre y fue interrumpida dos veces por su deseo de
comunicarse con sus previas asociadas en la carne cuando éstas salieron
de Jerusalén para espiar la tumba vacía y descubrir maravilladas lo que
ellas consideraban prueba de su resurrección.
Ya se ha completado el tránsito mortal de
Jesús: la resurrección morontial del Hijo del Hombre. La experiencia
transitoria del Maestro como personalidad intermedia entre lo material y
lo espiritual, ha comenzado. Él lo ha hecho todo mediante su poder
inherente; ninguna personalidad le ha dado ayuda alguna. Ahora vive como
Jesús de morontia, y al comenzar su vida morontial, su cuerpo material
carnal yace tal cual en la tumba. Lo soldados siguen vigilando, y las
piedras de la entrada permanecen selladas por el sello del gobernador.
«Desde el primer momento de mi estancia entre vosotros os enseñé que mi único fin era revelar a mi Padre de los cielos a sus hijos en la Tierra. He vivido esta encarnación para que podáis acceder al conocimiento de ese Gran Dios. Os he revelado que Dios es vuestro Padre y vosotros sus hijos...»
viernes, 27 de junio de 2014
domingo, 22 de junio de 2014
La resurrección.
EL VIERNES por la tarde, poco después del entierro de Jesús, el jefe
de los arcángeles de Nebadon, a la sazón presente en Urantia, convocó su
concilio para la resurrección de las criaturas volitivas durmientes y
empezó a considerar las posibles técnicas de restitución de Jesús. Estos
hijos del universo local, las criaturas de Micael, reunidos tomaron
esta decisión por sí solos; Gabriel no los había convocado. A medianoche
ya habían llegado a la conclusión de que la criatura nada podía hacer
para facilitar la resurrección del Creador. Estaban dispuestos a aceptar
el consejo de Gabriel, quien les instruyó que, puesto que Micael había
«dado su vida por su propio y libre albedrío, tiene también el poder de
volver a tomar posesión de ésta según su propia decisión». Poco después
de que se levantara este concilio de arcángeles, los Portadores de Vida,
y sus varios asociados en la tarea de rehabilitación de la criatura y
de creación morontial, el Ajustador Personalizado de Jesús,
personalmente a cargo de las huestes celestiales reunidas en ese momento
en Urantia, dijo estas palabras a los espectadores en ansiosa espera:
«Ninguno de vosotros puede hacer nada para ayudar a vuestro Padrecreador a retornar a la vida. Como mortal del reino él ha experimentado la muerte mortal; como Soberano de un universo, él vive. Lo que observáis es el tránsito mortal de Jesús de Nazaret de la vida en la carne a la vida en la morontia. El tránsito espiritual de este Jesús fue completado en el momento en que yo me separé de su personalidad y asumí el cargo de director temporal de vosotros. Vuestro Padre-creador ha elegido pasar a través de la experiencia total de sus criaturas mortales, desde el nacimiento en los mundos materiales, a través de la muerte natural y la resurrección morontial, hasta el estado de existencia espiritual verdadera. Estáis a punto de observar cierta fase de esta experiencia, pero no podéis participar en ésta. Esas cosas que vosotros ordinariamente hacéis por la criatura, no podéis hacerlas por el Creador. Un Hijo Creador tiene en sí mismo el poder de autootorgarse en semejanza de cualquiera de sus hijos creados; él tiene en sí mismo el poder de ofrendar su vida observable y de volver a poseerla; y él tiene este poder por mando directo del Padre del Paraíso, y yo sé de qué yo digo».
Cuando escucharon las palabras del Ajustador Personalizado, todos ellos, desde Gabriel hasta el querubín más humilde, adoptaron una actitud de ansiosa expectativa. Veían el cuerpo mortal de Jesús en el sepulcro; detectaban síntomas de la actividad universal de su Soberano amado; y como no comprendían estos fenómenos, esperaron pacientemente lo que sobrevendría.
«Ninguno de vosotros puede hacer nada para ayudar a vuestro Padrecreador a retornar a la vida. Como mortal del reino él ha experimentado la muerte mortal; como Soberano de un universo, él vive. Lo que observáis es el tránsito mortal de Jesús de Nazaret de la vida en la carne a la vida en la morontia. El tránsito espiritual de este Jesús fue completado en el momento en que yo me separé de su personalidad y asumí el cargo de director temporal de vosotros. Vuestro Padre-creador ha elegido pasar a través de la experiencia total de sus criaturas mortales, desde el nacimiento en los mundos materiales, a través de la muerte natural y la resurrección morontial, hasta el estado de existencia espiritual verdadera. Estáis a punto de observar cierta fase de esta experiencia, pero no podéis participar en ésta. Esas cosas que vosotros ordinariamente hacéis por la criatura, no podéis hacerlas por el Creador. Un Hijo Creador tiene en sí mismo el poder de autootorgarse en semejanza de cualquiera de sus hijos creados; él tiene en sí mismo el poder de ofrendar su vida observable y de volver a poseerla; y él tiene este poder por mando directo del Padre del Paraíso, y yo sé de qué yo digo».
Cuando escucharon las palabras del Ajustador Personalizado, todos ellos, desde Gabriel hasta el querubín más humilde, adoptaron una actitud de ansiosa expectativa. Veían el cuerpo mortal de Jesús en el sepulcro; detectaban síntomas de la actividad universal de su Soberano amado; y como no comprendían estos fenómenos, esperaron pacientemente lo que sobrevendría.
sábado, 21 de junio de 2014
Las lecciones de la cruz.
La cruz de Jesús retrata la medida plena de la devoción suprema del
verdadero pastor aun por los miembros de su rebaño que no la merecen.
Coloca para siempre todas las relaciones entre Dios y el hombre
sobre la base de familia. Dios es el Padre; el hombre es su hijo. El
amor, el amor de un padre por su hijo, se torna en la verdad central de
las relaciones universales del Creador con la criatura —no la justicia
de un rey que busca satisfacción en el sufrimiento y en el castigo de
sus súbditos malvados.
La cruz por siempre muestra que la actitud de Jesús hacia los pecadores no fue ni de condenar ni de condonar, sino más bien de salvación eterna y amante. Jesús es en verdad un salvador en el sentido de que su vida y su muerte atraen a los hombres a la bondad y a la sobrevivencia recta. Jesús ama tanto a los hombres que este amor despierta la respuesta amorosa en el corazón humano. El amor es verdaderamente contagioso y eternamente creativo. La muerte de Jesús en la cruz ejemplifica un amor que es lo suficientemente fuerte y divino como para perdonar el pecado y absorber toda maldad. Jesús reveló a este mundo una calidad más alta de rectitud que la justicia —el mero concepto técnico del bien y del mal. El amor divino no solamente perdona las faltas; las absorbe y realmente las destruye. El perdón del amor trasciende enteramente el perdón de la misericordia. La misericordia pone a un lado la culpa del mal; pero el amor destruye para siempre el pecado y toda debilidad que de él resulte. Jesús trajo a Urantia un nuevo método de vivir. Nos enseñó a no resistir al mal sino a encontrar a través de él la bondad que destruye al mal eficazmente. El perdón de Jesús no es condonar; es la salvación de la condenación. La salvación no le resta importancia a la falta; la enmienda. El verdadero amor no transige con el odio ni lo condena, sino lo destruye. El amor de Jesús no está nunca satisfecho con el simple perdón. El amor del Maestro implica rehabilitación, sobrevivencia eterna. Es totalmente propio hablar de salvación como redención, si con eso significáis esta rehabilitación eterna.
Jesús, por el poder de su amor personal por los hombres, pudo romper la garra del pecado y del mal. De esa manera liberó al hombre para que éste pudiera elegir los mejores caminos del vivir. Jesús ilustró una liberación del pasado que en sí misma prometía el triunfo del futuro. El perdón proveyó así la salvación. La belleza del amor divino, una vez que entra plenamente en el corazón humano, destruye para siempre el encanto del pecado y el poder del mal.
Los sufrimientos de Jesús no se limitaron a su crucifixión. En realidad, Jesús de Nazaret pasó más de veinticinco años en la cruz de la existencia mortal real e intensa. El verdadero valor de la cruz consiste en el hecho de que fue la expresión suprema y final de su amor, la revelación completa y plena de su misericordia.
En millones de mundos habitados, incontables billones de criaturas evolutivas que podían haber sido tentadas a abandonar la lucha moral y la buena lucha de la fe, han visto nuevamente a Jesús en la cruz y entonces han procedido hacia adelante, inspirados por la vista de un Dios que da su vida encarnada devotamente al servicio altruista del hombre.
El triunfo de la muerte en la cruz queda resumido en el espíritu de la actitud de Jesús hacia los que lo atormentaban. Convirtió la cruz en el símbolo eterno del triunfo del amor sobre el odio y de la victoria de la verdad sobre el mal al orar: «Padre, perdónalos, porque no saben qué están haciendo». Esa devoción de amor fue contagiosa en todo un vasto universo; los discípulos se contagiaron de su Maestro. El primer maestro de este evangelio que tuvo que poner su vida al servicio del evangelio, dijo, mientras lo apedreaban a muerte: «No cargues este pecado a su cuenta».
La cruz hace el llamado supremo a lo mejor que hay en el hombre porque nos revela a aquél que estuvo dispuesto a ofrendar su vida al servicio de sus semejantes.
El hombre no puede tener mayor amor que éste: estar dispuesto a dar la vida por sus amigos. Y Jesús tenía tal amor que estaba dispuesto a dar la vida por sus enemigos, el más grande amor que se había conocido hasta ese momento en la tierra.
Este sublime espectáculo de la muerte de Jesús humano en la cruz del Gólgota ha sobrecogido las emociones de los mortales, tanto en Urantia como en otros mundos, y ha producido al mismo tiempo una mayor devoción de los ángeles.
La cruz es el símbolo elevado del servicio sagrado, la dedicación de la propia vida al bienestar y salvación de los semejantes. La cruz no es el símbolo del sacrificio del Hijo de Dios inocente en sustitución de los pecadores culpables, ni para apaciguar la ira de un Dios ofendido, pero permanece para siempre en la tierra y en todo el vasto universo, como símbolo sagrado de los buenos que se autootorgan para los malos y que, al hacer así, los salvan mediante esta misma devoción de amor. La cruz es el símbolo de la forma más alta de servicio altruista, la devoción suprema del otorgamiento pleno de una vida recta en el servicio de un ministerio incondicionado, aun en la muerte, la muerte en la cruz. La presencia misma de este gran símbolo de la vida autootorgadora de Jesús nos inspira verdaderamente a todos nosotros a ir y hacer lo mismo.
Cuando los hombres y mujeres pensantes contemplan a Jesús ofreciendo su vida en la cruz, ya no se atreverán a quejarse nuevamente ni siquiera por los sufrimientos más grandes de la vida, y mucho menos por las pequeñas dificultades o por sus muchas penas puramente ficticias. Su vida fue tan gloriosa y su muerte tan triunfal que todos nos sentimos atraídos a querer compartir ambas. Hay un verdadero poder de atracción en todo el autootorgamiento de Micael, desde los días de su juventud hasta el espectáculo sobrecogedor de su muerte en la cruz.
Aseguraos pues de que cuando contempléis la cruz como revelación de Dios, no miréis con los ojos del hombre primitivo ni con el punto de vista del bárbaro posterior, pues ambos consideraban a Dios como un Soberano severo de dura justicia y rígida ley. Más bien aseguraos de que veis en la cruz la manifestación final del amor y de la devoción de Jesús en su misión de la vida en autootorgamiento a las razas mortales de su vasto universo. Ved en la muerte del Hijo del Hombre la cumbre del amor divino del Padre por sus hijos en las esferas de los mortales. La cruz retrata así la devoción del afecto voluntarioso y el otorgamiento de salvación voluntaria sobre los que están dispuestos a recibir estos dones y esta devoción. No hubo nada en la cruz que el Padre solicitara — sólo lo que Jesús tan voluntariamente dio, negándose a evitarlo.
Si el hombre no puede de otra manera apreciar a Jesús y comprender el significado de su autootorgamiento en la tierra, por lo menos puede comprender el compañerismo de sus sufrimientos mortales. Ningún hombre debe temer nunca que el Creador no sepa la naturaleza o grado de sus aflicciones temporales.
Sabemos que la muerte en la cruz no fue para reconciliar al hombre con Dios sino para estimular al hombre a la comprensión del amor eterno del Padre y de la misericordia sin fin de su Hijo, y para difundir estas verdades universales a todo un universo.
La cruz por siempre muestra que la actitud de Jesús hacia los pecadores no fue ni de condenar ni de condonar, sino más bien de salvación eterna y amante. Jesús es en verdad un salvador en el sentido de que su vida y su muerte atraen a los hombres a la bondad y a la sobrevivencia recta. Jesús ama tanto a los hombres que este amor despierta la respuesta amorosa en el corazón humano. El amor es verdaderamente contagioso y eternamente creativo. La muerte de Jesús en la cruz ejemplifica un amor que es lo suficientemente fuerte y divino como para perdonar el pecado y absorber toda maldad. Jesús reveló a este mundo una calidad más alta de rectitud que la justicia —el mero concepto técnico del bien y del mal. El amor divino no solamente perdona las faltas; las absorbe y realmente las destruye. El perdón del amor trasciende enteramente el perdón de la misericordia. La misericordia pone a un lado la culpa del mal; pero el amor destruye para siempre el pecado y toda debilidad que de él resulte. Jesús trajo a Urantia un nuevo método de vivir. Nos enseñó a no resistir al mal sino a encontrar a través de él la bondad que destruye al mal eficazmente. El perdón de Jesús no es condonar; es la salvación de la condenación. La salvación no le resta importancia a la falta; la enmienda. El verdadero amor no transige con el odio ni lo condena, sino lo destruye. El amor de Jesús no está nunca satisfecho con el simple perdón. El amor del Maestro implica rehabilitación, sobrevivencia eterna. Es totalmente propio hablar de salvación como redención, si con eso significáis esta rehabilitación eterna.
Jesús, por el poder de su amor personal por los hombres, pudo romper la garra del pecado y del mal. De esa manera liberó al hombre para que éste pudiera elegir los mejores caminos del vivir. Jesús ilustró una liberación del pasado que en sí misma prometía el triunfo del futuro. El perdón proveyó así la salvación. La belleza del amor divino, una vez que entra plenamente en el corazón humano, destruye para siempre el encanto del pecado y el poder del mal.
Los sufrimientos de Jesús no se limitaron a su crucifixión. En realidad, Jesús de Nazaret pasó más de veinticinco años en la cruz de la existencia mortal real e intensa. El verdadero valor de la cruz consiste en el hecho de que fue la expresión suprema y final de su amor, la revelación completa y plena de su misericordia.
En millones de mundos habitados, incontables billones de criaturas evolutivas que podían haber sido tentadas a abandonar la lucha moral y la buena lucha de la fe, han visto nuevamente a Jesús en la cruz y entonces han procedido hacia adelante, inspirados por la vista de un Dios que da su vida encarnada devotamente al servicio altruista del hombre.
El triunfo de la muerte en la cruz queda resumido en el espíritu de la actitud de Jesús hacia los que lo atormentaban. Convirtió la cruz en el símbolo eterno del triunfo del amor sobre el odio y de la victoria de la verdad sobre el mal al orar: «Padre, perdónalos, porque no saben qué están haciendo». Esa devoción de amor fue contagiosa en todo un vasto universo; los discípulos se contagiaron de su Maestro. El primer maestro de este evangelio que tuvo que poner su vida al servicio del evangelio, dijo, mientras lo apedreaban a muerte: «No cargues este pecado a su cuenta».
La cruz hace el llamado supremo a lo mejor que hay en el hombre porque nos revela a aquél que estuvo dispuesto a ofrendar su vida al servicio de sus semejantes.
El hombre no puede tener mayor amor que éste: estar dispuesto a dar la vida por sus amigos. Y Jesús tenía tal amor que estaba dispuesto a dar la vida por sus enemigos, el más grande amor que se había conocido hasta ese momento en la tierra.
Este sublime espectáculo de la muerte de Jesús humano en la cruz del Gólgota ha sobrecogido las emociones de los mortales, tanto en Urantia como en otros mundos, y ha producido al mismo tiempo una mayor devoción de los ángeles.
La cruz es el símbolo elevado del servicio sagrado, la dedicación de la propia vida al bienestar y salvación de los semejantes. La cruz no es el símbolo del sacrificio del Hijo de Dios inocente en sustitución de los pecadores culpables, ni para apaciguar la ira de un Dios ofendido, pero permanece para siempre en la tierra y en todo el vasto universo, como símbolo sagrado de los buenos que se autootorgan para los malos y que, al hacer así, los salvan mediante esta misma devoción de amor. La cruz es el símbolo de la forma más alta de servicio altruista, la devoción suprema del otorgamiento pleno de una vida recta en el servicio de un ministerio incondicionado, aun en la muerte, la muerte en la cruz. La presencia misma de este gran símbolo de la vida autootorgadora de Jesús nos inspira verdaderamente a todos nosotros a ir y hacer lo mismo.
Cuando los hombres y mujeres pensantes contemplan a Jesús ofreciendo su vida en la cruz, ya no se atreverán a quejarse nuevamente ni siquiera por los sufrimientos más grandes de la vida, y mucho menos por las pequeñas dificultades o por sus muchas penas puramente ficticias. Su vida fue tan gloriosa y su muerte tan triunfal que todos nos sentimos atraídos a querer compartir ambas. Hay un verdadero poder de atracción en todo el autootorgamiento de Micael, desde los días de su juventud hasta el espectáculo sobrecogedor de su muerte en la cruz.
Aseguraos pues de que cuando contempléis la cruz como revelación de Dios, no miréis con los ojos del hombre primitivo ni con el punto de vista del bárbaro posterior, pues ambos consideraban a Dios como un Soberano severo de dura justicia y rígida ley. Más bien aseguraos de que veis en la cruz la manifestación final del amor y de la devoción de Jesús en su misión de la vida en autootorgamiento a las razas mortales de su vasto universo. Ved en la muerte del Hijo del Hombre la cumbre del amor divino del Padre por sus hijos en las esferas de los mortales. La cruz retrata así la devoción del afecto voluntarioso y el otorgamiento de salvación voluntaria sobre los que están dispuestos a recibir estos dones y esta devoción. No hubo nada en la cruz que el Padre solicitara — sólo lo que Jesús tan voluntariamente dio, negándose a evitarlo.
Si el hombre no puede de otra manera apreciar a Jesús y comprender el significado de su autootorgamiento en la tierra, por lo menos puede comprender el compañerismo de sus sufrimientos mortales. Ningún hombre debe temer nunca que el Creador no sepa la naturaleza o grado de sus aflicciones temporales.
Sabemos que la muerte en la cruz no fue para reconciliar al hombre con Dios sino para estimular al hombre a la comprensión del amor eterno del Padre y de la misericordia sin fin de su Hijo, y para difundir estas verdades universales a todo un universo.
sábado, 14 de junio de 2014
El significado de la muerte en la cruz.
A pesar de que Jesús no murió esta muerte en la cruz para expiar la
culpa racial del hombre mortal ni para proporcionar algún tipo de
acercamiento eficaz a un Dios, que en otro caso, se sentiría ofendido y
que no perdonaría; aunque el Hijo del Hombre no se ofreció como
sacrificio para apaciguar la ira de Dios y para abrir el camino para que
el hombre pecador obtuviera la salvación; a pesar de que estas ideas de
expiación y propiciación son erróneas, existen sin embargo significados
en esta muerte de Jesús en la cruz que no deben ser pasados por alto.
Es un hecho que Urantia se conoce entre otros planetas vecinos habitados
como «el mundo de la cruz».
Jesús quiso vivir una vida mortal plena en la carne en Urantia. La muerte es, ordinariamente, parte de la vida. La muerte es el último acto del drama mortal. En vuestros esfuerzos bien intencionados para escapar a los errores supersticiosos de la falsa interpretación del significado de la muerte en la cruz, debéis evitar el grave error de no percibir el auténtico significado y la verdadera importancia de la muerte del Maestro.
El hombre mortal no fue nunca propiedad de los grandes embusteros. Jesús no murió para rescatar al hombre de las garras de los gobernantes apóstatas y de los príncipes caídos de las esferas. El Padre en el cielo nunca concibió una injusticia tan burda como la de condenar un alma mortal por las malas acciones de sus antepasados. Tampoco fue la muerte del Maestro en la cruz un sacrificio consistente en pagarle a Dios una deuda que la raza humana le debía.
Antes de que Jesús viviese en la tierra, tal vez podríais haber estado justificados en creer en un Dios semejante, pero no podéis pensar así desde que el Maestro vivió y murió entre vuestros semejantes mortales. Moisés enseñó la dignidad y la justicia de un Dios Creador; pero Jesús representó el amor y la misericordia de un Padre celestial.
La naturaleza animal —la tendencia al mal— puede ser hereditaria, pero el pecado no se transmite de padre a hijo. El pecado es el acto deliberado y consciente de rebeldía contra la voluntad del Padre y las leyes de los Hijos cometido por una criatura volitiva.
Jesús vivió y murió para todo un universo, no solamente para las razas de este mundo. Aunque los mortales de los reinos tenían salvación aun antes de que Jesús viviese y muriese en Urantia, es sin embargo un hecho de que su autootorgamiento en este mundo iluminó grandemente el camino de la salvación; su muerte mucho hizo por aclarar para siempre la certeza de la sobrevivencia mortal después de la muerte en la carne.
Aunque no sea adecuado hablar de Jesús como de uno que se sacrifica, un rescatador, o un redentor, es totalmente correcto referirse a él como un salvador. El hizo para siempre más claro y seguro el camino de la salvación (sobrevivencia); mostró mejor y más certeramente el camino de la salvación para todos los mortales de todos los mundos del universo de Nebadon.
Una vez que captéis la idea de Dios como Padre verdadero y amante, el único concepto que Jesús enseñó, para ser consistentes debéis de ahí en adelante, abandonar completamente todos esos conceptos primitivos sobre Dios como monarca ofendido, gobernante rígido y todopoderoso cuyo mayor deleite consiste en sorprender a sus súbditos en el error y en asegurarse de que sean castigados debidamente, a menos que otro ser casi igual a él mismo ofrezca sufrir por ellos, morir como substituto y en su lugar. Toda la idea del rescate y de la expiación es incompatible con el concepto de Dios tal como lo enseñó y ejemplificó Jesús de Nazaret. El amor infinito de Dios no es secundario a nada en la naturaleza divina.
Este concepto de expiación y salvación a base de sacrificios está arraigado y anclado en el egoísmo. Jesús enseñó que el servicio al prójimo es el concepto más alto de la hermandad de los creyentes espirituales. La salvación debe darse por sentado por los que creen en la paternidad de Dios. La mayor preocupación del creyente no debe ser el deseo egoísta de la salvación personal sino más bien el impulso altruista al amor, y por lo tanto al servicio del prójimo así como Jesús amó y sirvió a los hombres mortales.
Tampoco han de preocuparse mucho los creyentes genuinos por el futuro castigo del pecado. El verdadero creyente tan sólo se preocupa por su separación actual de Dios. Es verdad que los padres sabios pueden castigar a sus hijos, pero lo hacen por amor y con fines correctivos. No castigan porque estén airados, tampoco castigan como retribución.
Aunque fuera Dios el monarca rígido y legal de un universo en que gobernara supremamente la justicia, con certeza no estaría satisfecho con el esquema infantil de sustituir a un sufriente inocente por un ofensor culpable.
Lo extraordinario de la muerte de Jesús, tal como se relaciona con el enriquecimiento de la experiencia humana y la expansión del camino de la salvación, no es el hecho de su muerte sino más bien la manera superior y el espíritu incomparable con que se enfrentó a su muerte.
Toda esta idea del rescate de la expiación coloca la salvación en un plano de irrealidad; tal concepto es puramente filosófico. La salvación humana es real; está basada en dos realidades que pueden ser captadas por la fe de la criatura e incorporarse de esa manera a la experiencia humana de cada individuo: el hecho de la paternidad de Dios y su verdad correlacionada, la hermandad del hombre. Es verdad, después de todo, que se os «perdonarán vuestras deudas, aun como vosotros perdonáis a vuestros deudores».
Jesús quiso vivir una vida mortal plena en la carne en Urantia. La muerte es, ordinariamente, parte de la vida. La muerte es el último acto del drama mortal. En vuestros esfuerzos bien intencionados para escapar a los errores supersticiosos de la falsa interpretación del significado de la muerte en la cruz, debéis evitar el grave error de no percibir el auténtico significado y la verdadera importancia de la muerte del Maestro.
El hombre mortal no fue nunca propiedad de los grandes embusteros. Jesús no murió para rescatar al hombre de las garras de los gobernantes apóstatas y de los príncipes caídos de las esferas. El Padre en el cielo nunca concibió una injusticia tan burda como la de condenar un alma mortal por las malas acciones de sus antepasados. Tampoco fue la muerte del Maestro en la cruz un sacrificio consistente en pagarle a Dios una deuda que la raza humana le debía.
Antes de que Jesús viviese en la tierra, tal vez podríais haber estado justificados en creer en un Dios semejante, pero no podéis pensar así desde que el Maestro vivió y murió entre vuestros semejantes mortales. Moisés enseñó la dignidad y la justicia de un Dios Creador; pero Jesús representó el amor y la misericordia de un Padre celestial.
La naturaleza animal —la tendencia al mal— puede ser hereditaria, pero el pecado no se transmite de padre a hijo. El pecado es el acto deliberado y consciente de rebeldía contra la voluntad del Padre y las leyes de los Hijos cometido por una criatura volitiva.
Jesús vivió y murió para todo un universo, no solamente para las razas de este mundo. Aunque los mortales de los reinos tenían salvación aun antes de que Jesús viviese y muriese en Urantia, es sin embargo un hecho de que su autootorgamiento en este mundo iluminó grandemente el camino de la salvación; su muerte mucho hizo por aclarar para siempre la certeza de la sobrevivencia mortal después de la muerte en la carne.
Aunque no sea adecuado hablar de Jesús como de uno que se sacrifica, un rescatador, o un redentor, es totalmente correcto referirse a él como un salvador. El hizo para siempre más claro y seguro el camino de la salvación (sobrevivencia); mostró mejor y más certeramente el camino de la salvación para todos los mortales de todos los mundos del universo de Nebadon.
Una vez que captéis la idea de Dios como Padre verdadero y amante, el único concepto que Jesús enseñó, para ser consistentes debéis de ahí en adelante, abandonar completamente todos esos conceptos primitivos sobre Dios como monarca ofendido, gobernante rígido y todopoderoso cuyo mayor deleite consiste en sorprender a sus súbditos en el error y en asegurarse de que sean castigados debidamente, a menos que otro ser casi igual a él mismo ofrezca sufrir por ellos, morir como substituto y en su lugar. Toda la idea del rescate y de la expiación es incompatible con el concepto de Dios tal como lo enseñó y ejemplificó Jesús de Nazaret. El amor infinito de Dios no es secundario a nada en la naturaleza divina.
Este concepto de expiación y salvación a base de sacrificios está arraigado y anclado en el egoísmo. Jesús enseñó que el servicio al prójimo es el concepto más alto de la hermandad de los creyentes espirituales. La salvación debe darse por sentado por los que creen en la paternidad de Dios. La mayor preocupación del creyente no debe ser el deseo egoísta de la salvación personal sino más bien el impulso altruista al amor, y por lo tanto al servicio del prójimo así como Jesús amó y sirvió a los hombres mortales.
Tampoco han de preocuparse mucho los creyentes genuinos por el futuro castigo del pecado. El verdadero creyente tan sólo se preocupa por su separación actual de Dios. Es verdad que los padres sabios pueden castigar a sus hijos, pero lo hacen por amor y con fines correctivos. No castigan porque estén airados, tampoco castigan como retribución.
Aunque fuera Dios el monarca rígido y legal de un universo en que gobernara supremamente la justicia, con certeza no estaría satisfecho con el esquema infantil de sustituir a un sufriente inocente por un ofensor culpable.
Lo extraordinario de la muerte de Jesús, tal como se relaciona con el enriquecimiento de la experiencia humana y la expansión del camino de la salvación, no es el hecho de su muerte sino más bien la manera superior y el espíritu incomparable con que se enfrentó a su muerte.
Toda esta idea del rescate de la expiación coloca la salvación en un plano de irrealidad; tal concepto es puramente filosófico. La salvación humana es real; está basada en dos realidades que pueden ser captadas por la fe de la criatura e incorporarse de esa manera a la experiencia humana de cada individuo: el hecho de la paternidad de Dios y su verdad correlacionada, la hermandad del hombre. Es verdad, después de todo, que se os «perdonarán vuestras deudas, aun como vosotros perdonáis a vuestros deudores».
jueves, 12 de junio de 2014
Durante el sábado.
Durante todo este sábado los discípulos y los apóstoles permanecieron ocultos, mientras todo Jerusalén hablaba de la muerte de Jesús en la cruz. Había casi un millón y medio de judíos presentes en Jerusalén en ese momento, que provenían de todas partes del imperio romano y de Mesopotamia. Era éste el comienzo de la semana de Pascua, y todos estos peregrinos que estaban en la ciudad se enterarían de la resurrección de Jesús y llevarían la nueva a sus sitios de origen.
Ya avanzada la noche del sábado, Juan Marcos convocó en secreto a los once apóstoles para que fueran a la casa de su padre, donde, poco antes de la medianoche, se reunieron en el mismo aposento superior donde dos noches antes habían compartido la última cena con su Maestro.
María la madre de Jesús, junto con Ruth y Judá, volvió a Betania para reunirse con su familia este sábado por la tarde poco antes de la puesta del sol. David Zebedeo se quedó en la casa de Nicodemo, pues había hecho arreglos para que sus mensajeros se reuniesen allí temprano la mañana del domingo. Las mujeres de Galilea, que habían preparado especias para embalsamar mejor el cadáver de Jesús, estaban aún en la casa de José de Arimatea.
No podemos explicar con exactitud qué le ocurrió a Jesús de Nazaret durante el transcurso de ese día y medio en que supuestamente estuvo reposando en la nueva tumba de José de Arimatea. Aparentemente murió la misma muerte natural en la cruz que hubiese sufrido cualquier otro mortal en las mismas circunstancias. Le oímos decir: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». No comprendemos plenamente el significado de esa declaración puesto que su Ajustador del Pensamiento había sido personalizado con mucha anterioridad, y por consiguiente sostenía una existencia por separado del ser mortal de Jesús. El Ajustador Personalizado del Maestro no podía de ninguna manera ser afectado por su muerte física en la cruz. Lo que Jesús puso por ese momento en manos del Padre debe haber sido la contraparte espiritual del trabajo temprano del Ajustador al espiritizar la mente mortal para permitir la transferencia de la transcripción de la experiencia humana a los mundos de estancia. Debe haber habido cierta realidad espiritual en la experiencia de Jesús análoga a la naturaleza del espíritu, o alma, de los mortales de fe creciente en las esferas. Pero esto es simplemente nuestra opinión —no sabemos en verdad qué fue lo que Jesús encomendó a su Padre.
Sabemos que la forma física del Maestro reposó allí en la tumba de José hasta las tres de la mañana del domingo aproximadamente, pero estamos totalmente inciertos con respecto al estado de la personalidad de Jesús durante ese período de treinta y seis horas. En algunas ocasiones nos hemos atrevido a explicarnos a nosotros mismos estas cosas más o menos como sigue:
1. La conciencia de ser Creador Micael debe haber estado separada y totalmente libre de su mente mortal asociada a la encarnación física.
2. Sabemos que el ex Ajustador del Pensamiento de Jesús estuvo presente en la tierra durante este período y al mando personal de las huestes celestiales reunidas.
3. La identidad espiritual adquirida del hombre de Nazaret, que se fue desarrollando durante su vida en la carne, primero, mediante los esfuerzos directos de su Ajustador del Pensamiento, y más tarde, mediante su perfecto ajuste personal entre las necesidades físicas y los requisitos espirituales de la existencia mortal ideal, llevado a cabo a través de su constante decisión de cumplir la voluntad del Padre, debe haber sido confiada a la custodia del Padre en el Paraíso. No sabemos si esta realidad espiritual verdaderamente volvió para formar parte de la personalidad resucitada, pero creemos que sí. Pero existen en el universo los que sostienen que esta identidad de alma de Jesús reposa ahora en el «seno del Padre», y será después liberada para asumir el liderazgo del Cuerpo de la Finalidad de Nebadon en su destino desconocido en relación con los universos aun no creados de los reinos sin organizar del espacio exterior.
4. Creemos que la conciencia humana o mortal de Jesús durmió durante estas treinta y seis horas. Tenemos motivo para creer que el Jesús humano nada supo de lo ocurrido en el universo durante este período. Para la conciencia mortal no existió ese lapso; la resurrección de la vida siguió al sueño de la muerte como si fuera el mismo instante.
Y esto es casi todo lo que podemos afirmar sobre el estado de Jesús durante este período en la tumba. Existe una cantidad de hechos correlacionados a los que podemos aludir, aunque apenas si tenemos la suficiente capacidad para atrevernos a interpretarlos.
En el gran patio de las salas de resurrección del primer mundo de estancia de Satania, se puede observar actualmente una magnífica estructura materialmorontial conocida con el nombre de «Monumento conmemorativo de Micael», que ahora lleva el sello de Gabriel. Este monumento fue creado poco después de la partida de Micael de este mundo, y lleva esta inscripción: «En memoria del paso mortal de Jesús de Nazaret de Urantia».
Existen registros que muestran que durante este período el concilio supremo de Salvingtón, constituido por cien miembros, celebró una reunión ejecutiva en Urantia bajo la presidencia de Gabriel. También hay registros que muestran que los Ancianos de los Días de Uversa se comunicaron con Micael sobre el estado del universo de Nebadon durante este período.
Sabemos que por lo menos se transmitió un mensaje entre Micael y Emanuel de Salvingtón mientras el cuerpo del Maestro yacía en la tumba.
Existen muy buenos motivos para que creamos que alguna personalidad se sentó en el trono de Caligastia en el concilio del sistema de los Príncipes Planetarios en Jerusém que se reunió mientras el cuerpo de Jesús reposaba en la tumba.
Los registros de Edentia indican que el Padre de la Constelación de Norlatiadek estaba en Urantia, y que recibió instrucciones de Micael durante este período de estadía en la tumba.
También existen muchas otras pruebas que indican que no toda la personalidad de Jesús estaba dormida e inconsciente durante este período de muerte física aparente.
martes, 10 de junio de 2014
La vigilancia de la tumba.
Aunque los seguidores de Jesús no hicieron caso de su promesa de
resucitar de la tumba el tercer día, sus enemigos sí la recordaron. Los
altos sacerdotes, los fariseos y los saduceos recordaban que habían
recibido informes según los cuales él había dicho que resucitaría de
entre los muertos.
Este viernes por la noche, después de la cena pascual, alrededor de la media noche, un grupo de líderes judíos se reunió en la casa de Caifás, y allí discutieron sus temores sobre las afirmaciones del Maestro de que resucitaría de entre los muertos al tercer día. Esta reunión finalizó con el nombramiento de un comité de sanedristas con la misión de apersonarse ante Pilato temprano al día siguiente, llevando la solicitud oficial del sanedrín de que se apostara una guardia romana ante la tumba de Jesús para impedir que sus amigos la tocaran. El portavoz de este comité dijo a Pilato: «Señor, recordamos que este engañador, Jesús de Nazaret, dijo, cuando estaba vivo: `Resucitaré al cabo de tres días'. Por lo tanto nos presentamos ante ti para solicitar que emitas órdenes para asegurar el sepulcro contra sus seguidores, por lo menos hasta después del tercer día. Mucho tememos que los discípulos vayan y se roben el cuerpo durante la noche afirmando luego ante el pueblo que él resucitó de entre los muertos. Si permitimos que esto suceda, este error podría ser mucho peor de lo que hubiera sido permitirle que siguiera viviendo».
Cuando Pilato oyó esta solicitud de los sanedristas, dijo: «Os daré una guardia de diez soldados. Id por vuestro camino y aseguraos de que la tumba esté a salvo». Volvieron al templo, juntaron a diez de sus propios guardianes, y se marcharon a la tumba de José, aunque era sábado por la mañana, con estos diez guardianes judíos y diez soldados romanos, para colocarlos de centinela ante la tumba. Estos hombres hicieron rodar una piedra más ante la tumba y colocaron el sello de Pilato alrededor de estas piedras y sobre ellas, para asegurarse de que nadie las moviese sin el conocimiento de ellos. Y estos veinte hombres permanecieron en vigilia hasta la hora de la resurrección, los judíos les traían alimentos y bebidas.
Este viernes por la noche, después de la cena pascual, alrededor de la media noche, un grupo de líderes judíos se reunió en la casa de Caifás, y allí discutieron sus temores sobre las afirmaciones del Maestro de que resucitaría de entre los muertos al tercer día. Esta reunión finalizó con el nombramiento de un comité de sanedristas con la misión de apersonarse ante Pilato temprano al día siguiente, llevando la solicitud oficial del sanedrín de que se apostara una guardia romana ante la tumba de Jesús para impedir que sus amigos la tocaran. El portavoz de este comité dijo a Pilato: «Señor, recordamos que este engañador, Jesús de Nazaret, dijo, cuando estaba vivo: `Resucitaré al cabo de tres días'. Por lo tanto nos presentamos ante ti para solicitar que emitas órdenes para asegurar el sepulcro contra sus seguidores, por lo menos hasta después del tercer día. Mucho tememos que los discípulos vayan y se roben el cuerpo durante la noche afirmando luego ante el pueblo que él resucitó de entre los muertos. Si permitimos que esto suceda, este error podría ser mucho peor de lo que hubiera sido permitirle que siguiera viviendo».
Cuando Pilato oyó esta solicitud de los sanedristas, dijo: «Os daré una guardia de diez soldados. Id por vuestro camino y aseguraos de que la tumba esté a salvo». Volvieron al templo, juntaron a diez de sus propios guardianes, y se marcharon a la tumba de José, aunque era sábado por la mañana, con estos diez guardianes judíos y diez soldados romanos, para colocarlos de centinela ante la tumba. Estos hombres hicieron rodar una piedra más ante la tumba y colocaron el sello de Pilato alrededor de estas piedras y sobre ellas, para asegurarse de que nadie las moviese sin el conocimiento de ellos. Y estos veinte hombres permanecieron en vigilia hasta la hora de la resurrección, los judíos les traían alimentos y bebidas.
lunes, 9 de junio de 2014
El entierro de Jesús.
Cuando José y Nicodemo llegaron al Gólgota, encontraron que los
soldados estaban bajando a Jesús de la cruz y los representantes del
sanedrín estaban de pie cerca para asegurarse de que ninguno de los
seguidores de Jesús impidiera que su cadáver fuera llevado a las fosas
comunes de los criminales. Al presentar José al centurión la orden de
Pilato de que le entregara el cadáver del Maestro, los judíos levantaron
un tumulto y clamaron por su posesión. En su ira intentaron apoderarse
del cuerpo por la fuerza; ante esta acción, el centurión llamó junto a
él a cuatro de sus soldados que, desenvainando las espadas, protegieron
el cuerpo del Maestro que yacía sobre el suelo. El centurión ordenó que
los otros soldados dejaran a los dos ladrones y controlaran a la multitud airada
de judíos enfurecidos. Cuando se hubo restaurado el orden, el centurión
leyó a los judíos el permiso de Pilato y, haciéndose a un lado, dijo a
José: «Este cuerpo es tuyo para que hagas lo que creas conveniente. Yo y
mis soldados permaneceremos aquí para asegurarnos de que nadie
interfiera».
Una persona crucificada no podía ser enterrada en un cementerio judío; existía una ley estricta contra este procedimiento. José y Nicodemo conocían esta ley, y saliendo del Gólgota decidieron enterrar a Jesús en el nuevo sepulcro de la familia de José, forjado en roca sólida, ubicado a corta distancia al norte del Gólgota, del otro lado del camino que conducía a Samaria. Nadie yacía aún en este sepulcro, y pensaron que era apropiado que allí reposara el Maestro. José realmente creía que Jesús resucitaría de entre los muertos, pero Nicodemo tenía muchas dudas. Estos ex miembros del sanedrín habían mantenido su fe en Jesús más o menos en secreto, aunque sus consanedristas tenían sospechas desde hacía mucho tiempo, aun antes de que ellos se retiraran del concilio. De aquí en adelante, se convirtieron en los discípulos más francos de Jesús en todo Jerusalén.
A eso de las cuatro y media la procesión fúnebre de Jesús de Nazaret partió del Gólgota en dirección al sepulcro de José, del otro lado de la carretera. El cuerpo estaba envuelto en un sudario de lino y lo llevaban cuatro hombres, seguidos por las fieles mujeres de Galilea. Los mortales que llevaron el cuerpo material de Jesús a la tumba fueron: José, Nicodemo, Juan y el centurión romano.
Transportaron los restos hasta el sepulcro, una cámara de unos tres metros cuadrados, y allí rápidamente lo prepararon para la sepultura. Los judíos en realidad no sepultaban a sus muertos; los embalsamaban. José y Nicodemo habían traído grandes cantidades de mirra y aloe, y procedieron a envolver el cuerpo con vendajes saturados en estas soluciones. Cuando terminaron el proceso de embalsamamiento, ataron un paño alrededor de la cara, envolvieron el cuerpo en un sudario de lino, y con reverencia lo depositaron en un anaquel de la tumba.
Una vez que estuvieron los restos en la tumba, el centurión señaló a sus soldados que ayudaran a hacer rodar la piedra que sellaba la entrada del sepulcro. Después los soldados procedieron a Gehena con los cadáveres de los bandidos, mientras los demás volvían a Jerusalén, acongojados, para cumplir con la Pascua según las leyes de Moisés.
El entierro de Jesús se hizo de prisa y con apuro, porque era la vigilia del sábado. Los hombres se apresuraron de vuelta a la ciudad, pero las mujeres permanecieron junto a la tumba hasta que se hizo muy de noche.
Mientras ocurría todo esto, las mujeres estaban escondidas allí cerca, de modo que vieron todo y observaron adonde había sido sepultado el Maestro. Lo hicieron así, porque no les estaba permitido a las mujeres asociarse con los hombres en momentos como éste. Estas mujeres pensaban que Jesús no había sido preparado en forma adecuada para el entierro, y acordaron entre ellas regresar a la casa de José, descansar el sábado, preparar especias y ungüentos, y retornar el domingo por la mañana para preparar los restos del Maestro en forma adecuada para el reposo de la muerte. Las mujeres que así permanecieron junto a la tumba este viernes por la noche fueron: María Magdalena; María la mujer de Clopas; Marta, otra hermana de la madre de Jesús, y Rebeca de Séforis.
Aparte de David Zebedeo y José de Arimatea, muy pocos de los discípulos de Jesús comprendían ni lo creían realmente que él resucitaría de la tumba el tercer día.
Una persona crucificada no podía ser enterrada en un cementerio judío; existía una ley estricta contra este procedimiento. José y Nicodemo conocían esta ley, y saliendo del Gólgota decidieron enterrar a Jesús en el nuevo sepulcro de la familia de José, forjado en roca sólida, ubicado a corta distancia al norte del Gólgota, del otro lado del camino que conducía a Samaria. Nadie yacía aún en este sepulcro, y pensaron que era apropiado que allí reposara el Maestro. José realmente creía que Jesús resucitaría de entre los muertos, pero Nicodemo tenía muchas dudas. Estos ex miembros del sanedrín habían mantenido su fe en Jesús más o menos en secreto, aunque sus consanedristas tenían sospechas desde hacía mucho tiempo, aun antes de que ellos se retiraran del concilio. De aquí en adelante, se convirtieron en los discípulos más francos de Jesús en todo Jerusalén.
A eso de las cuatro y media la procesión fúnebre de Jesús de Nazaret partió del Gólgota en dirección al sepulcro de José, del otro lado de la carretera. El cuerpo estaba envuelto en un sudario de lino y lo llevaban cuatro hombres, seguidos por las fieles mujeres de Galilea. Los mortales que llevaron el cuerpo material de Jesús a la tumba fueron: José, Nicodemo, Juan y el centurión romano.
Transportaron los restos hasta el sepulcro, una cámara de unos tres metros cuadrados, y allí rápidamente lo prepararon para la sepultura. Los judíos en realidad no sepultaban a sus muertos; los embalsamaban. José y Nicodemo habían traído grandes cantidades de mirra y aloe, y procedieron a envolver el cuerpo con vendajes saturados en estas soluciones. Cuando terminaron el proceso de embalsamamiento, ataron un paño alrededor de la cara, envolvieron el cuerpo en un sudario de lino, y con reverencia lo depositaron en un anaquel de la tumba.
Una vez que estuvieron los restos en la tumba, el centurión señaló a sus soldados que ayudaran a hacer rodar la piedra que sellaba la entrada del sepulcro. Después los soldados procedieron a Gehena con los cadáveres de los bandidos, mientras los demás volvían a Jerusalén, acongojados, para cumplir con la Pascua según las leyes de Moisés.
El entierro de Jesús se hizo de prisa y con apuro, porque era la vigilia del sábado. Los hombres se apresuraron de vuelta a la ciudad, pero las mujeres permanecieron junto a la tumba hasta que se hizo muy de noche.
Mientras ocurría todo esto, las mujeres estaban escondidas allí cerca, de modo que vieron todo y observaron adonde había sido sepultado el Maestro. Lo hicieron así, porque no les estaba permitido a las mujeres asociarse con los hombres en momentos como éste. Estas mujeres pensaban que Jesús no había sido preparado en forma adecuada para el entierro, y acordaron entre ellas regresar a la casa de José, descansar el sábado, preparar especias y ungüentos, y retornar el domingo por la mañana para preparar los restos del Maestro en forma adecuada para el reposo de la muerte. Las mujeres que así permanecieron junto a la tumba este viernes por la noche fueron: María Magdalena; María la mujer de Clopas; Marta, otra hermana de la madre de Jesús, y Rebeca de Séforis.
Aparte de David Zebedeo y José de Arimatea, muy pocos de los discípulos de Jesús comprendían ni lo creían realmente que él resucitaría de la tumba el tercer día.
domingo, 8 de junio de 2014
El periodo en la tumba.
EL DÍA y medio que yació el cuerpo mortal de Jesús en la tumba de
José, el período entre su muerte en la cruz y su resurrección,
constituye un capítulo de la carrera terrenal de Micael del cual poco
sabemos. Podemos narrar la sepultura del Hijo del Hombre y poner en este
registro los acontecimientos asociados con su resurrección, pero no
podemos proporcionar mucha información de naturaleza auténtica sobre lo
que realmente ocurrió durante este período de aproximadamente treinta y
seis horas, desde las tres de la tarde del viernes hasta las tres de la
mañana del domingo. Este período de la carrera del Maestro comenzó poco
antes de que los soldados romanos lo bajaran de la cruz. Colgó de la
cruz aproximadamente una hora después de su muerte. Hubiera sido bajado
antes pero hubo demora en acabar con los dos bandidos.
Los líderes de los judíos habían planeado que el cuerpo de Jesús fuera arrojado en las fosas abiertas de Gehena, al sur de la ciudad; así se acostumbraba disponer de las víctimas de la crucifixión. Si se hubiera cumplido este plan, el cuerpo del Maestro habría estado expuesto a las bestias.
Mientras tanto, José de Arimatea, acompañado de Nicodemo, había ido ante Pilato pidiendo que les fuera entregado el cuerpo de Jesús para darle sepultura adecuada. No era infrecuente que los amigos de los crucificados sobornaran a las autoridades romanas para obtener el privilegio de disponer de los restos. José fue ante Pilato con una gran suma de dinero, en caso de que fuera necesario pagar por el permiso de trasladar el cuerpo de Jesús a un sepulcro privado. Pero Pilato no quiso aceptar dinero por esto. En cuanto oyó la solicitud, en seguida firmó la orden que autorizaba a José a ir al Gólgota y tomar posesión inmediata y plena de los restos del Maestro. Mientras tanto, habiendo amainado considerablemente la tormenta de arena, un grupo de judíos que representaban al sanedrín fue al Gólgota con el propósito de asegurarse de que el cadáver de Jesús fuera arrojado junto con los de los bandidos a la fosa pública abierta.
Los líderes de los judíos habían planeado que el cuerpo de Jesús fuera arrojado en las fosas abiertas de Gehena, al sur de la ciudad; así se acostumbraba disponer de las víctimas de la crucifixión. Si se hubiera cumplido este plan, el cuerpo del Maestro habría estado expuesto a las bestias.
Mientras tanto, José de Arimatea, acompañado de Nicodemo, había ido ante Pilato pidiendo que les fuera entregado el cuerpo de Jesús para darle sepultura adecuada. No era infrecuente que los amigos de los crucificados sobornaran a las autoridades romanas para obtener el privilegio de disponer de los restos. José fue ante Pilato con una gran suma de dinero, en caso de que fuera necesario pagar por el permiso de trasladar el cuerpo de Jesús a un sepulcro privado. Pero Pilato no quiso aceptar dinero por esto. En cuanto oyó la solicitud, en seguida firmó la orden que autorizaba a José a ir al Gólgota y tomar posesión inmediata y plena de los restos del Maestro. Mientras tanto, habiendo amainado considerablemente la tormenta de arena, un grupo de judíos que representaban al sanedrín fue al Gólgota con el propósito de asegurarse de que el cadáver de Jesús fuera arrojado junto con los de los bandidos a la fosa pública abierta.
martes, 3 de junio de 2014
Después de la Crucifixión.
En el medio de la oscuridad de la tormenta de arena, a eso de las
tres y media, David Zebedeo envió a los últimos de los mensajeros, y
ellos llevaron la noticia de la muerte del Maestro. Despachó al último
de sus corredores a la casa de Marta y María en Betania, donde él
suponía que estaba la madre de Jesús con el resto de la familia.
Después de la muerte del Maestro, Juan envió a las mujeres, a cargo de Judá, a la casa de Elías Marcos, donde permanecieron durante el sábado. Juan mismo, que ya para ese entonces era bien conocido del centurión romano, permaneció en el Gólgota hasta que llegaron José y Nicodemo con la orden de Pilato autorizándolos para hacerse cargo de los restos de Jesús.
Así terminó un día de tragedia y congoja para un vasto universo, cuyas miríadas de inteligencias presenciaron el espectáculo sobrecogedor de la crucifixión de la encarnación humana de su amado Soberano. Estaban anonadados por esta exhibición de maldad mortal y perversidad humana.
Después de la muerte del Maestro, Juan envió a las mujeres, a cargo de Judá, a la casa de Elías Marcos, donde permanecieron durante el sábado. Juan mismo, que ya para ese entonces era bien conocido del centurión romano, permaneció en el Gólgota hasta que llegaron José y Nicodemo con la orden de Pilato autorizándolos para hacerse cargo de los restos de Jesús.
Así terminó un día de tragedia y congoja para un vasto universo, cuyas miríadas de inteligencias presenciaron el espectáculo sobrecogedor de la crucifixión de la encarnación humana de su amado Soberano. Estaban anonadados por esta exhibición de maldad mortal y perversidad humana.
domingo, 1 de junio de 2014
La última hora en la cruz,
Aunque era un tanto temprano para la temporada en que semejantes
fenómenos solían ocurrir, poco después de las doce del día, el cielo se
oscureció por la presencia de arena fina en el aire. El pueblo de
Jerusalén sabía que esto significaba la llegada de una de aquellas
tormentas de viento caliente y arena que provenían del desierto árabe.
Antes de la una, el cielo se puso tan oscuro que se ocultó el sol, y la
gente que quedaba se dio prisa para volver a la ciudad. Cuando el
Maestro expiró, poco después de esta hora, menos de treinta personas
estaban presentes: sólo los trece soldados romanos y un grupo de unos
quince creyentes. Los creyentes, eran todas mujeres excepto dos: Judá el
hermano de Jesús, y Juan Zebedeo, que regresó justo antes de que
expirara el Maestro.
Poco después de la una, en medio de las tinieblas en aumento por la tormenta de arena, Jesús comenzó a perder su conciencia humana. Ya había dicho sus últimas palabras de misericordia, perdón y admonición. Había expresado su último deseo —sobre el cuidado de su madre. Durante esta hora de muerte inminente, la mente humana de Jesús recurrió a la repetición de muchos pasajes de las escrituras hebreas, particularmente los salmos. La última actividad consciente del Jesús humano consistió en la repetición mental de una porción del libro de salmos, que se conoce ahora como salmos veinte, veintiuno y veintidós. Aunque sus labios se movían a menudo, estaba demasiado débil para pronunciar las palabras a medida que estos pasajes, que tan bien conocía de memoria, le cruzaban por la mente. Sólo de cuando en cuando los que estaban cerca lograron captar algunas palabras, como por ejemplo: «Conozco que el Señor salvará a su ungido», «Alcanzará tu mano a todos mis enemigos», y «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» Jesús no tuvo en ningún momento la menor duda de que había vivido de acuerdo con la voluntad del Padre; y nunca dudó que en ese momento él estaba ofreciendo su vida en la carne, de acuerdo con la voluntad del Padre. El no creía que el Padre le había desamparado o abandonado; estaba meramente recitando muchas escrituras en el momento de perder la conciencia, entre éstas este salmo veintidós, que comienza con «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» Y ocurrió que ésta fue una de las tres estrofas dichas con claridad suficiente como para que las oyeran los que estaban cerca.
La última solicitud que hizo el Jesús mortal a sus semejantes ocurrió alrededor de la una y media cuando, por segunda vez, dijo: «Tengo sed», y el mismo capitán de la guardia nuevamente le mojó los labios con la misma esponja mojada en el vino agrio, que en aquellos días se llamaba comúnmente vinagre.
La tormenta de arena aumentó en intensidad y los cielos se oscurecieron cada vez más. Aún permanecían allí los soldados y el pequeño grupo de creyentes. Los soldados estaban acuclillados cerca de la cruz, todos juntos para protegerse de la arena cortante. La madre de Juan y otros vigilaban a cierta distancia, bajo la escasa protección de una roca voladiza. Cuando el Maestro finalmente exhaló su último aliento, estaban al pie de su cruz Juan Zebedeo, su hermano Judá, su hermana Ruth, María Magdalena y Rebeca, anteriormente de Séforis.
Era poco antes de las tres cuando Jesús clamó a gran voz: «¡Consumado es! Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Después de hablar así, bajó la cabeza y abandonó la lucha por la vida. Cuando el centurión romano vio como Jesús había muerto, se golpeó el pecho y dijo: «Éste era realmente un hombre justo; de cierto debe haber sido un Hijo de Dios». Desde ese momento empezó a creer en Jesús.
Jesús murió majestuosamente —tal como había vivido. Él admitió libremente su realeza y permaneció dueño de la situación durante todo ese día trágico. Él por su propia voluntad pasó por una muerte ignominiosa después de proveer la seguridad de sus apóstoles elegidos.
Sabiamente refrenó la violencia peligrosa de Pedro y dispuso de que Juan permaneciera junto a él hasta el fin de su existencia mortal. Reveló su verdadera naturaleza al mortífero sanedrín y recordó a Pilato la fuente de su autoridad soberana como Hijo de Dios. Salió para el Gólgota cargando el travesaño de su cruz y terminó su autootorgamiento amante encomendando su espíritu de adquisición mortal al Padre del Paraíso. Después de semejante vida —y semejante muerte— el Maestro realmente podía decir: «Consumado es».
Porque este día era el día de preparación tanto para la Pascua como para el sábado, los judíos no querían que los cadáveres quedaran exhibidos en el Gólgota. Por lo tanto, fueron ante Pilato pidiendo que se le rompieran las piernas a estos tres hombres y fueran despachados y así pudieran ser bajados de la cruz y echados a las fosas de los criminales antes de la puesta del sol. Cuando Pilato escuchó esta solicitud, inmediatamente mandó a tres soldados a que les rompieran las piernas y terminaran con Jesús y con los dos bandidos.
Cuando estos soldados llegaron al Gólgota hicieron lo que se les había ordenado con los dos ladrones, pero encontraron que Jesús ya estaba muerto, y se sorprendieron. Sin embargo, para asegurarse de su muerte, uno de los soldados le metió la lanza en el costado izquierdo. Aunque era frecuente que las víctimas de la crucifixión permanecieran vivas en la cruz aun por dos o tres días, la sobrecogedora agonía emocional y la aguda angustia espiritual de Jesús trajo el fin de su vida mortal en la carne en menos de cinco horas y media.
Poco después de la una, en medio de las tinieblas en aumento por la tormenta de arena, Jesús comenzó a perder su conciencia humana. Ya había dicho sus últimas palabras de misericordia, perdón y admonición. Había expresado su último deseo —sobre el cuidado de su madre. Durante esta hora de muerte inminente, la mente humana de Jesús recurrió a la repetición de muchos pasajes de las escrituras hebreas, particularmente los salmos. La última actividad consciente del Jesús humano consistió en la repetición mental de una porción del libro de salmos, que se conoce ahora como salmos veinte, veintiuno y veintidós. Aunque sus labios se movían a menudo, estaba demasiado débil para pronunciar las palabras a medida que estos pasajes, que tan bien conocía de memoria, le cruzaban por la mente. Sólo de cuando en cuando los que estaban cerca lograron captar algunas palabras, como por ejemplo: «Conozco que el Señor salvará a su ungido», «Alcanzará tu mano a todos mis enemigos», y «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» Jesús no tuvo en ningún momento la menor duda de que había vivido de acuerdo con la voluntad del Padre; y nunca dudó que en ese momento él estaba ofreciendo su vida en la carne, de acuerdo con la voluntad del Padre. El no creía que el Padre le había desamparado o abandonado; estaba meramente recitando muchas escrituras en el momento de perder la conciencia, entre éstas este salmo veintidós, que comienza con «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» Y ocurrió que ésta fue una de las tres estrofas dichas con claridad suficiente como para que las oyeran los que estaban cerca.
La última solicitud que hizo el Jesús mortal a sus semejantes ocurrió alrededor de la una y media cuando, por segunda vez, dijo: «Tengo sed», y el mismo capitán de la guardia nuevamente le mojó los labios con la misma esponja mojada en el vino agrio, que en aquellos días se llamaba comúnmente vinagre.
La tormenta de arena aumentó en intensidad y los cielos se oscurecieron cada vez más. Aún permanecían allí los soldados y el pequeño grupo de creyentes. Los soldados estaban acuclillados cerca de la cruz, todos juntos para protegerse de la arena cortante. La madre de Juan y otros vigilaban a cierta distancia, bajo la escasa protección de una roca voladiza. Cuando el Maestro finalmente exhaló su último aliento, estaban al pie de su cruz Juan Zebedeo, su hermano Judá, su hermana Ruth, María Magdalena y Rebeca, anteriormente de Séforis.
Era poco antes de las tres cuando Jesús clamó a gran voz: «¡Consumado es! Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Después de hablar así, bajó la cabeza y abandonó la lucha por la vida. Cuando el centurión romano vio como Jesús había muerto, se golpeó el pecho y dijo: «Éste era realmente un hombre justo; de cierto debe haber sido un Hijo de Dios». Desde ese momento empezó a creer en Jesús.
Jesús murió majestuosamente —tal como había vivido. Él admitió libremente su realeza y permaneció dueño de la situación durante todo ese día trágico. Él por su propia voluntad pasó por una muerte ignominiosa después de proveer la seguridad de sus apóstoles elegidos.
Sabiamente refrenó la violencia peligrosa de Pedro y dispuso de que Juan permaneciera junto a él hasta el fin de su existencia mortal. Reveló su verdadera naturaleza al mortífero sanedrín y recordó a Pilato la fuente de su autoridad soberana como Hijo de Dios. Salió para el Gólgota cargando el travesaño de su cruz y terminó su autootorgamiento amante encomendando su espíritu de adquisición mortal al Padre del Paraíso. Después de semejante vida —y semejante muerte— el Maestro realmente podía decir: «Consumado es».
Porque este día era el día de preparación tanto para la Pascua como para el sábado, los judíos no querían que los cadáveres quedaran exhibidos en el Gólgota. Por lo tanto, fueron ante Pilato pidiendo que se le rompieran las piernas a estos tres hombres y fueran despachados y así pudieran ser bajados de la cruz y echados a las fosas de los criminales antes de la puesta del sol. Cuando Pilato escuchó esta solicitud, inmediatamente mandó a tres soldados a que les rompieran las piernas y terminaran con Jesús y con los dos bandidos.
Cuando estos soldados llegaron al Gólgota hicieron lo que se les había ordenado con los dos ladrones, pero encontraron que Jesús ya estaba muerto, y se sorprendieron. Sin embargo, para asegurarse de su muerte, uno de los soldados le metió la lanza en el costado izquierdo. Aunque era frecuente que las víctimas de la crucifixión permanecieran vivas en la cruz aun por dos o tres días, la sobrecogedora agonía emocional y la aguda angustia espiritual de Jesús trajo el fin de su vida mortal en la carne en menos de cinco horas y media.
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