El viernes por la tarde del 1 de octubre,
cuando Jesús estaba celebrando su última reunión con los apóstoles,
evangelistas y otros líderes del campamento en desbande, y con los seis
fariseos de Jerusalén sentados en la primera fila de esta asamblea en la
espaciosa y agrandada habitación delantera de la casa de Zebedeo,
ocurrió uno de los episodios más extraños y singulares de toda la vida
de Jesús en la tierra. El Maestro estaba en ese momento hablando de pie
en esta gran habitación, que había sido construida para permitir estas
reuniones durante la temporada de lluvia. La casa estaba completamente
rodeada por una vasta multitud que tendía el oído para escuchar algunas
palabras del discurso de Jesús.
Mientras la casa estaba de esta manera
llena de gente y completamente rodeada de oyentes ansiosos, fue traído
de Capernaum en una pequeña litera por sus amigos, un hombre paralítico
desde hacía mucho tiempo. Este paralítico había escuchado que Jesús
estaba a punto de irse de Betsaida, y habiendo hablado con Aarón el
albañil, que tan recientemente había sido curado, resolvió que le
llevaran a la presencia de Jesús, para que pudiera obtener curación. Sus
amigos trataron de entrar a la casa de Zebedeo tanto por la puerta de
adelante como por la de atrás, pero había demasiada gente. Pero el
paralítico no quiso resignarse; pidió a sus amigos que buscaran las
escaleras y así subieron al techo de la habitación en la cual Jesús estaba hablando, y después de aflojar las
tejas, audazmente bajaron al enfermo con su litera mediante sogas hasta
que el afligido se encontró en el piso directamente delante del Maestro.
Cuando Jesús vio lo que esta gente había hecho, dejó de hablar,
mientras que los que estaban con él en la habitación se maravillaron con
la perseverancia de este enfermo y de sus amigos. Dijo el paralítico:
«Maestro, no quiero molestarte en tus enseñanzas, pero estoy decidido a
sanar. Yo no soy como los que recibieron tu curación e inmediatamente se
olvidaron de tus enseñanzas. Yo deseo curarme para poder servir en el
reino del cielo». A pesar de que la aflicción de este hombre había sido
producida por su propia vida malgastada, Jesús, viendo su fe, le dijo al
paralítico: «Hijo, no temas; tus pecados están perdonados. Tu fe te
salvará».
Cuando los fariseos de Jerusalén,
juntamente con otros escribas y abogados que estaban sentados con ellos,
escucharon esta declaración de Jesús, empezaron a decir entre ellos:
«¿Cómo se atreve este hombre a hablar de esta manera? ¿Acaso no entiende
que estas palabras son blasfemia? ¿Quién puede perdonar un pecado, sino
Dios?» Jesús, habiendo percibido en su espíritu que así pensaban ellos y
comentaban entre ellos, les habló diciéndoles: «¿Por qué razonáis así
en vuestro corazón? ¿Quiénes sois vosotros que os atrevéis a juzgarme?
¿Qué diferencia hay si yo digo a este paralítico, tus pecados están
perdonados, o, levántate, levanta tu litera y anda? Pero, para que
vosotros que presenciáis todo esto podáis finalmente saber que el Hijo
del Hombre tiene autoridad y poder en la tierra para perdonar los
pecados, diré a este hombre afligido: Levántate, levanta tu litera, y
vete a tu casa». Y cuando Jesús hubo hablado así, el paralítico se
levantó, y mientras la multitud se abría para dejarle paso, salió
delante de todos ellos. Y los que vieron estas cosas estaban asombrados.
Pedro despidió la asamblea, mientras muchos oraban y glorificaban a
Dios, confesando que no habían visto nunca antes tan extraños
acontecimientos.
Aproximadamente en este momento los
mensajeros del sanedrín llegaron para ordenar a los seis espías que
retornaran a Jerusalén. Cuando escucharon este mensaje, cayeron en una
seria disputa entre ellos; y una vez que hubieron terminado sus
discusiones, el líder y dos de sus asociados volvieron con los
mensajeros a Jerusalén, mientras que tres de los espías fariseos
confesaron su fe en Jesús y, dirigiéndose inmediatamente al lago, fueron
bautizados por Pedro y acogidos por los apóstoles como hijos del reino.