A pesar de que Jesús no murió esta muerte en la cruz para expiar la
culpa racial del hombre mortal ni para proporcionar algún tipo de
acercamiento eficaz a un Dios, que en otro caso, se sentiría ofendido y
que no perdonaría; aunque el Hijo del Hombre no se ofreció como
sacrificio para apaciguar la ira de Dios y para abrir el camino para que
el hombre pecador obtuviera la salvación; a pesar de que estas ideas de
expiación y propiciación son erróneas, existen sin embargo significados
en esta muerte de Jesús en la cruz que no deben ser pasados por alto.
Es un hecho que Urantia se conoce entre otros planetas vecinos habitados
como «el mundo de la cruz».
Jesús quiso vivir una vida mortal plena en
la carne en Urantia. La muerte es, ordinariamente, parte de la vida. La
muerte es el último acto del drama mortal. En vuestros esfuerzos bien
intencionados para escapar a los errores supersticiosos de la falsa
interpretación del significado de la muerte en la cruz, debéis evitar el
grave error de no percibir el auténtico significado y la verdadera
importancia de la muerte del Maestro.
El hombre mortal no fue nunca propiedad de
los grandes embusteros. Jesús no murió para rescatar al hombre de las
garras de los gobernantes apóstatas y de los príncipes caídos de las
esferas. El Padre en el cielo nunca concibió una injusticia tan burda
como la de condenar un alma mortal por las malas acciones de sus
antepasados. Tampoco fue la muerte del Maestro en la cruz un sacrificio
consistente en pagarle a Dios una deuda que la raza humana le debía.
Antes de que Jesús viviese en la tierra,
tal vez podríais haber estado justificados en creer en un Dios
semejante, pero no podéis pensar así desde que el Maestro vivió y murió
entre vuestros semejantes mortales. Moisés enseñó la dignidad y la
justicia de un Dios Creador; pero Jesús representó el amor y la
misericordia de un Padre celestial.
La naturaleza animal —la tendencia al mal—
puede ser hereditaria, pero el pecado no se transmite de padre a hijo.
El pecado es el acto deliberado y consciente de rebeldía contra la
voluntad del Padre y las leyes de los Hijos cometido por una criatura
volitiva.
Jesús vivió y murió para todo un universo,
no solamente para las razas de este mundo. Aunque los mortales de los
reinos tenían salvación aun antes de que Jesús viviese y muriese en
Urantia, es sin embargo un hecho de que su autootorgamiento en este
mundo iluminó grandemente el camino de la salvación; su muerte mucho
hizo por aclarar para siempre la certeza de la sobrevivencia mortal
después de la muerte en la carne.
Aunque no sea adecuado hablar de Jesús como
de uno que se sacrifica, un rescatador, o un redentor, es totalmente
correcto referirse a él como un salvador. El hizo para siempre
más claro y seguro el camino de la salvación (sobrevivencia); mostró
mejor y más certeramente el camino de la salvación para todos los
mortales de todos los mundos del universo de Nebadon.
Una vez que captéis la idea de Dios como
Padre verdadero y amante, el único concepto que Jesús enseñó, para ser
consistentes debéis de ahí en adelante, abandonar completamente todos
esos conceptos primitivos sobre Dios como monarca ofendido, gobernante
rígido y todopoderoso cuyo mayor deleite consiste en sorprender a sus
súbditos en el error y en asegurarse de que sean castigados debidamente,
a menos que otro ser casi igual a él mismo ofrezca sufrir por ellos,
morir como substituto y en su lugar. Toda la idea del rescate y de la
expiación es incompatible con el concepto de Dios tal como lo enseñó y
ejemplificó Jesús de Nazaret. El amor infinito de Dios no es secundario a
nada en la naturaleza divina.
Este concepto de expiación y salvación a base de sacrificios está arraigado y anclado en el egoísmo. Jesús enseñó que el servicio
al prójimo es el concepto más alto de la hermandad de los creyentes
espirituales. La salvación debe darse por sentado por los que creen en
la paternidad de Dios. La mayor preocupación del creyente no debe ser el
deseo egoísta de la salvación personal sino más bien el impulso
altruista al amor, y por lo tanto al servicio del prójimo así como Jesús
amó y sirvió a los hombres mortales.
Tampoco han de preocuparse mucho los
creyentes genuinos por el futuro castigo del pecado. El verdadero
creyente tan sólo se preocupa por su separación actual de Dios. Es
verdad que los padres sabios pueden castigar a sus hijos, pero lo hacen
por amor y con fines correctivos. No castigan porque estén airados,
tampoco castigan como retribución.
Aunque fuera Dios el monarca rígido y legal
de un universo en que gobernara supremamente la justicia, con certeza
no estaría satisfecho con el esquema infantil de sustituir a un
sufriente inocente por un ofensor culpable.
Lo extraordinario de la muerte de Jesús,
tal como se relaciona con el enriquecimiento de la experiencia humana y
la expansión del camino de la salvación, no es el hecho de su muerte sino más bien la manera superior y el espíritu incomparable con que se enfrentó a su muerte.
Toda esta idea del rescate de la expiación
coloca la salvación en un plano de irrealidad; tal concepto es puramente
filosófico. La salvación humana es real; está basada en dos
realidades que pueden ser captadas por la fe de la criatura e
incorporarse de esa manera a la experiencia humana de cada individuo: el
hecho de la paternidad de Dios y su verdad correlacionada, la hermandad
del hombre. Es verdad, después de todo, que se os «perdonarán vuestras
deudas, aun como vosotros perdonáis a vuestros deudores».