La multitud siguió creciendo a lo largo de esa
semana. El sábado Jesús se fue a las colinas, pero cuando llegó el
domingo por la mañana, las multitudes volvieron. Jesús les habló por la
tarde temprano después de la predicación de Pedro, y cuando hubo
terminado, dijo a sus apóstoles: «Estoy cansado de las multitudes;
crucemos al otro lado para que podamos descansar un día».
Al cruzar el lago, se toparon con una de
esas violentas y repentinas tormentas de viento características del mar
de Galilea, especialmente en esta temporada del año. Esta extensión de
agua está unos dos cientos metros por debajo del nivel del mar, rodeada
de altos acantilados, especialmente hacia el oeste. Hay gargantas
empinadas que van del lago a las colinas, durante el día el aire
caliente se eleva formando una bolsa sobre el lago, después de la caída
del sol al enfriarse el aire hay una tendencia de que el aire en las
gargantas se lance sobre el lago. Estas oleadas se producen de golpe y a
veces también se desvanecen en forma igualmente repentina.
Así pues uno de estos ventarrones
vespertinos alcanzó la barca que llevaba a Jesús al otro lado del lago
durante esta tarde del domingo. La seguían tres barcas más con algunos
de los evangelistas más jóvenes. Era una tormenta violenta, aunque
limitada a esta región del lago, pues no había signos de tormenta en la
orilla occidental. El viento era tan fuerte que las olas caían sobre la
barca. El fuerte viento desgarró la vela antes de que los apóstoles
pudieran enrollarla, y sólo dependían de los remos, sobre los que se
inclinaban tratando esforzadamente de llegar a la orilla, a poco más de
dos kilómetros de distancia.
Mientras tanto, Jesús permanecía dormido en
la popa bajo un pequeño cobertizo. El Maestro estaba cansado cuando
partieron de Betsaida, y para poder descansar un poco les había ordenado
que levantaran vela para cruzar al otro lado del lago. Estos ex
pescadores remaban con fuerza y eran expertos, pero ésta era una de las peores tormentas de viento que jamás
habían encontrado. Aunque el viento y las olas sacudían la barca como si
fuera un barquito de juguete, Jesús seguía durmiendo sin molestarse.
Pedro estaba remando a la derecha, cerca de la popa. Cuando la barca
empezó a llenarse de agua, dejó su remo y, apresurándose adonde Jesús,
lo sacudió vigorosamente para despertarlo, y cuando se despertó, Pedro
dijo: «Maestro, ¿acaso no sabes que estamos en el medio de una violenta
tormenta? Si no nos salvas, pereceremos todos».
Al salir Jesús en medio de la lluvia,
primero miró a Pedro, luego escudriñó en las tinieblas a los que remaban
con esfuerzo, y nuevamente volviendo la mirada a Simón Pedro quien, en
su agitación, no había retornado aún a su remo, dijo: «¿Por qué tenéis
tanto miedo todos vosotros? ¿Adonde está vuestra fe? Paz, callaos».
Apenas si acababa Jesús de pronunciar este reproche a Pedro y a los
demás apóstoles, apenas si había alcanzado a ordenar a Pedro que se
calmara, que aquietara su alma atribulada, cuando la atmósfera
tormentosa, habiendo alcanzado su equilibrio, se calmó de pronto. Las
olas airadas casi inmediatamente se serenaron, los oscuros nubarrones,
habiéndose derretido en una corta lluvia, se desvanecieron, y brillaron
las estrellas en el cielo. Según podemos juzgar esto ocurrió por pura
coincidencia; pero los apóstoles, particularmente Simón Pedro, nunca
dejaron de considerar como un milagro de la naturaleza este episodio.
Era especialmente fácil para los hombres de aquella época creer en
milagros de la naturaleza, puesto que creían firmemente que la
naturaleza toda era un fenómeno directamente controlado por las fuerzas
espirituales y los seres sobrenaturales.
Jesús explicó claramente a los doce que sus
palabras se habían dirigido al espíritu atribulado de ellos y a su
mente sacudida por el terror, que no había mandado a los elementos que
lo obedecieran, pero fue en vano. Los seguidores del Maestro siempre
persistieron en interpretar a su manera todas estas coincidencias. Desde
ese día en adelante insistieron en pensar que el Maestro poseía un
poder absoluto sobre los elementos naturales. Pedro no se cansó nunca de
proclamar cómo «aun los vientos y las olas obedecen a él».
Era tarde en la noche cuando Jesús y sus
asociados alcanzaron la orilla, y puesto que era una bella y calmada
noche, todos ellos descansaron en las barcas, sin bajar a la playa hasta
poco después del amanecer del día siguiente. Cuando se reunieron, unos
cuarenta en total, Jesús dijo: «Vayamos a las colinas más allá y
permanezcamos allí unos pocos días mientras discurrimos en los problemas
del reino del Padre».