Betania estaba a unos tres kilómetros del templo, y era la una y
media de la tarde de ese domingo cuando Jesús se preparó para salir a
Jerusalén. Tenía un sentimiento de afecto profundo por Betania y su
pueblo sencillo. Nazaret, Capernaum y Jerusalén lo habían rechazado,
pero Betania lo había aceptado, había creído en él. Fue en esta pequeña
aldea, en la cual prácticamente todo hombre, mujer y niño era creyente,
donde eligió realizar la obra más grande de su autootorgamiento
terrenal: la resurrección de Lázaro. No hizo resucitar a Lázaro para que
creyeran los aldeanos, sino más bien porque ellos ya creían.
Durante toda la mañana, Jesús pensó en su
llegada a Jerusalén. Hasta ese momento había procurado siempre suprimir
toda aclamación pública del que él fuera el Mesías, pero ahora la
situación era distinta. Se estaba acercando al fin de su carrera en la
carne, el sanedrín había decretado su muerte, y no había peligro en
permitir que sus discípulos dieran libre expresión a sus sentimientos,
cosa que ocurriría si él elegía hacer una entrada formal y pública a la
ciudad.
Jesús no decidió realizar esta entrada
pública a Jerusalén como su último intento por conseguir el favor
popular, ni tampoco en un intento final de obtener el poder. Tampoco lo
hizo para satisfacer los deseos humanos de sus discípulos y apóstoles.
Jesús no se hacía las ilusiones de soñador quimérico; él bien sabía cual
sería la conclusión de su visita.
Habiendo decidido hacer una entrada pública
a Jerusalén, el Maestro se enfrentó con la necesidad de elegir un
método apropiado para ejecutar esta decisión. Jesús reflexionó sobre
todas las así llamadas profecías mesiánicas más o menos contradictorias,
pero parecía que había una sola que fuera apropiada para sus fines. La
mayoría de estas declaraciones proféticas hablaban de un rey, el hijo y
sucesor de David, un libertador temporal audaz y agresivo que liberaría a
Israel del yugo de la dominación extranjera. Pero había una Escritura,
asociada a veces con el Mesías por los que tenían un concepto más
espiritual de su misión, que Jesús consideró la más apropiada como guía
para su proyectada entrada a Jerusalén. Esta Escritura se encontraba en
Zacarías y decía: «Alégrate mucho, oh hija de Sion; da voces de júbilo,
oh hija de Jerusalén. He aquí tu rey vendrá a ti. Es justo y trae
salvación. Viene como viene el humilde, cabalgando sobre un asno, sobre
un pollino hijo de asna».
Un rey guerrero siempre entraba a una
ciudad montado a caballo, un rey en misión de paz y amistad siempre
entraba cabalgando un asno. Jesús no quería entrar a Jerusalén a
caballo, pero estaba dispuesto a entrar en paz y con buena voluntad como
el Hijo del Hombre, cabalgando un jumento.
Durante mucho tiempo y mediante una
enseñanza directa, Jesús trató de convencer a sus apóstoles y a sus
discípulos que su reino no era de este mundo, que era un asunto
puramente espiritual; pero no había tenido éxito en este esfuerzo.
Ahora, lo que no había conseguido hacer mediante una enseñanza clara y
personal, lo intentaría realizar con un gesto simbólico. Por lo tanto,
inmediatamente después del almuerzo, Jesús llamó a Pedro y Juan, y
después de decirles que fueran a Betfagé, una aldea vecina un tanto
retirada de la carretera principal y a corta distancia al noroeste de
Betania, agregó: «Id a Betfagé y cuando lleguéis al empalme de los
caminos encontraréis el potro de un jumento allí atado. Desatadlo y
traedlo con vosotros. Si alguien os pregunta por qué hacéis esto, decid
simplemente `el Maestro lo necesita'». Cuando los dos apóstoles fueron a
Betfagé tal como les había pedido el Maestro, encontraron el potro
atado cerca de su madre en la calle, junto a una casa de esquina. Cuando
Pedro comenzó a desatar al potro, vino el dueño y preguntó por qué
hacían ellos eso, y cuando Pedro le respondió tal como Jesús les había
indicado, el hombre dijo: «Si vuestro Maestro es Jesús de Galilea, que
se lleve al potro». Así pues ellos volvieron trayendo al potro.
Ya varios cientos de peregrinos se habían
reunido alrededor de Jesús y de sus apóstoles. Desde media mañana se
habían detenido muchos visitantes que pasaban camino a la Pascua.
Mientras tanto David Zebedeo y algunos de sus ex asociados mensajeros
decidieron dirigirse de prisa a Jerusalén, donde eficazmente difundieron
la nueva entre los gentíos de peregrinos visitantes alrededor del
templo de que Jesús de Nazaret entraría triunfalmente a la ciudad. Por
consiguiente, varios miles de estos visitantes se congregaron para
recibir a este profeta y hacedor de portentos del cual tanto se hablaba,
quien algunos creían ser el Mesías. Esta multitud, al salir de
Jerusalén, encontró a Jesús y a la multitud que iba a la ciudad poco
después de que franquearan la cima del Oliveto, y habían comenzando su
descenso hacia la ciudad.
Al comenzar la procesión en Betania había
gran entusiasmo en las multitudes festivas de discípulos, creyentes y
peregrinos visitantes, muchos provenientes de Galilea y Perea. Justo
antes de partir, las doce mujeres del cuerpo original de mujeres,
acompañadas por algunas de sus asociadas, llegaron al lugar y se unieron
a esta singular procesión que procedía jubilosamente hacia la ciudad.
Antes de empezar, los gemelos Alfeo
pusieron sus mantos sobre el asno y lo sostuvieron mientras se subía el
Maestro. A medida que la procesión procedía hacia la cima del Oliveto,
el gentío festivo arrojaba sus indumentos al suelo y traía ramas de los
árboles cercanos para hacer una alfombra de honor para el jumento que
traía al Hijo real, el Mesías prometido. Al proceder la multitud
jubilosa hacia Jerusalén, comenzaron a cantar, es decir a gritar al
unísono el salmo, «Hosanna al hijo de David; bendito sea aquel que viene
en el nombre del Señor. Hosanna en las alturas. Bendito sea el reino
que baja del cielo».
Jesús se mostró alegre y despreocupado
hasta que llegaron a la cumbre del Oliveto, donde se abría la vista
panorámica de la ciudad con las torres del templo; allí el Maestro
detuvo la procesión y un gran silencio cayó sobre todos mientras lo
contemplaban llorar. Bajando los ojos a la vasta multitud que venía de
la ciudad para recibirlo, el Maestro, con mucha emoción y con la voz
entrecortada dijo: «¿Oh Jerusalén, si tan sólo hubieras conocido, aun
tú, por lo menos en este, tu día, las cosas que pertenecen a tu paz, que
podrías haber tenido tan libremente! Pero ya están para ocultarse de
tus ojos estas glorias. Estás por rechazar al Hijo de la Paz y volver la
espalda al evangelio de la salvación. Pronto llegarán los días en que
tus enemigos abrirán trincheras alrededor de ti, y serás sitiada por
doquier; te destruirán completamente, pues no quedará piedra sobre
piedra. Y todo esto caerá sobre ti porque no supiste reconocer el
momento de tu visitación divina. Estás por rechazar el don de Dios, y
todos los hombres te rechazarán a ti».
Cuando terminó de hablar, comenzaron el
descenso del Oliveto y finalmente se reunieron con la multitud de
visitantes que venía de Jerusalén con ramas de palma, gritando hosannas,
y de otras maneras expresando regocijo y sentimientos de comunidad. El
Maestro no había planeado que estas multitudes salieran de Jerusalén a
su encuentro, ésa fue obra de otros. El nunca premeditaba nada que fuera
de efecto dramático.Juntamente con la multitud que salió para recibir
al Maestro, también había muchos fariseos y otros enemigos de él. Tan
perturbados estaban por esta explosión repentina e inesperada de
aclamación popular que temieron arrestarlo, por no precipitar actos
abiertos de revuelta de la plebe. Mucho temían la actitud de los grandes
números de visitantes que tanto habían oído hablar de Jesús, y que,
muchos de ellos, creían en él.
A medida que se acercaban a Jerusalén, la
multitud se volvió más expresiva, tanto que algunos de los fariseos se
abrieron paso hasta donde estaba Jesús y dijeron: «Instructor, debes
censurar a tus discípulos y exhortarlos a que su conducta sea más
digna». Jesús respondió: «Es justo que estos niños le den la bienvenida
al Hijo de la Paz, a quien han rechazado los altos sacerdotes. Sería
inútil pararlos no sea que estas piedras junto al camino griten
quejándose».
Los fariseos se adelantaron de prisa a la
cabeza de la procesión para volver al sanedrín, que estaba en sesión en
ese momento en el templo, e informaron a sus asociados: «He aquí que
todo lo que hacemos es en vano; estamos confundidos por este galileo. La
gente se vuelve loca por él, si no paramos a estos ignorantes, todo el
mundo le seguirá».
No se puede en realidad asignar un
significado profundo a esta explosión superficial y espontánea de
entusiasmo popular. Esta recepción, aunque jubilante y sincera, no
indicaba una convicción real ni profunda en el corazón de esta multitud
festiva. Estas mismas multitudes estuvieron igualmente dispuestas a
rechazar de inmediato a Jesús más tarde en esa semana, cuando el
sanedrín tomó una posición firme y decidida contra él, y cuando se
desilusionaron — cuando se dieron cuenta de que Jesús no iba a
establecer el reino de acuerdo con sus expectativas largamente
acariciadas.
Pero toda la ciudad estaba altamente
agitada, puesto que todos preguntaban: «¿Quién es este hombre?» Y la
multitud contestaba: «Éste es el profeta de Galilea, Jesús de Nazaret».