Jesús continuó enseñando a la gente durante el
día e instruyendo a los apóstoles y evangelistas por las noches. El
viernes decretó una semana de vacaciones para que sus seguidores
pudieran volver a sus casas o visitar sus amigos por unos días, antes de
prepararse para ir a Jerusalén para la Pascua. Pero más de la mitad de
sus discípulos se negaron a abandonarle, y la multitud aumentaba
diariamente tanto, que David Zebedeo propuso establecer un nuevo
campamento, pero Jesús no le dio su consentimiento. El Maestro no pudo
descansar mucho el sábado, por lo que intentó el domingo 27 de marzo
por la mañana alejarse de la multitud. Quedarían allí algunos de los
evangelistas con el encargo de hablar a la multitud, mientras que Jesús y
los doce planeaban escapar sin ser vistos al otro lado del lago, donde
podrían obtener un merecido y necesario descanso en un hermoso parque al
sur de Betsaida-Julias. Esta región era la zona de elección de los
habitantes de Capernaum para pasar las vacaciones; todos conocían bien
estos parques en la costa oriental.
Pero, la muchedumbre no los dejó. Al ver la
dirección que tomaba la barca de Jesús, alquilaron todo navío
disponible y salieron en su seguimiento. Los que no consiguieron
embarcaciones partieron a pie, caminando alrededor del lago por el
norte.
Al caer la tarde, más de mil personas ya
habían ubicado al Maestro en uno de los parques, y él les habló
brevemente, y después de él habló Pedro. Muchos habían traído comida, y
después de cenar, se reunieron en pequeños grupos mientras los apóstoles
y discípulos de Jesús les enseñaban.
Para el lunes por la tarde la multitud
había aumentado a más de tres mil personas. Y todavía —hasta bien
entrada la noche— seguía llegando gente trayendo cantidades de enfermos
de todo tipo. Cientos de interesados habían planeado parar en Capernaum,
camino de la Pascua, para ver y oír a Jesús, y no había forma de que se
resignaran a no verlo. Para el mediodía del miércoles se encontraban
reunidos unos cinco mil hombres, mujeres y niños en este parque al sur
de Betsaida-Julias. El tiempo estaba agradable, siendo casi el fin de la
temporada de lluvia en esta región.
Felipe había traído provisiones suficientes
para tres días para Jesús y los doce, encargando su custodia al mancebo
Marcos, el mandadero de ellos. Para la tarde de este día, el tercero
para casi la mitad de esta multitud, ya prácticamente se había acabado
la comida que había traído la gente. David Zebedeo no contaba aquí con una ciudad de tiendas que pudiera alimentar y
cobijar a las multitudes. Tampoco había provisto Felipe alimentos para
tan grande multitud. Pero la gente, aunque hambrienta, no se iba. Se
rumoreaba en voz baja que Jesús, deseando evitar problemas tanto con
Herodes como con los líderes de Jerusalén, había elegido este lugar
tranquilo, fuera de la jurisdicción de todos sus enemigos,
considerándolo el sitio adecuado para ser coronado rey. El entusiasmo de
la gente aumentaba de hora en hora. Nadie dijo una sola palabra de esto
a Jesús, aunque, por supuesto, él sabía todo lo que estaba pasando.
Hasta los doce apóstoles estaban contaminados por estas ideas, y los
evangelistas más jóvenes, todavía más. Los apóstoles que estaban a favor
de la idea de proclamar rey a Jesús eran Pedro, Juan, Simón el Zelote, y
Judas Iscariote. Los que estaban en contra de este plan eran Andrés,
Santiago, Natanael, y Tomás. Mateo, Felipe y los gemelos Alfeo no tenían
opinión decidida. El cabecilla de esta conspiración para coronarlo rey
era Joab, uno de los jóvenes evangelistas.
Ésta era pues la situación a eso de las
cinco de la tarde del miércoles, cuando Jesús pidió a Jacobo Alfeo que
llamara a Andrés y Felipe. Dijo Jesús: «¿Qué vamos a hacer con la
multitud? Ya hace tres días que están con nosotros, y muchos entre ellos
tienen hambre. No tienen comida». Felipe y Andrés se intercambiaron una
mirada, y entonces Felipe contestó: «Maestro, deberías despedir a esta
gente para que vayan a las aldeas cercanas y se compren alimentos».
Andrés, que temía se materializara la confabulación para coronar rey a
Jesús, inmediatamente se puso de parte de Felipe, diciendo: «Sí,
Maestro, pienso que lo mejor sería que disuelvas la asamblea para que
esta gente se vaya por su camino y consiga comida, mientras tú reposas
una temporada». A esta altura se habían acercado al grupo otros de los
doce. Entonces dijo Jesús: «Pero no deseo despedirlos hambrientos;
¿acaso no podéis alimentarlos?» Esto fue demasiado para Felipe, que
inmediatamente contestó: «Maestro, en este lugar de campo, ¿adonde hemos
de comprar pan para esta multitud en este sitio descampado? Doscientos
denarios no bastarían para el almuerzo».
Antes de que los apóstoles tuvieran la
oportunidad de expresarse, Jesús se volvió a Andrés y Felipe, diciendo:
«No quiero despedir a esta gente. Están aquí, como ovejas sin pastor. Me
gustaría alimentarlos. ¿Qué tenemos de comer?» Mientras Felipe
conversaba con Mateo y Judas, Andrés llamó al mancebo Marcos para
determinar cuánto quedaba de sus provisiones. Volvió a Jesús, diciendo:
«El muchacho tan sólo tiene cinco panes de cebada y dos pescados secos»
—y Pedro inmediatamente agregó: «Aún no hemos comido esta noche».
Por un momento estuvo Jesús en silencio.
Había en sus ojos una expresión lejana. Los apóstoles nada dijeron.
Jesús se volvió repentinamente hacia Andrés y dijo: «Tráeme los panes y
los peces». Y cuando Andrés hubo traído la canasta a Jesús, el Maestro
dijo: «Ordenad a la gente que se siente en el césped en grupos de cien y
que nombren un jefe para cada grupo, mientras vosotros traéis aquí a
todos los evangelistas».
Jesús tomó los panes en las manos, y
después de haber dado las gracias, partió el pan y se lo dio a los
apóstoles, quienes se lo pasaron a sus asociados, y quienes a su vez se
lo llevaron a la multitud. De la misma manera partió Jesús y distribuyó
los peces. Y esta multitud comió y fue saciada. Cuando terminaron de
comer, Jesús dijo a los discípulos: «Recoged los trozos que quedan para
que nada se pierda». Cuando hubieron ellos terminado de juntar los
pedazos, tenían doce canastas llenas. Los que comieron de este
extraordinario festín fueron unos cinco mil hombres, mujeres y niños.
Éste fue el primero y único milagro de la
naturaleza que realizó Jesús por premeditación consciente. Es verdad que
sus discípulos estaban dispuestos a llamar milagros muchas cosas que no
lo eran, pero ésta fue una ministración genuinamente sobrenatural. Se
nos enseñó, que en este caso, Micael multiplicó los elementos de la
comida, tal como siempre lo hace, excepto que eliminó el factor tiempo y
el canal vital visible.