JESÚS y los apóstoles llegaron a Betania poco después de las cuatro
de la tarde del viernes 31 de marzo del año 30 d. de J.C. Lázaro, sus
hermanas y sus amigos los aguardaban; como venían tantas personas todos
los días para hablar con Lázaro de su resurrección, le dijeron a Jesús
que habían arreglado que pernoctara con un creyente vecino, un tal
Simón, que desde la muerte del padre de Lázaro, era el caudillo de la
pequeña aldea.
Esa tarde Jesús recibió a muchos
visitantes, y la gente común de Betania y Betfagé hizo todo lo que pudo
para que se sintiera que era bienvenido. Aunque muchos pensaban que
Jesús iba ahora a Jerusalén desafiando abiertamente el decreto de muerte
del sanedrín para proclamarse rey de los judíos, la familia betaniana
—Lázaro, Marta y María— se daba cuenta más plenamente de que el Maestro
no era esa clase de rey; sentían vagamente que ésta podía ser su última
visita a Jerusalén y Betania.
Los altos sacerdotes fueron informados de
que Jesús estaba en Betania, pero decidieron que era mejor no intentar
tratar de arrestarlo cuando se encontraba entre sus amigos; decidieron
aguardar su venida a Jerusalén. Jesús sabía todo esto, pero estaba
majestuosamente calmo; sus amigos no lo habían visto nunca tan compuesto
y congenial; aun los apóstoles estaban sorprendidos de que se le viera
tan poco preocupado, en el momento mismo en que el sanedrín había pedido
a todos los judíos que se lo entregaran. Mientras el Maestro dormía esa
noche, los apóstoles lo vigilaban de dos en dos, y muchos de ellos
estaban armados con espada. A la mañana siguiente temprano, los
despertaron cientos de peregrinos que venían de Jerusalén, aun siendo
sábado, para ver a Jesús y a Lázaro, a quien aquel había resucitado
después de muerto.