La cruz de Jesús retrata la medida plena de la devoción suprema del
verdadero pastor aun por los miembros de su rebaño que no la merecen.
Coloca para siempre todas las relaciones entre Dios y el hombre
sobre la base de familia. Dios es el Padre; el hombre es su hijo. El
amor, el amor de un padre por su hijo, se torna en la verdad central de
las relaciones universales del Creador con la criatura —no la justicia
de un rey que busca satisfacción en el sufrimiento y en el castigo de
sus súbditos malvados.
La cruz por siempre muestra que la actitud
de Jesús hacia los pecadores no fue ni de condenar ni de condonar, sino
más bien de salvación eterna y amante. Jesús es en verdad un salvador en
el sentido de que su vida y su muerte atraen a los hombres a la bondad y
a la sobrevivencia recta. Jesús ama tanto a los hombres que este amor
despierta la respuesta amorosa en el corazón humano. El amor es
verdaderamente contagioso y eternamente creativo. La muerte de Jesús en
la cruz ejemplifica un amor que es lo suficientemente fuerte y divino
como para perdonar el pecado y absorber toda maldad. Jesús reveló a este
mundo una calidad más alta de rectitud que la justicia —el mero
concepto técnico del bien y del mal. El amor divino no solamente perdona
las faltas; las absorbe y realmente las destruye. El perdón del amor
trasciende enteramente el perdón de la misericordia. La misericordia
pone a un lado la culpa del mal; pero el amor destruye para siempre el
pecado y toda debilidad que de él resulte. Jesús trajo a Urantia un
nuevo método de vivir. Nos enseñó a no resistir al mal sino a encontrar a
través de él la bondad que destruye al mal eficazmente. El perdón de
Jesús no es condonar; es la salvación de la condenación. La salvación no
le resta importancia a la falta; la enmienda. El verdadero amor
no transige con el odio ni lo condena, sino lo destruye. El amor de
Jesús no está nunca satisfecho con el simple perdón. El amor del Maestro
implica rehabilitación, sobrevivencia eterna. Es totalmente propio
hablar de salvación como redención, si con eso significáis esta
rehabilitación eterna.
Jesús, por el poder de su amor personal por
los hombres, pudo romper la garra del pecado y del mal. De esa manera
liberó al hombre para que éste pudiera elegir los mejores caminos del
vivir. Jesús ilustró una liberación del pasado que en sí misma prometía
el triunfo del futuro. El perdón proveyó así la salvación. La belleza
del amor divino, una vez que entra plenamente en el corazón humano,
destruye para siempre el encanto del pecado y el poder del mal.
Los sufrimientos de Jesús no se limitaron a
su crucifixión. En realidad, Jesús de Nazaret pasó más de veinticinco
años en la cruz de la existencia mortal real e intensa. El verdadero
valor de la cruz consiste en el hecho de que fue la expresión suprema y
final de su amor, la revelación completa y plena de su misericordia.
En millones de mundos habitados,
incontables billones de criaturas evolutivas que podían haber sido
tentadas a abandonar la lucha moral y la buena lucha de la fe, han visto
nuevamente a Jesús en la cruz y entonces han procedido hacia adelante,
inspirados por la vista de un Dios que da su vida encarnada devotamente
al servicio altruista del hombre.
El triunfo de la muerte en la cruz queda
resumido en el espíritu de la actitud de Jesús hacia los que lo
atormentaban. Convirtió la cruz en el símbolo eterno del triunfo del
amor sobre el odio y de la victoria de la verdad sobre el mal al orar:
«Padre, perdónalos, porque no saben qué están haciendo». Esa devoción de
amor fue contagiosa en todo un vasto universo; los discípulos se
contagiaron de su Maestro. El primer maestro de este evangelio que tuvo
que poner su vida al servicio del evangelio, dijo, mientras lo
apedreaban a muerte: «No cargues este pecado a su cuenta».
La cruz hace el llamado supremo a lo mejor
que hay en el hombre porque nos revela a aquél que estuvo dispuesto a
ofrendar su vida al servicio de sus semejantes.
El hombre no puede tener mayor amor que éste:
estar dispuesto a dar la vida por sus amigos. Y Jesús tenía tal amor que
estaba dispuesto a dar la vida por sus enemigos, el más grande amor que
se había conocido hasta ese momento en la tierra.
Este sublime espectáculo de la muerte de
Jesús humano en la cruz del Gólgota ha sobrecogido las emociones de los
mortales, tanto en Urantia como en otros mundos, y ha producido al mismo
tiempo una mayor devoción de los ángeles.
La cruz es el símbolo elevado del servicio
sagrado, la dedicación de la propia vida al bienestar y salvación de los
semejantes. La cruz no es el símbolo del sacrificio del Hijo de Dios
inocente en sustitución de los pecadores culpables, ni para apaciguar la
ira de un Dios ofendido, pero permanece para siempre en la tierra y en
todo el vasto universo, como símbolo sagrado de los buenos que se
autootorgan para los malos y que, al hacer así, los salvan mediante esta
misma devoción de amor. La cruz es el símbolo de la forma más alta de
servicio altruista, la devoción suprema del otorgamiento pleno de una
vida recta en el servicio de un ministerio incondicionado, aun en la
muerte, la muerte en la cruz. La presencia misma de este gran símbolo de
la vida autootorgadora de Jesús nos inspira verdaderamente a todos
nosotros a ir y hacer lo mismo.
Cuando los hombres y mujeres pensantes
contemplan a Jesús ofreciendo su vida en la cruz, ya no se atreverán a
quejarse nuevamente ni siquiera por los sufrimientos más grandes de la
vida, y mucho menos por las pequeñas dificultades o por sus muchas penas
puramente ficticias. Su vida fue tan gloriosa y su muerte tan triunfal
que todos nos sentimos atraídos a querer compartir ambas. Hay un
verdadero poder de atracción en todo el autootorgamiento de Micael,
desde los días de su juventud hasta el espectáculo sobrecogedor de su
muerte en la cruz.
Aseguraos pues de que cuando contempléis la
cruz como revelación de Dios, no miréis con los ojos del hombre
primitivo ni con el punto de vista del bárbaro posterior, pues ambos
consideraban a Dios como un Soberano severo de dura justicia y rígida
ley. Más bien aseguraos de que veis en la cruz la manifestación final
del amor y de la devoción de Jesús en su misión de la vida en
autootorgamiento a las razas mortales de su vasto universo. Ved en la
muerte del Hijo del Hombre la cumbre del amor divino del Padre por sus
hijos en las esferas de los mortales. La cruz retrata así la devoción
del afecto voluntarioso y el otorgamiento de salvación voluntaria sobre
los que están dispuestos a recibir estos dones y esta devoción. No hubo
nada en la cruz que el Padre solicitara — sólo lo que Jesús tan
voluntariamente dio, negándose a evitarlo.
Si el hombre no puede de otra manera
apreciar a Jesús y comprender el significado de su autootorgamiento en
la tierra, por lo menos puede comprender el compañerismo de sus
sufrimientos mortales. Ningún hombre debe temer nunca que el Creador no
sepa la naturaleza o grado de sus aflicciones temporales.
Sabemos que la muerte en la cruz no fue para reconciliar al hombre con Dios sino para estimular al hombre a la comprensión
del amor eterno del Padre y de la misericordia sin fin de su Hijo, y
para difundir estas verdades universales a todo un universo.