Este domingo por la tarde al volver a Betania,
Jesús caminaba a la cabeza de los apóstoles. No se habló una sola
palabra hasta que se separaron al llegar a la casa de Simón. Nunca hubo
doce seres humanos que experimentaran emociones tan diversas e
inexplicables como las que surgían ahora en la mente y en el alma de
estos embajadores del reino. Estos robustos galileos estaban confusos y
desconcertados; no sabían qué esperar del futuro;
estaban demasiado asombrados para alimentar temores. Nada sabían de los
planes del Maestro para el día siguiente, y no hicieron ninguna
pregunta. Fueron a su alojamiento, aunque poco durmieron, excepto los
gemelos. Pero no hicieron una vigilia armada de Jesús en la casa de
Simón.
Andrés estaba totalmente confundido,
atormentado. El fue el único apóstol que no se dedicó a evaluar
seriamente la explosión popular de aclamación. Estaba demasiado
preocupado con sus responsabilidades como jefe del cuerpo apostólico
como para pensar seriamente en el sentido o el significado de los
entusiastas hosannas de la multitud. Andrés se ocupó en cambio de
vigilar a algunos de sus asociados, que temía sucumbieran a sus
emociones durante la conmoción, especialmente Pedro, Santiago, Juan y
Simón el Zelote. A lo largo de este día y de los que siguieron
inmediatamente, Andrés se vio atormentado por serias dudas, pero nunca
expresó ninguno de estos sentimientos a sus asociados apostólicos. Le
preocupaba la actitud de algunos de los doce que sabía que se habían
armado de espada; pero no sabía que su propio hermano, Pedro, también
llevaba un arma. Así pues, la procesión a Jerusalén causó en Andrés una
impresión comparativamente superficial; estaba demasiado metido en las
responsabilidades de su posición para ser afectado de otra manera.
Simón Pedro estuvo al principio casi afuera
de sí mismo por el entusiasmo de esta manifestación popular; pero al
tiempo de su regreso a Betania esa noche, ya se había calmado bastante.
Pedro simplemente no alcanzaba a percatarse de qué lo era que el Maestro
intentaba. Estaba terriblemente desilusionado de que Jesús no hubiese
aprovechado esta oleada de favor popular haciendo algún tipo de
declaración. Pedro no podía entender por qué Jesús no habló a las
multitudes cuando llegaron al templo, ni tampoco permitió que hablara
uno de los apóstoles. Pedro era un gran predicador, y le desagradaba ver
que se desperdiciara un público tan grande, receptivo y entusiasta. Le
hubiera gustado tanto predicar el evangelio del reino a ese gentío allí
en el templo; pero el Maestro les había advertido específicamente que no
debían enseñar ni predicar en Jerusalén durante esta semana de Pascua.
La reacción después de esta procesión espectacular a la ciudad fue
desastrosa para Simón Pedro; cuando llegó la noche, estaba meditabundo y
entrañablemente triste.
Para Santiago Zebedeo, este domingo fue un
día de perplejidad y de confusión profunda; no conseguía captar la
esencia de lo que estaba ocurriendo; no podía comprender el propósito
del Maestro al permitir esta aclamación entusiasta y luego negarse a
decir una palabra a la gente cuando llegaron al templo. A medida que la
procesión bajaba por el Oliveto hacia Jerusalén, más particularmente
cuando se encontraron con los miles de peregrinos que habían salido al
encuentro del Maestro, Santiago estaba cruelmente dividido por sus
emociones contradictorias de entusiasmo y gratificación ante ese
espectáculo, acompañadas por un profundo sentimiento de temor por lo que
podría ocurrir cuando llegaran al templo. Se deprimió luego y lo
sobrecogió la desilusión cuando Jesús desmontó del asno y anduvo
caminando tranquilamente por los patios del templo. Santiago no podía
entender la razón por la cual estaban desperdiciando una oportunidad tan
magnífica para proclamar el reino. Por la noche, su mente estaba
dominada por una incertidumbre desconcertante y terrible.
Juan Zebedeo estuvo cerca de comprender el
por qué Jesús había hecho esto; por lo menos captó en parte el
significado espiritual de esta así llamada entrada triunfal a Jerusalén.
A medida que la multitud proseguía hacia el templo, y que Juan
contemplaba a su Maestro sentado sobre el asnillo, recordó haber oído
cierta vez a Jesús citar el pasaje de la Escritura, las palabras de
Zacarías, que describían la llegada del Mesías a Jerusalén como hombre
de paz, cabalgando en un asno. A medida que Juan reflexionaba sobre esta
Escritura, comenzó a comprender el significado simbólico de esta
procesión de la tarde de domingo. Por lo menos, captó lo suficiente del
significado de esta Escritura para que le permitiera disfrutar en cierto
modo del episodio y para evitar deprimirse excesivamente por la
conclusión aparentemente sin propósito de la procesión triunfal. Juan
tenía un tipo de mente que tendía naturalmente a pensar y sentir en
símbolos.
Felipe estaba completamente desconcertado
por lo repentino de la manifestación y su espontaneidad. Mientras
descendían del Oliveto, no pudo ordenar sus pensamientos lo suficiente
como para determinar el significado de esta demostración. En cierto
modo, disfrutó de este acontecimiento porque su Maestro estaba siendo
honrado. Para cuando llegaron al templo, estaba perturbado por el
pensamiento de que Jesús tal vez le pidiera que se ocupara de alimentar a
la multitud, de modo que la conducta de Jesús al darle la espalda a la
multitud, que tan duramente desilusionó a la mayoría de los apóstoles,
fue un gran alivio para Felipe. Las multitudes habían constituido a
veces una dura prueba para el mayordomo de los doce. Después de
experimentar alivio por estos temores personales relativos a las
necesidades materiales de las multitudes, Felipe se unió a Pedro en
expresar su desilusión por no haberse hecho nada por enseñar a las
multitudes. Esa noche Felipe se puso a reflexionar sobre estas
experiencias y estuvo tentado a dudar de toda la idea del reino; se
preguntaba honestamente qué significaban todas estas cosas, pero no le
expresó sus dudas a nadie; amaba demasiado a Jesús. Tenía una gran fe
personal en el Maestro.
Natanael, además de apreciar los aspectos
simbólicos y proféticos, fue el que más acercó a comprender la razón del
Maestro por reclutar el apoyo popular de los peregrinos pascuales. Se
dio cuenta, antes de que llegaran al templo, que si no hubiera Jesús
entrado a Jerusalén en forma tan espectacular habría sido arrestado por
los oficiales del sanedrín y arrojado en una celda en cuanto diera los
primeros pasos dentro de la ciudad. Por lo tanto no estuvo sorprendido
en lo más mínimo cuando el Maestro, después de impresionar así a los
líderes judíos para que no lo arrestaran inmediatamente, no hizo uso
alguno de las multitudes aclamantes una vez que llegaron dentro de los
muros de la ciudad. Comprendiendo la verdadera razón de esta manera de
entrada del Maestro a la ciudad, Natanael naturalmente siguió con más
donaire y estuvo menos perturbado y desilusionado por la conducta
subsiguiente de Jesús que los otros apóstoles. Natanael tenía gran
confianza en la habilidad de Jesús para comprender a los hombres, así
como también en su sagacidad y agudeza al manejar situaciones difíciles.
Mateo al principio estuvo confundido por
esta manifestación espectacular. No captaba el significado de lo que
veían sus ojos, hasta que también recordó la Escritura de Zacarías donde
el profeta aludía al regocijo de Jerusalén porque llegó su rey trayendo
salvación y cabalgando un pollino de jumento. A medida que la procesión
se iba acercando a la ciudad y luego en dirección al templo, Mateo
entró en éxtasis; estaba seguro de que ocurriría algo extraordinario
cuando el Maestro llegara al templo, a la cabeza de esta multitud
vociferante. Cuando uno de los fariseos se mofó de Jesús diciendo:
«¿Mirad, mirad todos, ved quién es el que aqui viene: el rey de los
judíos cabalgando en un asno!» Mateo tuvo que hacer un gran esfuerzo
para no atacarlo físicamente. Ninguno de los doce estuvo más deprimido
que él en el camino de vuelta a Betania esa noche. Después de Simón
Pedro y Simón el Zelote, él sufrió la tensión nerviosa más profunda y
estuvo en un estado de cansancio extremo esa noche. Pero por la mañana,
Mateo estaba mucho más animado; después de todo, era un buen perdedor.
Tomás era el hombre más confundido y
pasmado de los doce. La mayor parte del tiempo simplemente siguió,
contemplando el espectáculo y preguntándose honestamente cuál sería el
motivo del Maestro al participar en una demostración tan peculiar. En
las profundidades de su corazón consideraba la manifestación entera un
tanto infantil, si no directamente tonta. No había visto nunca que Jesús
hiciera una cosa semejante y no podía explicarse esta extraña conducta
este domingo por la tarde. Cuando llegaron al templo, Tomás había
deducido que el propósito de esta demostración popular era asustar al
sanedrín para que no se atreviesen a arrestar inmediatamente al Maestro.
Camino de vuelta a Betania, Tomás pensó mucho, pero nada dijo. Para la
hora de ir a dormir, la sagacidad del Maestro al preparar esta entrada
tumultuosa a Jerusalén había empezado a tener cierto encanto
humorístico, y él se alegró reaccionando de esta manera.
Este domingo comenzó como un gran día para
Simón el Zelote. Vio visiones de cosas extraordinarias en Jerusalén para
los próximos días, y en eso tenía razón, pero Simón soñaba el
establecimiento de un nuevo gobierno nacional de los judíos, con Jesús
sentado en el trono de David. Simón veía a los nacionalistas volcarse a
la acción en cuanto se anunciara el reino, y se veía a sí mismo en el
mando supremo de las fuerzas militares que se reunirían en el nuevo
reino. Durante el descenso del Oliveto aun llegó a imaginarse que el
sanedrín y todos sus simpatizantes estarían muertos antes de la puesta
del sol ese día. Realmente creía que iba a ocurrir algo extraordinario.
Era él el varón más ruidoso de toda la multitud. Para las cinco de esa
tarde, era un apóstol silenciosísimo, taciturno y desilusionado. No se
recobró nunca enteramente de la depresión que lo dominó como resultado
de las impresiones de este día; por lo menos, no hasta mucho después de
la resurrección de su Maestro.
Para los gemelos Alfeo, éste fue un día
perfecto. Realmente disfrutaron de todo, desde el principio hasta el
fin, y como no estaban presentes durante la quietud del paseo por el
templo, no tuvieron que pasar por la desilusión que siguió al entusiasmo
popular. No podían comprender la conducta deprimida de los apóstoles al
volver a Betania esa noche. En la memoria de los gemelos, éste fue
siempre el día en que se sintieron más cerca del cielo en la tierra.
Este día fue la culminación satisfactoria de su entera carrera como
apóstoles. La memoria del entusiasmo de este domingo por la tarde los
acompañó a lo largo de toda la tragedia de esta semana pletórica hasta
el momento mismo de la crucifixión. Era el ingreso triunfal más
apropiado del rey que podían concebir los gemelos; disfrutaron cada
momento de toda la procesión. Aprobaban plenamente todo lo que veían y
acariciaron largamente el recuerdo.
De todos los apóstoles, Judas Iscariote fue
el que estuvo más adversamente afectado por esta entrada en procesión a
Jerusalén. Su mente estaba en un fermento desagradable debido al
reproche del Maestro el día anterior en relación con la unción de María
en la casa de Simón. Judas estaba disgustado con todo el espectáculo. Le
parecía infantil, aun directamente ridículo. Mientras este vengativo
apóstol contemplaba los acontecimientos de este domingo por la tarde,
Jesús le resultaba más parecido a un payaso que a un rey. Resentía de
todo corazón el entero espectáculo. Compartía los puntos de vista de los
griegos y de los romanos, que despreciaban a todo aquel que consintiera
en cabalgar un asno o el pollino de un jumento. Para cuando la
procesión triunfal hubo entrado a la ciudad, Judas prácticamente se
había decidido a abandonar la idea de tal reino; estaba casi decidido a
abandonar todo intento de establecer el reino del cielo si los intentos
fueran de índole tan absurda. Pero cuando recordó la resurrección de
Lázaro y muchas otras cosas, decidió quedarse con los doce, por lo menos
por otro día. Además, llevaba la bolsa, y no quería desertar llevándose
los fondos apostólicos. Camino de vuelta a Betania esa noche, su
conducta no parecía extraña puesto que todos los apóstoles estaban igualmente deprimidos y taciturnos.
Judas estaba profundamente influido por la
irrisión por parte de sus amigos saduceos. Ningún otro factor ejerció
una influencia tan poderosa sobre él en su determinación final de
abandonar a Jesús y a sus apóstoles, como el que le produjo cierto
episodio que ocurrió justo cuando Jesús llegó a la puerta de la ciudad:
Un saduceo prominente (amigo de la familia de Judas) corrió hacia él
haciéndole burla y, dándole una palmada en la espalda, dijo: «¿Por qué
se te ve tan preocupado, mi buen amigo? Regocíjate y reúnete con
nosotros para aclamar a Jesús de Nazaret el rey de los judíos, que llega
a la puerta de Jerusalén montado en un asno». Judas no había tenido
nunca miedo de la persecución, pero no podía soportar este tipo de
ridículo. Juntamente con la emoción de venganza largamente acariciada,
se mezcló ahora este temor fatal del ridículo, ese sentimiento terrible y
tremendo de avergonzarse de su Maestro y de sus compañeros apóstoles.
En su corazón, este embajador del reino ya era un desertor; tan sólo le
quedaba encontrar una excusa plausible para romper abiertamente con el
Maestro.