UNA vez que se hubo preparado a los dos bandidos, los soldados, bajo
el mando de un centurión, salieron hacia el sitio de la crucifixión. El
centurión a cargo de estos doce soldados era el mismo capitán que la
noche anterior había conducido a los soldados romanos al arresto de
Jesús en Getsemaní. Era costumbre romana asignar cuatro soldados a cada
uno de los que serían crucificados. Los dos bandidos fueron debidamente
azotados antes de que se los llevara para la crucifixión, pero Jesús no
recibió golpes adicionales; indudablemente el capitán pensó que ya había
sido azotado bastante, aun antes de su condena.
Los dos ladrones crucificados con Jesús eran cómplices de Barrabás y
habrían sido puestos a muerte más tarde con su líder de no haber sido
éste soltado por Pilato como el perdón pascual. Jesús pues fue
crucificado en lugar de Barrabás.
Lo que Jesús está a punto a hacer, sometiéndose a la muerte en la cruz,
lo hace él por su libre albedrío. Al pronosticar esta experiencia, él
dijo: «El Padre me ama y me sostiene porque estoy
dispuesto a ofrendar mi vida. Pero tomaré posesión de ella de nuevo.
Nadie me quita la vida, —por mí mismo la ofrendo. Tengo poder para
ofrendarla, y tengo poder para tomar posesión de ella. Este mandamiento
recibí de mi Padre».
Eran apenas antes de las nueve de esta mañana cuando los soldados
condujeron a Jesús del pretorio, camino al Gólgota. Muchos de entre los
que caminaban tras de esta procesión eran simpatizantes en secreto de
Jesús, pero la mayor parte de este grupo de unos doscientos o más,
estaba formado de sus enemigos y de holgazanes curiosos que simplemente
deseaban disfrutar del espectáculo chocante de las crucifixiones. Sólo
unos pocos de los líderes judíos fueron a presenciar la muerte de Jesús
en la cruz. Sabiendo que Pilato lo había entregado a los soldados
romanos y que estaba condenado a muerte, se ocuparon más bien de su
reunión en el templo, en la que discutieron qué habrían de hacer con los
seguidores de Jesús.