Los peregrinos que provenían de fuera de
Judea, así como también las autoridades judías, se preguntaban: «¿Qué
pensáis? ¿Vendrá Jesús a las festividades?» Por lo tanto, cuando el
pueblo oyó que Jesús estaba en Betania, se alegraron, pero los altos
sacerdotes y los fariseos estaban un tanto perplejos. Se alegraban de
tenerlo bajo su jurisdicción, pero estaban un tanto desconcertados por
su audacia; recordaban que en su previa visita a Betania, resucitó a
Lázaro del mundo de los muertos, y Lázaro se estaba volviendo un
problema serio para los enemigos de Jesús.
Seis días antes de la Pascua, al atardecer
después del sábado, todo el pueblo de Betania y Betfagé se reunió para
celebrar la llegada de Jesús con un banquete público en la casa de
Simón. Esta cena era en honor tanto de Jesús como de Lázaro; se la
celebró en desafío del sanedrín. Marta dirigía a los que servían la
comida; su hermana María estaba entre las mujeres espectadoras puesto
que no era costumbre de los judíos que las mujeres se sentaran en los
banquetes públicos. También estaban presentes los agentes del sanedrín,
pero temían apresar a Jesús en medio de sus amigos.
Jesús conversó con Simón sobre el antiguo
Josué, cuyo nombre él mismo llevaba, y recitó la historia de cómo habían
venido Josué y los israelitas a Jerusalén a través de Jericó. Al
comentar sobre la leyenda de los muros de Jericó que se derrumbaron,
Jesús dijo: «No me preocupan los muros de ladrillos y piedras; pero
quisiera derrocar los muros del prejuicio, la mojigatería, y el odio que
se alzan frente a esta predicación del amor del Padre por todos los
hombres».
El banquete prosiguió en forma alegre y
normal excepto que todos los apóstoles estaban insólitamente taciturnos.
Jesús estaba excepcionalmente alegre y jugó con los niños hasta el
momento de sentarse a la mesa.
No pasó nada fuera de lo ordinario hasta
cerca del cierre del festín, cuando María, la hermana de Lázaro, se
separó del grupo de mujeres espectadoras, adelantándose adonde Jesús
estaba reclinado en el sitio de honor, abrió una gran vasija de
alabastro que contenía un ungüento muy raro y costoso. Después de ungir
la cabeza del Maestro, empezó a aplicar el ungüento sobre los pies de
Jesús soltándose luego el cabello y secándole los pies con su cabello.
El olor del ungüento impregnó todo el edificio, y todos los presentes se
sorprendieron de lo que María había hecho. Lázaro no dijo nada, pero al
comenzar a murmurar algunos de los presentes manifestando indignación
de que un ungüento tan caro se usara de esa manera, Judas Iscariote se
dirigió adonde Andrés estaba reclinado y dijo: «¿Por qué no se vendió
este ungüento y el dinero no se donó para alimentar a los pobres?» Debes
hablar con el Maestro, para que él censure este derroche».
Jesús, sabiendo lo que ellos pensaban y
oyendo lo que decían, apoyó la mano sobre la cabeza de María que estaba
arrodillada a su lado, y con una expresión compasiva en su rostro, dijo:
«Dejadla, cada uno de vosotros. ¿Por qué queréis molestarla, cuando
veis que ella ha hecho una buena cosa en su corazón? A vosotros, los que
murmuráis y decís que este ungüento se ha debido vender y el dinero
donar a los pobres, yo os digo que los pobres estarán siempre con
vosotros, y podréis ministrarles en cualquier momento que os parezca
apropiado, pero yo no siempre estaré con vosotros; pronto iré a mi
Padre. Esta mujer viene guardando este ungüento desde hace mucho tiempo,
para ungir mi cuerpo en su entierro; si ahora le parece bien ungirme,
en anticipación de mi muerte, esa satisfacción no le será negada. Con
esta acción María os censura a todos vosotros porque ella manifiesta así
su fe en lo que yo he dicho sobre mi muerte y ascensión a mi Padre en
el cielo. Esta mujer no será censurada por lo que ha hecho esta noche,
más bien yo os digo que en todas las eras por venir, dondequiera que se
predique este evangelio en el mundo entero, se relatará lo que ella ha
hecho en su memoria».
Fue a causa de este reproche, el que Judas
Iscariote lo interpretó como censura personal, y finalmente decidió
vengar sus sentimientos heridos. Muchas veces había tenido
subconscientemente estas ideas, pero ahora se atrevía a pensar estos
pensamientos malvados en su mente consciente y abierta. Muchos otros lo
alentaron en esta actitud, puesto que el costo de este ungüento era una
suma equivalente a lo que ganaba un hombre durante un año —suficiente
para proveer pan a cinco mil personas. Pero María amaba a Jesús; ella
había proveído este precioso ungüento para embalsamar su cuerpo a la
hora de su muerte, porque creía en sus palabras cuando él les anticipó
que debía morir, y si ella cambiaba de idea y elegía otorgar esta
ofrenda al Maestro mientras él aún estaba vivo, nadie debía impedírselo.
Tanto Lázaro como Marta sabían que María
había ahorrado por mucho tiempo el dinero con el cual compró la vasija
de espicanardo, y aprobaban de todo corazón su anhelo en este asunto
porque eran ricos y podían permitirse fácilmente esta ofrenda.
Cuando los altos sacerdotes se enteraron de
esta cena en Betania en honor de Jesús y Lázaro, consultaron entre
ellos para ver que debían hacer con Lázaro. Y finalmente decidieron que
Lázaro también debía morir. Concluyeron atinadamente que sería inútil
matar a Jesús si permitían que Lázaro, a quien Jesús había resucitado de
entre los muertos, siguiera viviendo.