«Desde el primer momento de mi estancia entre vosotros os enseñé que mi único fin era revelar a mi Padre de los cielos a sus hijos en la Tierra. He vivido esta encarnación para que podáis acceder al conocimiento de ese Gran Dios. Os he revelado que Dios es vuestro Padre y vosotros sus hijos...»

sábado, 22 de marzo de 2014

Camino a la cena.

Tratando nuevamente de evitar las multitudes que pasaban por el valle de Cedrón de ida y de vuelta entre el parque de Getsemaní y Jerusalén, Jesús y los doce caminaron por la cresta occidental del Monte de los Olivos para tomar el camino que conducía de Betania a la ciudad. Al acercarse al lugar en el que Jesús se había detenido la noche anterior para hablar de la destrucción de Jerusalén, pausaron inconscientemente, permaneciendo allí de pie, callados contemplando la ciudad. Como tenían tiempo, y puesto que Jesús no quería pasar por la ciudad antes de la caída del sol, él dijo a sus asociados: 

     
«Sentaos y descansad mientras yo os hablo de lo que pronto ha de ocurrir. Todos estos años yo he vivido con vosotros como hermanos, os he enseñado la verdad sobre el reino del cielo y os he revelado los misterios del mismo. Mi padre ha hecho en verdad muchas obras maravillosas en relación con mi misión en la tierra. Habéis sido testigos de todo esto y habéis compartido la experiencia de laborar juntos con Dios. Y vosotros atestiguaréis que os vengo advirtiendo de que dentro de poco debo retornar a la obra que el Padre me ha dado para hacer; os he dicho claramente que debo dejaros en el mundo para continuar la obra del reino. Para este propósito os escogí en las colinas de Capernaum. La experiencia que habéis tenido conmigo, debéis prepararos ahora para compartirla con otros. Así como el Padre me envió a este mundo, ahora os enviaré a vosotros para que me representéis y terminéis la obra que he comenzado.
     
«Vosotros bajáis la mirada sobre esta ciudad con congoja, porque habéis oído mis palabras que os describieron el fin de Jerusalén. Os lo he advertido para que no perezcáis en su destrucción, postergando así la proclamación del evangelio del reino. Del mismo modo os advierto que os cuidéis para no exponeros sin necesidad al peligro cuando vengan a llevarse al Hijo del Hombre. Debo irme, pero vosotros debéis quedaros para dar testimonio de este evangelio cuando yo haya partido, aun como le advertí a Lázaro que huyera de la ira del hombre para vivir y hacer conocer así la gloria de Dios. Si es voluntad del Padre que yo parta, nada de lo que vosotros podáis hacer cambiará el plan divino. Cuidaos, para no os maten a vosotros también. Que vuestras almas sean valientes en defensa del evangelio por el poder del espíritu, pero no os confundáis en un intento necio de defender al Hijo del Hombre. No necesito defensa alguna de la mano del hombre; los ejércitos del cielo están aun en este momento junto a mí; pero estoy decidido a hacer la voluntad de mi Padre, y por consiguiente debemos someternos a lo que está por ocurrirnos.
     
«Cuando veáis esta ciudad destruida, no os olvidéis que ya habéis entrado en la vida eterna del servicio eterno en el reino del cielo en constante avance, aun del cielo de los cielos. Debéis saber que en el universo de mi Padre y en el mío hay muchas moradas, y que allí espera a los hijos de la luz la revelación de ciudades cuyo constructor es Dios y de mundos cuyas costumbres de vida son la rectitud y la felicidad en la verdad. Os he traído el reino del cielo a la tierra, pero os declaro, que todos vosotros que por la fe entráis allí y permanecéis allí por el servicio vivo de la verdad, con certeza ascenderéis a los mundos en lo alto y os sentaréis conmigo en el reino espiritual de nuestro Padre. Pero primero debéis prepararos y completar la obra que habéis comenzado conmigo. Primero debéis pasar por tribulaciones y soportar muchas penas —y estas pruebas ya están por sobrecogernos— y cuando hayáis terminado vuestra obra en la tierra, vendréis a mi felicidad, así como yo he terminado la obra de mi Padre en la tierra y estoy a punto de retornar a su abrazo».
     
Cuando el Maestro hubo hablado se levantó, y todos ellos le siguieron por el camino hacia abajo del Monte de los Olivos y entraron a la ciudad. Ninguno de los apóstoles, salvo tres, sabían adónde iban mientras se abrían camino por las estrechas calles cuando caía la oscuridad de la noche. Las multitudes los empujaban, pero nadie los reconoció ni supo que el Hijo de Dios estaba pasando por allí, camino de su último encuentro mortal con sus embajadores elegidos del reino. Tampoco sabían los apóstoles que uno de entre ellos ya estaba conspirando para traicionar al Maestro, entregándolo a las manos de sus enemigos.
     
Juan Marcos los había seguido todo el camino hasta la ciudad, y después de entrar ellos por la puerta, se dio prisa por otro camino para poder recibirlos en la casa de su padre cuando llegaran.