«Desde el primer momento de mi estancia entre vosotros os enseñé que mi único fin era revelar a mi Padre de los cielos a sus hijos en la Tierra. He vivido esta encarnación para que podáis acceder al conocimiento de ese Gran Dios. Os he revelado que Dios es vuestro Padre y vosotros sus hijos...»

martes, 27 de mayo de 2014

El ladrón en la cruz.

Uno de los bandidos vituperó a Jesús diciendo: «Si eres el Hijo de Dios, ¿por qué no te salvas a ti mismo y nos salvas a nosotros?» Pero cuando terminó de reprochar así a Jesús, el otro ladrón, que muchas veces había oído las enseñanzas del Maestro, dijo: «¿Acaso no temes ni siquiera a Dios? ¿No ves que sufrimos con justicia por nuestras acciones, pero este hombre sufre injustamente? Mejor sería que buscásemos el perdón de nuestros pecados y la salvación de nuestra alma». Cuando Jesús oyó al ladrón hablar así, volvió la cara hacia él y sonrió con aprobación. Al ver el malhechor el rostro de Jesús vuelto hacia él, se llenó de valor, ventiló la pobre llamita de fe, y dijo: «Señor, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Entonces Jesús dijo: «De cierto, de cierto hoy te digo que tú algún día estarás conmigo en el Paraíso».

El Maestro encontró tiempo, en medio de la tortura de la muerte, para escuchar la confesión de fe del bandido creyente. Una vez que este bandido iba en pos de la salvación, él encontró la liberación. Muchas veces antes, él había sentido el impulso de creer en Jesús, pero sólo en estas últimas horas de conciencia se volvió de todo corazón hacia las enseñanzas del Maestro. Cuando vio la forma en que Jesús se enfrentaba con la muerte en la cruz, este ladrón ya no pudo resistir la convicción de que el Hijo del Hombre era en verdad el Hijo de Dios.

Durante este episodio de la conversión y recepción del ladrón en el reino por Jesús, el apóstol Juan estaba ausente, porque había ido a la ciudad para recoger a su madre y a los amigos de ella y conducirlos a la escena de la crucifixión. Lucas posteriormente escuchó este relato de labios del capitán romano de la guardia, que se había convertido.

El apóstol Juan habló de la crucifixión tal como él recordaba el acontecimiento, dos tercios de siglo después de lo ocurrido. Los demás registros se basan en el relato del centurión romano que estaba a cargo, quien, por causa de lo que vio y oyó, posteriormente creyó en Jesús y entró a la hermandad plena del reino del cielo en la tierra.

Este joven, el bandido penitente, había caído en una vida de violencia y fechorías por influencia de los que encomiaban tal carrera criminal como eficaz protesta patriótica contra la opresión política y la injusticia social. Este tipo de enseñanza, sumado al anhelo de aventuras, conducía a muchos jóvenes, de otro modo bien intencionados, alistarse a estas atrevidas expediciones de robo. Este joven veía a Barrabás como héroe. Ahora, se daba cuenta de su error. Ahí, en la cruz, a su lado vio él a un verdadero gran hombre, un verdadero héroe. Vio él a un héroe que inflamaba su celo e inspiraba sus más altas ideas de dignidad moral y estimulaba todos sus ideales de valor, hombría y valentía. Al contemplar a Jesús, brotó en su corazón un sentimiento sobrecogedor de amor, lealtad y grandeza genuina.

Si otra persona en el gentío vituperante hubiera experimentado el nacimiento de la fe en su alma y hubiera apelado a la misericordia de Jesús, habría sido recibida con la misma consideración amante que él mostró hacia el bandido creyente.


Instantes después de prometer el Maestro al ladrón arrepentido que se encontrarían alguna vez en el Paraíso, retornó Juan de la ciudad, acompañado de su madre y un grupo de casi doce mujeres creyentes. Juan estuvo junto a María la madre de Jesús, confortándola. Su hijo Judá estaba de pie del otro lado. Al mirar la escena Jesús, era ya el mediodía, y dijo a su madre: «Mujer, he aquí a tu hijo» y hablando a Juan, le dijo: «¡Hijo mío, he aquí a tu madre!» Luego se dirigió a ambos, diciendo: «Deseo que os vayáis de este lugar». Así pues, Juan y Judá se llevaron a María del Gólgota. Juan llevó a la madre de Jesús al lugar donde él paraba en Jerusalén, y luego volvió de prisa a la escena de la crucifixión. Después de la Pascua, María volvió a Betsaida, donde vivió en la casa de Juan por el resto de su vida natural. María no llegó a vivir un año entero después de la muerte de Jesús.


Cuando María se fue, las otras mujeres se retiraron a corta distancia y permanecieron acompañando a Jesús hasta que éste expiró en la cruz, y aún estaban allí cuando bajaron de la cruz el cuerpo del Maestro para ser sepultado.

domingo, 25 de mayo de 2014

Los que vieron la Crucifixión.

Alrededor de las nueve y media por la mañana de este viernes, Jesús fue colgado de la cruz. Antes de las once, más de mil personas se habían reunido para presenciar este espectáculo de la crucifixión del Hijo del Hombre. A lo largo de estas horas espantosas las huestes invisibles de un universo estuvieron mirando, mudas, este fenómeno extraordinario del Creador que estaba padeciendo la muerte de la criatura, aun la más innoble muerte de un criminal condenado.

Junto a la cruz estuvieron en distintos momentos de la crucifixión María, Ruth, Judá, Juan, Salomé (la madre de Juan), y un grupo de mujeres, sinceras creyentes, que incluía a María la mujer de Clopas y la hermana de la madre de Jesús, a María Magdalena, y a Rebeca, anteriormente de Séforis. Estos y otros amigos de Jesús se mantuvieron en silencio, prsesenciando su gran paciencia y fortaleza y contemplando sus intensos sufrimientos.

Muchos de los que pasaban por ahí meneaban la cabeza y, burlándose de él, decían: «Tú que destruirías el templo y lo volverías a edificar en tres días, sálvate. Si eres el Hijo de Dios, ¿por qué no te bajas de tu cruz?» De la misma manera algunos de los líderes de los judíos se mofaban de él diciendo: «Salvó a otros, pero no se puede salvar a sí mismo». Otros decían: «Si eres el rey de los judíos, bájate de la cruz, y entonces creeremos en ti». Y más tarde se burlaron aun más, diciendo: «El confió en que Dios le libraría. Aun afirmó ser el Hijo de Dios —miradlo ahora— crucificado entre dos ladrones». Hasta los dos ladrones también se burlaban de él y lo reprochaban.

Como Jesús no respondía nada a sus burlas, y puesto que se estaba acercando el mediodía de este día especial de preparación, a eso de las once y media la mayoría de la multitud jocosa y vituperante se había ido por su camino; permanecieron allí menos de cincuenta personas. Los soldados se dispusieron a comer y beber su vino barato y agrio, preparándose para la larga vigilia de la muerte. Al compartir su vino, burlonamente brindaron a Jesús, diciendo: «¡Salud y buena fortuna! Al rey de los judíos». Y se asombraron ante la reacción tolerante del Maestro a sus burlas y mofas.

Cuando Jesús los vio comer y beber, bajó la mirada hacia ellos y dijo: «Tengo sed». Al oír el capitán de los guardias a Jesús decir «tengo sed», le llevó un poco del vino de su botella y, colocando una esponja saturada en el extremo de una jabalina, la levantó hasta Jesús para que se pudiese humedecer los labios resecos.

Jesús se había propuesto vivir sin recurrir a sus poderes sobrenaturales y del mismo modo eligió morir como un mortal común y corriente en la cruz. Había vivido como un hombre, y quería morir como un hombre —haciendo la voluntad del Padre.

sábado, 24 de mayo de 2014

En camino al Gólgota.

Antes de salir del patio del pretorio, los soldados colocaron sobre los hombros de Jesús el travesaño. Era costumbre obligar al condenado a que llevara el travesaño hasta el sitio de la crucifixión. El condenado no llevaba toda la cruz, sino tan sólo esta viga más corta. Las piezas más largas y verticales de las tres cruces de madera ya se habían transportado al Gólgota y, cuando llegaron los soldados con sus prisioneros, ya estaban plantadas firmemente en la tierra.

De acuerdo con la costumbre, el capitán conducía la procesión, llevando pequeñas tablillas blancas en las que se había escrito con carbón el nombre de los criminales y la naturaleza de los crímenes por los cuales habían sido condenados. Para los dos ladrones, el centurión tenía leyendas con su nombre, y debajo del nombre había una sola palabra, «bandido». Era costumbre, después de clavar la víctima al travesaño e izarla hasta su lugar sobre la viga vertical, clavar esta leyenda en el extremo superior de la cruz, justo encima de la cabeza del criminal, para que todos los espectadores pudieran enterarse por cuál crimen se crucificaba al condenado. La leyenda que llevaba el centurión para colocar en la cruz de Jesús había sido escrita por Pilato mismo en latín, griego y aramaico, y decía: «Jesús de Nazaret —rey de los judíos».

Algunas de las autoridades judías que aún estaban presentes cuando Pilato escribió esta leyenda protestaron vigorosamente, porque no querían que se llamara a Jesús «rey de los judíos». Pero Pilato les recordó que esa acusación era parte de los cargos que llevaron a su condena. Cuando los judíos vieron que no podían convencer a Pilato de que cambiara de idea, le rogaron que por lo menos modificara la leyenda como sigue: «Él dijo: ‘yo soy el rey de los judíos'». Pero Pilato se mantuvo firme; no quiso modificar su leyenda. Ante todas las súplicas él tan sólo contestó: «Lo que he escrito, he escrito».

Generalmente era costumbre viajar al Gólgota por el camino más largo, para que mayor número de personas pudieran ver al condenado, pero este día fueron por el camino más directo, saliendo por la puerta de Damasco, que se abría al norte de la ciudad, y siguiendo este camino, pronto llegaron al Gólgota, el sitio oficial de Jerusalén para las crucifixiones. Más allá del Gólgota estaban las villas de los pudientes, y del otro lado de la carretera estaban las tumbas de muchos judíos ricos.

La crucifixión no era un tipo de condena de los judíos. Tanto los griegos como los romanos habían aprendido este método de ejecución de los fenicios. Aun Herodes, a pesar de su gran crueldad, no llegó nunca a practicar la crucifixión. Los romanos nunca crucificaron a un ciudadano romano; este tipo deshonorable de muerte se usaba tan sólo para los esclavos y los pueblos súbditos. Durante el sitio de Jerusalén, tan sólo cuarenta años después de la crucifixión de Jesús, el Gólgota entero se cubrió de miles y miles de cruces sobre las que, día tras día, pereció la flor de la raza judía. En verdad una cosecha trágica, de lo que se sembrara en ese día.

A medida que pasaba la procesión de muerte por las angostas calles de Jerusalén, muchas judías de corazón tierno que habían oído las palabras de buen ánimo y compasión de Jesús, y que conocían su vida de ministerio amante, no pudieron contener el llanto al verlo conducido a una muerte tan innoble. A su paso pues, muchas de estas mujeres lloraban y se lamentaban. Cuando algunas de ellas se atrevieron a caminar a su lado, el Maestro volvió hacia ellas la cabeza y dijo: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, sino más bien por vosotras y por vuestros hijos. Mi obra está casi terminada —pronto iré a mi Padre— pero los tiempos de tribulaciones tremendas recién empiezan para Jerusalén. He aquí que vendrán días en que diréis: Bienaventuradas las estériles y las de pechos que no amamantaron jamás a sus pequeños. En aquellos días, imploraréis que caigan sobre vosotras las rocas de las colinas para libraros de los terrores de vuestras tribulaciones».

Estas mujeres de Jerusalén en verdad eran valientes al manifestar compasión por Jesús, porque estaba estrictamente prohibido por la ley mostrar sentimientos caritativos por el que iba hacia su crucifixión. Se permitía que el gentío se lo mofara al condenado, se burlara de él o lo ridiculizara, pero no se permitía que se expresara compasión alguna. Aunque Jesús apreciaba estas manifestaciones de compasión en esta hora oscura en la que sus amigos estaban escondidos, no quería que estas mujeres de buen corazón incitaran la ira de las autoridades por atreverse a mostrar misericordia por él. Aun en ese momento, Jesús poco pensaba en sí mismo, sino que pensaba en los días terribles de tragedia que caerían sobre Jerusalén y sobre toda la nación judía.

Mientras el Maestro trastabillaba camino de la crucifixión, estaba muy cansado; estaba casi exhausto. No había comido ni bebido desde la última cena en la casa de Elías Marcos. Tampoco le habían permitido que disfrutara de un momento de reposo. Además, hubo de soportar un interrogatorio tras otro hasta la hora de su condena, sin mencionar los azotes abusivos, el sufrimiento físico y la pérdida de sangre. Además de todo esto, estaba su extremada angustia mental, su aguda tensión espiritual, y un sentimiento terrible de soledad humana.


Poco después de pasar por la puerta de salida de la ciudad, al tropezar Jesús bajo el travesaño, la fuerza física le abandonó por un momento, y cayó bajo el peso de su enorme carga. Los soldados le gritaron y patearon, pero él no podía levantarse. Cuando el capitán vio esto, sabiendo todo lo que Jesús ya había soportado, mandó a sus soldados que desistiesen. Luego ordenó a uno que pasaba, un tal Simón de Cirene, que tomara el travesaño de los hombros de Jesús y lo obligó a llevarlo por el resto del camino hasta el Gólgota.

Este Simón había venido de Cirene, en el norte de África, para asistir a la Pascua. Paraba con otros cirineos en las afueras de los muros de la ciudad e iba camino del templo para asistir a los oficios cuando el capitán romano le mandó que llevara el travensaño de Jesús. Simón permaneció allí todas las horas que tardó el Maestro en morir en la cruz, hablando con muchos de sus amigos y con sus enemigos. Después de la resurrección y antes de irse de Jerusalén, él se convirtió valientemente al evangelio del reino, y cuando volvió a su hogar, condujo a toda su familia al reino celestial. Sus dos hijos, Alejandro y Rufo, fueron maestros muy eficaces del nuevo evangelio en África. Pero Simón nunca supo que Jesús, cuya carga él llevó, y el tutor judío que cierta vez había consolado a su hijo lesionado, eran la misma persona.

Fue poco después de las nueve cuando esta procesión de muerte llegó al Gólgota, y los soldados romanos se ocuparon de la tarea de clavar a los dos bandidos y al Hijo del Hombre en sus respectivas cruces.

viernes, 23 de mayo de 2014

La Crucifixión.

Los soldados ataron primero con sogas los brazos del Maestro al travensaño, y luego le clavaron las manos al leño. Izaron luego el travensaño al poste, y después de clavarlo firmemente al madero vertical de la cruz, le ataron y clavaron los pies a la madera, usando un clavo largo para penetrar los dos pies. La madera vertical llevaba una cuña grande, colocada a la altura apropiada, que funcionaba como soporte para aguantar el peso del cuerpo. La cruz no era alta, los pies del Maestro se encontraban tan sólo un metro por encima de la tierra. Por lo tanto, pudo oír todo lo que burlonamente se decía de él y pudo ver claramente la expresión de los rostros de todos los que tan impensadamente se mofaban de él. También los que estaban presentes pudieron oír fácilmente todo lo que dijo Jesús durante estas horas de constante tortura y muerte lenta.

Era costumbre quitar todas las vestimentas de los que debían ser crucificados, pero puesto que los judíos objetaban grandemente a que se mostrara el cuerpo humano desnudo en público, los romanos proveían un paño adecuado para los condenados a la crucifixión en Jerusalén. Por lo tanto, una vez que le quitaron a Jesús sus vestimentas, con eso lo cubrieron antes de colocarlo en la cruz.

Se recurría a la crucifixión como castigo particularmente cruel y lento, pues a veces tardaba varios días la víctima en morir. Había mucha oposición a la crucifixión en Jerusalén, y existía una asociación de mujeres judías, que siempre enviaban a una representante a las crucifixiones, con el objeto de ofrecer a la víctima vino drogado para aliviar sus sufrimientos. Pero cuando Jesús probó de este vino con narcótico, a pesar de la sed que tenía, se negó a beberlo. El Maestro eligió mantener la conciencia humana hasta el fin mismo. Deseaba enfrentarse con la muerte, aun en esta forma tan cruel e inhumana, y conquistarla mediante la sumisión voluntaria a la plena experiencia humana.

Antes de que Jesús fuera colocado en la cruz, ya se habían colocado en las cruces los dos bandidos, que no dejaban de insultar y escupir a sus verdugos. Las únicas palabras de Jesús, al clavarlo ellos al travensaño, fueron «Padre, perdónalos porque no saben qué están haciendo». No podría haber intercedido tan misericordiosa y amantemente en favor de sus verdugos si estos pensamientos de devoción afectuosa no hubiesen sido el manantial mismo de su vida de servicio altruista. Las ideas, motivos y anhelos de toda una vida se revelan abiertamente en una crisis.

Una vez que izaron al Maestro a la cruz, el capitán clavó la leyenda encima de su cabeza, y ésta leía en tres idiomas: «Jesús de Nazaret —el rey de los Judíos». Los judíos estaban furiosos por este supuesto insulto. Pero Pilato se había enfadado por la conducta irrespetuosa de los judíos; le parecía que lo habían intimidado y humillado, y eligió este método para obtener una mezquina venganza. Podría haber escrito «Jesús, un rebelde». Pero él bien sabía que estos judíos de Jerusalén detestaban el nombre mismo de Nazaret, y estaba decidido a humillarlos de esta manera. Sabía que también se resentirían mucho al ver que este galileo crucificado era llamado «el rey de los judíos».

Muchos de los líderes judíos, cuando supieron de cómo Pilato los trataba ridiculizar al poner esa inscripción en la cruz de Jesús, fueron de prisa al Gólgota, pero al llegar no se atrevieron a quitar la leyenda, puesto que los soldados romanos estaban de guardia. Como no pudieron quitar el título, estos líderes se mezclaron con la multitud e hicieron lo que pudieron para incitar a la burla y al ridículo, para que nadie tomara en serio la inscripción.

El apóstol Juan, con María la madre de Jesús, Ruth y Judá, llegaron a la escena poco después de que habían izado a Jesús a su posición en la cruz, y mientras estaba el capitán clavando la leyenda sobre la cabeza del Maestro. Juan fue el único de los once apóstoles que presenció la crucifixión, y aun él no estuvo presente todo el tiempo, puesto que corrió a Jerusalén para traer a su madre y a las amigas de ella, poco después de haber acompañado al Gólgota a la madre de Jesús.

Cuando Jesús vio a su madre, con Juan y su hermano y hermana, sonrió, pero no dijo nada. Mientras tanto los cuatro soldados que tenían a su cargo la crucifixión del Maestro, como era costumbre, se habían dividido entre ellos sus indumentos, llevando uno las sandalias, otro el turbante, otro el cinto, y el cuarto, el manto. Quedaba tan sólo la túnica, un indumento sin costuras que llegaba hasta cerca de las rodillas; los soldados iban a cortarla en cuatro pedazos, pero cuando vieron que se trataba de una vestimenta tan insólita, decidieron echar suertes por ésta. Jesús los miraba desde arriba mientras se dividían sus vestimentas, y la multitud desconsiderada se burlaba de él.

Fue una suerte de que los soldados romanos tomaran posesión de las ropas del Maestro. De no ser así, si sus seguidores hubieran conseguido estos indumentos, tal vez habrían caído en la tentación de adorar en forma supersticiosa estas reliquias. El Maestro deseaba que sus seguidores no pudieran tener ningún objeto material para asociarlo con su vida en la tierra. Quería dejar a la humanidad tan sólo el recuerdo de una vida humana dedicada al alto ideal espiritual de consagrarse a hacer la voluntad del Padre.

martes, 20 de mayo de 2014

La Crucifixión.

UNA vez que se hubo preparado a los dos bandidos, los soldados, bajo el mando de un centurión, salieron hacia el sitio de la crucifixión. El centurión a cargo de estos doce soldados era el mismo capitán que la noche anterior había conducido a los soldados romanos al arresto de Jesús en Getsemaní. Era costumbre romana asignar cuatro soldados a cada uno de los que serían crucificados. Los dos bandidos fueron debidamente azotados antes de que se los llevara para la crucifixión, pero Jesús no recibió golpes adicionales; indudablemente el capitán pensó que ya había sido azotado bastante, aun antes de su condena.

Los dos ladrones crucificados con Jesús eran cómplices de Barrabás y habrían sido puestos a muerte más tarde con su líder de no haber sido éste soltado por Pilato como el perdón pascual. Jesús pues fue crucificado en lugar de Barrabás.

Lo que Jesús está a punto a hacer, sometiéndose a la muerte en la cruz, lo hace él por su libre albedrío. Al pronosticar esta experiencia, él dijo: «El Padre me ama y me sostiene porque estoy dispuesto a ofrendar mi vida. Pero tomaré posesión de ella de nuevo. Nadie me quita la vida, —por mí mismo la ofrendo. Tengo poder para ofrendarla, y tengo poder para tomar posesión de ella. Este mandamiento recibí de mi Padre».

Eran apenas antes de las nueve de esta mañana cuando los soldados condujeron a Jesús del pretorio, camino al Gólgota. Muchos de entre los que caminaban tras de esta procesión eran simpatizantes en secreto de Jesús, pero la mayor parte de este grupo de unos doscientos o más, estaba formado de sus enemigos y de holgazanes curiosos que simplemente deseaban disfrutar del espectáculo chocante de las crucifixiones. Sólo unos pocos de los líderes judíos fueron a presenciar la muerte de Jesús en la cruz. Sabiendo que Pilato lo había entregado a los soldados romanos y que estaba condenado a muerte, se ocuparon más bien de su reunión en el templo, en la que discutieron qué habrían de hacer con los seguidores de Jesús.

lunes, 19 de mayo de 2014

La muerte de Jesús en relación a la Pascua.

No existe una relación directa entre la muerte de Jesús y la Pascua judía. Es verdad que el Maestro entregó su vida en la carne en este día, el día de preparación para la Pascua judía, y alrededor de la hora en que se sacrificaba los corderos pascuales en el templo. Pero este acontecimiento coincidente no indica de ninguna manera que la muerte del Hijo del Hombre en la tierra tenga relación alguna con el sistema sacrificatorio judío. Jesús era judío, pero como Hijo del Hombre era un mortal de los reinos. Los acontecimientos ya narrados que condujeron a esta hora de crucifixión inminente del Maestro son suficientes para indicar que su muerte aproximadamente en ese momento fue un asunto puramente natural y en manos de los hombres.

Fue el hombre y no Dios quien planeó y ejecutó la muerte de Jesús en la cruz. Es verdad que el Padre se negó a interferir en la marcha de los acontecimientos humanos en Urantia, pero el Padre en el Paraíso no decretó, no demandó, ni requirió la muerte de su Hijo de la manera como se la llevó a cabo en la tierra. Es un hecho que de alguna forma, tarde o temprano, Jesús habría tenido que despojarse de su cuerpo mortal, dando fin a su encarnación, pero podría haberlo hecho de maneras incontables, sin morir en una cruz entre dos ladrones. Todo esto fue obra del hombre, no de Dios.

A la hora del bautismo del Maestro, él ya había cumplido con la técnica de la experiencia requisita en la tierra y en la carne, necesaria para que concluyera su séptimo y último autootorgamiento en el universo. Se cumplió en este mismo momento el deber de Jesús en la tierra. Toda la vida que vivió después de eso, y aun la forma de su muerte, fue un ministerio puramente personal de su parte para bienestar y elevación de las criaturas mortales en este mundo y en otros mundos.

El evangelio de la buena nueva de que el hombre mortal puede, por la fe, llegar a ser consciente espiritualmente de que él es hijo de Dios, no depende de la muerte de Jesús. Es verdad, en efecto, que este evangelio del reino ha sido enormemente iluminado por la muerte del Maestro, pero lo fue aun más por su vida.

Todo lo que el Hijo del Hombre dijo o hizo en la tierra embelleció grandemente las doctrinas de la filiación con Dios y de la hermandad de los hombres, pero estas relaciones esenciales de Dios y de los hombres son inherentes en los hechos universales del amor de Dios por sus criaturas y de la misericordia innata de sus Hijos divinos. Estas relaciones conmovedoras y divinamente hermosas entre el hombre y su Hacedor en este mundo y en todos los otros a lo largo y a lo ancho del universo de los universos, han existido desde la eternidad; y no son en sentido alguno dependientes de esas actuaciones periódicas de autootorgamiento de los Hijos Creadores de Dios, quienes así toman la naturaleza y semejanza de las inteligencias creadas por ellos, como parte del precio que deben pagar para adquirir finalmente la soberanía ilimitada de sus respectivos universos locales.

El Padre en el cielo amaba de igual manera al hombre mortal en la tierra antes de la vida y muerte de Jesús en Urantia que después de esta exhibición trascendental de asociación de hombre y Dios. Esta poderosa transacción de la encarnación del Dios de Nebadon como hombre en Urantia no podía aumentar los atributos del Padre eterno, infinito y universal, pero sí enriqueció y esclareció a todos los demás administradores y criaturas del universo de Nebadon. Aunque el Padre en el cielo no nos ama más por esta encarnación de Micael, todas las demás inteligencias celestiales sí lo hacen. Y esto se debe a que Jesús reveló, no solamente a Dios al hombre, sino asimismo hizo una nueva revelación del hombre a los Dioses y a las inteligencias celestiales del universo de los universos.

Jesús no está a punto de morir como sacrificio por el pecado. El no expía la culpa moral innata de la raza humana. La humanidad no tiene tal culpa racial ante Dios. La culpa es puramente una cuestión de pecado personal y rebeldía deliberada y de sabiendas contra la voluntad del Padre y la administración de sus Hijos.

El pecado y la rebelión nada tienen que ver con el plan fundamental de autootorgamientos de los Hijos de Dios Paradisiacos, aunque nos parezca que el plan de salvación es una característica provisional del plan autootorgador.

La salvación de Dios para los mortales de Urantia habría sido igualmente eficaz y perfectamente certera si Jesús no hubiese sido puesto a muerte por las manos crueles de mortales ignorantes. Si los mortales de la tierra hubieran recibido favorablemente al Maestro y si él hubiera partido de Urantia por abandono voluntario de su vida en la carne, el hecho del amor de Dios y de la misericordia del Hijo —el hecho de la filiación con Dios— de ninguna manera habría sido afectado. Vosotros los mortales sois hijos de Dios, y sólo una cosa se requiere para que esta verdad se vuelva un hecho en vuestra experiencia personal, y ésa es: vuestra fe nacida del espíritu.

domingo, 18 de mayo de 2014

La preparación para la crucifixión.

Una vez que Pilato se hubo lavado las manos ante la multitud, buscando así escapar a la culpa de entregar un hombre inocente a que fuera crucificado, sólo porque temía resistirse a los reclamos de los dirigentes de los judíos, ordenó que el Maestro fuera entregado a los soldados romanos e instruyó al capitán que se lo crucificara inmediatamente. Al hacerse cargo de Jesús, los soldados lo condujeron de vuelta al patio del pretorio, y después de quitarle el manto que le había puesto Herodes, lo vistieron con sus propios indumentos. Estos soldados se burlaron y se mofaron de él, pero no le infligieron castigo físico. Jesús estaba ahora a solas con estos soldados romanos. Sus amigos estaban escondidos; sus enemigos se habían ido por su camino; aun Juan Zebedeo ya no estaba a su lado.

Fue poco después de las ocho que Pilato entregó a Jesús a los soldados, y poco después de las nueve partieron ellos para el lugar de la crucifixión. Durante este período de más de media hora Jesús no habló una sola palabra. El departamento ejecutivo de un gran universo se encontraba prácticamente parado. Gabriel y los altos gobernantes de Nebadon se hallaban reunidos aquí en Urantia, o siguiendo de cerca los informes espaciales de los arcángeles para mantenerse al tanto de lo que le estaba ocurriendo al Hijo del Hombre en Urantia.

Al aprontarse los soldados para llevar a Jesús al Gólgota, ya se encontraban ellos bajo la influencia de su insólita serenidad y dignidad extraordinaria, de su silencio sin quejas.

Buena parte de la demora en salir con Jesús para el lugar de la crucifixión se debió a que el capitán decidió a último minuto llevarse a dos criminales que habían sido condenados a muerte; puesto que Jesús sería crucificado esa mañana, el capitán romano pensó que estos dos podían también morir con él en vez de esperar hasta el fin de las festividades de la Pascua.

En cuanto prepararon a estos ladrones, se los condujo al patio, donde contemplaron a Jesús, uno de ellos por primera vez, pero el otro le había oído hablar muchas veces, tanto en el templo como, muchos meses antes, en el campamento de Pella.

martes, 13 de mayo de 2014

El confiable David Zebedeo.

Poco después de que fuera Jesús entregado a los soldados romanos al fin de la audiencia ante Pilato, un grupo de guardianes del templo se dirigió de prisa a Getsemaní para dispersar o arrestar a los seguidores del Maestro. Pero mucho antes de su llegada, estos seguidores se habían dispersado. Los apóstoles se habían retirado a lugares designados para ocultarse; los griegos se habían separado y se habían dirigido a distintas casas en Jerusalén; los demás discípulos habían desaparecido del mismo modo. David Zebedeo creía que los enemigos de Jesús retornarían; por lo tanto en seguida quitó unas cinco o seis tiendas en la parte alta de la hondonada, junto al sitio al que tan frecuentemente el Maestro se retiraba para orar y adorar. Aquí él pensaba ocultarse y al mismo tiempo mantener un centro, o estación coordinadora, para sus servicios de mensajería. Apenas David había abandonado el campamento, cuando llegaron los guardianes del templo. Como no encontraron allí a nadie, se conformaron con incendiar el campamento y luego se apresuraron a volver al templo. Al escuchar su informe, el sanedrín estuvo satisfecho de que los seguidores de Jesús estaban tan totalmente asustados y preocupados que ya no habría peligro de revueltas ni intento alguno de rescatar a Jesús de las manos de sus ajusticiadores. Por fin pudieron respirar en paz, y así levantaron la sesión, y cada uno fue a prepararse para la Pascua.
      
Tan pronto como Pilato entregó a Jesús a los soldados romanos para su crucifixión, un mensajero se fue de prisa a Getsemaní para informar a David, y a los cinco minutos ya habían corredores camino de Betsaida, Pella, Filadelfia, Sidón, Siquem, Hebrón, Damasco y Alejandría. Todos estos mensajeros llevaban la noticia de que Jesús estaba a punto de ser crucificado por los romanos por pedido insistente de los potentados de los judíos.
      
A lo largo de este día trágico, hasta que finalmente llegó el mensaje de que el Maestro había sido colocado en el sepulcro, David envió mensajeros aproximadamente cada media hora con informes para los apóstoles, los griegos, y la familia terrenal de Jesús, reunida en la casa de Lázaro en Betania. Cuando los mensajeros partieron con la noticia de que Jesús había sido sepultado, David despidió a su cuerpo de corredores locales para la celebración de la Pascua y para el sábado de reposo, con instrucciones de que volvieran a él en secreto el domingo por la mañana, concurriendo a la casa de Nicodemo, en donde pensaba esconderse por unos días con Andrés y Simón Pedro.
      
Este David Zebedeo de mente tan peculiar fue el único de los principales discípulos de Jesús que tomó literalmente y como cosa normal la declaración del Maestro de que él moriría y «resucitaría al tercer día». David le había escuchado una vez esta predicción y, siendo de mente literal, se proponía reunir a sus mensajeros el domingo por la mañana temprano en la casa de Nicodemo, para que estuvieran disponibles para difundir la noticia, en caso de que Jesús se levantara de los muertos. Pronto descubrió David que ninguno de los seguidores de Jesús esperaba que él volviese tan pronto de la tumba; por lo tanto, poco dijo de su creencia, y nada sobre la movilización de sus mensajeros para el domingo por la mañana temprano, excepto a los corredores que habían sido enviados en la mañana del viernes a ciudades y centros de creyentes distantes.
      
Así pues estos seguidores de Jesús, dispersados por todo Jerusalén y sus alrededores, esa noche compartieron la Pascua y al día siguiente permanecieron en retiro.

lunes, 12 de mayo de 2014

La actitud del maestro.

Cuando Jesús fue arrestado, sabía que su trabajo en la tierra, en la semejanza de la carne mortal, estaba terminado. El comprendía plenamente la manera como moriría, y poco le preocupaban los detalles de los así llamados juicios.
      
Ante el tribunal de los sanedristas, Jesús se negó a responder al testimonio de los testigos perjuros. Tan sólo había una pregunta que siempre tendría respuesta, fuera amigo o enemigo el que la preguntara, y ésa era la que se refería a la naturaleza y divinidad de su misión en la tierra. Cuando se le preguntaba si él era el Hijo de Dios, respondía infaliblemente. Se negó firmemente a hablar en presencia del curioso y malvado Herodes. Ante Pilato habló sólo cuando pensó que podría ayudar a Pilato o a algún otro ser sincero para que alcanzaran un conocimiento mejor de la verdad de lo que él decía. Jesús había enseñado a sus apóstoles que era inútil echar perlas a los cerdos; ahora, se atrevía a practicar lo que enseñara. Su conducta durante este tiempo ejemplificó la sumisión paciente de la naturaleza humana combinada con el silencio majestuoso y la dignidad solemne de la naturaleza divina. Estaba dispuesto a conversar con Pilato de cualquier asunto relacionado con las acusaciones políticas contra él —toda pregunta que reconocía pertinente a la jurisdicción del gobernador.
      
Jesús estaba convencido de que era voluntad del Padre que se sometiera al curso natural y ordinario de los eventos humanos como debe hacerlo cualquier otra criatura mortal, y por lo tanto se negó a emplear siquiera sus poderes puramente humanos de elocuencia persuasiva para influir sobre el resultado de las maquinaciones de sus semejantes mortales socialmente miopes y espiritualmente ciegos. Aunque Jesús vivió y murió en Urantia, toda su carrera humana, desde el principio hasta el fin, fue un espectáculo diseñado para influir e instruir al universo entero de su creación y permanente sostenimiento.
      
Estos judíos miopes pidieron a gritos la muerte del Maestro mientras él estuvo allí de pie en un silencio solemne, contemplando el espectáculo de la muerte de una nación —el pueblo de su propio padre terrenal.
      
Jesús había desarrollado tal carácter humano que podía mantener la serenidad y afirmar su dignidad aun frente a los insultos persistentes y sin causa. No podía ser amilanado. Cuando fue atacado por primera vez por el criado de Anás, tan sólo había sugerido que sería apropiado llamar testigos que pudieran atestiguar debidamente contra él.
      
Desde el principio hasta el fin, durante el así llamado juicio ante Pilato, las huestes celestiales que presenciaban los hechos no pudieron contenerse de transmitir al universo la descripción del espectáculo de «Pilato enjuiciado ante Jesús».
     
Cuando se encontró frente a Caifás, y todo el falso testimonio fue inservible, Jesús no titubeó en responder a la pregunta del alto sacerdote, proporcionando así su propio testimonio de lo que ellos deseaban usar para condenarlo por blasfemia.
      
El Maestro nunca demostró el menor interés por los esfuerzos, bien intencionados pero apenas tibios, de Pilato para soltarlo. Realmente tuvo piedad de Pilato y sinceramente trató de iluminar su mente oscurecida. Se mantuvo totalmente pasivo ante los llamados del gobernador romano para que los judíos retiraran sus acusaciones criminales contra él. Durante toda esta prueba dolorosa, se comportó con singular dignidad y majestad sin ostentación. No proyectó ni siquiera reflejos de insinceridad sobre aquellos que luego se tornaran en sus asesinos, cuando éstos preguntaron si él era «el rey de los judíos». Con un mínimo de explicación calificativa aceptó esa denominación, sabiendo que, aunque eligieron rechazarlo, él sería en efecto el último que pudiera proporcionarles un verdadero liderazgo nacional, aun en sentido espiritual.
      
Poco dijo Jesús durante estos juicios, pero dijo lo suficiente como para mostrar a todos los mortales el carácter humano que un hombre puede perfeccionar en sociedad con Dios, y para revelar a todo el universo la forma en la que Dios puede manifestarse en la vida de la criatura cuando dicha criatura verdaderamente elige hacer la voluntad del Padre, tornándose así hijo activo del Dios vivo.
      
Su amor por los mortales ignorantes se revela plenamente en su paciencia y gran autodominio frente a las burlas, bofetadas y mofas de los burdos soldados y de los siervos despreocupados. Ni siquiera se enojó cuando le vendaron los ojos y, abofeteándolo burlonamente, exclamaron: «Profetízanos, quién fue el que te golpeó».
      
Pilato dijo más verdad de la que él sabía cuando, después de haber hecho azotar a Jesús, lo presentó ante la multitud exclamando: «¡He aquí el hombre!» En efecto, el temeroso gobernador romano no se imaginaba que precisamente en ese momento el universo estaba atento, contemplando este espectáculo único de su amado Soberano sometido así a la humillación de las burlas y los golpes de sus súbditos mortales oscurecidos y degradados. Y al hablar Pilato, se transmitió un eco por todo Nebadon: «¡He aquí a Dios y al Hombre!» Por todo un universo, millones incalculables desde ese día han seguido contemplando a ese hombre, mientras que el Dios de Havona, el gobernante supremo del universo de universos, acepta al hombre de Nazaret como satisfacción del ideal de las criaturas mortales de este universo local en el tiempo y el espacio. En su vida incomparable, él nunca dejó de revelar Dios al hombre. Ahora, en estos episodios finales de su carrera mortal y su muerte subsiguiente, hizo una nueva y conmovedora revelación del hombre a Dios.

sábado, 10 de mayo de 2014

El fín de Judas Icariote.

Eran alrededor de las ocho y media de este viernes por la mañana cuando terminó la audiencia de Jesús ante Pilato y el Maestro fue puesto en manos de los soldados romanos que iban a crucificarlo. En cuanto los romanos tomaron posesión de Jesús, el capitán de los guardias judíos marchó con sus hombres de vuelta a su cuartel en el templo. El sumo sacerdote y sus asociados sanedristas siguieron de cerca a los guardianes, yendo directamente a su sitio usual de reunión en la sala de piedras labradas del templo. Aquí encontraron a muchos otros miembros del sanedrín que aguardaban para saber qué se había hecho con Jesús. Mientras Caifás presentaba su informe al sanedrín sobre el juicio y la condenación de Jesús, Judas apareció ante ellos para reclamar su recompensa por el papel que había representado en el arresto y sentencia de muerte de su Maestro.
     
Todos estos judíos detestaban a Judas; miraban al traidor sólo con sentimientos de gran desprecio. A lo largo del juicio de Jesús ante Caifás y durante su aparición ante Pilato, a Judas le remordía la conciencia por su conducta traicionera. Al mismo tiempo ya no se hacía tantas ilusiones sobre la recompensa que recibiría como pago a sus servicios de traidor de Jesús. No le gustaba la frialdad y altanería de las autoridades judías; sin embargo, esperaba ser recompensado ampliamente por su conducta cobarde. Esperaba que lo llamaran ante el plenario del sanedrín y que lo honraran allí mientras le conferían honores apropiados como símbolo del gran servicio que, según él, había rendido a su nación. Imaginad por lo tanto la gran sorpresa de este traidor egoísta cuando un siervo del sumo sacerdote, tocándole en el hombro, lo llamó fuera de la sala y dijo: «Judas, se me ha encargado que te pague por la traición de Jesús. Aquí está tu recompensa». Hablando así, el siervo de Caifás le entregó a Judas una bolsa que contenía treinta piezas de plata —en aquel tiempo, el precio de un buen esclavo en buena salud.
      
Judas estaba anonadado, pasmado. Se abalanzó de vuelta a la sala, pero el centinela no lo dejó entrar. Quería apelar al sanedrín, pero ellos no quisieron admitirlo. Judas no podía creer que estos líderes de los judíos permitieran que él traicionara a sus amigos y a su Maestro y luego le ofrecieran como recompensa treinta piezas de plata. Estaba humillado, desilusionado, y totalmente destruido. Se alejó del templo, en realidad, como en un trance. Automáticamente se metió la bolsa de dinero en el amplio bolsillo, el mismo bolsillo en el cual por tanto tiempo había llevado la bolsa que contenía los fondos apostólicos. Y deambuló por las calles de la ciudad, tras de las multitudes que iban a presenciar las crucifixiones.
     
A cierta distancia vio Judas que levantaban el travesaño con Jesús clavado en él; al ver esto, volvió corriendo al templo y, forcejeando con el centinela consiguió entrar y pararse ante el sanedrín, que aún estaba reunido. El traidor estaba casi sin aliento y altamente conmovido, pero consiguió balbucear estas palabras: «He pecado entregando sangre inocente. Vosotros me habéis insultado. Me habéis ofrecido dinero como recompensa de mis servicios —el precio de un esclavo. Me arrepiento de haber hecho esto; he aquí vuestro dinero. Quiero liberarme de la culpa de esta acción».
      
Cuando los potentados de los judíos escucharon a Judas, se burlaron de él. El que estaba sentado más cerca del sitio donde se encontraba Judas de pie, le indicó con un gesto que se fuera de la sala, diciéndole: «Tu Maestro ya ha sido puesto a muerte por los romanos, y en cuanto a tu culpa, ¿qué nos importa a nosotros? Ocúpate tú mismo de ella —y ¡fuera de aquí!»
      
Al abandonar Judas el aposento del sanedrín, sacó las treinta piezas de plata de la bolsa y las arrojó al piso del templo. Cuando el traidor abandonó el templo, estaba casi fuera de sí. Judas ahora experimentaba la comprensión de la verdadera naturaleza del pecado. Ya se habían desvanecido el atractivo, la fascinación y la ebriedad de las malas acciones. Ahora el malhechor estaba a solas, frente a frente con el veredicto de enjuiciamiento de su alma desilusionada y desencantada. El pecado fue atractivo y aventuroso mientras lo cometía, pero ahora tenía él que enfrentarse con los frutos de los hechos y a desnudos y despojados de romanticismo.
      
El que fuera embajador del reino del cielo en la tierra, caminaba ahora por las calles de Jerusalén, solo y abandonado. Su desesperación era total y absoluta. Así anduvo por la ciudad y fuera de sus muros, hasta descender a la terrible soledad del valle de Hinom, donde trepó por las rocas abruptas y, quitándose el cinto, ató un extremo a un pequeño árbol y el otro extremo alrededor del cuello, y se arrojó al precipicio. Antes de morir, el nudo que sus manos nerviosas habían atado se soltó, y el cuerpo del traidor se reventó en pedazos al caer a las ásperas rocas.

martes, 6 de mayo de 2014

Poco antes de la crucifixión.

CUANDO Jesús y sus acusadores salieron para ver a Herodes, el Maestro se volvió al apóstol Juan y dijo: «Juan, ya no puedes hacer nada más por mí. Vete adonde mi madre y tráela para que me vea antes de morir». Cuando Juan oyó la petición del Maestro, aunque no quería dejarle solo entre sus enemigos, se apresuró a Betania, donde estaba reunida toda la familia de Jesús aguardando en la casa de Marta y María, las hermanas de Lázaro a quien Jesús había resucitado de entre los muertos.    
   
Varias veces durante la mañana, los mensajeros habían llevado noticias a Marta y María sobre el progreso del juicio de Jesús. Pero la familia de Jesús no llegó a Betania hasta pocos minutos antes de la llegada de Juan, que traía la petición de Jesús de ver a su madre antes de ser puesto a muerte. Una vez que Juan Zebedeo les relató todo lo que había ocurrido desde el arresto de Jesús a la medianoche, María su madre fue inmediatamente, en compañía de Juan, a ver a su hijo mayor. Cuando María y Juan llegaron a la ciudad, Jesús, acompañado por los soldados romanos que iban a crucificarlo, ya había llegado al Gólgota.
      
Cuando María la madre de Jesús salió con Juan para ver a su hijo, su hermana Ruth se negó a quedarse atrás con el resto de la familia. Puesto que estaba decidida a acompañar a su madre, su hermano Judá fue con ella. El resto de la familia del Maestro permaneció en Betania bajo la dirección de Santiago, y prácticamente cada hora los mensajeros de David Zebedeo les llevaban noticias sobre el progreso del terrible acontecimiento de la sentencia de muerte de su hermano mayor, Jesús de Nazaret.

lunes, 5 de mayo de 2014

La trágica derrota de Pilato.


Aquí estaba el Hijo de Dios encarnado como Hijo del Hombre. Había sido arrestado sin denuncia; acusado sin prueba; juzgado sin testigos; castigado sin veredicto; y ahora, pronto sería condenado a muerte por un juez injusto que había confesado que no hallaba delito en él. Si Pilato creyó apelar al patriotismo de ellos al referirse a Jesús como el «rey de los judíos», se equivocó completamente. Los judíos no querían semejante rey. La declaración de los altos sacerdotes y los saduceos: «No tenemos más rey que al César», impresionó aun a la plebe despreocupada, pero era demasiado tarde para salvar a Jesús aunque se hubiese atrevido la plebe a abrazar la causa del Maestro.
      
Pilato temía un tumulto o una revuelta. No se atrevía a arriesgar disturbios durante la semana de Pascua en Jerusalén. Recientemente había sido censurado por el César, y no quería arriesgar otra censura. La plebe aplaudió cuando ordenó que soltaran a Barrabás. Luego mandó que le trajeran un cántaro y agua, y allí ante la multitud se lavó las manos, diciendo: «Yo soy inocente de la sangre de este hombre. Vosotros habéis decidido que debe morir, pero yo no hallé delito en él. Allá vosotros. Los soldados se lo llevarán». Y la plebe aplaudió y replicó: «Que su sangre se derrame sobre nosotros, y sobre nuestros hijos».

domingo, 4 de mayo de 2014

La última entrevista con Pilato.

Pilato, temblando de emoción temerosa, se sentó al lado de Jesús, y le preguntó: «¿De dónde vienes? Realmente, ¿quién eres tú? ¿Qué es esto que dicen ellos, que tú eres el Hijo de Dios?
 
Pero Jesús no podía contestar estas preguntas planteadas por un juez temeroso de los hombres, un juez débil y vacilante que tan injustamente lo hizo azotar aun cuando le había declarado inocente de todo delito, y antes de haber sido debidamente sentenciado a muerte. Jesús miró directamente a los ojos a Pilato, pero no le contestó. Entonces dijo Pilato: «¿Te niegas a hablarme? ¿No te das cuenta que aún tengo autoridad para soltarte o crucificarte?». Entonces dijo Jesús: «Ninguna autoridad tendrías tú sobre mí si no fuese dada de arriba. No puedes ejercer autoridad alguna sobre el Hijo del Hombre a menos que el Padre en el cielo lo permita. Pero tú no tienes tanta culpa puesto que eres ignorante del evangelio. El que me traicionó y el que me entregó a ti, el pecado de ellos es mayor».      
Esta última conversación con Jesús aterrorizó del todo a Pilato. Este cobarde moral y débil juez estaba ahora bajo el doble peso del temor supersticioso de Jesús y del temor mortal de los líderes judíos.
     
Nuevamente Pilato apareció ante el gentío diciendo: «Estoy seguro de que este hombre es tan sólo un ofensor religioso. Deberíais tomarlo y juzgarlo por vuestra ley. ¿Por qué esperáis que yo consienta con su muerte por haber él transgredido vuestras tradiciones?»
      
Pilato estaba casi listo para soltar a Jesús cuando Caifás, el sumo sacerdote, se acercó al cobarde juez romano y, sacudiendo un dedo vengativo en la cara de Pilato, dijo con palabras airadas que toda la multitud podía oír: «Si sueltas a este hombre, no eres amigo del César, y yo me aseguraré de que el emperador se entere de todo». Esta amenaza pública fue demasiado para Pilato, el temor por su fortuna individual eclipsó en ese momento toda otra consideración, y el cobarde gobernador ordenó que Jesús fuera traído ante el asiento del juez. Mientras el Maestro estaba allí frente a ellos, Pilato lo señaló con el dedo y dijo burlonamente: «He aquí vuestro rey». Y los judíos respondieron: «¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!» Y entonces Pilato dijo, con mucha ironía y sarcasmo: «¿Es que debo crucificar a vuestro rey?» Y los judíos respondieron: «Sí, ¡crucifícalo! No tenemos más rey que al César». Entonces Pilato se dio cuenta de que no había esperanza alguna de salvar a Jesús, puesto que no estaba dispuesto él a desafiar a los judíos.

sábado, 3 de mayo de 2014

El último llamado de Pilato.

En todo lo que está ocurriendo este viernes temprano en la mañana ante Pilato, tan sólo participan los enemigos de Jesús. Sus muchos amigos aún no saben de su arresto durante la noche y de su juicio temprano por la mañana o bien están escondidos para evitar ser arrestados también y adjudicados reos de muerte porque creen en las enseñanzas de Jesús. En la multitud que clama por la muerte del Maestro tan sólo se encuentran sus enemigos jurados y la plebe despreocupada, fácilmente voluble.
      
Pilato quería hacer un último llamado a la piedad de ellos. Pero como teme desafiar el clamor de esta plebe enardecida que quiere la sangre de Jesús, ordena a los guardianes judíos y a los soldados romanos que se lleven a Jesús y lo azoten. Éste fue un acto de procedimiento injusto e ilegal, ya que la ley romana permitía que únicamente aquellos condenados a muerte por crucifixión fueran azotados. Los guardianes llevaron a Jesús al patio abierto del pretorio para este castigo. Aunque sus enemigos no presenciaron los azotes, Pilato sí los presenció, y antes de que ellos terminaran su abuso malvado, ordenó a los azotadores que desistiesen e indicó que Jesús debía ser traído ante él. Antes de que los azotadores golpearan a Jesús con sus cuerdas anudadas, atándole a un poste, nuevamente le pusieron el manto de púrpura, y trenzando una corona de espinas, se la colocaron en la frente. Después de ponerle en la mano una caña como cetro, hincando la rodilla lo escarnecían, diciendo: «¡Salud, rey de los judíos!» Y lo escupieron y le dieron de bofetadas en la cara. Y uno de ellos, antes de devolverlo a Pilato, le quitó la caña de la mano y lo golpeó con ésta en la cabeza.
      
Entonces Pilato condujo a este prisionero sangrante y lacerado y, presentándoselo a la multitud mezclada, dijo: «¡He aquí el hombre! Nuevamente os digo que no hallo delito en él, y habiéndolo azotado, quiero soltarlo».
     
Allí estaba pues Jesús el Nazareno, envuelto en un viejo manto de púrpura real con una corona de espinas que le hería su compasiva frente. Su rostro estaba cubierto de sangre y su cuerpo encorvado bajo el peso del sufrimiento y la congoja. Pero nada conmueve el corazón insensible de los que son víctimas de un intenso odio emocional y esclavos del prejuicio religioso. Esta visión hizo correr un poderoso escalofrío por los reinos de un vasto universo, pero no tocó el corazón de los que habían decidido destruir a Jesús.
      
Cuando las multitudes se recuperaron de la primera impresión de ver el sufrimiento del Maestro, tan sólo gritaron más fuerte y por más tiempo: «¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!»
      
Ahora comprendió Pilato que era fútil apelar a sus supuestos sentimientos de piedad. Se adelantó y dijo: «Percibo que estáis decididos a que este hombre muera, ¿pero qué ha hecho él para merecerse la muerte? ¿Quién declarará su crimen?»
      
Entonces el alto sacerdote se adelantó y, acercándose a Pilato, declaró airadamente: «Nosotros tenemos una ley sagrada, y según esa ley él debe morir, porque se llamó a sí mismo Hijo de Dios». Cuando Pilato oyó esto, se atemorizó aun más, no sólo de los judíos sino que recordando la nota de su mujer y la mitología griega de los dioses que bajaban a la tierra, se puso a temblar ante la idea de que Jesús posiblemente fuera un personaje divino. Señaló a la multitud que se calmara mientras llevó a Jesús del brazo y nuevamente lo condujo adentro del edificio para interrogarlo ulteriormente. Pilato estaba confundido por el temor, perplejo por la superstición y atormentado por la actitud testaruda de la plebe.

viernes, 2 de mayo de 2014

Jesús vuelve ante Pilato.

Cuando los guardianes trajeron a Jesús de vuelta ante Pilato, él salió a la escalinata del pretorio, donde se había colocado el asiento para el juicio, y, reuniendo a los altos sacerdotes y a los sanedristas, les dijo: «Habéis traído a este hombre ante mí, acusándolo de que pervierte al pueblo, prohibe el pago de los impuestos, y dice ser el rey de los judíos. Lo he interrogado y no lo encuentro culpable de estas acusaciones. De hecho, no encuentro falta alguna en él. Luego lo envié a Herodes, y el tetrarca debe de haber llegado a la misma conclusión, puesto que nos lo ha enviado de vuelta. De cierto este hombre no ha hecho nada merecedor de muerte. Si aún creéis que necesita ser disciplinado, estoy dispuesto a castigarle antes de ponerlo en libertad».
  
   
En el momento en que se disponían los judíos a expresar en alta voz su protesta ante la idea de poner a Jesús en libertad, se acercó una gran muchedumbre que marchaba al pretorio para pedir a Pilato que soltara a un prisionero en honor de la fiesta de Pascua. Había sido costumbre durante cierto tiempo de que los gobernadores romanos permitieran a la plebe seleccionar a un hombre encarcelado o condenado para amnistía al tiempo de la Pascua. Ahora pues, esta muchedumbre se presentaba ante él para pedir que soltaran a un prisionero, y puesto que Jesús tan recientemente había gozado de tanta popularidad con las multitudes, se le ocurrió a Pilato que tal vez podría salirse del lío proponiendo a este grupo que, puesto que Jesús era un prisionero en ese momento ante su asiento del juez, les soltaría a este hombre de Galilea como símbolo de la buena voluntad de la Pascua.
      
Al subir la multitud por las escalinatas del edificio, Pilato les oyó decir el nombre de un tal Barrabás. Barrabás era un conocido agitador político y ladrón asesino, hijo de un sacerdote, que recientemente había sido apresado en el acto de robar y asesinar en la carretera de Jericó. Este hombre había sido condenado a muerte y sería ejecutado en cuanto terminaran las festividades de la Pascua.
      
Pilato se puso de pie y explicó a la multitud que Jesús había sido traído ante él por los altos sacerdotes, quienes querían condenarlo a muerte por ciertas acusaciones, y que él no pensaba que el hombre fuera reo de muerte. Dijo Pilato: «¿A quién pues preferís que yo os suelte, a este Barrabás, el asesino, o a este Jesús de Galilea?» Cuando Pilato hubo hablado así, los altos sacerdotes y los consejeros del sanedrín gritaron a voz en cuello: «¡Barrabás, Barrabás!» Y cuando la gente vio que los altos sacerdotes estaban decididos a poner Jesús a muerte, en seguida se unieron al clamor vociferando que soltaran a Barrabás.
      
Pocos días antes, esta multitud había admirado a Jesús, pero la muchedumbre no admiraba al que, habiendo dicho que era Hijo de Dios, se encontraba ahora en la custodia de los altos sacerdotes y de los dirigentes ante el tribunal de Pilato, condenado a muerte. Jesús podía ser el héroe de la plebe cuando echaba a los cambistas y a los mercaderes del templo, pero no como prisionero sin resistencia en las manos de sus enemigos y enjuiciado a muerte.
      
Pilato se airó al observar a los altos sacerdotes pedir a voces el perdón de un asesino bien conocido y pidiendo al mismo tiempo la sangre de Jesús. Vio su malicia y su odio y percibió su prejuicio y envidia. Por lo tanto les dijo: «¿Cómo podéis vosotros elegir la vida de un asesino en vez de la de este hombre cuyo peor crimen es que se hace llamar figurativamente rey de los judíos?» Pero no fue ésta una declaración sabia por parte de Pilato. Los judíos eran un pueblo orgulloso, ahora sí sometido al yugo político de los romanos, pero esperanzados del advenimiento de un Mesías que los liberaría de su esclavitud gentil con gran muestra de poder y gloria. Resintieron mucho más de lo que Pilato podía darse cuenta, la sugerencia de que este maestro de maneras mansas y de extrañas doctrinas, arrestado ahora y acusado de delitos dignos de muerte, podía ser considerado «el rey de los judíos». Reaccionaron a esta observación como un insulto a todo lo que ellos consideraban sagrado y honorable en su existencia nacional, y por lo tanto todos ellos a voces pidieron que se soltara a Barrabás y que se matara a Jesús.
      
Pilato sabía que Jesús era inocente de las acusaciones traídas contra él, y si hubiese sido un juez justo y valiente, lo habría exonerado y puesto en libertad. Pero tenía miedo de desafiar a estos judíos airados, y mientras titubeaba antes de cumplir con su deber, llegó un mensajero y le dio un mensaje sellado de su mujer, Claudia.
      
Pilato indicó a los que estaban congregados ante él que deseaba leer esta comunicación que acababa de recibir antes de proceder con el asunto ante a él. Cuando Pilato abrió la carta de su mujer, leyó: «Te ruego que nada tengas que ver con este hombre justo e inocente a quien llaman Jesús. Mucho he padecido esta noche en sueños por causa de él». Esta nota de Claudia no sólo preocupó grandemente a Pilato por lo que postergó así la adjudicación de este asunto, sino que desafortunadamente proporcionó tiempo suficiente para que los líderes judíos circularan libremente entre la multitud y urgieran al pueblo a que pidiese que soltaran a Barrabás y que crucificaran a Jesús.
      
Finalmente, Pilato se dirigió nuevamente a solucionar el problema que enfrentaba, preguntando al grupo mezclado de potentados judíos y multitud buscadora de perdón: «¿Qué he de hacer con el que se llama rey de los judíos?». Y todos ellos gritaron al unísono: «¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!». La unanimidad de esta demanda de la multitud mezclada sorprendió y alarmó a Pilato, el juez injusto y temeroso.
      
Nuevamente Pilato dijo: «¿Por qué queréis crucificar a este hombre? ¿Qué mal ha hecho? ¿Quién se presentará para atestiguar contra él?». Pero cuando oyeron a Pilato hablar en defensa de Jesús, tan sólo gritaron nuevamente: «¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!».
      
Nuevamente Pilato apeló a ellos sobre el asunto de soltar un prisionero para la Pascua, diciendo: «Nuevamente os pregunto, ¿cuál de estos prisioneros debo soltaros en esta vuestra Pascua?» Nuevamente la multitud gritó: «¡Danos a Barrabás!»
      
Entonces dijo Pilato: «Si suelto al asesino Barrabás, ¿qué he de hacer con Jesús?» Nuevamente la multitud gritó al unísono: «¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!»
      
Pilato estaba aterrorizado por el clamor insistente de la plebe, que actuaba bajo el liderazgo directo de los altos sacerdotes y de los consejeros del sanedrín; sin embargo, decidió hacer un último intento de apaciguar a la multitud y salvar a Jesús.

jueves, 1 de mayo de 2014

Jesús ante Herodes.

Cuando Herodes Antipas iba a Jerusalén se hospedaba en el viejo palacio macabeo de Herodes el Grande, y fue a este palacio del anterior rey que Jesús fue llevado por los guardianes del templo, seguido por sus acusadores y una multitud en aumento. Herodes por mucho tiempo había oído hablar de Jesús, y tenía mucha curiosidad de verle. Cuando el Hijo del Hombre estuvo ante él, este viernes por la mañana, el malvado idumeo no recordó en ningún momento al muchacho de años anteriores que había aparecido ante él en Séforis, pidiéndole una decisión justa sobre el dinero que se le debía a su padre, quien había muerto accidentalmente mientras trabajaba en uno de los edificios públicos. Por lo que sabía Herodes, él nunca había visto a Jesús, aunque mucho se había preocupado por él cuando hacía su obra en Galilea. Ahora, con Jesús en la custodia de Pilato y de los judeos, Herodes ansiaba verlo, pues le parecía que ya no corría peligro de que surgieran problemas por él en el futuro. Herodes mucho había oído de los milagros forjados por Jesús, y realmente esperaba verlo realizar algún portento. 

Cuando trajeron a Jesús ante Herodes, el tetrarca se sorprendió de su apariencia majestuosa y de la calma de su conducta. Durante unos quince minutos hizo Herodes preguntas a Jesús pero el Maestro no respondió. Herodes lo provocó, desafiándolo a que realizara un milagro, pero Jesús no respondió a sus muchas preguntas ni a sus desafíos.
     
Entonces Herodes se volvió a los altos sacerdotes y los saduceos y, prestando oído a sus acusaciones, oyó todo lo que Pilato había escuchado, y más, sobre las supuestas fechorías del Hijo del Hombre. Finalmente, convencido de que Jesús ni hablaría ni realizaría un portento para él, Herodes, después de burlarse de él por un tiempo, le envolvió en un viejo manto de púrpura real y lo mandó de vuelta a Pilato. Herodes sabía que no tenía jurisdicción sobre Jesús en Judea. Aunque se alegraba de creer que finalmente estaría libre de Jesús en Galilea, estaba agradecido de que fuera responsabilidad de Pilato condenarlo a muerte. Herodes no se había recobrado nunca plenamente del temor que lo perseguía por haber dado muerte a Juan el Bautista. Herodes en ciertos momentos temió que Jesús fuera Juan, resucitado de entre los muertos. Ahora pudo liberarse de ese temor, puesto que observó que Jesús era una persona muy distinta del extrovertido y apasionado profeta que se había atrevido a exponer y denunciar su vida privada.