Cuando José y Nicodemo llegaron al Gólgota, encontraron que los
soldados estaban bajando a Jesús de la cruz y los representantes del
sanedrín estaban de pie cerca para asegurarse de que ninguno de los
seguidores de Jesús impidiera que su cadáver fuera llevado a las fosas
comunes de los criminales. Al presentar José al centurión la orden de
Pilato de que le entregara el cadáver del Maestro, los judíos levantaron
un tumulto y clamaron por su posesión. En su ira intentaron apoderarse
del cuerpo por la fuerza; ante esta acción, el centurión llamó junto a
él a cuatro de sus soldados que, desenvainando las espadas, protegieron
el cuerpo del Maestro que yacía sobre el suelo. El centurión ordenó que
los otros soldados dejaran a los dos ladrones y controlaran a la multitud airada
de judíos enfurecidos. Cuando se hubo restaurado el orden, el centurión
leyó a los judíos el permiso de Pilato y, haciéndose a un lado, dijo a
José: «Este cuerpo es tuyo para que hagas lo que creas conveniente. Yo y
mis soldados permaneceremos aquí para asegurarnos de que nadie
interfiera».
Una persona crucificada no podía ser
enterrada en un cementerio judío; existía una ley estricta contra este
procedimiento. José y Nicodemo conocían esta ley, y saliendo del Gólgota
decidieron enterrar a Jesús en el nuevo sepulcro de la familia de José,
forjado en roca sólida, ubicado a corta distancia al norte del Gólgota,
del otro lado del camino que conducía a Samaria. Nadie yacía aún en
este sepulcro, y pensaron que era apropiado que allí reposara el
Maestro. José realmente creía que Jesús resucitaría de entre los
muertos, pero Nicodemo tenía muchas dudas. Estos ex miembros del
sanedrín habían mantenido su fe en Jesús más o menos en secreto, aunque
sus consanedristas tenían sospechas desde hacía mucho tiempo, aun antes
de que ellos se retiraran del concilio. De aquí en adelante, se
convirtieron en los discípulos más francos de Jesús en todo Jerusalén.
A eso de las cuatro y media la procesión
fúnebre de Jesús de Nazaret partió del Gólgota en dirección al sepulcro
de José, del otro lado de la carretera. El cuerpo estaba envuelto en un
sudario de lino y lo llevaban cuatro hombres, seguidos por las fieles
mujeres de Galilea. Los mortales que llevaron el cuerpo material de
Jesús a la tumba fueron: José, Nicodemo, Juan y el centurión romano.
Transportaron los restos hasta el sepulcro,
una cámara de unos tres metros cuadrados, y allí rápidamente lo
prepararon para la sepultura. Los judíos en realidad no sepultaban a sus
muertos; los embalsamaban. José y Nicodemo habían traído grandes
cantidades de mirra y aloe, y procedieron a envolver el cuerpo con
vendajes saturados en estas soluciones. Cuando terminaron el proceso de
embalsamamiento, ataron un paño alrededor de la cara, envolvieron el
cuerpo en un sudario de lino, y con reverencia lo depositaron en un
anaquel de la tumba.
Una vez que estuvieron los restos en la
tumba, el centurión señaló a sus soldados que ayudaran a hacer rodar la
piedra que sellaba la entrada del sepulcro. Después los soldados
procedieron a Gehena con los cadáveres de los bandidos, mientras los
demás volvían a Jerusalén, acongojados, para cumplir con la Pascua según
las leyes de Moisés.
El entierro de Jesús se hizo de prisa y con
apuro, porque era la vigilia del sábado. Los hombres se apresuraron de
vuelta a la ciudad, pero las mujeres permanecieron junto a la tumba
hasta que se hizo muy de noche.
Mientras ocurría todo esto, las mujeres
estaban escondidas allí cerca, de modo que vieron todo y observaron
adonde había sido sepultado el Maestro. Lo hicieron así, porque no les
estaba permitido a las mujeres asociarse con los hombres en momentos
como éste. Estas mujeres pensaban que Jesús no había sido preparado en
forma adecuada para el entierro, y acordaron entre ellas regresar a la
casa de José, descansar el sábado, preparar especias y ungüentos, y
retornar el domingo por la mañana para preparar los restos del Maestro
en forma adecuada para el reposo de la muerte. Las mujeres que así
permanecieron junto a la tumba este viernes por la noche fueron: María
Magdalena; María la mujer de Clopas; Marta, otra hermana de la madre de
Jesús, y Rebeca de Séforis.
Aparte de David Zebedeo y José de Arimatea,
muy pocos de los discípulos de Jesús comprendían ni lo creían realmente
que él resucitaría de la tumba el tercer día.