Este festín para las cinco mil personas, mediante la energía
sobrenatural, fue otro de esos casos en los que la piedad humana se sumó
al poder creador para dar como resultado lo que sucedió. Ya la multitud
había sido saciada, y allí mismo y en ese instante la fama de Jesús
tanto se acrecentó por este extraordinario portento, que la idea de
apoderarse del Maestro y proclamarlo rey ya no necesitaba de ningún
cabecilla. La idea pareció propagarse como un contagio entre la
muchedumbre. La reacción de la multitud ante esta satisfacción repentina
y espectacular de sus necesidades físicas fue profunda y sobrecogedora.
Por mucho tiempo a los judíos se les había enseñado que el Mesías, el
hijo de David, cuando viniera, inundaría la tierra, nuevamente, con
leche y miel, y que el pan de la vida llovería sobre ellos como había
supuestamente caído el maná del cielo sobre sus antepasados en el
desierto. ¿Acaso todas estas expectativas no habían sido plenamente
satisfechas ante sus ojos? Cuando esta multitud hambrienta y sin
alimentos se sació de alimento milagroso, tan sólo hubo una reacción
unánime: «He aquí a nuestro rey». Había llegado el liberador portentoso
de Israel. En los ojos de esta gente de mente sencilla, el poder de dar
de comer llevaba en sí mismo el derecho al gobierno. No es pues de
extrañar que la multitud, en cuanto terminó su festín, se puso de pie al
unísono clamando: «¡Hacedlo rey!».
Este poderoso grito entusiasmó a Pedro y a
los entre los apóstoles que aún mantenían la esperanza de que Jesús
afirmara su derecho a gobernar. Pero, poco durarían estas falsas
esperanzas. Aún se oían los ecos de este poderoso grito de la multitud
que rebotaban de las rocas cercanas, cuando Jesús se trepó a una enorme
piedra y, levantando la mano derecha para imponer silencio, dijo:
«Hijitos míos, vosotros tenéis buenas intenciones, pero sois de vista
corta y de mentalidad material». Hubo una corta pausa; este fornido
galileo se erguía majestuoso contra el resplandor encantador del
atardecer oriental. Cada centímetro de su semblante se veía
verdaderamente como el de un rey mientras siguió hablando a la multitud
que lo contemplaba sin aliento: «Vosotros queréis hacerme rey, no porque
vuestra alma se haya iluminado de una gran verdad, sino porque vuestro
estómago está lleno de pan. ¿Cuántas veces os he dicho que mi reino no
es de este mundo? Este reino del cielo que nosotros proclamamos es una
hermandad espiritual, y ningún hombre gobierna sobre este reino sentado
en un trono material. Mi Padre en el cielo es el omnisapiente y
todopoderoso Gobernante de esta hermandad espiritual de los hijos de
Dios en la tierra. ¿Es que tanto he fallado en revelaros al Padre de los
espíritus, que vosotros queréis hacer de su Hijo en la carne un rey?
Idos pues todos a casa. Si debéis tener rey, que el Padre de las luces
sea coronado en el corazón de cada uno de vosotros como el espíritu
Gobernante de todas las cosas».
Estas palabras de Jesús despidieron a la
multitud, pasmada y desilusionada. Muchos de los que habían creído en
él, se fueron y, a partir de ese día, ya no le siguieron. Los apóstoles
estaban anonadados; permanecieron de pie en silencio, reunidos alrededor
de los doce canastos llenos de trozos de comida; sólo el mandadero, el mancebo Marcos, dijo: «Y se negó a ser nuestro
rey». Jesús, antes de irse por su cuenta a las colinas, se volvió hacia
Andrés y dijo: «Lleva a tus hermanos de vuelta a la casa de Zebedeo y
ora con ellos, especialmente por tu hermano, Simón Pedro».