Tratando nuevamente de evitar las multitudes
que pasaban por el valle de Cedrón de ida y de vuelta entre el parque de
Getsemaní y Jerusalén, Jesús y los doce caminaron por la cresta
occidental del Monte de los Olivos para tomar el camino que conducía de
Betania a la ciudad. Al acercarse al lugar en el que Jesús se había
detenido la noche anterior para hablar de la destrucción de Jerusalén,
pausaron inconscientemente, permaneciendo allí de pie, callados
contemplando la ciudad. Como tenían tiempo, y puesto que Jesús no quería
pasar por la ciudad antes de la caída del sol, él dijo a sus asociados:
«Sentaos y descansad mientras yo os hablo
de lo que pronto ha de ocurrir. Todos estos años yo he vivido con
vosotros como hermanos, os he enseñado la verdad sobre el reino del
cielo y os he revelado los misterios del mismo. Mi padre ha hecho en
verdad muchas obras maravillosas en relación con mi misión en la tierra.
Habéis sido testigos de todo esto y habéis compartido la experiencia de
laborar juntos con Dios. Y vosotros atestiguaréis que os vengo
advirtiendo de que dentro de poco debo retornar a la obra que el Padre
me ha dado para hacer; os he dicho claramente que debo dejaros en el
mundo para continuar la obra del reino. Para este propósito os escogí en
las colinas de Capernaum. La experiencia que habéis tenido conmigo,
debéis prepararos ahora para compartirla con otros. Así como el Padre me
envió a este mundo, ahora os enviaré a vosotros para que me
representéis y terminéis la obra que he comenzado.
«Vosotros bajáis la mirada sobre esta
ciudad con congoja, porque habéis oído mis palabras que os describieron
el fin de Jerusalén. Os lo he advertido para que no perezcáis en su
destrucción, postergando así la proclamación del evangelio del reino.
Del mismo modo os advierto que os cuidéis para no exponeros sin
necesidad al peligro cuando vengan a llevarse al Hijo del Hombre. Debo
irme, pero vosotros debéis quedaros para dar testimonio de este
evangelio cuando yo haya partido, aun como le advertí a Lázaro que
huyera de la ira del hombre para vivir y hacer conocer así la gloria de
Dios. Si es voluntad del Padre que yo parta, nada de lo que vosotros
podáis hacer cambiará el plan divino. Cuidaos, para no os maten a
vosotros también. Que vuestras almas sean valientes en defensa del
evangelio por el poder del espíritu, pero no os confundáis en un intento
necio de defender al Hijo del Hombre. No necesito defensa alguna de la
mano del hombre; los ejércitos del cielo están aun en este momento junto
a mí; pero estoy decidido a hacer la voluntad de mi Padre, y por
consiguiente debemos someternos a lo que está por ocurrirnos.
«Cuando veáis esta ciudad destruida, no os
olvidéis que ya habéis entrado en la vida eterna del servicio eterno en
el reino del cielo en constante avance, aun del cielo de los cielos.
Debéis saber que en el universo de mi Padre y en el mío hay muchas
moradas, y que allí espera a los hijos de la luz la revelación de
ciudades cuyo constructor es Dios y de mundos cuyas
costumbres de vida son la rectitud y la felicidad en la verdad. Os he
traído el reino del cielo a la tierra, pero os declaro, que todos
vosotros que por la fe entráis allí y permanecéis allí por el servicio
vivo de la verdad, con certeza ascenderéis a los mundos en lo alto y os
sentaréis conmigo en el reino espiritual de nuestro Padre. Pero primero
debéis prepararos y completar la obra que habéis comenzado conmigo.
Primero debéis pasar por tribulaciones y soportar muchas penas —y estas
pruebas ya están por sobrecogernos— y cuando hayáis terminado vuestra
obra en la tierra, vendréis a mi felicidad, así como yo he terminado la
obra de mi Padre en la tierra y estoy a punto de retornar a su abrazo».
Cuando el Maestro hubo hablado se levantó, y
todos ellos le siguieron por el camino hacia abajo del Monte de los
Olivos y entraron a la ciudad. Ninguno de los apóstoles, salvo tres,
sabían adónde iban mientras se abrían camino por las estrechas calles
cuando caía la oscuridad de la noche. Las multitudes los empujaban, pero
nadie los reconoció ni supo que el Hijo de Dios estaba pasando por
allí, camino de su último encuentro mortal con sus embajadores elegidos
del reino. Tampoco sabían los apóstoles que uno de entre ellos ya estaba
conspirando para traicionar al Maestro, entregándolo a las manos de sus
enemigos.
Juan Marcos los había seguido todo el
camino hasta la ciudad, y después de entrar ellos por la puerta, se dio
prisa por otro camino para poder recibirlos en la casa de su padre
cuando llegaran.